El secreto de sus ojos (21 page)

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Authors: Eduardo Sacheri

BOOK: El secreto de sus ojos
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—Bah —agregó—, en realidad, no podemos profundizar nada por ningún lado.

Era cierto. Con la amnistía no había modo de ir contra Gómez. Y tratar de meterse con la Secretaría de Inteligencia para perseguir a Romano era una locura y era al divino botón. Los dos estaban a salvo.

Era todo tan ridículo que casi daban ganas de reír, si no fuese porque era todo tan siniestro que daban ganas de llorar. Al denunciarlo por los apremios ilegales le había abierto la chance de hacer una carrera meteórica, de la mano de su suegro el fascista, en las «fuerzas de inteligencia antisubversiva». Y por añadidura al muy hijo de puta le había llovido del cielo la oportunidad de vengarse de mí. Sabía que esa causa la había llevado adelante yo, y poniendo al culpable bajo su ala protectora tarde o temprano terminaría birlándomelo. Lo había hecho, y yo ni me había percatado. No hasta que había sido rotundamente tarde.

—Pobre tipo.

Las dos palabras que pronunció Báez flotaron un segundo sobre la mesa hasta que se evaporaron y volvió el silencio. No contesté, pero entendía sin lugar para el equívoco de quién estaba hablando el policía. No hablaba de Romano, ni de Gómez, ni de él, ni de mí. Hablaba de Ricardo Morales, que de lleno o de rebote, de primera o de segunda, por h o por b, girara como girase la perinola, terminaba siempre inmolado como una víctima perpetua. Traté de imaginarme su cara cuando le diese la noticia. ¿Convendría ir a verlo al banco, o citarlo, mejor, en el café de las otras veces? ¿Qué iba a responderle cuando me preguntase «qué se puede hacer ahora»? ¿Decirle la verdad? ¿Decirle, simplemente, «nada»?

Solté un terrón de azúcar en la borra del pocillo y me entretuve mirando cómo se derrumbaba a medida que se humedecía.

—Pobre tipo —fue, también, lo único que pude concluir.

30

—Si quiere, cuénteme cómo fue que lo largaron —dijo Morales, como si ya nada pudiese alcanzarlo y hacerle daño.

Lo miré antes de responder. Ese muchacho seguía sorprendiéndome. Aunque esa caracterización de «muchacho» tal vez ya no le correspondía. ¿Por qué la seguía utilizando? Por comodidad, claro. Siempre lo había visto como tal. Desde la primera vez que tuve oportunidad de verlo, en la sucursal del Banco Provincia. Entonces lo era, sin duda. Tenía veinticuatro años. Pero ahora, cinco años después, era imposible caracterizarlo de ese modo. Y no porque su pelo rubio fuese mucho menos abundante, que lo era. O porque las personas a las que vemos muy de tanto en tanto denotan con más claridad el paso del tiempo, cosa que también parece cierta. Morales ya no era joven, aunque su documento afirmase que aún no cumplía los treinta años. El dolor constante le había abierto dos surcos profundos a los lados de la boca, que su correcto bigote rubio no lograba disimular, y la frente también estaba surcada por marcas indelebles. Si siempre había sido flaco, ahora su delgadez se había tornado casi esquelética, como si ni siquiera comer pudiese constituir un sucinto placer, responder a un mínimo deseo. Los pómulos abruptos, las mejillas hundidas, los ojos grises refugiados en las órbitas profundas. Viendo a Morales frente a mí, esa tarde de junio de 1973, entendí que la brevedad o la prolongación de la vida de un ser humano depende sobre todo del caudal de dolor que esa persona se ve obligada a soportar. El tiempo pasa más lento para los que padecen, y la angustia y el sufrimiento marcan la piel con signos definitivos.

