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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

El sastre de Panamá (45 page)

BOOK: El sastre de Panamá
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Tras esto Pendel no pudo menos que preguntarse cuál sería el revés y cuál el derecho del cadáver destrozado de su amigo, compañero de celda y líder electo de la oposición clandestina panameña, desde ese instante silenciosa para siempre.

Colgó el auricular, y la invasión terminó, los lamentos de las víctimas se extinguieron. Sólo quedaba pendiente una operación de limpieza. Había anotado la dirección de Guararé con un lápiz del cuatro que llevaba en el bolsillo. Un trazo duro y fino pero legible. Su siguiente preocupación fue cómo reunir dinero para Marta. Recordó de pronto el fajo de billetes de cincuenta que guardaba en el bolsillo trasero del pantalón. Se lo entregó a Marta, y ella lo aceptó, probablemente sin saber qué hacía.

—Era Ana —anunció Pendel—. Mickie se ha suicidado.

Pero naturalmente Marta ya lo sabía. Mientras él escuchaba, había mantenido la cara pegada a la suya, reconociendo la voz de su amiga desde el primer momento; sólo la estrecha amistad que unía a Pendel y Mickie la había disuadido de arrancarle el auricular de la mano.

—No ha sido culpa tuya —dijo Marta con fervor. Lo repitió varias veces para inculcarlo en su obtusa mente—. Lo habría hecho en cualquier caso, con tus reproches del otro día o sin ellos, ¿me oyes? No necesitaba una excusa. Estaba matándose a diario. Escúchame.

—Te escucho. Te escucho.

Pero no dijo: sí, ha sido culpa mía, porque no le veía sentido.

De pronto Marta se estremeció como una enferma de malaria, y si Pendel no la hubiese sujetado, se habría desplomado en el suelo como Mickie, que estaba del revés.

—Quiero que mañana te marches a Miami —dijo Pendel. Recordaba un hotel del que le había hablado Rafi Domingo—. Alójate en el Grand Bay. Está en Coconut Grove. En el almuerzo ofrecen un excelente bufé —añadió estúpidamente. Y a modo de último recurso, tal como le había enseñado Osnard, indicó—: Si no hay habitaciones libres, pregúntale al conserje si pueden recogerte allí los mensajes. Son gente amable. Menciona a Rafi.

—No ha sido culpa tuya —repitió, ahora llorando—. En la cárcel le pegaron mucho. Era un niño. Un adulto puede resistir las palizas. Un niño no. Tenía la piel sensible.

—Lo sé —convino Pendel—. Todos la tenemos sensible. No deberíamos tratarnos así. Nadie debería.

Pero había desviado la atención hacia las hileras de trajes pendientes de acabado, porque el más grande y prominente era el de alpaca de pata de gallo que había cortado para Mickie, con sus dos pares de pantalones, los que, según él, lo hacían parecer viejo antes de tiempo.

—Te acompañaré —propuso Marta—. Puedo ayudarte. Me ocuparé de Ana.

Pendel negó con la cabeza. En un gesto vehemente. La agarró de los brazos y volvió a negar con la cabeza. Yo lo traicioné, no tú. Contra tus consejos, lo convertí en líder. Intentó decírselo, pero su rostro debía de haberlo dicho ya, porque Marta, zafándose de él como si no le gustase lo que veía, retrocedió.

—Marta, ¿me escuchas? Escúchame y deja de mirarme así.

—Sí —dijo ella.

—Gracias por tu información sobre los estudiantes y lo demás —insistió Pendel—. Gracias por todo. Gracias. Lo siento.

—Tendrás que poner gasolina —le recordó Marta, y le devolvió cien dólares.

Después se quedaron inmóviles, un hombre y una mujer intercambiando billetes mientras se acababa su mundo.

—No tienes nada que agradecerme —dijo Marta, adoptando otra vez su tono severo, retrospectivo—. Te quiero. Lo demás poco me importa. Ni siquiera Mickie.

