Al salir de una arboleda tuvo la impresión de penetrar en un suntuoso vergel. Todas las tierras que rodeaban el pueblo de Millot estaban cuidadas como huerta de alquería, con sus acequias a escuadra, con sus camellones verdecidos de posturas tiernas. Mucha gente trabajaba en esos campos, bajo la vigilancia de soldados armados de látigos que, de cuando en cuando, lanzaban un guijarro a un perezoso. «Presos», pensó Ti Noel, al ver que los guardianes eran negros, pero que los trabajadores también eran negros, lo cual contrariaba ciertas nociones que había adquirido en Santiago de Cuba, las noches en que había podido concurrir a alguna fiesta de tumbas y catás en el Cabildo de Negros Franceses. Pero ahora el viejo se había detenido, maravillado por el espectáculo más inesperado, más imponente que hubiera visto en su larga existencia. Sobre un fondo de montañas estriadas de violado por gargantas profundas se alzaba un palacio rosado, un alcázar de ventanas arqueadas, hecho casi aéreo por el alto zócalo de una escalinata de piedra. A un lado había largos cobertizos tejados, que debían de ser las dependencias, los cuarteles y las caballerizas. Al otro lado, un edificio redondo, coronado por una cúpula asentada en blancas columnas, del que salían varios sacerdotes de sobrepelliz. A medida que se iba acercando, Ti Noel descubría terrazas, estatuas, arcadas, jardines, pérgolas, arroyos artificiales y laberintos de boj. Al pie de pilastras macizas, que sostenían un gran sol de madera negra, montaban la guardia dos leones de bronce. Por la explanada de honor iban y venían, en gran tráfago, militares vestidos de blanco, jóvenes capitanes de bicornio, todos constelados de reflejos, sonándose el sable sobre los muslos. Una ventana abierta descubría el trabajo de una orquesta de baile en pleno ensayo. A las ventanas del palacio asomábanse damas coronadas de plumas, con el abundante pecho alzado por el talle demasiado alto de los vestidos a la moda. En un patio, dos cocheros de librea daban esponja a una carroza enorme, totalmente dorada, cubierta de soles en relieve. Al pasar frente al edificio circular del que habían salido los sacerdotes, Ti Noel vio que se trataba de una iglesia, llena de cortinas, estandartes y baldaquines, que albergaba una alta imagen de la Inmaculada Concepción.
Pero lo que más asombraba a Ti Noel era el descubrimiento de que ese mundo prodigioso, como no lo habían conocido los gobernadores franceses del Cabo, era un mundo de negros. Porque negras eran aquellas honrosas señoras, de firme nalgatorio, que ahora bailaban la rueda en torno a una fuente de tritones; negros aquellos dos ministros de medias blancas, que descendían, con la cartera de becerro debajo del brazo, la escalinata de honor; negro aquel cocinero, con cola de armiño en el bonete, que recibía un venado de hombros de varios aldeanos conducidos por el Montero Mayor; negros aquellos húsares que trotaban en el picadero; negro aquel Gran Copero, de cadena de plata al cuello, que contemplaba, en compañía del Gran Maestre de Cetrería, los ensayos de actores negros en un teatro de verdura, negros aquellos lacayos de peluca blanca, cuyos botones dorados eran contados por un mayordomo de verde chaqueta, negra, en fin, y bien negra, era la Inmaculada Concepción que se erguía sobre el altar de la capilla, sonriendo dulcemente a los músicos negros que ensayaban un salve. Ti Noel comprendió que se hallaba en Sans-Souci, la residencia predilecta del rey Henri Christophe, aquel que fuera antaño cocinero en la calle de los Españoles, dueño del albergue de
La Corona,
y que hoy fundía monedas con sus iniciales, sobre la orgullosa divisa de
Dios, mi causa y mi espada.
