El regreso de Tarzán (29 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: El regreso de Tarzán
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El ruso hizo gala de una gran paciencia y no metió ninguna prisa al hombre. Sabía que él, Thuran, estaba completamente a salvo, tanto si aquella vez salía la moneda de 1875 como si no. El marinero retiró la mano, bajó la vista sobre la pieza y se dejó caer, inerte, en el fondo de la barca. Clayton y Thuran, con toda su debilidad, se apresuraron a examinar la moneda, que se le había escapado a Spider de la mano y estaba caída a su lado. No llevaba la fecha de 1875. El miedo había hecho reaccionar al marinero exactamente igual que si hubiera sacado la pieza funesta.

Pero ahora había que repetir todo el proceso. De nuevo, el ruso extrajo una moneda liberadora. Jane Porter cerró los ojos cuando Clayton metió la mano bajo la chaqueta. Spider se inclinó hacia adelante, desorbitados los ojos, porque en aquella última jugada, la suerte de Clayton sería la desgracia de Spider. Y viceversa.

William Cecil Clayton, lord Greystoke, retiró luego la mano de debajo de la prenda de Thuran y, con la moneda oculta por el puño cerrado, miró a Jane Porter. No se atrevía a abrir la mano.

—¡Rápido! —apremió Spider—. ¡Por todos los diablos, veamos qué ha sacado!

Clayton levantó los dedos, con la palma de la mano hacia arriba. Spider fue el primero en ver la fecha. Nadie conocía sus intenciones cuando se irguió, se arrojó por la borda y desapareció para siempre en las verdes profundidades marinas: la moneda no llevaba la fecha de 1875.

La tensión dejó hasta tal punto agotados a todos los demás que permanecieron medio inconscientes durante el resto de la jornada. Y a lo largo de varios días no volvió a aludirse para nada a aquel asunto. Fueron unas horribles jornadas de creciente debilidad y desesperanza. Por último, monsieur Thuran se arrastró hasta donde yacía Clayton.

—Hemos de repetir el juego antes de que sea demasiado tarde y nos hayamos debilitado tanto que ni siquiera podamos comer —susurró.

Clayton se encontraba en tal estado de postración que ni siquiera dominaba su voluntad. Jane Porter llevaba tres días sin pronunciar palabra. El joven lord se daba cuenta de que la muchacha se estaba muriendo. No obstante lo espantosa que era esa idea, Clayton comprendía que el sacrificio de Thuran o de él posiblemente significara renovadas energías para Jane, por lo que accedió automáticamente a la propuesta del ruso.

La lotería se jugó siguiendo las mismas normas de la otra vez, pero el resultado no podía ser más que uno: Clayton sacó la moneda de 1875.

—¿Cuándo será? —le preguntó a Thuran.

El ruso se había sacado ya una navaja del bolsillo de los pantalones y trataba débilmente de abrirla. —Ahora —silabeó, y sus voraces ojos se recrearon glotones en el inglés.

—¿No puede esperar a que caiga la noche? —preguntó Clayton—. La señorita Porter no debe presenciarlo. Íbamos a casarnos, ya sabe.

Una expresión de desencanto decoró el rostro de monsieur Thuran.

—Muy bien —se avino, titubeante—. No falta mucho para la noche. Si he esperado tantos días… lo mismo puedo esperar unas hora más.

—Gracias, amigo mío —musitó Clayton—. Ahora me pondré junto a Jane y me quedaré con ella hasta que llegue el momento. Quiero pasar un par de horas a su lado antes de morir.

Jane Porter estaba inconsciente cuando Clayton llegó junto a ella… El inglés sabía que la muchacha agonizaba y se alegró de que no se viese obligada a contemplar la horrible tragedia que iba a representarse allí al cabo de unas horas. Tomó una mano de Jane y se la llevó a los tumefactos y cuarteados labios. Acarició durante largo tiempo aquella extremidad demacrada, más parecida ahora a una garra, que en otro tiempo había sido la bonita, fina y delicada mano de una preciosa joven de Baltimore.

