El secreto de sus ojos (18 page)

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Authors: Eduardo Sacheri

BOOK: El secreto de sus ojos
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Mientras volvían a esposarlo, Gómez se volvió hacia mí.

—No sabía que acá tenían trabajo para borrachos fracasados.

Lo miré a Sandoval. Ya estaba todo cocinado: la indagatoria firmada y Gómez hundido en su propia mierda hasta las narices. Otro —yo mismo, sin ir más lejos— hubiese aprovechado para ejercer una mínima venganza. Decirle, por ejemplo, que acababa de caer como el pelotudo engreído que era. Pero Sandoval estaba más allá de esas tentaciones. Por eso se limitó a observar a Gómez con expresión levemente bovina, como si no hubiese acabado de comprender el sentido de su comentario. El custodio le dio a Gómez un mínimo empellón para que emprendiera la marcha. Sonó un chasquido cuando el pestillo de la puerta se trabó tras ellos. Pérez también salió casi enseguida, aludiendo a otro compromiso impostergable. ¿Seguiría en amoríos con la defensora oficial aquella?

Cuando nos quedamos solos, nos miramos con Sandoval y nos quedamos callados. Por fin, adelanté la mano.

—Gracias.

—No hay de qué —respondió. Era un tipo humilde, pero no podía ocultar que estaba satisfecho por cómo le habían salido las cosas.

—¿Cómo fue eso de «un atacante muy bien dotado, con brazos de fuerza hercúlea»? ¿De dónde lo sacaste?

—Inspiración repentina —Sandoval contestó riendo, satisfecho.

—Te invito a cenar —ofrecí.

Sandoval dudó.

—Te agradezco. Pero me parece que, con los nervios que acabo de chuparme, mejor me tomo un rato para relajarme a solas.

Entendí perfectamente a qué se refería, pero no tuve valor para decirle que no fuera. Volví a la Secretaría y le encargué a uno de los pinches que me redactara el oficio para mandar a Gómez a Devoto, que lo hiciera firmar por el inútil de Fortuna y que lo llevara. Después tendríamos tiempo de sobra para poner al tanto al juez de lo que había pasado.

Sandoval, ansioso por irse, recogió su saco y se despidió con un saludo que abarcó superficialmente a todos los presentes. Antes se había acomodado prolijamente la camisa dentro del pantalón.

Miré el reloj y decidí darle dos horas de ventaja. No, que fueran tres. Sin proponérmelo, eché un vistazo al anaquel de las causas pendientes de envío al Archivo General. Por suerte, Sandoval tendría una linda cantidad de costura para entretenerse.

22

Al día siguiente de la indagatoria fui a buscar a Morales. No intente ubicarlo en el banco ni por teléfono. Pretendí hallarlo en Plaza Once. Me parecía de una callada dignidad que el pobre hombre se enterase de la detención de su único enemigo precisamente en uno de los mangrullos que había improvisado para tratar de avizorarlo. Aunque no hubiera tenido éxito, llevaba —yo estaba seguro— tres años y medio intentándolo sin desmayo. Ir a decírselo allí me parecía incluirlo en la mínima hazaña.

El copetín al paso estaba casi vacío. Era tan pequeño que un solo vistazo a las vidrieras me bastó para descartar que Morales pudiese estar en ese sitio. A punto de pegarme la vuelta, se me ocurrió una idea. Entré al local y caminé hasta la caja registradora. El dueño era gordo y alto, y miraba con la expresión de esos seres que ya lo han visto todo y no aguardan sorpresas detrás de ninguna cosa.

—Disculpe, don —me acerqué sonriendo. Siempre me produce una cierta turbación entrar a un negocio en el que no tengo intenciones de comprar nada—. Ando buscando a un muchacho que suele parar acá, alguna que otra tardecita. Es medio rubión. Bastante pálido. Un tipo alto, flaco. Usa un bigotito recto.

