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Authors: Alejo Carpentier

Tags: #Relato

El reino de este mundo (5 page)

BOOK: El reino de este mundo
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Sobre todo esto habían transcurrido veinte años. Ti Noel tenía doce hijos de una de las cocineras. La hacienda estaba más floreciente que nunca, con sus caminos bordeados de ipecacuana, con sus vides que ya daban un vino en agraz. Sin embargo, con la edad, Monsieur Lenormand de Mezy se había vuelto maniático y borracho. Una erotomía perpetua lo tenía acechando, a todas horas, a las esclavas adolescentes cuyo pigmento lo excitaba por el olfato. Era cada vez más aficionado a imponer castigos corporales a los hombres, sobre todo cuando los sorprendía fornicando fuera de matrimonio. Por su parte, ajada y mordida por el paludismo, la cómica se vengaba de su fracaso artístico haciendo azotar por cualquier motivo a las negras que la bañaban y peinaban. Ciertas noches se daba a beber. No era raro entonces que hiciera levantar la dotación entera, alta ya la luna, para declamar ante los esclavos, entre eructos de malvasía, los grandes papeles que nunca había alcanzado a interpretar. Envuelta en sus velos de confidente, de tímida mujer de séquito, atacaba con voz quebrada los altos trozos de bravura del repertorio:

Mes crimes désormais ont comblé la mesure

Je respire à la fois l’ inceste el l’imposture

Mes homicides mains, promptes à me venger,

Dans le sang innocent brûlent de se plonger.

Estupefactos, sin entender nada, pero informados por ciertas palabras que también en
creóle
se referían a faltas cuyo castigo iba de una simple paliza a la decapitación, los negros habían llegado a creer que aquella señora debía haber cometido muchos delitos en otros tiempos y que estaba probablemente en la colonia por escapar a la policía de París, como tantas prostitutas del Cabo, que tenían cuentas pendientes en la metrópoli. La palabra «crimen» era parecida en la jerga insular; todo el mundo sabía cómo llamaban en francés a los jueces; y en cuanto al infierno de diablos colorados, bastante que les había hablado de él la segunda esposa de Monsieur Lenormand de Mezy, feroz censora de toda concupiscencia. Nada de lo que confesaba aquella mujer, vestida de una bata blanca que se transparentaba a la luz de los hachones, debía de ser muy edificante:

Minos, juge aux enfers tous les pâles humains.

Ah, combien frémira son ombre épouvantée,

Lorsqu’il verra sa fille a ses yeux présentée,

Contrainte d’avouer tant de forfaits divers,

Et des crimes peut-être inconnus aux enfers!

Ante tantas inmoralidades, los esclavos de la hacienda de Lenormand de Mezy seguían reverenciando a Mackandal. Ti Noel transmitía los relatos del mandinga a sus hijos, enseñándoles canciones muy simples que había compuesto a su gloria, en horas de dar peine y almohaza a los caballos. Además, bueno era recordar a menudo al Manco, puesto que el Manco, alejado de estas tierras por tareas de importancia, regresaría a ellas el día menos pensado.

2. EL PACTO MAYOR

Los truenos parecían romperse en aludes sobre los riscosos perfiles del Morne Rouge, rodando largamente al fondo de las barrancas, cuando los delegados de las dotaciones de la Llanura del Norte llegaron a las espesuras de Bois Caimán, enlodados hasta la cintura y temblando bajo sus camisas mojadas. Para colmo, aquella lluvia de agosto, que pasaba de tibia a fría según girara el viento, estaba apretando cada vez más desde la hora de la queda de esclavos. Con el pantalón pegado a las ingles, Ti Noel trataba de cobijar su cabeza bajo un saco de yute, doblado a modo de capellina. A pesar de la obscuridad era seguro que ningún espía se hubiese deslizado en la reunión. Los avisos habían sido dados, muy a última hora, por hombres probados. Aunque se hablara en voz baja, el rumor de las conversaciones llenaba todo el bosque, confundiéndose con la constante presencia del aguacero en las frondas estremecidas.