Cerró la noche antes de que Clayton tuviera conciencia de ello, pero se lo recordó una voz que atravesó la oscuridad. Era la del ruso, que le convocaba para que se sometiera a su destino.

—Ya voy, monsieur Thuran —se apresuró a responder Clayton.

Por tres veces intentó incorporarse sobre las manos y las rodillas, para poder ir a gatas hacia la muerte, pero en las escasas horas que permaneció tendido allí la debilidad se había apoderado de él hasta tal extremo que le era imposible acudir al lado de Thuran.

—Tendrá que venir usted, monsieur —le indicó con un hilo de voz—. No me quedan fuerzas suficientes para ponerme a gatas.

—Sapristi! —murmuró Thuran—. Intenta escamotearme mi «premio».

Clayton oyó el ruido que ocasionaba al hombre al arrastrarse por la cubierta del bote. Al fmal, un gemido desesperado.

—No puedo arrastrarme —oyó lamentarse al ruso—. Es demasiado tarde, me has timado, sucio perro inglés.

—No le he timado, monsieur —replicó Clayton—. He hecho todo lo que he podido para levantarme, pero volveré a intentarlo, y entonces tendrá usted su «premio».

Clayton recurrió de nuevo a las casi nulas energías que le restaban y le pareció oír que Thuran hacía lo mismo. Al cabo de casi una hora, el inglés logró ponerse a gatas, pero al primer movimiento que intentó para avanzar, cayó de bruces.

Un momento después oyó una exclamación triunfal por parte de monsieur Thuran.

—Ahí voy —musitó el ruso.

Una vez más, Clayton trató de arrastrarse hacia su sentencia de muerte, pero de nuevo volvió a caer de bruces sobre el fondo de la barca, y ya no tuvo vigor para volver a levantarse. Su último esfuerzo sólo sirvió para darse media vuelta y quedar tendido de espaldas, de cara a las estrellas, en tanto que por detrás, acercándosele lenta pero inexorablemente, oía los resuellos entrecortados del ruso y el rumor de sus trabajosos movimientos.

Clayton tuvo la sensación de que transcurrió así una hora, a la espera de que aquel individuo que se arrastraba se materializase en la oscuridad y pusiera fin a su sufrimiento. Ya estaba a punto de llegar a él, pero las pausas entre los tirones con que se impulsaba hacia adelante eran cada vez más largas, y los movimientos para avanzar le parecían al lord inglés poco menos que imperceptibles.

Por último se percató de que Thuran estaba casi a su lado. Oyó una risita ronca, algo le rozó la cara y perdió el conocimiento.

Capítulo XIX
La ciudad del oro

La misma noche en que eligieron a Tarzán de los Monos jefe de los waziris, la mujer de la que estaba enamorado yacía moribunda en un pequeño bote a la deriva, a doscientas millas al oeste de la costa, en pleno Atlántico. Mientras el hombre-mono danzaba entre sus desnudos y salvajes compañeros, alrededor de una hoguera que arrancaba fulgores cabrilleantes a los tensos músculos de aquel cuerpo de gigante, personificación de la fortaleza y la perfección fisica, la mujer a la que amaba permanecía tendida y demacrada, en la fase terminal del coma que precede a la muerte por hambre y sed.

La semana que siguió a la exaltación de Tarzán al simbólico trono de los waziris se dedicó a la tarea de acompañar a los manyuemas de los invasores árabes hasta la frontera norte del territorio waziri, conforme a la palabra que Tarzán les había dado. Antes de despedirse de ellos, el hombre-mono les obligó a prometer solemnemente que no conducirían en el futuro ninguna expedición contra los waziris, promesa que, por cierto, no le costó mucho trabajo conseguir. Los manyuemas ya habían sufrido en sus carnes las tácticas de guerra del nuevo jefe de los waziris; tenían suficiente y no albergaban el menor deseo de formar parte de ninguna fuerza depredadora que se aventurara rebasando los límites de los dominios de Tarzán.

