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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ficcion, fantasía

El séptimo hijo (17 page)

BOOK: El séptimo hijo
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—Me gano la vida ayudando a reparar vagones y a cavar zanjas y a hilar y a cualquier otra cosa que haya que hacer. Pero la misión de mi vida es contar cuentos, y los voy trocando uno por uno. Tal vez en este momento penséis que no deseáis contarme ninguna de vuestras historias, y conmigo no hay problema, pues jamás tomé una historia que no me contaran voluntariamente. No soy ningún ladrón. Pero ya veis, he conseguido un relato: lo que hoy me sucedió. La gente más amable y la casa más cómoda entre el Mizzipy y el Alph.

—¿Dónde queda el Alph? ¿Es un río? —preguntó Cally.

—¿Qué? ¿Queréis una historia? —preguntó Truecacuentos.

Sí, clamaron los niños.

—Pero no sobre el río Alph —advirtió Al Júnior—. Ese sitio no existe.

Truecacuentos lo miró con genuina sorpresa.

—¿Cómo lo sabes? ¿Has leído la colección de Lord Byron sobre la poesía de Coleridge?

Al Júnior miró a los demás, desorientado.

—No tenemos muchos libros por aquí—señaló Fe—. El predicador les da lecciones sobre la Biblia para que puedan aprender a leer.

—¿En ese caso, cómo supiste que el río Alph no existe?

Al Júnior frunció el rostro, como si dijera: «No me pregunte cosas cuya respuesta ni yo mismo sé.»

—Quiero una historia sobre Jefferson. Usted dijo su nombre como si lo conociera.

—Oh, lo conocí. Y a Tom Paine, y a Patrick Henry, antes de que lo colgaran, y vi la espada que decapitó a George Washington. Hasta vi al rey Roberto II, antes de que los franceses hundieran su nave en un mal viaje y lo enviaran al fondo del mar.

—Donde siempre debió haber estado —murmuró Fe.

—Si no más hondo todavía —agregó una de las niñas mayores.

—A eso diré amén. En los Apalaches dicen que tenía tanta sangre en las manos que hasta sus huesos estaban teñidos, y que ningún pez quiso hincar un diente en ellos.

Los niños se echaron a reír.

—Más aún que Tom Jefferson —añadió Al Júnior—, quisiera un cuento sobre el más grande mago americano. Seguro que usted conoció a Ben Franklin.

Nuevamente, el pequeño lo sorprendió. ¿Cómo podía saber que, de todas sus historias, las que más le agradaba contar eran las de Ben Franklin?

—¿Si lo conocí? Hum... un poco —contestó Truecacuentos, sabiendo que en su forma de decirlo prometía todas las historias que ellos pudieran desear—. Viví con él sólo unos seis años, y todas las noches pasaba ocho horas sin estar a su lado, conque no creo que pueda deciros gran cosa...

Al Júnior se inclinó sobre la mesa, con los ojos brillantes y sin pestañear.

—¿De veras fue un hacedor?

—Ay, ay, cada historia a su tiempo —requirió Truecacuentos—. Mientras vuestro padre y vuestra madre quieran tenerme por aquí, y mientras crean que puedo ser útil, me quedaré, y os contaré historias día y noche.

—Comenzando por Ben Franklin —insistió Alvin—. ¿Es cierto que sabía arrancar rayos del cielo?

Capítulo 10
VISIONES

Alvin Júnior despertó de la pesadilla empapado de sudor. Era tan real que jadeaba como si hubiese intentado escapar. Pero no se trataba de ninguna fuga, lo sabía bien.

Se recostó con los ojos cerrados y durante largo rato temió volver a abrirlos.

Sabía que cuando lo hiciera, la pesadilla seguiría allí. Largo tiempo atrás, cuando aún era pequeño, solía gritar cada vez que tenía pesadillas. Pero cuando trataba de explicarlas a Papá y Mamá, siempre le respondían lo mismo:

—Pero hijo, si eso no es nada. ¿Cómo puedes asustarte tanto por nada? —Eso le enseñó a contenerse para no llorar cuando lo acosaban los sueños pavorosos.