El gordo me miró. Supongo que para regentear un bar en el Once una de las competencias necesarias es distinguir rápidamente a los locos y a los estafadores. Pareció descartar en silencio que yo estuviese incluido en alguna de las dos categorías. Asintió levemente y miró el mostrador, como iniciando una búsqueda en la memoria.

—Ah —dijo de repente—. Ya sé. Usted lo busca al Muerto.

No me sorprendió que caracterizara a Morales de ese modo. No había ni asomo de burla en su voz. Era sencillamente una caracterización objetiva construida a partir de ciertos signos evidentes. Un cliente que viene todas las semanas, pide lo mismo, paga con cambio y se pasa dos horas en silencio, inmóvil, mirando hacia fuera, puede resultar bastante parecido a un cadáver o a un fantasma. Por eso no sentí que hubiera de mi parte una traición, o un sarcasmo, o una exageración cuando le contesté que sí.

—Esta semana ya vino, sabe… —dudó, como buscando otra circunstancia con la cual relacionar la última visita de Morales— el miércoles. Sí. Estuvo anteayer.

—Gracias —de modo que seguía viniendo. Yo no había esperado otra cosa.

—¿Quiere que le diga algo cuando lo vea? —el gordo me atajó con la pregunta a la altura del umbral.

—No, deje. Gracias. Vuelvo a pasar otro día —respondí después de pensar un momento. Saludé y me fui.

En el corredor en penumbra me asaltó la voz vulgar de los altavoces. Recién entonces reparé en que el último atardecer que había andado por ahí había sido aquel cuando me había topado con Morales, unas horas antes de poner fin a mi matrimonio.

A Marcela la había visto dos o tres veces más, firmando papeles en el Juzgado Civil. Pobre mina. Todavía hoy me pesa haberle hecho tanto daño. La noche en que llegué decidido a irme para siempre le quemé el manual que ella ya tenía redactado para vivir el resto de la vida. Intenté explicarle. Aun temiendo lastimarla le hablé del amor, y me atreví a confesarle la absoluta falta de amor que advertía en nuestra pareja. «Qué tiene que ver», me había contestado. Supongo que ella tampoco me quería, pero en su proyecto no había sitio para las incertidumbres. Pobre. Si me hubiera muerto, le habría causado muchas menos complicaciones. Las vecinas no objetan la existencia de las viudas en el tribunal de la peluquería. Pero ¿separada en 1969? Eso era atroz. ¿Cómo iba a hacer ahora para tener sus tres hijos, su casa con jardín en los suburbios, su auto familiar, su enero en la playa, su primogénito doctor, sin un legítimo marido que la sostuviera en el intento? A veces es asombroso el daño que podemos causar sin proponérnoslo. En este caso, sospecho que fue mayor que el sacrificio que me negué a hacer para evitar infligirlo. Ese día de 1972, en el que volví a pasar por la estación de Once, me agobió el peso de la culpa, y tras ella la tristeza. Ya dije que nunca más la vi, después de entonces. ¿Habrá encontrado alguien con quien retomar el sendero de la vida para la que se sentía preparada, esa que debía conducirla sin sorpresas hacia una vejez sin preguntas? Espero que sí. En cuanto a mí, o en cuanto al que yo era ese atardecer, salí por Bartolomé Mitre y caminé hasta el minúsculo departamento de Almagro al que me había mudado.

23

Terminé encontrándolo el martes siguiente. El mismo pelo rubio, tal vez un poco más raleado que en nuestro último encuentro. Los mismos ojos grises con aspecto gastado. Idénticas las manos quietas en el regazo, de espaldas a la barra. Igual el bigote recto. La misma obstinación sin estridencias.