Parecía haber llegado a esa conclusión tras pensarlo detenidamente, pues de pronto se serenó y el amor asomó de nuevo a sus ojos.

Esa misma noche y exactamente a la misma hora en la embajada británica, sita en la calle Cincuenta y tres del distrito de Marbella, Ciudad de Panamá. La reunión del recién ampliado grupo de bucaneros, convocada con carácter de urgencia, se prolonga ya durante una hora, aunque en la barraca de Osnard en el ala este, lúgubre, mal ventilada y sin ventanas, Francesca Deane debe recordarse una y otra vez que nada ha cambiado en la habitual marcha del mundo, que es la misma hora fuera del despacho que dentro, tanto si estamos planeando como si no, del modo más sereno y razonable, la estrategia para armar y financiar a un grupo de disidentes clandestinos panameños de la clase alta conocidos como la Oposición Silenciosa, para reclutar y sublevar estudiantes activistas, para derrocar el gobierno legítimo de Panamá, y para instalar en el poder a un comité de gestión provisional comprometido a arrancar el Canal de las garras de una conspiración entre el sur y oriente.

Los hombres reunidos en cónclave secreto entran en un estado distinto, pensó Fran como única mujer presente mientras examinaba con discreción los rostros dispuestos en torno a la mesa. Se nota en los hombros, en la rigidez que adquieren donde confluyen con el cuello. Se nota en los músculos de la mandíbula y las sombras que se forman alrededor de los ojos, de mirada más viva y codiciosa. Soy el único negro en una habitación llena de blancos. Al llegar a Osnard apenas se detuvo en él, recordando el semblante de la crupier del tercer casino cuando dijo: «Así que tú eres su chica. Bien, pues te diré una cosa, querida. Tu hombre y yo hemos hecho diabluras que no imaginarías ni en tus sueños más obscenos».

Los hombres en cónclave secreto te tratan como a la mujer que están salvando de las llamas, pensó. Hagan lo que hagan, esperan que pienses que son perfectos. Debería estar en la puerta de sus granjas. Debería llevar un vestido blanco y largo y sostener a sus hijos contra mi pecho mientras los despido cuando parten hacia la guerra. Debería decir: «Hola, me llamo Fran; soy el primer premio si volvéis victoriosos». Los hombres en cónclave secreto exhiben una culpabilidad amarillenta conferida por la luz blanca y tenue y por un extraño armario gris de acero con patas de mecano que tararea como un pintor de brocha gorda sin oído musical en lo alto de una escalera a fin de proteger nuestras palabras de los curiosos. Los hombres en cónclave secreto despiden un olor peculiar. Son hombres en celo.

Y Fran estaba tan excitada como ellos, pero su excitación redundaba en escepticismo, en tanto que la excitación de los hombres resultaba en poderosas erecciones apuntadas hacia un dios más fiero, si bien el dios era en ese momento el señor Mellors, un individuo barbudo y pequeño que se hallaba sentado en el extremo opuesto de la mesa con la actitud nerviosa de un comensal solitario y trataba a los presentes de «caballeros» con un acento marcadamente escocés, como si, sólo por esa noche, Fran hubiese sido ascendida a la condición de hombre. Le costaba creer, caballeros, había dicho, que no hubiese pegado ojo desde hacía veinte horas, jurando que se sentía con ánimos de seguir en vela otras veinte.

—No me cansaré de repetir, caballeros, la enorme importancia nacional y, me atrevería a decir, geopolítica que conceden a esta operación las más altas esferas del gobierno de su majestad —insistía una y otra vez entre discusiones sobre asuntos de índole tan diversa como si los bosques tropicales del Darién servirían para ocultar un par de millares de fusiles semiautomáticos, o si convendría buscar un lugar más accesible desde casa y la oficina. Y los hombres no se perdían una sola palabra. Se lo tragaban todo porque era monstruoso pero secreto, y por tanto no era monstruoso en absoluto. Afeitadle la barba a este estúpido escocés, aconsejaba Fran. Sacadlo de aquí. Dejadlo en calzoncillos y que vuelva a repetirlo todo en el autobús camino de Paitilla. Entonces veremos si estáis de acuerdo con una sola de sus estupideces.

