El regreso de Tarzán (26 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: El regreso de Tarzán
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—¡Estáis locos! —voceó—. Os he demostrado cuál es la única forma de combatir a esa gente. Habéis matado a veinte enemigos sin perder un solo guerrero cuando ayer, actuando conforme a vuestra táctica, que ahora habéis renovado, tuvisteis por lo menos una docena de bajas y no matasteis un solo árabe ni manyuema. O lucháis como os digo que luchéis o me vuelvo ahora a mi territorio y ahí os quedáis.

Aquella amenaza los amedrentó y prometieron obedecerle escrupulosamente si él prometía a su vez no abandonarlos.

—Muy bien —dijo el hombre-mono—. Volveremos a la toma de los elefantes y pasaremos allí la noche. Tengo un plan para obsequiar a los árabes con un sabroso anticipo de lo que pueden esperar si permanecen en nuestra región, pero para eso no me hace falta ayuda. En marcha. Si en lo que queda de día no reciben ningún castigo más se tranquilizarán, cobrarán confianza y cuando mañana vuelvan a probar el sabor del miedo tendrán los nervios más destrozados que si continuamos amargándoles la vida toda esta tarde.

De modo que volvieron al campamento de la noche anterior y allí encendieron grandes fogatas, comieron y comentaron las aventuras del día, hasta mucho después de que hubiese oscurecido. Tarzán durmió hasta la medianoche, luego se levantó y echó a andar a través de las espesas negruras de la jungla. Una hora después llegaba a la linde del claro existente frente al poblado. Ardía una fogata dentro del recinto de la estacada. El hombre-mono cruzó el calvero y se llegó a los atrancados portones. Miró por los intersticios y vio un centinela solitario sentado ante la hoguera del campamento.

Tarzán se dirigió silenciosamente al árbol del extremo de la calle. Subió sin hacer ruido a su puesto habitual y montó una flecha en el arco. Pasó varios minutos intentando centrar la puntería sobre el centinela, pero el movimiento de las ramas y el oscilar de la claridad de la fogata le llevaron al convencimiento de que el riesgo de fallar el tiro era demasiado alto: su plan requería acertar de lleno en el centro del corazón, para que la muerte fuese todo lo repentina y silenciosa que su plan necesitaba.

Además del arco, las flechas y la cuerda llevaba consigo el rifle que el día anterior cogió de manos del centinela, después de haberle matado. Depositó todas aquellas armás en el hueco de la horquilla del árbol y se dejó caer sin ruido dentro de la empalizada, armado nada más que con su largo cuchillo. El centinela estaba de espaldas a él. Tarzán se deslizó como un gato hacia el adormilado individuo. Ya estaba a dos pasos de él… Unos segundos más y el cuchillo se deslizaría silenciosamente y se hundiría en el corazón del hombre.

Tarzán encogió el cuerpo, preparándose para el salto, sistema de ataque de la fiera de la selva que siempre resulta ser el más rápido y seguro… y en aquel preciso instante, avisado por algún sutil sexto sentido, el centinela se puso en pie de un brinco, dio media vuelta y se encaró con el hombre-mono.

Capítulo XVII
El jefe blanco de los waziris

El horror desorbitó los ojos del salvaje manyuema cuando su vista cayó sobre aquella extraña criatura que había aparecido ante él empuñando un amenazador cuchillo. Se olvidó del arma de fuego que llevaba; incluso se olvidó de lanzar el grito de alarma… Su única idea fue escapar de aquel aterrador salvaje blanco, de aquel gigante en cuyos formidables músculos y poderoso pecho rielaban los ondulantes reflejos de las llamas.