En cuanto regresó a la aldea, casi inmediatamente, Tarzán inició los preparativos para acaudillar una expedición hacia la ruinosa ciudad del oro que el anciano Waziri le había descrito. Eligió cincuenta guerreros de entre los más fornidos y resueltos de la tribu. Puso especial empeño en que también fuesen hombres deseosos de acompañarle en aquella marcha, que se anunciaba ardua, y compartir los peligros de un territorio inexplorado y hostil.

La fabulosa riqueza de aquella ciudad fantástica casi no se había apartado un solo momento de la imaginación de Tarzán, desde que Waziri le refirió los extraños lances que vivió durante la expedición anterior, cuando se tropezó por azar con las vastas ruinas de aquel pueblo. A la hora de apremiarle a emprender cuanto antes la marcha, el acicate de la aventura podía constituir un factor de atractivo tan poderoso para Tarzán de los Monos como el del mismo oro, porque entre los hombres civilizados había aprendido mucho acerca de los milagros que está en condiciones de realizar quien posea ese mágico metal amarillo. No se le ocurrió pensar de qué le serviría una fortuna de oro en el corazón del África salvaje… Le bastaría poseer ese tesoro que confiere el poder de realizar maravillas, incluso aunque nunca se le presentase la oportunidad de ponerlas en práctica.

De forma que una espléndida mañana tropical, Waziri, rey de los waziris, inició la marcha en busca de aventuras y de riquezas, a la cabeza de cincuenta atléticos guerreros de ébano. Siguieron el mismo itinerario que el anciano Waziri había especificado a Tarzán. Anduvieron a lo largo de varias jornadas: remontaron un río, atravesaron una cuenca; siguieron después por otra corriente, río abajo, hasta que al final del vigesimoquinto día acamparon en la ladera de una montaña, desde cuya cima confiaban avistar por primera vez la maravillosa ciudad del tesoro.

A primera hora de la mañana siguiente emprendieron el ascenso por los riscos poco menos que verticales que constituían la última pero más formidable barrera entre ellos y su punto de destino. Poco antes del mediodía, Tarzán, que encabezaba la delgada línea de guerreros escaladores, trepó a lo alto del último peñasco, se encaramó a su cúspide y se irguió en la pequeña meseta de la montaña.

A uno y otro lado se alzaban imponentes escalamientos de peñascos, de trescientos metros de altitud, entre los cuales se abría el paso por el que Tarzán y sus hombres se dispusieron a entrar en el valle prohibido. A su espalda se extendía la cuenca cubierta de arbolado por la que habían caminado durante tantos días y, en la parte opuesta, la serranía baja que señalaba la frontera de su propio territorio.

Pero ante sí se hallaba el panorama que centraba su atención. Allí se extendía un valle desolado… estrecho y de escasa profundidad, salpicado de árboles canijos y sembrado de infinidad de gigantescas rocas. Y en el otro extremo del valle se aplastaba lo que parecía ser una ciudad imponente, de altas y gruesas murallas, torres, esbeltas agujas, alminares y cúpulas rojas y amarillas bajo los rayos del sol. Tarzán se encontraba aún demasiado lejos para distinguir las señales de ruinas… a sus ojos aparecía como una ciudad maravillosa de magnífica belleza y, en su imaginación, la vio poblada por multitudes dinámicas y felices que henchían las amplias avenidas y los monumentales templos.

La pequeña expedición descansó en lo alto de la montaña cosa de una hora y luego Tarzán condujo a sus huestes al valle tendido abajo. No había camino abierto, pero el descenso resultó mucho menos penoso que la escalada por la otra vertiente. Una vez en el valle pudieron acelerar el ritmo de marcha y avanzaron con tal rapidez que aún había luz diurna cuando se detuvieron ante las gigantescas murallas de aquella arcaica ciudad.