Pero no lo sacaron de allí ni lo dejaron en calzoncillos. Creían en él. Lo admiraban. Lo adoraban. Sólo había que ver a Maltby, sin ir más lejos. Su Maltby, su escurridizo, divertido, pedante, sagaz, casado e infeliz embajador, receloso en los taxis, receloso en los pasillos, un escéptico donde los hubiera, o eso la había inducido a pensar, y que sin embargo había exclamado «¡Dios, es preciosa!», mientras ella nadaba en su piscina. Maltby, sentado a la derecha de Mellors como un alumno obediente, forzando empalagosas sonrisas de aliento, moviendo la cabeza de atrás adelante como esos pájaros que beben agua de un vaso sucio de plástico en algunos
pubs
, e instando a un adusto Nigel Stormont a mostrar su conformidad con él.



podrías ocuparte de eso, ¿verdad, Nigel? —decía Maltby—. Sí, claro que podría. No se hable más, Mellors.

O decía:


Nosotros
les damos el oro, y
ellos
compran las armas por mediación de Gully. Mucho más sencillo que suministrárselas directamente. Y más fácil de desmentir. ¿De acuerdo, Nigel? ¿Bien, Gully? No se hable más, Mellors.

O decía:

—No, no, Mellors, gracias. No necesitamos a nadie más. Nigel y yo somos capaces de ocuparnos de unos cuantos trapicheos, ¿no, Nigel? Y Gully mueve esos hilos desde hace años. ¿Qué son unos centenares de minas antipersonal entre amigos? ¿No, Gully? Fabricadas en Birmingham. Mejores no las hay.

Y Gully sonreía como un idiota, se enjugaba el bigote con el pañuelo y tomaba nota codiciosamente en su libro de pedidos, mientras Mellors deslizaba hacia él una hoja parecida a una lista de la compra alzando la vista al cielo para no ver la acción de su mano.

—Con la más entusiasta aprobación del ministro —susurró, lo cual debía interpretarse: yo no soy responsable de nada.

—Aquí el único problema, Mellors, es mantener el círculo de información reducido al mínimo —comentó Maltby con vivo interés—. Lo cual significa que debemos acorralar a todo aquel que pueda enterarse de algo por error, como el joven Simon aquí presente —una mirada maliciosa a Simon Pitt, sentado en estado de shock junto a Gully—, y amenazarlo con una condena a galeras de por vida si deja escapar una sola palabra indiscreta. ¿Entendido, Simon? ¿Entendido?

—Entendido —contestó Simon bajo tortura.

Un Maltby distinto, que Fran no conocía hasta ese momento pero cuya existencia siempre había sospechado por lo infrautilizado e infravalorado que estaba. Un Stormont distinto también, que miraba al vacío con expresión ceñuda cada vez que hablaba, y respaldaba todas las proposiciones de Maltby.

¿Y un Andy distinto? ¿O es el mismo de siempre, y yo no me había dado cuenta hasta ahora?

Disimuladamente, Fran dirigió hacia él la mirada.

Era otro hombre. No más alto ni más grueso ni más delgado. Simplemente estaba en otro lugar. En un lugar tan lejano, de hecho, que Fran apenas lo reconocía. Su distanciamiento había comenzado en el casino, comprendía de pronto, y se había acelerado a partir del anuncio de la inminente llegada de Mellors.

—¿Quién necesita aquí a ese gilipollas? —le había preguntado con manifiesta indignación como si la considerase responsable del hecho—. BUCHAN no querrá tratar con él. BUCHAN dos no querrá tratar con él. Ni siquiera accede a tratar conmigo. Nadie tratará con él. Ya se lo he dicho.

—Pues díselo otra vez.

—Esta es
mi
parcela, joder. No suya. Es mi operación. ¿Qué coño pinta él aquí?

