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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ficcion, fantasía

El séptimo hijo (20 page)

BOOK: El séptimo hijo
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—¿Ahora ves por qué la llamó su obra más importante?

—¿Pero cómo es que el Pacto no fue más importante?

—El Pacto sólo fue un conjunto de palabras. Pero el nombre americanos fue la idea que dio lugar a las palabras.

—Pero todavía no incluye a los yanquis ni a los caballeros. Ni ha detenido la guerra, porque la gente de los Apalaches sigue luchando contra el rey.

—Pero sí incluye a toda esa gente, Alvin. ¿Recuerdas la historia de George Washington en Shenandoah? En esa época era Lord Potomac y dirigía el más grande ejército del rey Roberto contra esa pobre banda de pelagatos que había dejado Ben Arnold. Era evidente que, a la mañana siguiente, los caballeros de Lord Potomac destruirían el fuertecito y sentenciarían la rebelión libertadora de Tom Jefferson. Pero Lord Potomac había luchado al lado de esos hombres de montaña en las guerras contra los franceses. Y Tom Jefferson había sido su amigo en aquellos días lejanos. Su corazón no podía soportar pensar siquiera en la batalla que les depararía la jornada siguiente.

¿Quién era ese rey Roberto para que se derramara tanta sangre en su nombre? Lo único que querían esos rebeldes era ser dueños de su tierra y verse libres de los barones que les enviaba el Rey, y de los tributos extenuantes que les imponía y que los hacía tan esclavos como a cualquier negro de las Colonias de la Corona. Esa noche no pegó ojo.

—Estuvo rezando.

—Bueno, eso es lo que cuenta Thrower —dijo Truecacuentos secamente—. Pero quién sabe. Y cuando a la mañana siguiente se dirigió a sus tropas, no dijo una sola palabra acerca de haber orado. Pero sí habló de la palabra que forjó Ben Franklin. Escribió una carta al Rey, renunciando a su cargo de oficial y rechazando sus títulos y tierras. Y no la firmó Lord Potomac, sino George Washington. Y luego se presentó ante los soldados del Rey, de uniforme azul, y les dijo lo que había hecho y les explicó que eran libres de elegir. Obedecían a sus oficiales y se lanzaban a la carga, o bien marchaban en defensa de la gran Declaración de Libertad de Tom Jefferson. Les dijo: «Sois libres de elegir, pero en lo que a mí respecta...»

Alvin conocía las palabras de memoria, como cada hombre, mujer y niño del continente.

Ahora las palabras significaban mucho más para él las gritó a voz en cuello:«... mi espada americana jamás derramará una gota de sangre americana».

—Y entonces —prosiguió Truecacuentos—, y entonces, una vez que el grueso de su ejército se hubo marchado para unirse a los rebeldes de los Apalaches, llevando consigo armas y pólvora, carretas y guarniciones, ordenó al oficial de más alto rango leal al rey que lo arrestara. «He roto mi juramento al rey —proclamó—. Fue por el bien de una causa superior, pero aun así he roto mi juramento, y pagaré el precio de mi traición.» Y lo pagó, sí señor, con una espada en el cuello. ¿Pero cuántos fuera de la corte del rey creyeron realmente que aquello fue una traición? —Ni uno —dijo Alvin.

—¿Y ha podido el rey librar una sola batalla contra los rebeldes de los Apalaches desde ese día?

—Ni una.

—Ni uno solo de esos soldados de Shenandoah era ciudadano de los Estados Unidos. Ni uno solo de ellos vivía según las leyes del Pacto Americano. Y sin embargo, cuando George Washington habló de espadas americanas y sangre americana, todos comprendieron que esa palabra se refería a ellos. Y ahora dime, Alvin Júnior, ¿se equivocó el viejo Ben al decir que lo más grande que había hecho en toda su vida era una palabra?

