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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (16 page)

BOOK: El rapto del cisne
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De hecho, en la vida de Robert la mayoría de cosas buenas ocurren así, por casualidad, y normalmente tiene suerte. El agente de policía le perdona el exceso de velocidad y le reduce la multa de 120 a 25 dólares. Se retrasa entregando la solicitud para una beca y no sólo se la conceden, sino que le dan otra de más para material artístico. A la gente le encanta hacerle favores porque se le ve muy feliz incluso sin su ayuda, totalmente ajeno a sus propias necesidades y al deseo de la gente de ayudarle. Es algo que nunca he comprendido. Antes pensaba que Robert era un poco tramposo, que engañaba a la gente sin querer, pero ahora a veces creo que la vida simplemente compensa sus defectos.

Cuando nos mudamos a Greenhill yo estaba embarazada. Le señalé a Robert que todos mis grandes amores habían empezado con un vómito. De hecho, a duras penas podía pensar en otra cosa. Embalé todo lo que había en nuestro apartamento del Village y regalé un montón de cachivaches a los amigos que se quedaban (que se quedaban atrás, pensé compasivamente) en nuestra antigua vida de Nueva York. Robert había dicho que lo organizaría todo para que un grupo de amigos nos ayudara a cargar la furgoneta que habíamos alquilado, pero se olvidó, o ellos se olvidaron, y al final acabamos recurriendo a un par de jóvenes que encontramos en la calle para que nos lo bajaran todo desde nuestro apartamento sin ascensor. Yo misma me había ocupado de embalar, porque a última hora a él le surgieron un montón de cosas en su estudio de la facultad. Cuando el apartamento quedó vacío y tras haberlo limpiado para que el casero no se quedara con nuestro depósito, Robert llevó la furgoneta hasta su estudio y bajó cajas de material de pintura y brazadas de lienzos. Más tarde caí en la cuenta de que Robert no había embalado ni una sola prenda de su ropa, ni una olla o sartén; sólo aquellos artículos esenciales de su estudio. Lo acompañé para quedarme en la furgoneta y moverla en caso de que apareciera la policía o alguna agente de tráfico.

Allí sentada, con el sol de agosto cayendo a plomo sobre el volante, me acaricié la barriga, que ya estaba hinchada, no por el bebé del tamaño de un cacahuete que aparecía en los carteles del hospital, sino de comer y vomitar, de mi nueva dejadez y debilidad, mi falta de interés por controlarlo todo. Al deslizar mi mano sobre el vientre sentí que me embargaba un anhelo por la persona que crecía en mi interior y por la vida que estaba por llegar. Era un sentimiento que me resultaba desconocido, e incluso se lo oculté a Robert, más que nada porque no habría sido capaz de explicárselo. Cuando bajó con la última tanda de cajas cochambrosas y el último caballete, le lancé una mirada a través de la ventanilla de la furgoneta y lo vi alegre y rebosante de energía y una individualidad que nada tenía que ver conmigo. No estaba pensando en nada más que en recoger aquellos fragmentos de su antigua vida y embutirlos en la parte trasera del vehículo con nuestros deprimentes muebles. En aquel momento, más que nunca, empecé a sentir que me había equivocado, y fue como si mi hijo me hubiera susurrado: «¿Cuidará papá de nosotros?»

5 de noviembre de 1877

Mon cher oncle:

Le ruego que no malinterprete el hecho de que no le haya respondido antes; su hermano, su sobrino y dos de los criados (la mayor parte de la casa, en pocas palabras) pillaron un tremendo catarro, por lo que anduve muy atareada. Pero, en realidad, no es nada grave por lo que deba usted preocuparse; de lo contrario, le hubiera escrito mucho antes. Todos están mejorando, y su hermano ha reanudado sus saludables paseos por el Bois de Boulogne con su criado. Estoy segura de que Yves irá hoy con él, ya que Yves, como usted, está siempre pendiente de la salud de papá. Hace ya tiempo que terminamos el libro nuevo que usted nos mandó, y estoy leyendo a Thackeray, que también le leo a papá en voz alta. Ahora mismo no puedo contarle muchas novedades, ya que ando muy ocupada, pero pienso en usted con afecto.

Béatrice de Clerval

20

Kate

Paramos a comer a unos cuantos kilómetros al norte de Washington, en un área de descanso, y de paso estiramos las piernas. Empecé a tener calambres en los pies, de tanto pensar en ellas. El área de descanso tenía mesas de picnic y un robledal; Robert inspeccionó el suelo en busca de excrementos de perro y luego se tumbó y se puso a dormir. Había estado en su estudio hasta tarde, embalando cosas, y después despierto hasta tarde, al parecer dibujando algo y bebiendo coñac, lo que detecté por su olor cuando se desplomó entre las sábanas aún por embalar de nuestra cama. Debería conducir yo, pensé, por si él corría el riesgo de quedarse dormido al volante.