El viejo recibió un tremendo palo en el lomo. Antes de que le fuese dado protestar, un guardia lo estaba conduciendo, a puntapiés en el trasero, hacia uno de los cuarteles. Al verse encerrado en una celda, Ti Noel comenzó a gritar que conocía personalmente a Henri Christophe, y hasta creía saber que se había casado desde entonces con María Luisa Coidavid, sobrina de una encajera liberta que iba a menudo a la hacienda de Lenormand de Mezy. Pero nadie le hizo caso. Por la tarde se le llevó, con otros presos, hasta el pie del Gorro del Obispo, donde había grandes montones de materiales de construcción. Le entregaron un ladrillo.
—¡Súbelo!… ¡Y vuelve por otro!
—Estoy muy viejo.
Ti Noel recibió un garrotazo en el cráneo. Sin objetar más, emprendió la ascensión de la empinada montaña, metiéndose en una larga fila de niños, de muchachas embarazadas, de mujeres y de ancianos, que también llevaban un ladrillo en la mano. El viejo volvió la cabeza hacia Millot. En el atardecer, el palacio parecía más rosado que antes. Junto a un busto de Paulina Bonaparte, que había adornado antaño su casa del Cabo, las princesitas Atenais y Amatista, vestidas de raso alamarado, jugaban al volante. Un poco más lejos, el capellán de la reina —único semblante claro en el cuadro— leía las
Vidas Paralelas
de Plutarco al príncipe heredero, bajo la mirada complacida de Henri Christophe, que paseaba, seguido de sus ministros, por los jardines de la reina. De paso, Su Majestad agarraba distraídamente una rosa blanca, recién abierta sobre los bojes que perfilaban una corona y un ave fénix al pie de las alegorías de mármol.
En la cima del Gorro del Obispo, hincada de andamios, se alzaba aquella segunda montaña —montaña sobre montaña— que era la Ciudadela La Ferrière. Una prodigiosa generación de hongos encarnados, con lisura y cerrazón de brocado, trepaba ya a los flancos de la torre mayor —después de haber vestido los espolones y estribos—, ensanchando perfiles de pólipos sobre las murallas de color de almagre. En aquella mole de ladrillos tostados, levantada más arriba de las nubes con tales proporciones que las perspectivas desafiaban los hábitos de la mirada, se ahondaban túneles, corredores, caminos secretos y chimeneas, en sombras espesas. Una luz de acuario, glauca, verdosa, teñida por los helechos que se unían ya en el vacío, descendía sobre un vaho de humedad de lo alto de las troneras y respiraderos. Las escaleras del infierno comunicaban tres baterías principales con la santabárbara, la capilla de los artilleros, las cocinas, los aljibes, las fraguas, la fundición, las mazmorras. En medio del patio de armas, varios toros eran degollados, cada día, para amasar con su sangre una mezcla que haría la fortaleza invulnerable. Hacia el mar, dominando el vertiginoso panorama de la Llanura, los obreros enyesaban ya las estancias de la Casa Real, los departamentos de mujeres, los comedores, los billares. Sobre ejes de carretas empotrados en las murallas se afianzaban los puentes volantes por los cuales el ladrillo y la piedra eran llevados a las terrazas cimeras, tendidas entre abismos de dentro y de fuera que ponían el vértigo en el vientre de los edificadores. A menudo un negro desaparecía en el vacío, llevándose una batea de argamasa. Al punto llegaba otro, sin que nadie pensara más en el caído. Centenares de hombres trabajaban en las entrañas de aquella inmensa construcción, siempre espiados por el látigo y el fusil, rematando obras que sólo habían sido vistas, hasta entonces, en las arquitecturas imaginarias del Piranese. Izados por cuerdas sobre las escarpas de la montaña llegaban los primeros cañones, que se montaban en cureñas de cedro a lo largo de salas abovedadas, eternamente en penumbras, cuyas troneras dominaban todos los pasos y desfiladeros del país. Ahí estaban el
Escipión,
el
Aníbal,
el
Amílcar,
bien lisos, de un bronce casi dorado, junto a los que habían nacido después del 89, con la divisa aun insegura de
Libertad, Igualdad.
Había un cañón español, en cuyo lomo se ostentaba la melancólica inscripción de
Fiel pero desdichado,
y varios de boca más ancha, de lomo más adornado, marcados por el troquel del Rey Sol, que pregonaban insolentemente su
Ultima Ratio Regum.
