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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

El sastre de Panamá (40 page)

BOOK: El sastre de Panamá
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—No sabía que así fuese —admitió Johnson, que últimamente venía observando con creciente perplejidad cómo cobraba realce la información en bruto sobre Panamá al pasar por el escritorio de su superior.

Pero Johnson no tenía acceso a todo el material, y menos a las fuentes de inspiración de Luxmore. Cuando Luxmore preparaba sus famosos resúmenes de una página para la misteriosa Comisión de Planificación y Realización, pedía en primer lugar una montaña de expedientes del archivo de información confidencial y luego se encerraba en su despacho hasta que el documento estaba redactado, y sin embargo los expedientes, como descubrió Johnson cuando ingeniosamente encontró la manera de echarles una ojeada, guardaban más relación con acontecimientos pasados, tales como el conflicto de Suez de 1956, que con cualquier cosa que estuviese sucediendo en el presente o pudiese suceder en el futuro.

Luxmore utilizaba a Johnson como caja de resonancia. Algunos hombres, empezaba a comprender Johnson, eran incapaces de pensar sin público.

—He ahí lo más difícil de detectar para un servicio como el nuestro, Johnny: el mar de fondo humano antes de agitarse, la
vox populi
antes de manifestarse. Fíjese, si no, en Irán y el ayatolá. Fíjese en Egipto en el período previo al problema de Suez. Fíjese en la
perestroika
y el hundimiento del imperio del mal. Fíjese en Saddam, uno de nuestros mejores clientes. ¿Quién previó todos esos hechos, Johnny? ¿Quién los vio formarse como negros nubarrones en el horizonte? Nosotros no. Fíjese, por Dios, en Galtieri y la conflagración de las islas Falkland. Una y otra vez el inmenso mazo de los servicios secretos ha sido capaz de abrir todas las nueces menos la que realmente importaba: el enigma humano. —Había recuperado su velocidad habitual, acomodando el paso a la ampulosidad de su discurso—. Sin embargo ése es ahora nuestro objetivo. Esta vez nos adelantaremos. Tenemos micrófonos en los bazares. Conocemos el estado de ánimo de las masas, su agenda subconsciente, su oculto punto de ebullición. Podemos prevenir. Podemos ganarle la partida a la historia, tenderle una emboscada…

Descolgó tan deprisa el auricular que el teléfono apenas llegó a sonar. Pero era sólo su esposa, para preguntarle si una vez más se había metido en el bolsillo las llaves del coche de ella al irse a trabajar. Luxmore admitió lacónicamente su delito, colgó, se tiró de los faldones de la chaqueta, y reanudó sus paseos.

Eligieron la casa de Geoff por decisión expresa de Ben Hatry, al fin y al cabo Geoff Cavendish era el títere de Ben Hatry, aunque por prudencia ambos lo mantenían en el más estricto secreto. Y tenía su lógica que fuese en casa de Geoff, porque en cierto modo la idea había partido de Geoff en el sentido de que Geoff Cavendish había elaborado la estrategia inicial, y Ben Hatry había dicho joder, hagámoslo, que era como Ben Hatry solía hablar; como magnate de los medios de comunicación y patrón de incontables aterrorizados periodistas que era, sentía un natural desprecio por su lengua materna.

Era Cavendish quien había prendido la imaginación de Hatry, si podía llamarse así a lo que Ben Hatry poseía; Cavendish quien había llegado a un acuerdo con Luxmore, quien lo había alentado, quien había reforzado su presupuesto y su ego; Cavendish quien, con el consentimiento de Hatry, había ofrecido los primeros almuerzos y sesiones informativas en caros restaurantes cercanos al Parlamento, quien había presionado a los diputados oportunos, aunque nunca en nombre de Hatry, quien había extendido el mapa y les había mostrado dónde se hallaba aquel condenado lugar y por dónde atravesaba el Canal, porque la mitad de ellos no lo tenían muy claro; Cavendish quien había dado discretas voces de alarma en la City y las compañías petroleras, quien había persuadido a la necia ala derecha del Partido Conservador, cosa relativamente fácil para él, y quien había atraído a los nostálgicos del viejo imperio, los antieuropeístas, los xenófobos y los hijos pródigos e incultos.

Era Cavendish quien había evocado visiones de una cruzada de última hora antes de las elecciones, de un ave fénix resurgida de las cenizas del Partido Conservador y convertida en dios de guerra, de un líder ataviado con la reluciente armadura que hasta ese momento siempre le había venido demasiado grande; Cavendish quien pronunció la misma arenga con distinto vocabulario para la oposición: no os preocupéis, chicos y chicas, no es necesario que os opongáis a nada ni que adoptéis postura alguna, basta con que agachéis la cabeza y hagáis correr la voz de que no es la ocasión idónea para balancear la leal nave británica, por más que navegue en la dirección equivocada, lleven el timón un puñado de lunáticos y haga aguas como un colador.