—¿Te importaría no hablarme de ese modo? Es tu superior, Andy. Este destino te lo asignó él, no yo. Los jefes regionales se reservan el derecho de visitar a sus subordinados. Incluso en tu servicio, imagino.

—Gilipolleces —replicó Andy, y acto seguido Fran recogió tranquilamente sus pertenencias mientras él le decía que se asegurase de que no quedaran pelos en la bañera.

—¿Qué temes que pueda averiguar? —preguntó Fran con total frialdad—. No es tu amante, ¿no? No has hecho voto de castidad, supongo. ¿O sí? Has traído aquí a una mujer. ¿Y qué? No tiene por qué saber que he sido yo.

—No. No tiene por qué saberlo.

—¡Andy!

Le concedió una breve y torpe demostración de arrepentimiento.

—No me gusta que me espíen, eso es todo —dijo hoscamente.

Pero cuando Fran prorrumpió en una carcajada de alivio al oír el chiste, Andy cogió la llave del coche de ella del aparador, se la puso en la palma de la mano y la acompañó al ascensor llevándole la maleta. Habían conseguido eludirse durante todo el día hasta aquel momento, en que debían sentarse obligatoriamente a la misma mesa en aquella cárcel blanca y lúgubre, Andy ceñudo y Fran en el más absoluto silencio, guardando sus sonrisas para el desconocido, quien, para secreta indignación de Fran, mostraba hacia Andy una deferencia y un afán de adulación nauseabundos.

—Le parecen razonables esas propuestas, ¿no, Andrew? —insiste Mellors, succionándose los dientes—. Diga algo, joven señor Osnard. ¡Es su hazaña, por amor de Dios! Aquí es usted quien lleva el timón, la estrella, con permiso de su excelencia el embajador. ¿Acaso no es mejor, Andrew, para el hombre apostado en el terreno, qué digo, en primera línea, verse libre de las arduas tareas de la administración? Conteste con franqueza. Ninguno de los presentes desea empañar su ejemplar actuación.

Sentimiento que Maltby suscribe de inmediato con entusiasmo, secundado momentos después, y con menos entusiasmo, por Stormont, siendo la cuestión en litigio el sistema de dos llaves para el control de las finanzas de la Oposición Silenciosa, responsabilidad que, por consenso, recaerá en los funcionarios de mayor edad.

¿Por qué, pues, muestra Andy ese desconsuelo al desprenderse de tan pesada carga? ¿Por qué no se alegra de que Maltby y Stormont se desvivan por ahorrarle el trabajo?

—Ustedes verán —masculla groseramente, mirando de soslayo a Maltby, y vuelve a sumirse en su mohíno silencio.

Y cuando se plantea la cuestión de cómo persuadir a Abraxas, Domingo y los demás militantes de la Oposición Silenciosa para que traten de asuntos económicos y logísticos directamente con Stormont, Andy casi pierde los estribos.

—Ya puestos, ¿por qué no se apropian de toda la red? —prorrumpe, rojo de ira—. Supervísenla desde la embajada en horario de oficina, cinco días por semana. No se priven.

—Vamos, Andrew, vamos. Aquí no hay necesidad de hablar en ese tono —censura Mellors, chasqueando la lengua como una gallina vieja escocesa—. Formamos un equipo, Andrew, ¿o no? Simplemente estamos ofreciéndole ayuda, el consejo de mentes sabias, un poco de tranquilidad para una operación impecablemente dirigida. ¿No es así, embajador? —Aspiración dental, un triste ceño de padre preocupado, el tono conciliatorio elevado a ruego—. Estos individuos de la oposición negociarán con uñas y dientes, Andrew. Será necesario dar garantías de forzoso cumplimiento sin pensarlo dos veces. Deberán tomarse rápidas decisiones de vital trascendencia. Son aguas demasiado profundas, Andrew, para un joven de su edad. Es preferible dejar esos asuntos en las competentes manos de hombres de mundo.

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