Abrió los ojos y la pesadilla se replegó a los rincones de la habitación, donde no estaba obligado a tener que verla de frente. Bien. Quédate ahí y déjame en paz, dijo para sus adentros.

Entonces comprendió que ya era de día y que Mamá había sacado los pantalones de paño negro, la chaqueta y una camisa limpia. Era la ropa para la salida dominical. Casi prefería retornar a la pesadilla antes que despertar para hacer frente a la realidad.

Alvin Júnior odiaba los domingos por la mañana. Odiaba tener que emperifollarse: no podía tirarse al suelo, ni ponerse de rodillas sobre la hierba, ni siquiera inclinarse sin hacer algún desaguisado, tras lo cual venía la filípica de Mamá acerca de que no sabía respetar el día del Señor.

Odiaba tener que andar de puntillas por toda la casa durante la mañana, y todo porque era Sabbath, y en Sabbath no había que hacer ruido ni jugar. Y lo que más aborrecía de todo era tener que sentarse en un banco duro allí delante de todos y que el reverendo Thrower lo mirara a los ojos mientras predicaba sobre las llamas del infierno que aguardaban a los impíos que despreciaban la religión verdadera y depositaban su fe en el vulnerable entendimiento humano. Lo mismo cada domingo...

Pero en realidad no era que Alvin despreciara la religión. Sólo despreciaba al reverendo Thrower. Ahora que la cosecha había terminado, tenía que soportar todas esas horas de clase... Alvin Júnior leía bien y casi siempre obtenía buenas notas en las sumas. Pero eso no bastaba a Thrower. También tenía que enseñarle religión. Los demás niños —los suecos, los holandeses que venían del curso alto del río, los escoceses y los ingleses que venían desde aguas abajo— sólo recibían una zurra cuando se ponían insolentes o cuando hacían mal las cuentas. Pero Thrower descargaba su vara contra Alvin Júnior a la menor ocasión, tal como parecía, y no porque no aprendiera su lección, sino siempre por religión.

Desde luego, había algo que no ayudaba mucho, y era que, en los momentos más inoportunos, la Biblia resultaba algo de lo más cómico para Alvin. Eso es lo que le había dicho Mesura aquella vez que Alvin se escapó de la escuela y se escondió en casa de David hasta que Mesura dio con él a la hora de cenar.

—No te ganarías tantos azotes si no te echaras a reír cuando lee la Biblia.

Pero era divertido. Cuando Jonatan arrojó todas esas flechas al cielo y erró.

Cuando Jeroboam no disparó por su ventana las flechas suficientes. Cuando el Faraón inventaba triquiñuelas para impedir que los israelitas partieran.

Cuando Sansón fue tan imbécil que le contó su secreto a Dalila, y eso que ella ya lo había traicionado dos veces.

—¿Cómo se puede contener la risa?

—Piensa en las ampollas que te aparecerán en el trasero —dijo Mesura—. Eso debería bastar para borrarte la sonrisa del rostro.

—Pero sólo me acuerdo de eso cuando acabo de reírme...

—En ese caso, probablemente no puedas sentarte en una silla hasta los quince años, porque Mamá nunca dejará que faltes a clase y el reverendo Thrower nunca aflojará las riendas contigo, y no podrás esconderte eternamente en casa de David.

—¿Por qué no?

—Porque esconderse del enemigo es lo mismo que dejarlo vencer.

Mesura no iba a protegerlo. Tuvo que regresar y hacer frente a la paliza de Papá, además, por haberlos asustado a todos con una desaparición tan prolongada. Pero, aun así, Mesura lo había ayudado. Para él era un alivio saber que había alguien más dispuesto a reconocer que Thrower era su enemigo. Todos los demás lo tenían harto con lo maravilloso, educado y cristiano que era Thrower, y con lo amable que era al dejar que los niños abrevaran en su manantial de sabiduría. Tanto lo hartaban que a Alvin le daba ganas de vomitar.