Estaba sumamente disgustada; al fin y al cabo, estaba embarazada, ¿y acaso él había colaborado en los preparativos, teniendo siquiera la decencia de dormir lo suficiente antes de un viaje largo y pesado? Me eché a su lado en la hierba sin tocarlo. A última hora del día yo estaría demasiado cansada para conducir, pero si Robert dormía ahora quizá pudiera sustituirme cuando yo desfalleciese. Llevaba puesta una camisa amarilla vieja con el botón del cuello desabrochado y el lado derecho de éste levantado; seguro que era una de sus adquisiciones en tiendas de segunda mano, una prenda cuya tela en su momento debió de ser magnífica y a la que ahora el desgaste había dado un tacto agradable y suave. Había un trozo de papel oculto en el bolsillo de su camisa, y ahí tumbada, sin nada más que hacer, pero no queriendo despertarlo, alargué con cuidado el brazo y lo saqué. Seguro que sería un dibujo; así fue. Lo desdoblé: estaba hecho al carbón, con gran destreza; era el boceto del rostro de una mujer.

Supe al instante que nunca la había visto antes. Conocía a las amigas que Robert había utilizado como modelos en el Village, y a las niñas bailarinas cuyos padres habían firmado autorizaciones para que Robert pudiera dibujarlas o pintarlas, y conocía las improvisaciones de su cerebro. Esta mujer era una desconocida para mí, pero Robert la entendía bien; eso saltaba a la vista ante el dibujo. La mujer me miraba como debía mirar a Robert: reconociéndolo, sus ojos luminosos, su aspecto serio y tierno. Podía sentir la mirada de artista de Robert sobre ella. El talento de él y el rostro de ella indistinguibles el uno del otro; y, sin embargo, era una mujer de carne y hueso, alguien con una nariz delicadamente perfilada, el mentón un poco demasiado cuadrado, el cabello oscuro, despeinado y rizado como el de Robert, la boca a punto de sonreír, pero la mirada intensa. Esos ojos fulguraban en el papel: eran grandes y brillantes y no intentaban ocultar absolutamente nada. Era el rostro de una mujer enamorada. Sentí que me aprisionaba en sus redes. Era una persona que tan pronto podía alargar una mano y tocarte la mejilla sin previo aviso como hablarte.

Yo siempre había estado segura de que Robert me adoraba, tanto por lo abstraído que estaba de su entorno como por una especie de responsabilidad innata en él. Al analizar este rostro, esbozado con amor, sentí celos, me sentí henchida de celos y al mismo tiempo pequeña, humillada por haberme empecinado en que Robert era mío. Era mi marido, mi compañero de piso, mi alma gemela, el padre del retoño que brotaba en mi confuso suelo, el amante que me había llevado a adorar su cuerpo sin timidez alguna después de mis años de relativa soledad, la persona por la que había renunciado a mi antiguo yo. ¿Quién era aquella intrusa? ¿La había conocido en la facultad? ¿Era una de sus alumnas o una joven colega? ¿O simplemente la había copiado de algún otro dibujo, de una obra de alguien más? En realidad, no era un rostro joven, sino el de alguien que demostraba que la edad no era un problema con una belleza tan rotunda como la suya. ¿En serio era mayor que Robert, quien a su vez era mayor que yo? ¿Se trataría quizá de una modelo con la que había tenido alguna afinidad especial, pero a la que nunca había tocado, por lo que si yo lo acusaba de haberlo hecho no haría más que humillarme? ¿O la había tocado, además de dibujarla, pensando que yo no lo entendería, porque era menos artista que él?

Sintiendo una punzada de rabia, caí entonces en la cuenta de que llevaba tres meses sin coger un pincel ni un lápiz, desde que me había quedado embarazada y había empezado a embalar y limpiar nuestras vidas físicas y materiales. No lo había echado de menos, lo cual era peor. Mis últimos meses de trabajo habían sido frenéticos, y mi vida doméstica había estado programada y repleta de obligaciones hasta la extenuación. ¿Se había dedicado Robert a dibujar a esta belleza mientras yo me ocupaba de organizarlo todo? ¿Cuándo y dónde la había conocido? Me quedé sentada en la hierba cuidadosamente segada del área de descanso, notando ramitas y hormigas a través de mi fino vestido, la relajante sombra de los robles sobre mi cabeza y mis hombros, y me pregunté una y otra vez qué debía hacer.

Finalmente, obtuve la respuesta. No quería hacer nada. Si le daba las suficientes vueltas, quizá sería capaz de convencerme a mí misma de que ella era fruto de la imaginación de Robert, puesto que ocasionalmente también dibujaba cosas imaginadas. Si sonsacaba a Robert, me volvería menos deseable a sus ojos. Me convertiría en la esposa preñada, pesada y paranoica, sobre todo si esa mujer no significaba nada para él, o quizás averiguara algo de lo que no quería enterarme, de lo que no quería enterarme, y punto; no deseaba echar a perder nuestras nuevas vidas.

Si esa mujer estaba en Nueva York, ya nos habíamos alejado de ella, y si por alguna razón Robert regresaba allí, yo iría con él. Volví a doblar el adorable rostro y lo metí de nuevo en el bolsillo de Robert. Dormía tan profundamente que podías zarandearlo o hablarle durante minutos enteros sin resultado alguno, así que no temí despertarlo.