Hablaba recién de mi sorpresa frente a ese hombre. En los días anteriores yo le había dado vueltas al asunto de convocarlo o ir a buscarlo al banco. Pero conservaba tan vivido el recuerdo de nuestra primera entrevista, cuando con Báez fuimos a decirle lo que le dijimos, que no me sentí capaz de volver a despedazarlo del mismo modo y en el mismo sitio. Por eso lo llamé para citarlo en el café de Tucumán al 1400. Cuando lo tuve al otro lado del teléfono, imaginé que iba a sorprenderse. Por empezar, por el llamado mismo: hacía casi un año que no nos comunicábamos. ¿Qué hacía entonces el prosecretario del Juzgado de Instrucción pidiendo por él en la oficina? ¿Saludándolo por el día de su cumpleaños? Y además, por citarlo en el café de las otras veces. Morales sabía perfectamente que en la causa de Gómez faltaban dos o tres años para que hubiese una condena firme, previo paso al Juzgado de Sentencia. Y para informarle una pavada al estilo de la clausura del sumario, o algo así, no tenía sentido pactar una entrevista cara a cara. ¿Qué hubiese hecho cualquier ser humano normal frente a un llamado tan descolgado y tan misterioso? Preguntarme, solicitarme algún dato, alguna referencia, al estilo de «¿es algo grave?» o «¿puede adelantarme algo, así me quedo tranquilo?». No era el caso de Morales. Me escuchó, dudó un segundo acerca de si podía salir del banco un rato más temprano al día siguiente o si era mejor el jueves, y me confirmó que «mañana estaba bien», después de hablar un segundo con un compañero. Eso había sido todo. Todo hasta esa misma tarde fría de miércoles, cuando lo había divisado esperándome en una de las mesas del fondo.

—Lo llamé porque tengo algo grave que comentarle, Morales —estaba decidido a ir al grano cuanto antes. ¿Cómo podía ser tan tonto de sentirme culpable por lo que había pasado? ¿Qué tenía que ver yo con que las cosas hubiesen terminado de ese modo?

—Si es para decirme que lo largaron a Gómez, no se preocupe. Ya estoy al tanto.

—¿Cómo, «al tanto»? —reacción ridícula la mía. Me sacaba del libreto que Morales estuviera sobre aviso y pretendía llevar la conversación hacia ese punto inútil. Pero no me desdije.

—Sí. Ya sabía.

Ahora me mantuve en silencio. ¿Cómo se había enterado?

—No es para tanto, Chaparro —agregó, con simpleza—. Publicaron una lista de amnistiados en el diario, unos días después de liberarlos.

—¿Y por qué se le ocurrió que Gómez podía estar en esa lista?

Ahora fue Morales quien se tomó un instante para responder, como si la pregunta lo hubiese sorprendido. Por fin habló, con una mueca irónica.

—¿Quiere que le diga la verdad? Por simple aplicación del principio existencial que gobierna mi vida.

—…

—Todo lo que pueda salir mal va a salir mal. Y su corolario. Todo lo que parezca marchar bien, tarde o temprano se irá al carajo.

¿No era esa la primera vez que Morales se permitía un insulto mientras conversaba conmigo? Tal vez esa era una medida de la profundidad de su desdicha. Tuve una distracción ridícula: me imaginé a los padres de Morales, dedo índice en alto, diciéndole a su hijo algo al estilo de «Ricardito, pase lo que pase, no uses malas palabras. Ni siquiera si un señor malo, malo, viola y estrangula a tu señora y luego es puesto en libertad». Deseché mi delirio y volví sobre sus palabras. ¿Qué podía contestarle? En los cinco años que llevaba de conocerlo, cada cosa que había ido ocurriendo parecía darle toda la razón del mundo.

—En serio —prosiguió Morales—. Cuando usted me contó que lo habían agarrado, y el modo en que se había pisado para confesar su crimen, pensé «Bueno, ahora sí esto está terminado de algún modo: se pudrirá en la cárcel». Pero cuando llegué a casa, o cuando pasaron tres o cuatro días me pregunté: «¿Listo? ¿Ya está? ¿Así de simple?». No. Era demasiado sencillo, aun después de toda la mugre que habíamos barrido en esos cuatro años. Así que le pregunté a un amigo abogado que tengo (amigo tal vez sea exagerado; digamos un conocido) cómo era el asunto de la prisión perpetua. Cuando me enteré de que en veinticinco años, como mucho —y con accesoria de reclusión por tiempo indeterminado incluida—, el fulano podría salir en libertad, me dije que ahora estaba mejor rumbeado. Claro, toda la vida metido en la cárcel sonaba demasiado bueno para mis expectativas habituales. Pero me acostumbré a la idea, guarda. Me dije que igual era un montón de tiempo, que era el período máximo que se podía encarcelar a alguien en la Argentina, y me di por satisfecho. Hasta que me percaté precisamente de eso. «Guarda, Ricardo», pensé. «Si te conformas con esto sonaste, porque en cualquier momento te vas a enterar de que ni siquiera va a suceder esto con lo que te estás conformando». ¿Me sigue?