De pronto, una voz potente se alzó en medio del congreso de sombras. Una voz, cuyo poder de pasar sin transición del registro grave al agudo daba un raro énfasis a las palabras. Había mucho de invocación y de ensalmo en aquel discurso lleno de inflexiones coléricas y de gritos. Era Bouckman el jamaiquino quien hablaba de esta manera. Aunque el trueno apagara frases enteras, Ti Noel creyó comprender que algo había ocurrido en Francia, y que unos señores muy influyentes habían declarado que debía darse la libertad a los negros, pero que los ricos propietarios del Cabo, que eran todos unos hideputas monárquicos, se negaban a obedecer. Llegado a este punto, Bouckman dejó caer la lluvia sobre los árboles durante algunos segundos, como para esperar un rayo que se abrió sobre el mar. Entonces, cuando hubo pasado el retumbo, declaró que un Pacto se había sellado entre los iniciados de acá y los grandes Loas del África, para que la guerra se iniciara bajo los signos propicios. Y de las aclamaciones que ahora lo rodeaban brotó la admonición final:

—El Dios de los blancos ordena el crimen. Nuestros dioses nos piden venganza. Ellos conducirán nuestros brazos y nos darán la asistencia. ¡Rompan la imagen del Dios de los blancos, que tiene sed de nuestras lágrimas; escuchemos en nosotros mismos la llamada de la libertad!

Los delegados habían olvidado la lluvia que les corría de la barba al vientre, endureciendo el cuero de los cinturones. Una alarida se había levantado en medio de la tormenta. Junto a Bouckman, una negra huesuda, de largos miembros, estaba haciendo molinetes con un machete ritual.

Fai Ogún, Fai Ogún, Fai Ogún, oh!

Damballah m’ap tiré canon!

Fai Ogún, Fai Ogún, Fai Ogún, oh!

Damballah m’ap tiré canon!

Ogún de los hierros, Ogún el guerrero, Ogún de las fraguas, Ogún mariscal, Ogún de las lanzas, Ogún-Changó, Ogún-Kankanikán, Ogún-Batala, Ogún-Panamá, Ogún-Bakulé, eran invocados ahora por la sacerdotisa del Radá, en medio de la grita de sombras:

Ogún Badagrí,

General sanglant

Saizi z’orage

Ou scell’orage

Ou fait Kataonn z’ eclai?

El machete se hundió súbitamente en el vientre de un cerdo negro, que largó las tripas y los pulmones en tres aullidos. Entonces, llamados por los nombres de sus amos, ya que no tenían más apellido, los delegados desfilaron de uno en uno para untarse los labios con la sangre espumosa del cerdo, recogida en un gran cuenco de madera. Luego, cayeron de bruces sobre el suelo mojado. Ti Noel, como los demás, juró que obedecería siempre a Bouckman. El jamaiquino abrazó entonces a Jean Francois, a Biassou, a Jeannot, que no habrían de volver aquella noche a sus haciendas. El estado mayor de la sublevación estaba formado. La señal se daría ocho días después. Era muy probable que se lograra alguna ayuda de los colonos españoles de la otra vertiente, enemigos irreconciliables de los franceses. Y en vista de que sería necesario redactar una proclama y nadie sabía escribir, se pensó en la flexible pluma de oca del abate de la Haye, párroco del Dondón, sacerdote volteriano que daba muestras de inequívocas simpatías por los negros desde que había tomado conocimiento de la Declaración de Derechos del Hombre.

Como la lluvia había hinchado los ríos, Ti Noel tuvo que lanzarse a nado en la cañada verde, para estar en la caballeriza antes del despertar del mayoral. La campana del alba lo sorprendió sentado y cantando, metido hasta la cintura en un montón de esparto fresco, oliente a sol.

3. LA LLAMADA DE LOS CARACOLES

Monsieur Lenormand de Mezy estaba de pésimo humor desde su última visita al Cabo. El gobernador Blanchelande, monárquico como él, se mostraba muy agriado por las molestas divagaciones de los idiotas utopistas que se apiadaban, en París, del destino de los negros esclavos.

¡Oh! Era muy fácil, en el Café de la Regence, en las arcadas del Palais Royal, soñar con la igualdad de los hombres de todas las razas, entre dos partidas de faraón. A través de vistas de puertos de América, embellecidas por rosas de los vientos y tritones con los carrillos hinchados; a través de los cuadros de mulatas indolentes, de lavanderas desnudas, de siestas en platanales, grabados por Abraham Brunias y exhibidos en Francia entre los versos de Du Parny y la profesión de fe del vicario saboyano, era muy fácil imaginarse a Santo Domingo como el paraíso vegetal de Pablo y Virginia, donde los melones no colgaban de las ramas de los árboles, tan sólo porque hubieran matado a los transeúntes al caer de tan alto. Ya en mayo, la Asamblea Constituyente, integrada por una chusma liberaloide y enciclopedista, había acordado que se concedieran derechos políticos a los negros, hijos de manumisos. Y ahora, ante el fantasma de una guerra civil, invocado por los propietarios, esos ideólogos a la Estanislao de Wimpffen respondían: «Perezcan las colonias antes que un principio.»