Cuando Ti Noel hubo dejado su ladrillo al pie de una muralla era cerca de media noche. Sin embargo, se proseguía el trabajo de edificación a la luz de fogatas y de hachones. En los caminos quedaban hombres dormidos sobre grandes bloques de piedra, sobre cañones rodados, junto a mulas coronadas de tanto caerse en la subida. Agotado por el cansancio, el viejo se tumbó en un foso, debajo del puente levadizo. Al alba lo despertó un latigazo. Arriba bramaban los toros que iban a ser degollados en las primeras luces del día. Nuevos andamios habían crecido al paso de las nubes frías, antes de que la montaña entera se cubriera de relinchos, gritos, toques de corneta, fustazos, chirriar de cuerdas hinchadas por el rocío. Ti Noel comenzó a descender hacia Millot, en busca de otro ladrillo. En el camino pudo observar que por todos los flancos de la montaña, por todos los senderos y atajos, subían apretadas hileras de mujeres, de niños, de ancianos, llevando siempre el mismo ladrillo, para dejarlo al pie de la fortaleza que se iba edifcando como comejenera, como casa de termes, con aquellos granos de barro cocido que ascendían hacia ella, sin tregua, de soles a lluvias, de pascuas a pascuas. Pronto supo Ti Noel que esto duraba ya desde hacía más de doce años y que toda la población del Norte había sido movilizada por la fuerza para trabajar en aquella obra inverosímil. Todos los intentos de protesta habían sido acallados en sangre. Andando, andando, de arriba abajo y de abajo arriba, el negro comenzó a pensar que las orquestas de cámara de Sans-Souci, el fausto de los uniformes y las estatuas de blancas desnudas que se calentaban al sol sobre sus zócalos de almocárabes entre los bojes tallados de los canteros, se debían a una esclavitud tan abominable como la que había conocido en la hacienda Monsieur Lenormand de Mezy. Peor aún, puesto que había una infinita miseria en lo de verse apaleado por un negro, tan negro como uno, tan belfudo y pelicrespo, tan narizñato como uno; tan igual, tan mal nacido, tan marcado a hierro, posiblemente, como uno. Era como si en una misma casa los hijos pegaran a los padres, el nieto a la abuela, las nueras a la madre que cocinaba. Además, en tiempos pasados los colonos se cuidaban mucho de matar a sus esclavos —a menos de que se les fuera la mano—, porque matar a un esclavo era abrirse una gran herida en la escarcela. Mientras que aquí la muerte de un negro nada costaba al tesoro público: habiendo negras que parieran —y siempre las había y siempre las habría—, nunca faltarían trabajadores para llevar ladrillos a la cima del Gorro del Obispo.
El rey Christophe subía a menudo a la Ciudadela, escoltado por sus oficiales a caballo, para cerciorarse de los progresos de la obra. Chato, muy fuerte, de tórax un tanto abarrilado, la nariz roma y la barba algo hundida en el cuello bordado de la casaca, el monarca recorría las baterías, fraguas y talleres, haciendo sonar las espuelas en lo alto de interminables escaleras. En su bicornio napoleónico se abría el ojo de ave de una escarapela bicolor. A veces, con un simple gesto de la fusta, ordenaba la muerte de un perezoso sorprendido en plena holganza, o la ejecución de peones demasiado tardos en izar un bloque de cantería a lo largo de una cuesta abrupta. Y siempre terminaba por hacerse llevar una butaca a la terraza superior que miraba al mar, al borde del abismo que hacía cerrar los ojos a los más acostumbrados. Entonces, sin nada que pudiese hacer sombra ni pesar sobre él, más arriba de todo, erguido sobre su propia sombra, medía toda la extensión de su poder. En caso de intento de reconquista de la isla por Francia, él, Henri Christophe,
Dios, mi causa y mi espada,
podría resistir ahí, encima de las nubes, durante los años que fuesen necesarios, con toda su corte, su ejército, sus capellanes, sus músicos, sus pajes africanos, sus bufones. Quince mil hombres vivirían con él, entre aquellas paredes ciclópeas, sin carecer de nada. Alzado el puente levadizo de la Puerta Única, la Ciudadela La Ferrière sería el país mismo, con su independencia, su monarca, su hacienda y su pompa mayor. Porque abajo, olvidando los padecimientos que hubiera costado su construcción, los negros de la Llanura alzarían los ojos hacia la fortaleza, llena de maíz, de pólvora, de hierro, de oro, pensando que allá, más arriba de las aves, allá donde la vida de abajo sonaría remotamente a campanas y a cantos de gallos, un rey de su misma raza esperaba, cerca del cielo que es el mismo en todas partes, a que tronaran los cascos de bronce de los diez mil caballos de Ogún. Por algo aquellas torres habían crecido sobre un vasto bramido de toros descollados, desangrados, de testículos al sol, por edificadores conscientes del significado profundo del sacrificio, aunque dijeran a los ignorantes que se trataba de un simple adelanto en la técnica de la albañilería militar.