El muro exterior tenía unos quince metros de altura en los trechos donde la ruina aún no la había afectado, pero en toda la longitud que alcanzaba la vista no existía punto en que el nivel superior de la muralla descendiese de los cuatro o cinco metros. Continuaba siendo una defensa formidable. En varias ocasiones Tarzán tuvo la sensación de haber vislumbrado algo que se movía tras alguna zona semiderruida próxima a donde se encontraban, como si, ocultas detrás de los bastiones, determinadas criaturas estuviesen vigilándolos. Y esa sensación se completó a menudo con la de unos ojos invisibles que no se apartaban de él, pero en ningún momento pudo estar seguro de que tales impresiones fuesen algo más que simple fruto de su imaginación.

Acamparon aquella noche delante de la plaza. Hacia la medianoche les despertó un estridente alarido que llegaba del otro lado de la muralla. Un grito alto al principio, pero que fue descendiendo gradualmente de volumen para acabar en una breve sucesión de lúgubres gemidos. Mientras continuó en el aire, su efecto entre los negros resultó sobrecogedor: les imbuyó un terror casi paralizante. Tuvo que transcurrir una hora para que el campamento recuperase la tranquilidad y los indígenas volvieran a conciliar el sueño.

Por la mañana, las consecuencias de aquel extraño aullido eran visibles aún en los rostros asustados y en las miradas de soslayo que los waziris dirigían continuamente a la impresionante y maciza estructura que se elevaba ominosamente sobre ellos.

Tarzán tuvo que recurrir a toda su capacidad de estímulo, persuasión y apremio para impedir que los negros renunciasen en el acto a la aventura, abandonaran la empresa y echaran a correr de vuelta por el valle hacia los riscos que habían escalado el día antes. Pero al final, a copia de órdenes y tras la amenaza —más que aseveración— de que entraría solo, los waziris accedieron a acompañarle.

Caminaron durante quince minutos a lo largo de la muralla antes de dar con un punto de acceso. Pasaron a través de una grieta de unos cincuenta centímetros de anchura, al otro lado de la cual encontraron un tramo de escalera cuyos peldaños de cemento, desgastados por siglos de uso, ascendían unos metros y luego trazaban una súbita curva y desaparecían ante un estrecho paso.

Por aquella angosta entrada se aventuró Tarzán. Tuvo que ponerse de costado para que sus anchos hombros pudieran deslizarse al interior.

Los demás guerreros marcharon tras él. Los escalones se interrumpían nada más doblar la curva y a partir de allí el camino era llano, aunque se retorcía como una serpentina hasta que, de súbito, tras una esquina en ángulo recto, desembocaba en un patio estrecho, al fondo del cual se alzaba una muralla tan alta como la externa. Aquel muro interior tenía diversas torres redondas que se alternaban en lo alto de la muralla con monolitos puntiagudos. La muralla estaba derruida en algunos trechos, pero su estado de conservación era mucho mejor que el del baluarte exterior.

Otro estrecho paso les permitió franquear la muralla y, al final de dicho paso, Tarzán y sus guerreros se encontraron en una espaciosa avenida y, al fondo de la misma, vieron un conjunto de ruinosos edificios de granito labrado, de aspecto siniestro, amenazador. En los escombros de los desmoronados muros habían crecido árboles, y por los huecos de las ventanas salían enredaderas y plantas trepadoras que dibujaban formas retorcidas sobre las paredes exteriores. Pero los edificios que quedaban frente a Tarzán parecían menos invadidos por aquella vegetación silvestre y estaban mucho mejor conservados. Era un conjunto macizo, coronado por una inmensa cúpula. A ambos lados de la inmensa entrada se erguían hileras de altas columnas, cada una de ellas coronada por una grotesca y enorme ave esculpida en la roca sólida de los monolitos.

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