No me acuerdo de nada más de aquella clase; supongo que debimos de escuchar a Robert hablando de la historia de la pintura o de algunos principios técnicos del medio. Quizás hiciera circular por la clase los libros que había traído consigo o gesticulase hacia el cartel de Van Gogh. Por fin, debimos de acercarnos a los caballetes, si no en esa clase en la siguiente. En algún momento dado (tal vez no hasta el siguiente encuentro), Robert debió de explicarnos un poco cómo se obtenía pintura apretando un tubo, cómo había que rascar la paleta para limpiarla, cómo se esbozaba una silueta en un lienzo.
Sí recuerdo que, en cierta ocasión, dijo que no sabía si era ridículo o sublime que intentáramos pintar al óleo cuando la mayoría de nosotros no había hecho ningún curso de dibujo, ni de perspectiva o anatomía, pero que al menos entenderíamos un poco lo difícil que era el medio y recordaríamos el olor de la pintura en nuestras manos. Hasta nosotros pudimos intuir que poner a pintar a un puñado de alumnos cuya especialidad no era la artística había sido un experimento, una decisión del departamento, no suya. Robert trató de convencernos de que no le importaba realmente.
Pero me sorprendió más que mencionara lo del olor de la pintura en las manos, porque ésta era una de las cosas que más me gustaba de la clase de Comprensión visual, igual que cuando en el bachillerato estudié Arte; me encantaba olerme las manos después de lavármelas antes de cenar para demostrarme a mí misma una y otra vez que era imposible eliminar el olor a pintura. Realmente lo era. No se iba con ninguna clase de jabón. Me olía las manos en el transcurso de otras clases y me miraba la pintura que se me quedaba enganchada en las uñas, si no me las limpiaba a conciencia, tal como Robert nos había enseñado. Me olía las manos sobre la almohada cuando me iba a dormir o cuando acariciaba con ellas el suave pelo del poeta de tercero con quien ahora estaba saliendo. Ningún perfume podía ocultar o ni siquiera superar ese olor acre y grasiento, que a diario se mezclaba en mi piel con el olor igualmente penetrante del aguarrás, que nunca acababa de eliminar del todo los rastros de pintura.
Este placer olfativo sólo era superado por el placer de aplicar la pintura en el lienzo. Las siluetas que dibujé en la clase de Robert eran ciertamente toscas a pesar de los esfuerzos previamente realizados por mi profesora de bachillerato; bosquejé en el estudio los desiguales contornos de los cuencos y las maderas recicladas, las estatuillas africanas, la torre de frutas que Robert trajo un día y que apiló cuidadosamente con sus manos casi deformadas, en una llevaba el anillo de boda. Al mirarlo, me entraban ganas de decirle que ya adoraba el olor a pintura en mis manos y que ya sabía que jamás lo olvidaría, aun cuando no siguiera pintando una vez finalizada la clase; quería que Robert supiera que no todos éramos tan insensibles a sus lecciones como probablemente pensaba. Tenía la sensación de que no podía decirle algo así en clase; habría sido motivo de burla por parte de la chica del pelo morado y de la estrella de las pistas de atletismo que usaba sus zapatillas deportivas cuando teníamos que crear nuestros propios bodegones. Por otro lado, no podía ir a ver al profesor Oliver en sus horas de oficina y sentarme en su despacho para decirle que apreciaba el olor de mis manos; eso habría sido igualmente ridículo.
Por el contrario, observé y esperé a tener una pregunta seria que hacerle, algo que pudiera realmente preguntarle. Hasta entonces no me habían surgido preguntas. Yo únicamente sabía que era más patosa con el lápiz y el pincel de lo que mi antigua profesora me había insinuado jamás, y que al profesor Oliver no le había gustado mucho mi cuenco azul de naranjas; las proporciones del cuenco estaban mal, me había dicho un día, aunque los colores de las naranjas estaban bien mezclados… y acto seguido había pasado al lienzo de otra persona, en el que había problemas aun peores. Deseé haber dibujado mejor el cuenco, haberle dedicado más tiempo en lugar de tener tanta prisa por hacer las naranjas.
Pero no había ninguna pregunta inteligente que pudiese formular al respecto. Tenía que aprender a dibujar y, no sin cierta sorpresa, empecé a afanarme en este objetivo, consultando libros de la biblioteca de arte y llevándomelos a mi habitación de la residencia, donde podía sentarme a copiar manzanas y cajas, cubos, las ancas de los caballos, un dibujo imposible de la cabeza de un sátiro realizado por Miguel Ángel. Era impresionante lo mal que se me daba esto, y los dibujé una y otra vez hasta que me pareció que algunos de los trazos me salían con más facilidad. Empecé a darme el gusto de soñar con la Facultad de Bellas Artes, para inquietud de Muzzy; ella estaba de acuerdo en que yo picotease del bufé que constituían las artes liberales, probando algo nuevo cada semestre (Historia de la música, Ciencias políticas…), pero tenía la esperanza de que toda esa degustación desembocase finalmente en Derecho o Medicina.