Cuando los trabajos de la Ciudadela estuvieron próximos a llegar a su término y los hombres de oficios se hicieron más necesarios a la obra que los cargadores de ladrillos, la disciplina se relajó un poco, y aunque todavía subían morteros y culebrinas hacia los altos riscos de la montaña, muchas mujeres pudieron volver a sus ollas engrisadas por las telarañas. Entre los que dejaron marchar por ser menos útiles se escurrió Ti Noel, una mañana, sin volver la cabeza hacia la fortaleza ya limpia de andamios por el flanco de la Batería de las Princesas Reales. Los troncos que ahora rodaban, cuesta arriba, a fuerza de palancas, servirían para carpintear los pisos de los departamentos. Pero nada de esto interesaba ya a Ti Noel, que sólo ansiaba instalarse sobre las antiguas tierras de Lenormand de Mezy, a las que regresaba ahora como regresa la anguila al limo que la vio nacer. Vuelto al solar, sintiéndose algo propietario de aquel suelo cuyos accidentes sólo tenían un significado para él, comenzó a machetear aquí y allá, poniendo algunas ruinas en claro. Dos aromos, al caer, sacaron a la luz un trozo de pared. Bajo las hojas de un calabazo silvestre reaparecieron las baldosas azules del comedor de la hacienda. Cubriendo con pencas de palma la chimenea de la antigua cocina —rota a medio derrame—, el negro tuvo una alcoba en la que había que penetrar de manos, y que llenó de espigas de barba de indio para descansar de los golpes recibidos en los senderos del Gorro del Obispo.
Ahí pasó los vientos del invierno y las lluvias que siguieron, y vio llegar el verano con el vientre hinchado de haber comido demasiadas frutas verdes, demasiados mangos aguados, sin atreverse a salir mucho a los caminos, por miedo a la gente de Christophe que andaba buscando hombres, a lo mejor, para construir algún nuevo palacio, tal vez ése, de que hablaban algunos, alzado en las riberas del Artibonite, y que tenía tantas ventanas como días suma el año. Pero como transcurrieron otros meses sin mayor novedad, Ti Noel, harto de miseria, emprendió un viaje a la Ciudad del Cabo, andando sin apartarse del mar, junto a la borrada vereda que tantas veces siguiera antaño, detrás del amo, cuando regresaba a la hacienda montado en caballo de dientes sin cerrar de esos que trotan con ruido de cordobán doblado y llevan en el cuello todavía las graciosas arrugas del potro. La ciudad es buena. En la ciudad, una rama ganchuda encuentra siempre cosas que meter en un saco que se lleva al hombro. En una ciudad siempre hay prostitutas de corazón generoso que dan limosnas a los ancianos, hay mercados con alguna música, animales amaestrados, muñecos que hablan y cocineras que se divierten con quien, en vez de hablar de hambre, señala el aguardiente. Ti Noel sentía que un gran frío se le iba metiendo en la médula de los huesos. Y añoraba grandemente aquellos frascos de otros tiempos —los del sótano de la hacienda—, cuadrados, de cristal grueso, llenos de cáscaras, de hierbas, de moras y berros macerados en alcohol, que despedían tintas quietas de muy suave olor.