Era Cavendish una vez más quien había generado la debida inquietud entre las multinacionales, quien había divulgado rumores sobre el devastador efecto en la libra, la industria y el comercio británicos; Cavendish quien nos había despertado la conciencia, como él decía, o lo que es lo mismo, quien había convertido las habladurías en certidumbre mediante el ingenioso uso de columnistas ajenos al imperio de Hatry y por consiguiente no corrompidos en teoría por la atroz reputación del magnate; Cavendish quien había conseguido publicar series de artículos en fidedignos diarios de bajo presupuesto a cambio de ciertas promesas, artículos que luego se agrandaron desproporcionadamente en los grandes periódicos y ascendieron o descendieron a las páginas interiores de la prensa amarilla, los editoriales de la degradada prensa seria y los debates televisivos de horario nocturno, y no sólo en los canales de Hatry sino también en los de la competencia, pues no hay nada más previsible que la difusión en los medios informativos de sus propias ficciones y el terror entre sectores rivales ante la posibilidad de que los otros se adelanten con alguna primicia, tanto si la noticia es verdadera como si no, porque no nos engañemos, amigos míos, en el mundo de la información hoy en día no disponemos del personal, el tiempo, el interés, la energía, la educación o el mínimo sentido de la responsabilidad necesarios para contrastar los hechos por otro medio que no sea repescar lo que otros periodistas han escrito y repetirlo como el evangelio.

Y era Cavendish, el corpulento y campechano inglés con sus chaquetas de tweed y su voz de comentarista de críquet en una soleada tarde de verano, quien tan convincentemente había propagado, siempre a través de intermediarios bien nutridos, la preciada doctrina de Ben Hatry del «Si ahora no, ¿cuándo?», que se hallaba en la raíz de sus intrigas, jugadas y presiones transatlánticas, siendo la idea básica de dicha teoría que Estados Unidos en modo alguno podía seguir siendo la única superpotencia mundial durante mucho más de una década, tras lo cual estarían acabados, de manera que, sostenía la doctrina, si en algún lugar del planeta debía practicarse alguna contundente intervención quirúrgica, por brutal e interesada que pudiese parecer al exterior o también de hecho al interior, en consideración a nuestra supervivencia y la supervivencia de nuestros hijos y la supervivencia del imperio de Hatry y su creciente influencia sobre los corazones y las mentes del tercer y cuarto mundos: «¡Hagámoslo ahora que aún tenemos la sartén por el mango, joder! ¡Basta ya de rodeos! ¡Cojamos lo que queramos y aplastemos lo demás! Pero tanto si lo hacemos como si lo dejamos de hacer, ya está bien de debilidad, concesiones, disculpas y payasadas».

Y si para eso tenía que acostarse con los fanáticos de la derecha norteamericana, así como con sus hermanos de sangre de este lado del charco, y para colmo se convertía en el niño mimado de la industria armamentista, pues qué, joder, diría con su cuidada lengua materna, al fin y al cabo no era un político, de hecho aborrecía a los políticos, él era un hombre realista, le importaba un carajo aliarse con unos o con otros siempre y cuando hablasen con sensatez y no anduviesen de puntillas por los pasillos internacionales diciendo a todo japonés, negro o hispano: «Perdóneme, caballero, por ser un liberal norteamericano blanco y de clase media, y discúlpenos por ser tan grandes, fuertes, ricos y poderosos, pero creemos en la dignidad y la igualdad de todos los pueblos, ¿y me permitiría arrodillarme y besarle el culo?».

Que era la imagen que Ben Hatry no se cansaba de pintar para sus lugartenientes, pero siempre a condición de que quede entre nosotros, chicos, por el sagrado interés de informar objetivamente, que es para lo que estamos en este mundo, o si no, joder, ya os podéis buscar otro trabajo.

—Conmigo no cuentes —había dicho Ben Hatry a Cavendish el día anterior con su voz sin inflexiones. A veces hablaba sin mover siquiera los labios. A veces se cansaba de sus propias maquinaciones, se cansaba de la mediocridad humana. Ferozmente, había añadido—: Arregláoslas con ellos vosotros dos, hijos de puta.

—Como quiera, jefe. Es una lástima, pero bueno… —había contestado Cavendish.

Pero finalmente Ben Hatry se había presentado, como Cavendish preveía, y había ido en taxi porque no se fiaba de su chófer, e incluso había llegado diez minutos antes para leer un resumen de la mierda que Cavendish venía enviando a la gente de Van en los últimos meses —mierda era su término preferido para referirse a cualquier clase de prosa—; dicho resumen concluía con un vehemente informe de una página redactado por uno de aquellos gilipollas del otro lado del río —sin firmar, sin encabezamiento, sin identificación alguna— que, según Cavendish, era el factor decisivo, la cepa, el diamante perdido, jefe, la gente de Van está fuera de sí, y por eso la reunión de hoy.

—¿Quién es el hijo de puta que ha escrito esto? —preguntó Hatry, siempre deseoso de atribuir el mérito a quien correspondía.

—Luxmore, jefe.

—¿Aquel gilipollas que nos jodió la operación de las Falkland él solo sin ayuda de nadie?

—El mismo.