Lo seguía. Era un discurso de un pesimismo intolerable. Pero no estaba diciendo nada que no estuviera en un todo de acuerdo con los hechos.

—De manera que cuando me enteré de que el 25 de mayo habían salido un montón de presos políticos por una amnistía de la cárcel de Devoto, y que a ninguno de ellos podía volver a procesárselo por los delitos por los que estaban en prisión en ese momento, me hice la pregunta del millón de pesos: «A ver, Ricardo, ¿de qué manera podría resultar peor todo lo relacionado con el hijo de puta de Isidoro Antonio Gómez?». A lo cual me respondí: «Y, podría empeorar si, aunque no tenga nada que ver con los presos políticos, el violador y asesino de tu esposa aparece en las listas de beneficiados con la amnistía». ¿Y sabe qué? ¡Lotería! ¡Estaba!

Terminó casi a los gritos. En los ojos, muy abiertos, le brillaban un par de lágrimas. Después volvió a su cara de estepa y permaneció un largo rato mirando hacia la calle. Yo hice lo mismo. Recién después de eso, y ya en ese tono de voz neutro de quien se sabe más allá de cualquier daño, pero no por haberse salvado sino por haber sucumbido, fue que me dijo:

—Si quiere, cuénteme cómo fue que lo largaron.

Se lo conté, tal como a mí me lo había transmitido Báez. También le conté cómo me había enterado yo, a través del oficio del Servicio Penitenciario. Y también le conté la reacción de Sandoval. No estoy muy seguro de por qué. Sospecho que sentí que, tal vez, saber que un par de tipos honestos como Báez o Sandoval estaban indignados lo hiciera sentirse menos abandonado por Dios, o por el destino. Cuando terminé, se hizo otro largo silencio. El mozo pasó a cobrar a una mesa vecina y aproveché para pedirle otro café. Cuando el tipo le preguntó si también quería repetir, Morales negó con la cabeza.

Dudé. Había estado barruntando sobre el asunto pero no conseguía decidirme a dar el paso que seguía. Temiendo que si perdía esa ocasión no iba a atreverme, perseveré.

—Para mí es muy difícil decirle esto, Morales… —empecé, a los tropezones—. Se supone que yo, precisamente, no puedo ni pensar en algo como lo que voy a decirle, pero… —seguía corriéndome la cola como un cuzco— me refiero a que…

—Mejor no lo diga. Déjelo ahí. Ya sé a qué se refiere.

Dudé. ¿Me entendía, realmente?

—Porque supongamos que usted me dice «Mire, Morales: yo que usted voy y lo amasijo de un tiro», y yo voy y le hago caso; ¿no va a terminar sintiéndose culpable?

No contesté.

—Y ojo que no le digo culpable porque ese hijo de puta termine muerto. Creo que coincidimos en que esa rata no vale un cuerno. Lo que creo es que usted terminaría sintiéndose culpable por mí, ¿sabe?

Tampoco ahora respondí. No sabía qué decirle.

—Sería gracioso. Porque me juego que voy y lo mato a Gómez, y a los dos minutos me meten en cana para toda la vida. ¿Le cabe alguna duda? —se volvió hacia la puerta. Estaban entrando un hombre y una mujer muy jóvenes—. A mí no… ninguna duda.

Se distrajo mirándolos. Parecían novios recientes, respirando ambos el placer eléctrico de descubrirse enamorados. ¿Morales estaría envidiándolos? ¿Evocaría, tal vez, su propio pasado con Liliana Colotto?