Serían las diez de la noche cuando Monsieur Lenormand de Mezy, amargado por sus meditaciones, salió al batey de la tabaquería con el ánimo de forzar a alguna de las adolescentes que a esa hora robaban hojas en los secaderos para que las mascaran sus padres. Muy lejos, había sonado una trompa de caracol. Lo que resultaba sorprendente, ahora, era que al lento mugido de esa concha respondían otros en los montes y en las selvas. Y otros, rastreantes, más hacia el mar, hacia las alquerías de Millot. Era como si todas las porcelanas de la costa, todos los lambíes indios, todos los abrojines que servían para sujetar las puertas, todos los caracoles que yacían, solitarios y petrificados, en el tope de los Moles, se hubieran puesto a cantar en coro. Súbitamente, otro guamo alzó la voz en el barracón principal de la hacienda. Otros, más aflautados, respondieron desde la añilería, desde el secadero de tabaco, desde el establo. Monsieur Lenormand de Mezy, alarmado, se ocultó detrás de un macizo de buganvillas.

Todas las puertas de los barracones cayeron a la vez, derribadas desde adentro. Armados de estacas, los esclavos rodearon las casas de los mayorales, apoderándose de las herramientas. El contador, que había aparecido con una pistola en la mano, fue el primero en caer, con la garganta abierta de arriba a abajo, por una cuchara de albañil. Luego de mojarse los brazos en la sangre del blanco, los negros corrieron hacia la vivienda principal, dando mueras a los amos, al gobernador, al Buen Dios y a todos los franceses del mundo. Pero, impulsados por muy largas apetencias, los más se arrojaron al sótano en busca de licor. A golpes de pico se destriparon los barriles de escabeche. Abiertos de duelas, los toneles largaron el morapio a borbotones, enrojeciendo las faldas de las mujeres. Arrebatadas entre gritos y empellones, las damajuanas de aguardiente, las bombonas de ron, se estrellaban en las paredes. Riendo y peleando, los negros resbalaban sobre un jaboncillo de orégano, tomates adobados, alcaparras y huevas de arenque, que clareaba, sobre el suelo de ladrillo, el chorrear de un odrecillo de aceite rancio. Un negro desnudo se había metido, por broma, dentro de un tinajón lleno de manteca de cerdo. Dos viejas peleaban, en congo, por una olla de barro. Del techo se desprendían jamones y colas de abadejo. Sin meterse en la turbamulta, Ti Noel pegó la boca, largamente, con muchas bajadas de la nuez, a la canilla de un barril de vino español. Luego, subió al primer piso de la vivienda, seguido de sus hijos mayores, pues hacía mucho tiempo ya que soñaba con violar a Mademoiselle Floridor, quien, en sus noches de tragedia, lucía aún, bajo la túnica ornada de meandros, unos senos nada dañados por el irreparable ultraje de los años.

