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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

El Ranger del Espacio (7 page)

BOOK: El Ranger del Espacio
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—¿Cómo lo haces funcionar? No veo ningún manómetro.

Bigman reía a carcajadas.

—Esto va por el susto que me diste anoche. No necesitan ningún manómetro. Los cilindros envían oxígeno automáticamente en el momento en que la temperatura y la presión contra tu cara establecen el contacto y se cierran automáticamente cuando te quitas la mascarilla.

—Pues hay algo que no funciona aquí. Yo...

—Todo funciona. Es que envían oxígeno a una presión de un quinto de la normal para igualar la presión de la atmósfera de Marte, y no puedes aspirar aquí, donde tienes la presión atmosférica normal de la Tierra. Afuera, en el desierto, todo irá bien. Y será suficiente, porque aunque sólo sea un quinto de la normal, es oxígeno puro. Tendrás la misma cantidad de oxígeno que siempre. Recuerda sólo esto: debes aspirar siempre por la nariz y espirar por la boca. Si espiras por la nariz, empañarás los cristales de los ojos y eso no es nada bueno.

Luego giró en torno al cuerpo alto y delgado de David, sacudiendo la cabeza casi con desconsuelo.

—Ya no sé qué pensar de tus botas. ¡Blancas y negras! Te pareces a un cubo de basura o algo así. —Y con un gesto que denotaba más que complacencia, echó una mirada a su modelo especial, verde y rojo fuego.

David comentó:

—Ya me las compondré. Mejor será que vayas en busca de tu auto. Creo que nos pondremos en movimiento ahora mismo.

—Sí, tienes razón. Tómatelo con calma. Atención con el cambio de gravedad, que es muy duro si no estás habituado. Y, terrestre...

—¿Sí?

—Mantén los ojos bien abiertos. Ya sabes lo que te he dicho.

—Gracias. Lo haré.

Los arenautos se iban alineando en escuadras de nueve. Eran más de cien, todos numerados, cada uno con su conductor revisando neumáticos y controles. Cada vehículo lucía sus propias inscripciones, humorísticas las más. El arenauto que debería conducir David estaba decorado con leyendas que habían salido de manos de media docena de anteriores mozos y que iban desde un «¡Cuidado, niñas!» que rodeaba la trompa, en círculo, hasta un «No es una tormenta de polvo, soy yo», en el parachoques trasero.

David se acomodó en el asiento y cerró la portezuela que se ajustó de modo hermético; no se advertía el más mínimo resquicio. Sobre su cabeza estaba la tronera cuyos filtros permitían igualar la presión del interior del auto con la de afuera. El parabrisas no estaba del todo limpio; una mancha blancuzca y extensa era prueba de las muchas tormentas de arena con que se había enfrentado. David halló que los controles le resultaban familiares. En su mayor parte, eran similares a los de los coches terrestres comunes; las pocas palancas señalaron por sí mismas su función al primer contacto.

Griswold se acercó a él, con gestos furiosos. David abrió la portezuela.

—¡Baja los alerones frontales, tú, inútil! No tenemos tormenta por delante.

David buscó el control correspondiente y lo halló sobre el eje de la rueda motriz. Los escudos paravientos, que parecían soldados al metal de la carrocería, se zafaron por sí mismos y se ajustaron en sus propios encajes. La visibilidad aumentó. Por supuesto, dedujo David: la atmósfera de Marte casi no tenía vientos fuertes que la alterasen y en ese momento estaban en pleno verano. No hacía demasiado frío.

Una voz resonó en su cabina:

—¡Eh, tú, terrestre! —Era Bigman, que lo saludaba desde su vehículo, también él integraba el grupo de nueve a las órdenes de Griswold. David correspondió al saludo.

Un sector de la cúpula se deslizó hacia arriba. Nueve autos se adelantaron; detrás de ellos tomó a cerrarse la cúpula. Transcurrieron algunos minutos; una vez más se abrió la cúpula y otros nueve autos partieron.

De pronto la voz de Griswold resonó, cortante, junto al oído de David. Volviéndose, advirtió el pequeño receptor, dentro del vehículo, por detrás de su cabeza. El orificio cubierto por una rejilla, en el extremo del eje de dirección, era el altavoz.

—Escuadra ocho, ¿preparada?

Una tras otra, las voces fueron respondiendo: «Número uno, preparado.» «Número dos, preparado.» «Número tres, preparado.» Hubo una pausa luego del número seis. Unos breves segundos. Entonces David respondió: «Número siete, preparado.» A continuación del número ocho la voz aguda de Bigman aseguró: «Número nueve, preparado.»

El sector de cúpula se abría una vez más; los autos alineados en la escuadra ocho iniciaron la marcha. David, con suavidad, accionó el mando de avance, un interruptor, para dar paso a la corriente eléctrica hacia el motor. El arenauto brincó hacia adelante, casi hasta chocar con el parachoques del auto precedente; con un movimiento veloz, el joven soltó el interruptor y el auto tembló por debajo de él. Comenzó a conducir con mano suave. El sector de cúpula se cerraba como un túnel a espaldas de ellos.