—No, Chaparro —retomó el hilo, por fin—, nada es tan sencillo. Porque aparte… —Morales parecía toparse con alguna dificultad para hallar las palabras, pero parecía que el asunto lo había pensado un montón de veces— supongamos que lo mato. ¿Gano algo? ¿Arreglo algo?

—Supongo que por lo menos toma una venganza —hablé por fin.

¿Qué haría yo en sus zapatos? Sinceramente no lo sabía. Pero no lo sabía, fundamentalmente, porque por ninguna mujer yo había sentido lo que sentía Ricardo Morales por su difunta esposa. ¿O sí lo sentía, por una mujer acerca de la cual me he propuesto no decir una palabra en estas páginas? Tal vez pensando en ella, en esta otra, a la que guardo como mi único secreto digno de tal nombre, yo sí habría podido interpretar el amor de Morales por su mujer. Creo que por ella habría sido capaz de todo. Igualmente ella nunca me había pertenecido, como sí se habían correspondido Morales y su esposa. De modo que no era equiparable a la historia de Morales. Su mujer era cierta, era tangible, era propia y se la habían arrebatado. Y como pensarlo era espantoso, insistí:

—Tal vez matarlo sea una venganza.

Morales mantuvo el silencio. Buscó algo en el bolsillo de su saco. Extrajo un paquete de Jockey largos y un encendedor de bronce. Me sorprendió verlo fumar y él debió notarlo.

—Soy un hombre de decisiones lentas, sabe —dijo sonriendo levemente—. Usted no sabía que yo fumara, ¿no es cierto? Antes de conocerla a Liliana fumaba como una chimenea. Lo dejé por ella. ¿Cómo puede un hombre encender un cigarrillo si la mujer que ama le pide que lo deje, por el bien de ellos y de los hijos que quiere tener con él? —lanzó ese resoplido entrecortado que, en él, hacía las veces de la risa—. Como verá, no tiene mucho sentido que mantenga mis pulmones limpios ¿no le parece? Ya fumo de nuevo como un vampiro. Suponiendo que los vampiros fumen mucho, claro. Pero hasta hoy no lo había vuelto a hacer en público. Usted es el primero delante del cual me atrevo a hacerlo. Tómelo como un signo de confianza.

Tampoco ahora contesté.

—Y eso de matarlo… ¿qué quiere que le diga? Parece demasiado fácil, ¿no? Mire que tuve tiempo de pensarlo en esos años en los que lo buscaba en las terminales ferroviarias. ¿Y si lo encontraba entonces? ¿Qué hacer? ¿Cagarlo a tiros? Demasiado fácil. Demasiado rápido. ¿Cuánto dolor puede sentir un tipo al que acaban de vaciarle un cargador en el pecho? Sospecho que no mucho.

—Por lo menos es algo.

¿Por qué sonaban tan estúpidos, tan mínimos, mis argumentos al dialogar con ese hombre?

—Es algo pero es poco. Demasiado poco. Ahora bien, si usted me garantiza que yo le pego cuatro tiros y no lo mato, y lo dejo parapléjico, postrado en una cama, y termina sobreviviendo hasta los noventa años, vaya y pase.

Su tono me sonaba algo falso, como si no fuese un ser acostumbrado al ejercicio de la crueldad, ni siquiera de la crueldad hipotética y verbal, pero quisiera impresionarme en su nuevo rol de «Morales el sádico».

—Pero volvamos a mi máxima, Chaparro. Seguro que con el primer tiro que le pego lo mando al infierno (suponiendo que exista) y los otros tres tiros se los pego al pedo. Y después voy en cana de por vida (y seguro que a mí no me salva ninguna libertad condicional, délo por hecho), vida que de paso se extiende convenientemente hasta los noventa y tantos años. Gómez, seguro, antes de caer al piso ya está liberado de todo, muy pancho. Y yo me paso medio siglo en un calabozo envidiándole la suerte. No, en serio. Morir puede resultar un camino demasiado fácil, créame. Las cosas nunca son sencillas.

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