Alvin habría respondido, pero justo en ese momento llegaron al porche de la casa, y antes de que llegaran a la puerta, ésta se abrió de par en par y ante sus ojos apareció Mamá. La expresión de su rostro indicó a Alvin que se hallaba en problemas, y sabía por qué.

—¡Pensaba ir a la iglesia, Mamá...!

—Mucha gente muerta piensa ir al cielo —respondió ella—, pero nunca llegan tampoco.

—Ha sido culpa mía, señora Fe —intervino Truecacuentos.

—No, seguro que no, Truecacuentos —afirmó Mamá.

—Nos pusimos a conversar, mi buena Fe, y temo que distraje al niño...

—El niño nació distraído —manifestó Mamá, sin apartar los ojos de Alvin—. Va por el mismo camino de su padre. Si uno no lo embrida, lo pone en la montura y lo arrastra a la iglesia, jamás logra que ponga un pie en ella, y una vez dentro hay que clavarle los pies al suelo para que no esté en la puerta antes de un minuto. Un niño de diez años que odia al Señor, basta para que su madre desee que nunca hubiese nacido.

Las palabras resonaron profundamente en el corazón del pequeño.

—Es terrible desear algo así... —comentó Truecacuentos. Su voz era muy serena.

Finalmente, Mamá levantó la vista y miró el rostro del anciano.

—No lo deseo realmente —dijo por fin.

—Lo siento, Mamá—se disculpó Alvin Júnior.

—Entrad —ordenó Mamá—. Me fui de la iglesia para salir a buscarte, y ya no hay tiempo para regresar antes de que concluya el sermón.

—Estuvimos hablando de muchísimas cosas, Mamá —explicó Alvin—. De mis sueños, de Ben Franklin y de...

—La única historia que deseo escuchar de ti —dijo Mamá— es la letra de los salmos. Ya que no has ido a la iglesia, te sentarás conmigo en la cocina y cantarás salmos mientras preparo la comida.

Y fue así como Alvin no pudo ver la frase del viejo Ben en el libro de Truecacuentos durante varias horas.

Mamá lo tuvo cantando hasta la hora de comer, y después de la comida, Papá, los chicos mayores y Truecacuentos se sentaron a planear la expedición del día siguiente para traer una rueda de molino desde la montaña de granito.

—Lo hago por usté —señaló Papá a Truecacuentos—, conque más vale que también venga.

—Jamás le pedí que trajera una piedra de molino...

—Desde que ha llegado aquí no ha pasado día sin que hiciera algún comentario sobre qué lástima que un molino tan bello sólo se use como cobertizo para el heno, cuando la gente del lugar necesita harina. —Si mal no recuerdo, sólo lo he dicho una vez. —Bueno, será —admitió Papá—. Pero cada vez que lo veo pienso en la rueda del molino.

—Ah, pero eso es porque sigue deseando que la rueda hubiese estado allí cuando me arrojó al suelo. —¡No puede desear eso —intervino Cally—, porque entonces usted estaría muerto!

Truecacuentos se limitó a sonreír, y Papá le devolvió la sonrisa. Y siguieron hablando de esto y de lo otro.

Entonces las cuñadas trajeron a los sobrinos y nietos para la cena del domingo y pidieron a Truecacuentos que les cantara la canción de la risa tantas veces que Alvin se dijo que gritaría si volvía a escuchar una vez más otro estribillo de «Ja, ja, jíii». Sólo después de la cena, una vez que los sobrinos y nietos se hubieron marchado, Truecacuentos apareció con su libro.

—Me preguntaba si alguna vez abriría ese libro —dijo Papá.

—Sólo aguardaba el momento oportuno. —Truecacuentos procedió a explicar cómo era que la gente escribía allí sus hechos más importantes.

—No pretenderá que yo escriba ahí —dijo Papá.

—¡Oh, eso es algo que no permitiría! No aún. Todavía no me ha contado su hecho más importante. —La voz de Truecacuentos se hizo más tenue—. Tal vez todavía no haya hecho su acción más importante...