Llegó a captar el siseo del aire, bombeado desde el sector abierto hacia el interior de la cúpula. Su corazón latía con violencia, pero David mantuvo sus manos apoyadas con firmeza en el volante del arenauto.

El mono se hinchó en torno a su cuerpo y el aire escapaba por la línea en que se unía la tela con las botas, sobre el muslo. Las manos, sin embargo, y el mentón le temblaban y lo invadía un sentimiento extraño de distensión. Tragó una y otra vez para aliviar la dolorosa vibración de sus oídos. Tras cinco minutos, estaba jadeando por el esfuerzo para obtener el oxígeno necesario para sus pulmones.

Los demás obreros se ajustaron las mascarillas; también David lo hizo y el oxígeno se deslizó con suavidad por sus fosas nasales. Respiró profundamente, exhalando a través de la boca. Brazos y pies aún temblaban, pero la sensación desagradable comenzaba a debilitarse.

Ahora otra sección se abría frente a la escuadra y la ruda arena rojiza de Marte brilló bajo la débil luz del sol. Al unísono las ocho gargantas de los horticultores emitieron un grito al iniciar la marcha en el exterior:

—¡A la arenaaaal —y los primeros autos aceleraron la marcha.

Era el grito tradicional de los horticultores que se agudizaba hasta el registro de soprano en el aire delgado del planeta.

David accionó el mando de avance y su vehículo se deslizó hasta trasponer la línea que marcaba el límite entre la cúpula de metal y el ambiente marciano.

¡Y todo se inició entonces!

El brusco cambio de gravedad resultó como una gran caída desde trescientos metros. Lo menos cincuenta de sus ochenta kilos de peso desaparecieron tan pronto como cruzó la línea divisoria: salieron de él a través de la boca de su estómago. Se aferró al volante porque persistía la sensación de caer, caer, caer... El arenauto se desvió de la formación.

Era la voz de Griswold, que mantenía su tono ronco aun en la destructiva oquedad que le creaba en torno el aire delgado de Marte, tan poco propicio para la transmisión de ondas sonoras.

—¡Número siete! ¡Vuelve a tu puesto!

David luchó con el volante, luchó con sus propias sensaciones, luchó para obligarse a ver claro. Con dificultad respiró oxigeno a través de la mascarilla y, muy lentamente, lo peor se fue diluyendo.

Bigman, según pudo observar el joven, miraba ansioso en su dirección, de modo que levantó una mano del volante para hacerle un gesto tranquilizador y luego se concentró en el camino.

El desierto marciano era una planicie desnuda. Ni un asomo de vegetación existía allí; el área que atravesaban había estado muerta y desierta durante incontables millones de años. Pero un pensamiento se enseñoreó, repentino, en su mente: quizá se equivocaba, tal vez las arenas del desierto habían estado recubiertas de microorganismos verdeazulados hasta que llegaron los terrestres y los destruyeron para implantar sus huertos.

Por delante, los autos provocaban una nube ligera de polvo que se elevaba con lentitud, como si se tratara de una película cinematográfica en cámara lenta. También muy lentamente se depositaba otra vez sobre la superficie árida.

El auto de David funcionaba mal. Aceleró y aceleró, pero el funcionamiento del motor no mejoraba. Los demás se alejaban ágiles, pero él avanzaba a brincos, como un conejo. Su auto se desviaba a cada mínima rugosidad del camino, a cada saliente rocoso, por diminuto que fuese; además se elevaba, perezoso, en el aire, a varios centímetros de altura, mientras las ruedas giraban en vacío. Al volver a tocar tierra, el coche se sacudía con fuerza en el momento en que las ruedas tomaban contacto con el suelo firme.

De este modo, David iba perdiendo terreno y cuando aceleraba para recuperarlo, los saltos eran peores. El bajo índice de gravedad era el causante de todo eso, por supuesto, pero los otros sabían cómo compensarlo. Y David se preguntaba qué hacer.

Comenzaba a enfriarse el ambiente. Incluso a pesar del verano del planeta, David supuso que la temperatura debía estar muy poco por encima de cero. Le era posible mirar el sol en el cielo. Era un sol pequeño en un cielo purpurino en el que eran visibles tres o cuatro estrellas. El aire era demasiado tenue para hacerlas desaparecer por entero o para permitirles que reluciesen tal como en el cielo azul de la Tierra.

La voz de Griswold se dejó oír:

—Autos uno, cuatro y siete, a la izquierda. Autos dos, cinco y ocho, al centro. Autos tres, seis y nueve, a la derecha. Los números dos y tres quedarán a cargo de sus subescuadras.

El arenauto de Griswold, el número uno, comenzó a virar hacia la izquierda y David, al seguirlo con los ojos advirtió una línea oscura en el horizonte, siempre hacia el lado izquierdo. El número cuatro seguía ya al uno y David hizo girar el volante para efectuar el viraje en ángulo recto.

Todo lo que sucedió a continuación fue instantáneo. El auto derrapó violentamente; David apenas tuvo tiempo de darse cuenta de ello. Cerró el contacto y sintió que las ruedas chirriaban en tanto que el vehículo seguía avanzando dando vueltas sin control. El desierto lo envolvía con su color rojizo.