Si bien Alvin ya había aprendido a controlar sus estallidos de risa durante las clases y recibía menos azotes, nada le obligaba a tantos esfuerzos como los domingos, porque tenía que estarse allí sentado, sobre aquel duro banco, escuchando a Thrower, la mitad de las veces a punto de partirse de risa y la otra mitad conteniendo las ganas de ponerse en pie y gritar: «Es la cosa más estúpida que he oído decir a una persona mayor.» Hasta tenía la impresión que Papá no lo zurraría mucho por decirle eso a Thrower, puesto que Papá no tenía al reverendo lo que se dice en un pedestal. Pero Mamá... jamás le perdonaría por blasfemar en la casa del Señor.

Decidió que los domingos por la mañana habían sido creados para que los pecadores tuvieran una muestra del primer día de la eternidad en el infierno.

Probablemente Mamá ni siquiera permitiría que Truecacuentos contara la más mínima historia que no estuviese en la Biblia. Y considerando que Truecacuentos jamás contaba historias de la Biblia, Alvin Júnior aventuró que nada bueno sucedería ese día.

La voz de Mamá tronó por las escaleras.

—Alvin Júnior, estoy tan harta y cansada de que tardes tres horas en vestirte los domingos por la mañana que estoy a punto de llevarte desnudo a la iglesia.

—¡No estoy desnudo! —replicó Alvin a gritos. Pero, dado que todavía llevaba puesto el camisón, probablemente eso fuese peor que estar desnudo. Se quitó la ropa de dormir, la colgó de una percha y comenzó a vestirse a toda prisa.

Tenía gracia. Cualquier otro día sólo debía extender la mano sin pensar y allí aparecía la prenda que necesitaba. Camisa, pantalones, calcetines, zapatos.

Siempre a mano, cada vez que los necesitaba. Pero los domingos por la mañana parecía que la ropa se escabullía de entre sus dedos. Buscaba la camisa y aparecían los pantalones. Buscaba un calcetín y venía un zapato, una y otra vez. Era como si las ropas no quisieran estar sobre su cuerpo, igual que él no deseaba que estuvieran.

De modo que cuando Mamá abrió la puerta de golpe, no era totalmente culpa de Alvin si todavía no se había puesto los pantalones.

—¡Te has perdido el desayuno! ¡Todavía estás a medio vestir! Si crees que por tu culpa toda la familia habrá de presentarse tarde a la iglesia, más vale...

—...que vayas pensando otra cosa—dijo Alvin.

No era culpa suya si ella siempre decía lo mismo. Pero se enfureció con él, como si todavía tuviera que hacerse el sorprendido al escucharla decir la misma cantinela por vigésima vez desde el verano. Ay, ya estaba por darle una buena zurra o llamar a Papá para que él lo hiciera, lo cual era peor. Pero entonces Truecacuentos apareció para salvarlo.

—Mi buena Fe —intervino Truecacuentos—. Si usted quisiera seguir adelante con los demás, me sentiría muy feliz de ocuparme de que él fuera a la iglesia.

Apenas habló Truecacuentos, Mamá se dio la vuelta e intentó ocultar lo furiosa que estaba. Y Alvin no perdió la oportunidad de hacer un conjuro para calmarla. Con la mano derecha, para que no lo viese, pues si llegaba a verlo haciendo un conjuro sobre ella le partiría el brazo, y en esa amenaza Alvin creía de verdad. Los conjuros para calmar no actúan tan bien sin tocar a la persona, pero esta vez funcionó por todo el afán que ella ponía en parecer serena delante de Truecacuentos.

—No quiero causarle ninguna molestia —se excusó Mamá.

—No es molestia, mi buena Fe —aseguró Truecacuentos—. Es poco comparado con todas las gentilezas que usted tiene para conmigo.