La llegada a Carolina del Norte al día siguiente fue espectacular; yo iba al volante y chillé de felicidad, luego me incliné y desperté a Robert. Entramos por la parte norte de Greenhill, tras recorrer un largo desfiladero entre las montañas Blue Ridge, y nos dirigimos al este por una autopista más estrecha hacia Greenhill College. De hecho, la universidad está en un pueblo llamado Shady Creek, en la sierra de los Craggies. Tiempo atrás, en unas vacaciones, Robert había recorrido la región con sus padres, pero recordaba pocas cosas, y yo nunca había estado tan al sur. Dijo que quería conducir durante el resto del trayecto e intercambiamos los sitios. Era poco más de mediodía cuando nos incorporamos a una carretera secundaria y el paisaje parecía dormido bajo el sol, con sus viejas y grandes casas de labranza, y valles de prados ribereños salpicados de árboles, montañas envueltas en la niebla hasta donde alcanzaba la vista y el repentino estruendo del lecho de un río flanqueado por rododendros. En el interior de la furgoneta hacía un calor sofocante pero ahora el aire que entraba era fresco, como si hubiera salido de una cueva o una nevera; nos sacudió el rostro y nos acarició las manos.

Robert aminoró en una curva, se asomó a su ventanilla y señaló un letrero de madera tallada: «GREENHILL COLLEGE, FUNDADO COMO GRANJA ESCUELA EN 1889». Tomé una fotografía con la cámara que mi madre me había regalado antes de mudarme a Nueva York. El letrero estaba enmarcado con piedras grises sin labrar, y lo habían clavado en un prado de hierba y helechos detrás del cual había unos oscuros arbustos, y del que arrancaba un sendero que se adentraba en el bosque. Pensé que era como si hubiésemos sido invitados a un paraíso rústico; esperaba ver al pionero Daniel Boone o a alguien parecido saliendo del bosque con su escopeta y su perro. Me costaba creer que hubiéramos estado en Nueva York el día antes, o incluso que Nueva York existiera. Intenté visualizar a nuestros amigos volviendo a casa a pie después del trabajo o esperando en el asfixiante metro, el constante chirrido del tráfico, las voces en el aire. Todo eso había desaparecido. Robert se metió en el arcén, detuvo la furgoneta y nos bajamos sin hablar. Anduvo hasta el letrero tallado a mano con sus letras cuidadosamente pintadas (¿las habrían hecho estudiantes de bellas artes?). Le hice una foto apoyado en el letrero con los brazos cruzados frente al pecho en actitud triunfal, como si ya fuera un lugareño. La furgoneta tenía el motor al ralentí y echaba humo.

—Aún estamos a tiempo de dar media vuelta y regresar —dije con picardía para hacerle reír.

Él se rió:

—¿A Manhattan? ¿Me tomas el pelo?

15 de noviembre de 1877

Cher oncle et ami:

¡Por favor, no crea que porque no le he escrito me he olvidado de usted! Sus cartas son muy afectuosas y nos llenan a todos de júbilo, y guardo como oro en paño las que me ha mandado usted; sí, estoy bastante bien. Yves pasará dos semanas en Provenza, lo que implica numerosos preparativos en casa. El ministerio lo ha mandado a diseñar un proyecto para la oficina de correos de la que se hará cargo a partir del año que viene. Papá está tremendamente inquieto por la partida de Yves y dice que tenemos que encontrar la manera de conseguir que el Gobierno dispense de tan largos viajes a quienes tienen padres invidentes. Nos dice que Yves es su bastón y yo soy sus ojos. Supondrá usted que eso constituye una carga, pero le ruego que no lo crea ni por un momento; sé muy bien que ninguna joven ha tenido jamás un suegro mejor que el mío. Temo que desfallezca sin Yves, incluso durante este plazo relativamente corto, y no me atrevo a irme a visitar a mi hermana mientras Yves esté fuera. Tal vez venga usted alguna noche a animarnos; de hecho, papá insistirá en ello, ¡estoy segura! Mientras, gracias también por los pinceles que me envió usted en su paquete. Son los mejores que he visto y a Yves le complace pensar que tendré algo que estrenar en su ausencia. Mi retrato de la pequeña Anne está acabado, al igual que dos escenas de jardín que plasman la proximidad del invierno, pero no logro empezar nada nuevo. Sus pinceles serán mi inspiración. El estilo de paisajismo moderno y natural me gusta enormemente, más que a usted quizá, y procuro seguirlo, aunque, como es lógico, en esta época del año no puede hacerse gran cosa.

Hasta que volvamos a vernos, reciba un cariñoso abrazo,

Béatrice de Clerval

21

Marlow

Kate había dejado su taza de café, con su guirnalda de zarzamoras, en una mesa sobre la que apoyaba el codo. Hizo un leve gesto, como pidiéndome que le permitiera una pausa. Yo asentí y al punto me recliné; me pareció como si se le estuvieran anegando los ojos en lágrimas.

—Hagamos un descanso —comentó, aunque a mí me dio la impresión de que ya lo estábamos haciendo. ¡Ojalá estuviera dispuesta a continuar!—. ¿Te gustaría ver el estudio de Robert?

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