Entonces Papá se enfadó un poco, o tal vez era un poco de miedo. Sea lo que fuere, se puso de pie y se acercó.

—Muéstreme qué hay en ese libro que los demás creen tan condenadamente importante.

—Mm—dijo Truecacuentos—. ¿Sabe leer?

—Pues sepa usté que recibí una educación yanqui en Massachussets antes de casarme y asentarme como molinero en West Hampshire, mucho antes de llegar aquí. Tal vez no pueda compararse con una educación londinense como la de usté, Truecacuentos, pero no sabrá escribir la palabra que yo no pueda leer, a menos que sea en latín...

Truecacuentos no respondió. Simplemente abrió el libro. Papá leyó la primera oración. «La única cosa que hice realmente en toda mi vida fue americanos.»

Papá miró a Truecacuentos.

—¿Quién escribió eso?

—El viejo Ben Franklin.

—Según contaron, el único americano que lizo fue ilegítimo.

—Tal vez Al Júnior se lo explique más tarde -dijo Truecacuentos.

Y mientras conversaban, Alvin se abrió paso entre ellos para poder contemplar la escritura del viejo Ben. No era diferente de la del resto de los hombres.

Alvin se sintió algo decepcionado, aunque no supo decir qué había esperado.

¿Acaso letras de oro? Desde luego que no. No había razón por la cual las palabras de un gran hombre debieran, sobre la página, ser distintas de las de un tonto.

Pero no podía librarse de la decepción sufrida al ver que las palabras eran tan simples. Extendió la mano y volvió la página, y volvió muchas páginas, tocándolas con el dedo. Todas eran iguales. Grises sobre papel amarillento.

Del libro saltó un destello de luz que lo cegó por un instante.

—No juegues así con las hojas —le reconvino Papá—. Las romperás.

Alvin dio la vuelta para contemplar a Truecacuentos.

— ¿Qué es esa página con luz? —preguntó—. ¿Qué dice allí?

—¿Con luz?

Entonces Alvin supo que sólo él la había visto.

—Encuentra la página y muéstramela —pidió Truecacuentos.

—La romperá —advirtió Papá.

—Sabrá tener cuidado.

Pero la voz de Papá parecía enfadada.

—Te digo que te apartes de ese libro, Alvin Júnior.

Alvin comenzó a obedecer, pero en ese momento sintió sobre su hombro la mano del Truecacuentos, escuchó su voz serena y sintió que los dedos del anciano se movían para hacer un conjuro de resguardo.

—El niño vio algo en el libro —dijo Truecacuentos—y quiero que vuelva a encontrarlo para mí.

Y, para sorpresa de Alvin, Papá cedió.

—Si no le importa que su libro quede hecho jirones en manos de ese mocoso atolondrado... —murmuró, y luego guardó silencio.

Alvin volvió al libro y fue pasando las páginas una a una. Finalmente se detuvo en una, y de ella brotaba una luz que al principio lo cegó y luego fue atenuándose paulatinamente hasta rodear una única frase, escrita con letras de fuego.

—¿No ve cómo arden? —preguntó Alvin.

—No —dijo Truecacuentos—, pero huelo el humo. Toca las palabras que ves arder...

Alvin tendió la mano y cautelosamente tocó el comienzo de la oración.

La llama, para su asombro, no lo quemó, si bien le resultó cálida. El calor le llegó hasta el hueso. Y mientras el último frío del otoño se alejaba de su cuerpo, se estremeció. Y sonrió, tal era el brillo que sentía en su interior. Pero apenas posó su dedo sobre ella, la llama se extinguió, se enfrió, se acabó.

—¿Qué dice? —preguntó Mamá. Se había acercado hasta plantarse al otro lado de la mesa. No leía demasiado bien, y las palabras quedaban patas arriba para ella.

Truecacuentos leyó.