Sin embargo, antes de que pudiese dar media vuelta, tuvo a Tarzán encima. Entonces sí que se le ocurrió gritar pidiendo auxilio, pero ya era demasiado tarde. Una mano enorme se cerró en torno a su garganta y el manyuema se vio arrojado contra el suelo. Luchó furiosa pero inútilmente. Con la implacable tenacidad de la mandíbula de un perro dogo aquellos dedos terribles continuaron apretando, aferrados a su cuello. Rápida e inflexiblemente le fueron arrancando la vida. Los ojos se le salían de las cuencas, la lengua dejaba atrás la boca, el rostro adoptaba un color lívido, fantasmal, purpúreo… Los músculos se estremecieron con un temblor convulso y el manyuema quedó tendido, rígido e inmóvil.

El hombre-mono se echó el cadáver al hombro y, tras recoger las armas de su víctima, emprendió la marcha a paso ligero, silenciosamente, por la calle de la dormida aldea hacia el árbol que de una manera tan cómoda le facilitaba el acceso al interior de la empalizada aldea. Trasladó el cuerpo sin vida del centinela hasta el centro de un laberinto de fronda situado hacia la copa del árbol.

Después de aposentarlo en la horquilla de una rama, Tarzán empezó por quitar al cadáver la canana y los adornos que deseaba para sí. Los les dedos del hombre mono tantearon hábilmente el cuerpo, ya que la oscuridad no le permitía ver bien las piezas del botín. Concluido el registro, tomó el arma que había pertenecido al manyuema y se deslizó hasta la punta de una rama, desde donde podía disponer de una vista mejor de las chozas. Tras apuntar con todo cuidado a la estructura de colmena en la que sabía se alojaban los jefes árabes, apretó el gatillo. Casi al instante se oyó un gemido de dolor. Tarzán sonrió. Había vuelto a dar en el blanco.

Tras el disparo, en el campamento reinó el silencio durante unos segundos, al cabo de los cuales árabes y manyuemas salieron atropelladamente de las chozas como enjambres de avispas irritadas. Claro que, en realidad, se sentían más asustadas que coléricas. Las tensiones de la jornada les habían llevado al borde del abismo del pánico y aquella detonación única, en plena noche, desató en sus aterrados cerebros los más horripilantes pavores.

Al descubrir la desaparición del centinela, su espanto se desbordó y, como si creyesen que para estimular su valor había que intentar algo de tipo bélico, empezaron a disparar a tontas y a locas hacia las puertas del poblado, aunque por allí no aparecía visible enemigo alguno. Tarzán aprovechó el ensordecedor estrépito de aquellas repetidas descargas para hacer fuego a su vez sobre la turba que tenía a sus pies.

Nadie distinguió su disparo de entre los que se hacían en la calle, pero algunos manyuemas sí vieron desplomarse repentinamente a un camarada que tenían cerca. Al agacharse para ver qué le ocurría, comprobaron que estaba muerto. El pánico cobró dimensiones impresionantes y fue preciso todo el brutal autoritarismo de los árabes para impedir que los manyuemas salieran de estampida y se precipitaran desordenadamente en la jungla… en cualquier sitio con tal de huir de aquella aldea infernal.

Pasado cierto tiempo empezaron a calmarse y, como no se produjeron más muertes misteriosas, fueron recobrando el ánimo poco a poco. Pero no fue más que una breve tregua, porque cuando ya empezaban a creer que no volverían a mortificarles más, Tarzán emitió un alarido sobrenatural y cuando los invasores del poblado dirigían la mirada hacia el punto de donde procedía el gemebundo grito, el hombre-mono, que columpiaba suavemente el cadáver del centinela muerto, dejó caer de súbito el cuerpo sobre las cabezas de los manyuemas.

Entre alaridos de alarma la patulea se disgregó en todas direcciones impulsados todos por una sola idea: escapar como fuese de aquella terrible criatura que parecía haber saltado sobre ellos. En la desquiciada imaginación de cada uno de los manyuemas, el cuerpo del centinela, que yacía en el suelo con los brazos y las piernas extendidas en toda su longitud, asumía el aspecto de un enorme animal de presa. Dominados por el ansia fugitiva, muchos de los negros se lanzaron a escalar la empalizada, mientras otros quitaban los barrotes de las puertas y corrían como locos a través del claro hacia la jungla.