—¡Poco! —El tono áspero ya casi había desaparecido de su voz—. Mi esposo dice que usté hace el trabajo de dos hombres. Y cuando cuenta sus cuentos a los pequeños, esta casa está más tranquila que... que nunca, si me pongo a pensarlo. —Se volvió hacia Alvin, pero esta vez con ira más fingida que auténtica—. ¿Harás lo que te diga Truecacuentos e irás a la iglesia rápido como el rayo?...

—Sí, Mamá —repuso Alvin Júnior—. Todo lo rápido que pueda.

—Muy bien entonces. Gracias, Truecacuentos. Si puede hacer que este niño le obedezca, es más de lo que nadie ha podido conseguir desde que aprendió a hablar.

—Es un verdadero bribón —afirmó Mary, desde el pasillo.

—Y tú cierra la boca, Mary —ordenó Mamá—, o te meteré el labio en la nariz y lo atascaré allí para mantenerlo bien cerrado.

Alvin suspiró aliviado. Cuando Mamá formulaba amenazas imposibles era que ya no estaba tan enojada. Mary alzó la nariz, ofendida, y desapareció del corredor, pero Alvin ni siquiera pensó en ella. Sonrió a Truecacuentos y el hombre le devolvió la sonrisa.

—Veo que te cuesta vestirse para ir a la iglesia, ¿eh, hijo?

—Preferiría untarme de manteca y caminar entre una horda de osos hambrientos —repuso Alvin Júnior.

—Son más los que sobreviven a las iglesias que a los encuentros con osos...

—No lo creo.

No tardó en vestirse. Pero pudo persuadir a Truecacuentos de que tomaran por el atajo, lo cual significaba caminar por entre el bosque, sobre la colina que asomaba detrás de la casa, en lugar de ir por el camino. Como afuera hacía frío, no había llovido en varios días y no estaba por nevar, no habría barro y probablemente Mamá nunca se enterase. Y nada que Mamá no supiera podía hacerle daño.

—He notado —comentaba Truecacuentos mientras ascendían la ladera cubierta de hojarasca— que tu padre no va a la iglesia con tu madre, Cally y tus hermanas.

—No va a esa iglesia. Dice que el reverendo Thrower lo que tiene de reverendo lo tiene de imbécil. Claro que no lo dice cuando Mamá puede oírle.

—Me lo figuro —respondió Truecacuentos.

Se detuvieron en lo alto de la colina y miraron el valle abierto hacia la iglesia.

La propia colina sobre la que se erigía la iglesia impedía que se viera el pueblo de Vigor. La escarcha comenzaba a derretirse sobre la parda hierba del otoño; la iglesia parecía ser lo mas blanco en un mundo de blancura y el sol refulgía sobre ella como si fuese otro astro.

Alvin veía las carretas que llegaban al lugar y los caballos que eran atados a los postes. Si se apresuraban, acaso estarían en sus asientos antes de que el reverendo Thrower comenzara el salmo.

Pero Truecacuentos no descendió por la colina. Se sentó sobre un tocón y comenzó a recitar un poema. Alvin lo escuchó inmóvil, pues por lo general los poemas de Truecacuentos solían ser especialmente bellos.

Fueron mis pasos al Jardín de Amor y vi allí lo que jamás antes viera: en la hierba de mis juegos más tiernos, una capilla vestida de nieblas.

Y en la capilla, las puertas cerradas; sobre ellas escrita una condena. Me volví entonces al Jardín de Amor, al jardín de las dulces flores frescas.

Y vi que estaba sembrado de tumbas y lápidas donde hubo flores frescas, mientras clérigos en procesión sombría cercenaban mis gozos y quimeras.

Vaya, Truecacuentos tenía un don, a ver si no, pues cuando recitaba, el mundo mismo cambiaba ante los ojos de Alvin. Los valles y árboles parecían el grito más estruendoso de la primavera, vivida en su verde dorado y en sus diez mil capullos, y la nívea capilla en la niebla ya no brillaba, no. En su lugar, huesos viejos y polvorientos, blancos como la tiza.

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