Como en mi mente la Facultad de Bellas Artes seguía quedándome claramente muy lejos, empecé a dibujar objetos reales de mi habitación: el jarrón que mi tío me había traído de Estambul años atrás, la celosía de la ventana, perfectamente enmarcada para la residencia alrededor de 1930. Dibujé ramilletes de forsitias que la naturalista de mi compañera de habitación traía de sus paseos, y la delicada mano de mi poeta, que yacía dormido en mi cama mientras mi compañera de cuarto estaba en su seminario de cuatro horas sobre Obras maestras de la literatura. Me compré cuadernos de dibujo de distintos tamaños para poderlos guardar en mi escritorio o llevarlos en mi mochila con los libros. Me fui al museo de arte de la universidad, que para estar en una facultad albergaba una colección sorprendentemente magnífica, y traté de copiar lo que vi allí: un grabado de Matisse y un dibujo de Berthe Morisot. Cada tarea que me proponía tenía un sabor especial, un sabor que se intensificaba cada vez que hacía nuevos esfuerzos por aprender a dibujar; en parte lo hacía por mí misma y en parte para lograr tener una buena pregunta que trasladarle al profesor Oliver.
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Amor mío:
He recibido tu carta en este preciso instante y ésta me mueve a escribirte de inmediato. Sí, tal como misericordiosamente insinuas, durante estos años me he sentido solo. Y por extraño que pueda parecer, me habría encantado que conocieras a mi mujer, aunque de haber sido eso posible, tú y yo habríamos intimado en las circunstancias apropiadas sin tener que amarnos platónicamente, si me permites la expresión. Todo viudo está destinado a despertar compasión y, sin embargo, yo no he percibido compasión alguna en tu carta, sino únicamente un generoso pesar por mi persona que te honra como amiga.
Tienes razón: lloro su muerte y siempre lo haré, aunque fue la manera en que murió lo que me ha causado la mayor de las angustias, no el mero hecho de que no siga con vida; y de eso no puedo hablar, ni siquiera contigo, por lo menos no todavía. Algún día lo haré, lo prometo.
Asimismo, no intentaré decirte que has llenado este vacío, porque nadie llena la ausencia que deja otra persona; simplemente has hecho que mi corazón vuelva a estar ocupado y por eso te debo más de lo que tu edad y tu experiencia me permitirían explicarte. Aun a riesgo de parecer altivo o incluso arrogante (hallarás el modo de perdonarme), te aseguro que algún día entenderás el consuelo que ha sido para mí amarte. Estoy casi seguro de que crees que es tu amor por mí lo que me reconforta, pero cuando hayas vivido tanto como yo sabrás que es el permiso que me das para amarte, amor mío, lo que ha aliviado el desconsuelo que llevo dentro.
Finalmente, te agradezco que aceptes mi propuesta, tan sólo espero no haber sido demasiado insistente. Y por supuesto que utilizaremos el seudónimo que sugieres; en lo sucesivo, Marie Rivière será mi respetada compañera de profesión, y con suma discreción un servidor le entregará este cuadro al jurado. Mañana lo llevaré yo mismo, puesto que el tiempo apremia.
Con gratitud, ton
O.V.
Posdata: Gilbert Thomas, el amigo de Yves, pasó por el estudio con su más bien taciturno hermano (creo que también conoces a Armand) para comprar uno de mis paisajes de Fontainebleau, que hace algún tiempo accedí a vender a través de su galería. Quizás él pueda ayudarte, ¿no crees? Alabó sobremanera tu chica de cabellos dorados, aunque naturalmente no dije nada acerca de su verdadero autor; de hecho, comentó una o dos veces que el estilo le resultaba familiar, pero no supo decir por qué. Me temo que no tendrá escrúpulos a la hora de incrementar los precios de los cuadros de su galería, pero que quizá le esté dando excesiva importancia. La admiración que manifestó por tu pincel dice bien de él, aun cuando desconozca quién lo sostiene… si quisieras, algún día podrías venderle alguna obra.
Mary
Finalmente, comprendí que no tenía ninguna pregunta para el profesor Oliver: lo que tenía era un portafolios mediocre. Tenía mi cuaderno de dibujo, uno más bien grande repleto de sátiros y cajas, de bodegones. Tenía unas hojas sueltas en las que había dibujado a una de las mujeres de Matisse, realizada únicamente a partir de seis trazos, que bailaba con abandono en la página (por muchas veces que copiara aquellas líneas no podía hacer que la mujer bailase realmente), y cinco versiones del jarrón con una sombra sobre la mesa, junto a éste. ¿Estaba la sombra en el sitio correcto? ¿Era ésa mi pregunta? Me compré un grueso tubo portaplanos en la tienda de material artístico y lo metí todo dentro, y en nuestra siguiente clase esperé a una oportunidad para concertar una reunión con el profesor Oliver.