Transcurrió un buen rato antes de que nadie regresara hacia el origen de su sobresalto, pero Tarzán sabía que iban a acabar por volver y que cuando descubrieran que aquello no era más que el cadáver del centinela sin duda iban a sentirse más aterrados que antes. Con todo, el hombre— mono tenía una idea bastante clara de lo que harían, de modo que se alejó silenciosamente hacia el sur, desplazándose de regreso al campamento de los waziri por las alturas superiores de los árboles, sobre las que la luna derramaba a raudales su luz plateada.

Uno de los árabes volvió la cabeza de repente y su mirada tropezó con lo que había saltado del árbol sobre ellos y que ahora yacía, mudo e inmóvil, en mitad de la calle del poblado. Se acercó cautelosamente hasta que vio que sólo se trataba de un hombre. Segundos después se encontraba junto a aquella figura, a la que identificó al instante como el cadáver del manyuema que montaba guardia a la puerta de la aldea.

Llamó a sus compañeros, que rápidamente se agruparon en torno suyo y, tras unos momentos de excitado debate, hicieron precisamente lo que Tarzán había supuesto que iban a hacer. Se echaron el rifle a la cara y dispararon descarga tras descarga sobre el árbol del que el hombre— mono había arrojado el cuerpo… De haberse quedado allí, un centenar de proyectiles habría convertido en un colador el cuerpo de Tarzán.

Cuando árabes y manyuemas comprobaron que las únicas señales de violencia que presentaba el cadáver de su compañero eran las huellas de unos dedos en la hinchada garganta, volvieron a hundirse en la más profunda y desesperada aprensión.

Darse cuenta de que ni siquiera dentro de la empalizada estaban seguros durante la noche constituyó un impacto terrible para ellos. Que un enemigo pudiese entrar hasta el corazón de su campamento y matar a su centinela sólo con las manos parecía algo que rebasaba los límites de la razón, por lo que los supersticiosos manyuemas empezaron a echar la culpa de su mala suerte a causas sobrenaturales; ni siquiera los árabes fueron capaces de brindar una explicación más convincente.

Con por lo menos cincuenta hombres huyendo a la desbandada por el interior de la tenebrosa selva y sin la más remota idea acerca del momento en que aquellos misteriosos enemigos podían reanudar la matanza a sangre fría que iniciaron, aquel grupo de asesinos sanguinarios aguardó la llegada del nuevo día sin pegar ojo y sumido en la desesperación. Sólo cuando los árabes les prometieron que abandonarían la aldea con el alba consintieron los manyuemas que quedaban en permanecer en el poblado unos momentos más. Ni siquiera el miedo que les inspiraban sus crueles amos fue suficiente para sobreponerse a aquel nuevo terror.

Y así fue como, cuando Tarzán y sus guerreros se dispusieron a la mañana siguiente a lanzar su ataque, se encontraron con que los invasores se preparaban para abandonar la aldea. Los manyuemas ya habían cargado el marfil producto de su robo. Al verlos, Tarzán esbozó una sonrisa, sabedor de que no lo transportarían muy lejos. Entonces vio algo que le llenó de zozobra: cierto número de manyuemas prendían antorchas en la declinante fogata del campamento. Se aprestaban a incendiar el poblado.

Tarzán estaba encaramado en la alta enramada de un árbol, a un centenar de metros de la empalizada. Hizo bocina con las manos para vocear en lengua árabe:

—¡Como prendáis fuego a las chozas, os mataremos a todos! ¡Como prendáis fuego a las chozas, os mataremos a todos!

Lo repitó una docena de veces. Los manyuemas titubearon; luego, uno de ellos arrojó su antorcha a la hoguera. Los demás estaban a punto de imitar su ejemplo cuando un árabe armado de una estaca se colocó entre ellos de un salto y, a palo limpio, los hizo dirigirse hacia las chozas. Tarzán fue testigo de cómo les ordenaba incendiar las pequeñas viviendas de techo de paja. Se puso en pie sobre la oscilante rama, se echó a la cara uno de los rifles de los árabes, afinó la puntería y apretó el gatillo. Se produjo la detonación y, simultáneamente, el árabe que azuzaba a los manyuemas cayó redondo, sin vida. Los manyuemas soltaron las antorchas y huyeron desalándose de la aldea. Lo último que de ellos vio Tarzán fue que huían a todo correr hacia la selva, mientras sus antiguos amos, rodilla en tierra, disparaban los rifles contra ellos.