Luego le llegó el grito débil de Bigman, a través del receptor:

—Conecta la tracción de emergencia. Al pie. Junto al interruptor, a la derecha.

David buscó con desesperación la tracción de emergencia, donde quiera que se hallase, pero sus pies doloridos nada hallaron. La línea negra en el horizonte apareció frente a él y luego se desvaneció. Ahora se distinguía con mayor nitidez, se la veía más ancha. A pesar de la fugacidad de la visión, su aterradora naturaleza fue evidente: era una de las fisuras de Marte, larga y recta. Como las mucho más numerosas de la superficie de la Luna terrestre, eran grietas en el suelo planetario, originadas en la época de desecación de la masa marciana, a lo largo de millones de años; su ancho llegaba a los treinta metros y ningún hombre conocía su profundidad.

—Es una luz roja, corta. ¡Pega en cualquier lugar! —gritó Bigman.

Así lo hizo David, y hubo, de pronto, un repentino movimiento bajo su pie. El suave deslizarse del auto se convirtió en un violento rechinar que laceró los tímpanos del joven. El polvo se elevó en densas nubes que lo sofocaron, envolviéndole en una oscuridad total.

Se inclinó sobre el volante y aguardó. El auto ya se iba deteniendo y, por fin, quedó inmóvil.

David se echó atrás y respiró sin prisa por un instante. Luego se quitó la mascarilla para limpiarla por dentro, mientras el aire helado le castigaba nariz y ojos, y volver a colocársela. Su ropa estaba cubierta de polvo rojizo y en su mentón se había formado una costra de igual color; podía sentir la sequedad del polvo sobre sus labios y el interior del vehículo también estaba cubierto por una capa similar.

Los otros dos autos de la subescuadra se habían acercado. Griswold ya descendía del suyo, más monstruosa que nunca su cara barbuda y fea detrás de la mascarilla. David comprendió en ese momento el porqué de la popularidad de las barbas entre los horticultores:

constituían una buena protección contra el viento helado y penetrante de Marte.

Griswold gruñía, mostrando sus dientes rotos y amarillentos.

—Tú, terrestre, las reparaciones de este arenauto las pagarás de tu bolsillo. Ya te lo ha advertido Hennes.

David abrió la portezuela y salió del auto. Visto de fuera, el vehículo resultaba una ruina peor, si cabía. Los neumáticos estaban reventados y de las llantas se proyectaban hacia afuera unos dientes enormes que, era evidente, serian la «tracción de emergencia». El joven dijo:

—No saldrá ni un céntimo de mi bolsillo, Griswold. El auto no funciona bien, hay algo malo en él.

—Pues sí, sin duda. El conductor. Un estúpido, un asno, eso es lo que no funciona bien en el auto.

Un chirrido de frenos hizo girar a Griswold: llegaba otro auto. Su barba se erizó.

—Vete al demonio de aquí, bicho sucio. ¡A tu faena!

Bigman saltó fuera del auto.

—No me iré hasta que no haya echado una mirada al arenauto del terrestre.

Bigman no pesaría más de veinte kilos en Marte y de un salto impecable estuvo junto a David. Se inclinó por un instante, luego se encaró con Griswold.

—¿Dónde están las barras de contrapeso, Griswold?

—¿Qué son las barras de contrapeso, Bigman? —preguntó David.

El pequeño horticultor habló con prisa:

—Cuando llevas un arenauto a la zona de baja gravedad, le pones una barra pesada sobre cada eje. Se las quitas cuando estás en terreno de gravedad alta. Lo lamento, chico, pero no se me pasó por la cabeza que ésa pudiera ser..

David lo detuvo. Sus labios se apretaron con fuerza. Esto explicaba que su auto flotara luego de cada obstáculo, mientras que los otros seguían adheridos al suelo. Se volvió hacia Griswold:

—¿Sabías que no estaban colocadas?

Griswold se encrespó.

—Cada hombre es responsable de su propio vehículo. Si tú no advertiste que no estaban, es tu culpa.

Ahora todos los arenautos se habían aproximado. Alrededor de los tres hombres un círculo de individuos barbudos y silencioso, que no intervenían, se estaba formando, expectante.

Bigman estalló:

—Tú, grandísimo pedernal, el chico es novato. No se puede esperar que...

—Calla, Bigman —dijo David—. Es asunto mío. Una vez más te pregunto, Griswold: ¿sabías que no estaban colocadas?

—Yo mismo te lo diré, terrestrito. En el desierto un hombre ha de cuidarse a sí mismo. No voy a hacerte las veces de madre.

—Estupendo. En ese caso comenzaré a cuidar de mí ahora mismo. —David miró a su alrededor. Estaban casi en el inicio de la fisura. Tres metros más y hubiese sido hombre muerto—. Sin embargo, tú también tendrás que cuidar de ti mismo, porque me llevaré tu auto. Llévate el mío hasta la cúpula del huerto o quédate aquí, si lo prefieres.

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