4. DOGÓN DENTRO DEL ARCA

Al cabo de dos días de espera en el fondo de un pozo seco, que no por su escasa hondura era menos lóbrego, Monsieur Lenormand de Mezy, pálido de hambre y de miedo, sacó la cara, lentamente, sobre el canto del brocal. Todo estaba en silencio. La horda había partido hacia el Cabo, dejando incendios que tenían un nombre cuando se buscaba con la mirada la base de columnas de humo que se abovedaban en el cielo. Un pequeño polvorín acababa de volar hacia la Encrucijada de los Padres. El amo se acercó a la casa, pasando junto al cadáver hinchado del contador. Una horrible pestilencia venía de las perreras quemadas: ahí los negros habían saldado una vieja cuenta pendiente, untando las puertas de brea para que no quedara animal vivo. Monsieur Lenormand de Mezy entró en su habitación. Mademoiselle Floridor yacía, despatarrada, sobre la alfombra, con una hoz encajada en el vientre. Su mano muerta agarraba todavía una pata de la cama con gesto cruelmente evocador del que hacía la damisela dormida de un grabado licencioso que, con el título de
El Sueño,
adornaba la alcoba. Monsieur Lenormand de Mezy, quebrado en sollozos, se desplomó a su lado. Luego agarró un rosario y rezó todas las oraciones que sabía, sin olvidar la que le habían enseñado, de niño, para la cura de los sabañones. Y así pasó varios días, aterrorizado, sin atreverse a salir de la casa entregada, abierta de puertas a su propia ruina, hasta que un correo a caballo frenó su montura en el traspatio con tal brusquedad que la bestia se fue de ollares contra una ventana, resbalando sobre chispas. Las noticias, dadas a gritos, sacaron a Monsieur Lenormand de Mezy de su estupor. La horda estaba vencida. La cabeza del jamaiquino Bouckman se engusanaba ya, verdosa y boquiabierta, en el preciso lugar en que se había hecho ceniza hedionda la carne del manco Mackandal. Se estaba organizando el exterminio total de negros, pero todavía quedaban partidas armadas que saqueaban las viviendas solitarias. Sin poder demorarse en dar sepultura al cadáver de su esposa, Monsieur Lenormand de Mezy se montó en la grupa del caballo del mensajero, que salió gualtrapeando por el camino del Cabo. A lo lejos sonó una descarga de fusilería. El correo apretó los tacones.

El amo llegó a tiempo para impedir que Ti Noel y doce esclavos más, marcados por su hierro, fuesen amacheteados en el patio del cuartel, donde los negros, atados de dos en dos, lomo a lomo, esperaban la muerte por armas de filo, porque era más prudente economizar la pólvora. Eran los únicos esclavos que le quedaban y, entre todos, valían por lo menos seis mil quinientos pesos españoles en el mercado de La Habana. Monsieur Lenormand de Mezy clamó por los más tremendos castigos corporales, pero pidió que se aplazara la ejecución en tanto no hubiera hablado con el gobernador. Temblando de nerviosidad, de insomnio, de excesos de café, Monsieur Blanchelande andaba de un extremo al otro de su despacho adornado por un retrato de Luis XVI y de María Antonieta con el Delfín. Difícil era sacar una orientación precisa de su desordenado monólogo, en que los vituperios a los filósofos alternaban con citas de agoreros fragmentos de cartas suyas, enviadas a París, y que no habían sido contestadas siquiera. La anarquía se entronizaba en el mundo. La colonia iba a la ruina. Los negros habían violado a casi todas las señoritas distinguidas de la Llanura. Después de haber destrozado tantos encajes, de haberse refocilado entre tantas sábanas de hilo, de haber degollado a tantos mayorales, ya no habría modo de contenerlos. Monsieur Blanchelande estaba por el exterminio total y absoluto de los esclavos, así como de los negros y mulatos libres. Todo el que tuviera sangre africana en las venas, así fuese cuarterón, tercerón, mameluco, grifo o marabú, debía ser pasado por las armas. Y es que no había que dejarse engañar por los gritos de admiración lanzados por los esclavos, cuando se encendían, en Pascuas, las luminarias de Nacimientos. Bien lo había dicho el padre Labat, luego de su primer viaje a estas islas: los negros se comportaban como los filisteos, adorando a Dogón dentro del Arca. El gobernador pronunció entonces una palabra a la que Monsieur Lenormand de Mezy no había prestado, hasta entonces, la menor atención: el Vaudoux. Ahora recordaba que, años atrás, aquel rubicundo y voluptuoso abogado del Cabo que era Moreau de Saint Mery había recogido algunos datos sobre las prácticas salvajes de los hechiceros de las montañas, apuntando que algunos negros eran ofidiólatras. Este hecho, al volver a su memoria, lo llenó de zozobra haciéndole comprender que un tambor podía significar, en ciertos casos, algo más que una piel de chivo tensa sobre un tronco ahuecado. Los esclavos tenían pues, una religión secreta que los alentaba y solidarizaba en sus rebeldías. A lo mejor durante años y años, habían observado las prácticas de esa religión en sus mismas narices, hablándose con los tambores de calendas, sin que él lo sospechara. ¿Pero acaso una persona culta podía haberse preocupado por las salvajes creencias de gentes que adoraban una serpiente?…

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