Le conté desde el principio. Elegí, o me salió, un tono medido y calmo, mucho más medido y calmo que el que usamos con Sandoval, una vez que se le pasó la mamúa, para regodearnos de nuestro éxito. Algo me indicaba que en ese copetín no había lugar para emociones como el triunfo, la euforia o la alegría. El único pasaje en el que condescendí a que mi crónica se tornase más vehemente, a deslizar algunos adjetivos y a trenzar con las manos un par de ademanes, fue cuando le conté de la intervención magistral de Pablo Sandoval. Le evité, es cierto, las dos o tres frases horripilantes con las que Gómez se había cavado la fosa. Pero fui suficientemente claro para pintarle la manera espléndida en que Sandoval nos había embaucado, a Gómez y a mí mismo. Por último, le dije que el juez Fortuna Lacalle había firmado la prisión preventiva por homicidio calificado sin objetar ni una coma.

—¿Y ahora? —preguntó cuando acabé de hablar.

Le dije que la causa, en cuanto a la instrucción, estaba casi terminada. Que para dejarla bien sólida iba a ordenar ampliar un par de declaraciones testimoniales, alguna pericia extra, ciertos truquitos judiciales como para impedir que algún defensor piola nos complicase la existencia. Concluí que en unos meses (seis, ocho a lo sumo) clausuraríamos el sumario y enviaríamos la causa al Juzgado de Sentencia.

—¿Y después?

Le aclaré que podía pasar otro año, o dos como mucho, para una sentencia firme. Según la velocidad a la que trabajaran el Juzgado de Sentencia y la Cámara de Apelaciones. Pero que se quedara tranquilo, que Gómez había quedado pegado de pies y manos a la causa.

—¿Y la pena? —preguntó después de un largo silencio.

—Perpetua —afirmé.

Ese era un asunto espinoso. ¿Valía la pena decirle que, por más dura que fuese la condena, Isidoro Gómez podría salir en libertad después de veinte, o cuanto mucho veinticinco años? Ya en otra ocasión me lo había callado. Esta vez hice lo mismo. No quería volver a lastimar a ese hombre que, tal vez por primera vez en tres años y medio, había girado su taburete hacia mi lado, desentendido por fin del mar de gente que se apresuraba hacia los andenes.

Como si fuese capaz de escuchar mis pensamientos, Morales giró hacia la vidriera. La banqueta chilló sobre su eje. Las costumbres no se abandonan fácilmente, razoné. Pero algo había cambiado. Ahora miraba a los transeúntes sin énfasis. Esperé alguna otra pregunta que no se produjo. ¿Qué estaría pasando por su cabeza? Al cabo creí entenderlo.

Por primera vez en más de cuatro años Ricardo Agustín Morales no sabía qué hacer con el tiempo restante de su vida. ¿Qué le quedaba ahora? Sospeché que no le quedaba nada. O, peor aún, que lo único que le quedaba era la muerte de Liliana. Aparte de eso, nada. Hubo otra cosa que ocurrió por primera vez en ese encuentro: fue Morales el que se puso de pie, dándolo por terminado. Lo imité. Me tendió la mano.

—Gracias —fue todo lo que dijo.

No le respondí. Me limité a mirarlo a los ojos y a estrecharle la diestra. Entonces no lo entendí del todo, pero yo también había acumulado cosas para agradecerle. Metió la mano en el bolsillo y la sacó con el cambio justo para pagar el café cortado. El gordo, detrás de la barra, seguía absorto escuchando «La oral deportiva». Su perspicacia no llegaba a tanto como para adivinar que acababa de perder un cliente. Morales caminó hasta la puerta y se volvió.

—Dele por favor mis saludos a su ayudante… ¿cómo me dijo que se llamaba?

—Pablo Sandoval.

—Gracias. Mándele mis respetos. Y dígale que también a él le agradezco mucho su ayuda.

Morales alzó apenas la mano y se perdió en el torrente de gente de las siete.