Nos estaba preparando una nueva lección: esta semana pintaríamos una muñeca y la que viene a un modelo de carne y hueso. La muñeca había que terminarla fuera del horario de clase y traerla para su posterior evaluación. No me gustaba la idea de pintar una muñeca, pero cuando Robert nos la enseñó y la puso encima de una silla de madera para muñecas, me sentí un poco mejor. Era antigua, esbelta y rígida, hecha aparentemente con madera pintada, con el pelo enmarañado de color oro viejo y unos ojos azules que miraban fijamente, pero había en su rostro un no sé qué astuto y observador que me gustó. Robert le colocó sus manos tiesas sobre el regazo y ella quedó frente a nosotros, alerta y medio viva. Llevaba un vestido azul con una deshilachada flor de seda roja prendida en el cuello de éste. El profesor Oliver se volvió hacia la clase. «Era de mi abuela –anunció–. Se llama Irene.»
A continuación cogió un bloc de dibujo y nos demostró en silencio cómo debíamos ensamblar su silueta enlazando las extremidades: la cabeza ovalada, los brazos y las piernas articulados debajo del vestido, el torso erguido. Debíamos prestar mucha atención a las rodillas en escorzo, nos dijo, ya que la veríamos de frente. Su falda le ocultaría las rodillas, pero éstas seguían estando ahí; deberíamos encontrar el modo de mostrar la parte frontal de las rodillas bajo el vestido. Esto pertenecía al ámbito del dibujo de ropa, dijo, que no estudiaríamos ese semestre; simplemente, era demasiado complicado. Pero el ejercicio nos ayudaría a apreciar las extremidades debajo de una tela, la consistencia de un cuerpo enfundado en la ropa. Para un pintor no era un mal tema de reflexión, nos aseguró Robert.
Se puso a hacernos una demostración, y yo lo observé; observé la descolorida manga arremangada del brazo con el que dibujaba, sus ojos marrones verdosos moviéndose rápidamente de la hoja a la muñeca y viceversa mientras el resto de su cuerpo permanecía inmóvil y concentrado en su presa. La parte posterior de su pelo rizado estaba aplastado como si se hubiese quedado dormido sobre éste y luego hubiese olvidado cepillarlo, y un mechón de la parte frontal estaba tieso, crecía como una planta. Pude apreciar que no era consciente de nuestra presencia ni de su pelo, no era consciente de nada salvo de la muñeca de rodillas que redondeaban la parte delantera de su frágil vestido. De pronto, deseé aquella inconsciencia para mí misma. Yo nunca me abstraía. Estaba siempre observando a la gente; estaba siempre preguntándome si los demás me observaban. ¿Cómo iba a convertirme en una artista como el profesor Oliver, a menos que pudiese abstraerme delante de un grupo entero de personas, abstraerme así de todo menos del problema en cuestión, el sonido de mi lápiz sobre la página y los trazos fluidos saliendo de éste? Me invadió la desesperación. Me concentré tanto en el perfil de nariz larga de Robert que empecé a ver un halo de luz alrededor de toda su cabeza. Me resultaba imposible hacerle mi no-pregunta, presentarle mi supuesto portafolios para que le echara un vistazo. Me resultaría más mortificante que viera el resto de mis trabajos que el hecho de que no los viera nunca. El dibujo ni siquiera formaba parte de mi especialidad; yo era un ejemplo del arte orientado a los que no hacíamos una especialización artística, una diletante que sabía tapizar sillitas y tocar al piano sonatas de Beethoven. Para la gente como yo, Robert facilitaba este muestrario de dificultades de la pintura auténtica: un poco de anatomía, un poco de dibujo de ropa, unas cuantas sombras, luz por aquí y color por ahí. «Al menos sabréis lo difícil que es esto en realidad.»
Me volví hacia mi lienzo y me dispuse a intentar bosquejar la muñeca articulada, y cubrirla con un poco de color. Todo el mundo se puso a trabajar, incluidos los estudiantes displicentes que se lo tomaban en serio por el alivio que suponía estar en un lugar tranquilo, en una clase donde no había que hablar, una burbuja alejada de las conversaciones, alejada de la vida de la residencia. Yo también me puse a trabajar, pero a tontas y a locas, moviendo el lápiz y luego apretujando los tubos para cubrir de óleo mi paleta rascada a conciencia únicamente porque no quería que nadie me viera quieta. Por dentro estaba quieta. Sentí que las lágrimas afluían a mis ojos.
Aquel día podría haber dejado de pintar para siempre, dejar de pintar incluso antes de empezar, pero de repente, Robert, que había ido pasando de caballete en caballete, se detuvo justo a mis espaldas. Deseé no empezar a temblar; quise pedirle que, por favor, no mirara lo que estaba haciendo, y entonces se inclinó hacia delante y con uno de sus dedos curiosamente grandes señaló la cabeza que yo había dibujado.
—Muy bien —dijo—. Es impresionante lo mucho que has progresado. —Yo no podía hablar. Su camisa de algodón amarilla estaba tan cerca de mí que llenó mi campo visual cuando volví la cabeza para intentar agradecer aquellas palabras. Su brazo y la mano que señalaba estaban bronceados. Robert era asombrosamente real, feo, intenso, seguro. Yo creía que mi persona, todo aquello en lo que me había criado, era insignificante y aburrido, pero su presencia hizo que por un momento fuera importante.