—Nace un Hacedor.

—No ha habido otro Hacedor —dijo Mamá— desde aquel que convirtió el agua en vino.

—Tal vez no —replicó Truecacuentos—, pero es lo que ella escribió...

—¿Quién lo escribió? —exigió Mamá.

—Una niña. Hace unos cinco años.

—¿Y cuál es la historia que acompaña la frase? —quiso saber Alvin.

Truecacuentos sacudió la cabeza.

—Pero usted dijo que nunca permitía escribir a la gente a menos que supiera su historia.

—Lo escribió mientras yo no miraba —dijo Truecacuentos—. Me di cuenta en mi siguiente parada.

—Entonces, ¿cómo sabe que fue ella? —preguntó Alvin.

—Fue ella —repuso Truecacuentos—. Era la única persona en ese lugar que pudo haber abierto el conjuro que por esos días yo mantenía sobre el libro.

—Es decir, que no sabe lo que significa. ¿Puede decirme al menos por qué ardían las letras para mí?

Truecacuentos sacudió la cabeza.

—Era la hija de una posadera, si mal no recuerdo. Hablaba muy poco, y cuando lo hacía, cada una de sus palabras era estrictamente veraz. Jamás mentía, ni siquiera para ser gentil. La consideraban una fierecilla, pero ya lo dice el proverbio: «El malo esquiva a quien siempre habla con sinceridad.» O algo así.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Mamá. Alvin la miró sorprendido. Mamá no había visto arder las letras. ¿Por qué estaba tan ansiosa por saber quién las había escrito?

—Lo siento —dijo Truecacuentos—. No recuerdo su nombre en este momento.

Y si lo recordara tampoco lo diría. Ni su nombre ni el sitio donde vive. No quiero que nadie vaya en su búsqueda ni la moleste pidiéndole respuestas que acaso no quiera dar. Pero diré esto. Era una tea, y veía con ojos veraces.

De modo que si escribió que había nacido un Hacedor, yo lo creo, y por eso dejé que sus palabras quedaran en mi libro.

—Algún día me gustaría conocer su historia —dijo Alvin—. Quiero saber por qué las letras brillaban tanto.

Levantó la vista. Mamá y Truecacuentos se miraban fijamente.

Y entonces, en los confines de su propia visión, allí donde casi no podía ver, percibió al Deshacedor, tembloroso, invisible, aguardando la ocasión de desmigajar el mundo.

Sin darse cuenta, Alvin sacó de los pantalones los faldones de su camisa y anudó ambos extremos. El Deshacedor vaciló, y luego se retiró para desaparecer de su vista.

Capítulo 11
LA RUEDA DE MOLINO

Truecacuentos despertó. Alguien lo estaba sacudiendo. Afuera todo estaba en sombras, pero ya era hora de ponerse en marcha.

Se sentó, se desperezó un rato y se regocijó al notar los pocos nudos y achaques que tenía en esos días, después de dormir en un lecho mullido.

Podría acostumbrarme a esto, pensó. Podría gustarme vivir aquí.

El tocino era tan graso que desde allí podía oírlo crepitando en la cocina.

Iba a ponerse las botas cuando Mary llamó a la puerta.

—Estoy más o menos presentable —respondió él.

La joven entró, llevando dos pares de calcetines largos y gruesos.

—Yo misma los tejí —explicó. —Ni en Filadelfia podría comprar calcetines tan gruesos... —comentó Truecacuentos.

—Aquí, en la región del Wobbish, el invierno es muy frío, y... —no concluyó. Se ruborizó, hundió la cabeza y desapareció de la habitación.

Truecacuentos se puso los calcetines, sobre ellos las botas, y sonrió. No le molestaba aceptar pequeños obsequios como ése. Trabajaba tanto como el que más, y había dedicado muchos esfuerzos a preparar la granja para el invierno. Era bueno reparando tejados: le gustaba trepar y no se mareaba.

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