Abstinencia

¿Y si este es el mejor final para su libro? Chaparro acaba de terminar de contar su segundo encuentro con Morales en el copetín de Plaza Once. Ayer. Y siente la tentación de culminar aquí la historia que está contando. Ha sudado a mares para conducir su relato hasta este sitio. ¿Por qué no darse por contento? Ha contado el crimen, la pesquisa y el hallazgo. El malo está preso y el bueno está vengado. ¿Por qué no concluir con este final feliz y ya? La mitad de Chaparro que odia la incertidumbre, y que anhela hasta la desesperación concluir con esto, opina que es perfecto llegar hasta aquí: mal que mal ha conseguido contar lo que se había propuesto, y el tono que encontró para hacerlo le da la impresión de ser el adecuado. Los personajes que ha creado se parecen insólitamente a los seres de carne y hueso que él conoció, y esos personajes han dicho y hecho, mal que mal, las cosas que esos seres reales hicieron y dijeron. Esa mitad cautelosa de Chaparro sospecha que, si se extiende más, todo se irá al diablo, y la historia se saldrá de cauce, y los personajes terminarán moviéndose a su antojo sin atenerse a los hechos, o a su memoria de los hechos, que para el caso es lo mismo, y todo habrá sido al divino botón.

Pero Chaparro tiene otra mitad, y fuertes deseos de llevarle el apunte a esa otra mitad. Al fin y al cabo, es la parte de sí que ha sentido el deseo y que ha sostenido la decisión de contar y escribir lo que hasta aquí lleva escrito. Y esa mitad le recuerda a cada rato que esa historia no terminó allí, sino que siguió rodando, y que todavía no la ha contado toda. ¿Qué es entonces lo que lo tiene tan tenso, tan nervioso, tan ausente? ¿Es simplemente la incertidumbre de cómo seguir? ¿Nada más que los nervios de estar en medio del río sin ver la otra orilla?

La respuesta es más simple y al mismo tiempo más ardua. Está así porque hace tres semanas que no tiene noticias de Irene. Claro, por qué habría de tenerlas. No hay motivo para que las tenga, mal rayo los parta a ella, a él y a la maldita novela. Y de nuevo ronda el teléfono, y se distrae del libro sencillamente porque la cabeza se le va a las excusas más inverosímiles que le sirvan como paracaídas para llamarla.

Esta vez demora apenas dos días de ayuno, insomnio e inacción literaria hasta que levanta el teléfono.

—¿Hola? —es ella, en su despacho.

—Hola, Irene, habla…

—Ya sé quién habla —breve silencio—. ¿Se puede saber dónde te metiste todo este tiempo?

—…

—¿Estás ahí?

—Sí, sí, claro. Tenía ganas de llamarte, pero…

—¿Y por qué no me llamaste? ¿No tenías ningún favor para pedirme?

—No… digo, sí… Bueno, no es que tenga un favor, simplemente pensé que tal vez tuvieras tiempo de leer algunos capítulos de la novela, si tenés ganas, claro…

—¡Me encantaría! ¿Cuándo venís?

Cuando corta la comunicación, Chaparro no sabe si alegrarse por el entusiasmo de Irene (y por la inminencia de verla el jueves y por el modo en que lo reconoció por la voz, antes de que dijera quién era el que hablaba) o atormentarse por el ofrecimiento de llevarle algunos capítulos para que los lea. ¿De dónde le ha brotado semejante oferta? De puro atorado, nomás. Chaparro sospecha que ningún escritor serio está dispuesto a mostrar las hilachas de su trabajo.

De todos modos, y cosa rara en él, se da cuenta de que no le preocupa tanto la idea de no ser un escritor serio. Le importa muchísimo más tomar un café el jueves, con Irene.

24

Isidoro Gómez pasó un mes entero preso en Devoto antes de decidirse a ir a las duchas. En ese lapso apenas si pegó un ojo, de a ratos, y siempre a la luz del día, porque durante las noches se mantuvo erguido en su litera con los puños apretados y los ojos fijos en las otras camas, acechando a sus vecinos para precaverse de cualquier ataque. La mayor parte del tiempo diurno lo pasó sentado en algún rincón apartado, o acodado en el alféizar de las ventanas de barrotes gruesos, mirando sin disimulo a sus compañeros de pabellón. En todo el mes no bajó la guardia, ni abandonó la expresión de gallo de riña listo para el asalto.

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