Sin embargo, con toda la cólera que les producía la rebelión de sus esclavos, los árabes llegaron al menos al convencimiento de que, por mucha satisfacción que les produjera contemplar envuelta en llamas aquella aldea que tan mala acogida les había dispensado en dos ocasiones, lo mejor que podían hacer era renunciar a tal placer y marcharse. En su fuero interno, no obstante, juraron volver con fuerzas armadas suficientes para arrasar aquella zona en un radio de varios kilómetros, convirtiéndolos en tierra quemada y desprovista del menor vestigio de vida humana. Habían buscado en vano al propietario de aquella voz que metió el miedo en el cuerpo y puso en fuga a los hombres que tenían la misión de prender fuego a las chozas, pero ni los que tenían la vista más aguda pudieron localizarlo. A raíz del disparo que acabó con el árabe vieron una nubecilla de humo flotar en la enramada, pero aunque se hizo una descarga cerrada sobre el follaje, nada indicó que alguno de los proyectiles hubiera resultado efectivo.

Tarzán era demasiado inteligente para dejarse coger en semejante trampa y antes de que los ecos de la detonación se hubieran desvanecido en el aire ya se había trasladado a toda velocidad el hombre mono a otro árbol y se encontraba a cien metros de distancia. Encontró allí una atalaya conveniente desde la que le era posible espiar los preparativos de los incursores. Se le ocurrió que podía divertirse a lo grande a costa de ellos, de modo que volvió a ponerse las manos a ambos lados de la boca, a guisa de bocina, y gritó:

—¡Dejad el marfil! ¡Dejad el marfil! ¡El marfil no les sirve de nada a los muertos!

Algún que otro manyuema se dispuso a abandonar su carga, pero aquello era demasiado para los codiciosos árabes. Empezaron a proferir gritos y maldiciones, encañonaron a los porteadores y amenazaron con una muerte instantánea a todo aquel que tuviese la desdichada idea de soltar su carga. Pasaban por renunciar al incendio del poblado, pero de ninguna manera les cabía en la cabeza la idea de abandonar aquella inmensa fortuna en marfil… Antes la muerte.

Partieron, pues, de la aldea de los waziri. A hombros de los esclavos se llevaban un cargamento de marfil cuyo valor hubiera podido servir para pagar el rescate de veinte reyes. Marcharon hacia el norte, rumbo al selvático asentamiento que habían establecido en una región salvaje e ignota del interior del Congo, en lo más profundo del Gran Bosque. Por ambos flancos vigilaba a la caravana un enemigo tan invisible como despiadado.

Dirigidos por Tarzán, los guerreros negros de Wazir se apostaban a ambos lados del sendero, en la espesura de la maleza. Se situaban a intervalos bastante distanciados entre sí y, una vez pasaba la columna, una flecha o un venablo, certeramente dirigido, atravesaba a un manyuema o a un árabe. A continuación, el waziri se fundía en la floresta, se adelantaba a la carrera y ocupaba un nuevo puesto, cerca de donde debía pasar la caravana. No descargaban su golpe a menos que tuviesen la absoluta seguridad de que el éxito era cierto y el riesgo de que lo detectasen absolutamente nulo. Las flechas y los venablos que cumplían tal misión eran pocos y espaciados, pero tan tenaces e inevitables que los cargados porteadores de la columna se encontraban en un estado de pánico perenne. Pánico que alimentaba siempre el traspasado cuerpo del compañero que acababa de caer. Pánico que fomentaba la incertidumbre de ignorar quién sería el siguiente y cuándo caería.

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