—El texto no ha pasado por el departamento de redacción, eso está claro.

No obstante Ben Hatry leyó el informe dos veces, algo insólito en él.

—¿Es verdad? —preguntó por fin.


Relativamente
verdad, jefe —contestó Cavendish, con la juiciosa moderación que caracterizaba sus juicios—. Es verdad
en parte
. Y no estamos seguros sobre el plazo de vigencia. Puede que los hombres de Van tengan que actuar con carácter de urgencia.

Hatry le lanzó el informe a las manos.

—Bueno, por lo menos esta vez sabrán por dónde se andan —dijo a la vez que dirigía un seco saludo con la cabeza a Tug Kirby, el tercer asesino, como lo había apodado ingeniosamente Cavendish, que acababa de irrumpir en la habitación sin limpiarse antes los enormes pies y miraba ceñudo alrededor en busca de algún enemigo.

—¿Aún no han llegado los yanquis? —bramó.

—Aparecerán de un momento a otro, Tug —aseguró Cavendish para tranquilizarlo.

—Esos mamones llegarán tarde a su propio entierro —dijo Kirby.

Una de las ventajas de la casa de Geoff era su ideal posición en pleno centro de Mayfair, muy cerca de la entrada lateral de Claridge’s, en un pasaje cerrado y vigilado donde vivían diplomáticos y peces gordos y se encontraba además, en un extremo, la embajada italiana. Sin embargo proporcionaba un agradable anonimato. Allí uno podía ser empleado de la limpieza, repartidor de comida, mensajero, mayordomo, guardaespaldas, chapero o el gran señor del universo. Nadie prestaba especial atención. Y Geoff recibía muchas visitas. Sabía cómo acceder a los poderosos, cómo reunirlos. Con Geoff, uno podía cruzarse de brazos dejar que las cosas siguiesen su curso, que era precisamente lo y que en ese momento: tres ingleses y sus dos invitados norteamericanos, todos igualmente dispuestos a negar cualquier participación en aquello, disfrutando de una cena que por mutuo acuerdo nunca había tenido lugar, un bufé libre sin criados para evitar testigos consistente en salmón
tiède
pescado en la finca de Cavendish en Escocia, huevos de codorniz, fruta y queso, acompañado todo por un pudin de pan que había preparado la antigua niñera de Geoff.

Y para beber, té helado y refrescos afines, porque en el renacido Washington de hoy, dijo Geoff Cavendish, el alcohol en almuerzo se consideraba un sacrilegio.

Y una mesa redonda para que nadie ocupase una posición dominante. Mucho espacio para las piernas. Sillas mullidas. Los teléfonos desconectados. Cavendish sabía proporcionar un ambiente cómodo a la gente. Y chicas en abundancia si uno quería. O si no, que le preguntasen a Tug.

—¿Un vuelo aceptable, Elliot? —preguntó Cavendish.

—El viaje ha sido un verdadero placer, Geoff. Me encantan esos pequeños reactores que no paran de traquetearse. En el aeropuerto de Northolt hacía buen tiempo. Me
encanta
Northolt. Y el trayecto en helicóptero hasta Battersea ha sido épico. Y hay allí una central eléctrica
magnífica
.

Con Elliot, un sureño de Alabama, uno nunca sabía si hablaba con sarcasmo o si ésa era su manera de ser. Contaba treinta y un años, era abogado y periodista, y en general adoptaba una actitud lánguida, salvo cuando estaba en pie de guerra. Escribía una columna en el
Washington Post
, donde competía ostentosamente con nombres que hasta fecha reciente habían sido más importantes que el suyo. Llevaba gafas, y era alto, cadavérico y peligroso. Su rostro era todo huesos.

—¿Vais a quedaros a pasar la noche, Elliot, o volvéis a casa? —gruñó Tug Kirby, dando a entender que personalmente prefería la segunda opción.

—Por desgracia, Tug, tenemos que marcharnos inmediatamente después de la cena —contestó Elliot.

—¿No vais a presentar vuestros respetos en la embajada? —dijo Tug con una sonrisa estúpida. Hablaba en broma, cosa poco común en Tug. En el Departamento de Estado era donde menos convenía que se conociese la visita de Elliot o el coronel.

Sentado junto a Elliot, el coronel masticaba su salmón el número correcto de veces.

—No tenemos
amigos
en la embajada, Tug —explicó con candidez—. Todos son unos maricones.

En Westminster se conocía a Tug Kirby como el Ministro de la Larga Cartera. Debía dicho título en parte a sus aventuras sexuales, pero sobre todo a su incomparable lista de cargos de director y consejero delegado. No había compañía del sector de la defensa en todo el país o en Oriente Próximo, se decía en círculos bien informados, que no tuviese en nómina a Tug Kirby, o que no estuviese en la nómina de Tug Kirby. Al igual que los dos invitados, era un hombre poderoso y vagamente amenazador. Tenía unos hombros anchos y robustos, unas pobladas cejas negras que parecían postizas, y la mirada lerda y malévola de un toro. Incluso mientras comía, mantenía los puños cerrados y en actitud alerta.

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