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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico, Religión, Romántico

El Rabino (53 page)

BOOK: El Rabino
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—No hagas las cosas peor de lo que son.

—¿Por qué no se lo dices, Michael?

—Saben cómo pienso. El recaudar dinero es responsabilidad suya. Están convencidos de que éste es el único medio de lograrlo. Si me mantengo en un segundo plano, el templo será finalmente construido, y tal vez entonces pueda hacer algo muy bueno.

Ella no respondió. Dejó a un lado el cepillo. Michael se dio cuenta de que estaba sacando el termómetro, y algo en su interior le hizo echarse hacia atrás.

—No me esperes levantada —dijo—. Tengo que trabajar.

—Está bien.

Estuvo leyendo hasta las dos de la madrugada. Al irse a la cama, tenía la seguridad de que su mujer estaría durmiendo, y concilió el sueño casi inmediatamente. Pero, cuando se despertó, las agujas luminosas del reloj de la mesilla de noche señalaban las tres y veinte, y reparó en que ella no estaba ya tendida a su lado. Se hallaba sentada junto a la ventana abierta, fumando y mirando a la oscuridad. Se oía el penetrante chirrido de los grillos, y se dio cuenta de que había sido ese agudo sonido lo que le había despertado.

—Son estridentes, ¿Verdad? —dijo. Saltó de la cama y se sentó en la repisa de la ventana, frente a Leslie—. ¿Qué estás haciendo?

—No podía dormir.

Cogió uno de los cigarrillos de Leslie, quien se lo encendió con su mechero. La llama iluminó sus dilatados ojos y su rostro triste y desvelado, resaltando en él suaves superficies y oscuros hoyos.

—¿Qué pasa, Leslie? —preguntó con suavidad.

—No lo sé. Insomnio, supongo. Últimamente no puedo dormir con facilidad. —Permanecieron unos momentos en silencio—. Ah, Michael —agregó—, nos hemos vuelto agrios, ¿Verdad? Demasiado agrios para hacer nada tan dulce como un niño.

—¿De qué estás hablando? —exclamó él ásperamente, y, al instante, se sintió descubierto como un mentiroso y un hipócrita, consciente de que ella le conocía demasiado bien para pretender disimular—. Es una gran teoría. Muy científica.

—Pobre Michael.

—Dará resultado —dijo—. Y siempre queda la adopción.

—No creo que me mostrara justa con el niño. —Levantó la mirada hacia él en la oscuridad—. ¿Sabes dónde radica realmente la raíz de nuestro mal?

—Ve a acostarte.

—Tú ya no eres el joven Lochinvar judío de las montañas. Y yo no soy ya la muchacha para la que pescaste aquel gran pez.

—¡Por amor de Dios…! —exclamó él, irritado.

Se volvió solo a la cama, pero, mientras ella continuaba sentada en la oscuridad, fumando, él permaneció tendido en el lecho, sin poder dormir, contemplando el rojizo fulgor de la brasa de su cigarrillo, recordando a aquella desvanecida muchacha con un evocado amor tan intenso que no pudo ser borrado por la almohada que se echó sobre el rostro como una tosca máscara de sueño.

Kahners había llegado a un punto de la campaña en el que estaba dispuesto a vender a trozos el templo. Se multicopió una lista titulada «Memoriales vivos y aportaciones» con destino a los miembros de la congregación. Les recordaba que era mejor la elección de un buen nombre que la posesión de grandes riquezas, y la amorosa protección mejor que el oro y la plata. «Ciertamente, la más alta virtud —decía— es un nombre que se agrega al mejoramiento de la comunidad, la educación de la juventud y el modelado del buen carácter». Ofrecía la oportunidad única de inscribir el nombre del miembro o el de un ser querido en un edificio que serviría a lo largo de los años como inspiración para las generaciones venideras.

Por veinticinco mil dólares se daría a la sinagoga el nombre de la persona que se especificase.

La capilla salía por diez mil dólares. Y también el auditorio, mientras que la escuela religiosa podía ser denominada por siete mil quinientos, juntamente con la sala de recreo y el sistema de aire acondicionado.

Podía darse nombre al
Bemá
por seis mil dólares. La
Torá
, a dos mil quinientos dólares, era una ganga comparada con la placa de bronce que sería colocada a la puerta de la vivienda del celador por tres mil quinientos.

La lista comprendía cuatro páginas mecanografiadas, cosidas con grapas. Kahners utilizaba la misma lista para todas las campañas judías. Se había traído varios paquetes de ellas en una de las cajas, por lo que bastaba con escribir el nombre del templo Emeth en la parte superior de la primera página y llenar las direcciones en los sobres.

Kahners se acercó quejumbroso a Michael.

—Las dos chicas han estado trabajando hasta muy tarde esta noche, poniendo direcciones. Pero las listas… Dependen de los ricos voluntarios. Esa mujer, Elkins, se las llevó ayer a casa para cortar estarcidos, y ahora dice que no puede venir hoy. Un resfriado de verano.

—Trataré de encontrar a alguien que pueda ir a buscarlas esta tarde —dijo Michael.

—Las necesitamos para las siete. Para las siete y media lo más tarde —repuso Kahners, separándose para atender a una consulta de sus secretarias.

El constante repiqueteo de los teléfonos, el monótono zumbido de la multicopista y el rápido tableteo de las dos máquinas de escribir se fundieron en una garra de sonido que le hurgaba incesantemente en el cerebro. Hacia media mañana, le dolía sordamente la cabeza y empezó a pensar en algo que tuviera que hacer y que le permitiera salir del despacho. A las once y media se escapó. Se detuvo en una cafetería a comer un emparedado y se dedicó luego a hacer visitas pastorales, en una de las cuales le invitaron a comer.

A las dos y media, entró en el hospital y estuvo con una mujer que acababa de ser objeto de la extracción de tres cálculos biliares, con la cual permaneció hasta las 2.48, cuatro minutos después de que ella le enseñara las piedras, colocadas como gemas sobre un paño de terciopelo negro, futura herencia familiar.

Estaba subiéndose a su coche, en la zona de aparcamiento del hospital, cuando se acordó de las listas. Se quitó la chaqueta, se remangó la camisa, bajó las ventanillas del coche y se puso en marcha hacia las afueras de la ciudad, entornando los ojos para protegerlos del relumbrante sol de la tarde.

Al llegar a la casa de campo, tocó el timbre de la puerta principal, pero no salió nadie a abrirle. Se puso la chaqueta y dio la vuelta a la casa. La señora estaba reclinada en una tumbona a la sombra de un corpulento roble, con las plantas de los pies apoyadas en aquélla y las rodillas separadas, de modo que, a través de la y de sus piernas, podía ver el cuenco de maíz que tenía sobre el desnudo estómago. Los patos estaban agrupados a su alrededor graznando mientras ella les echaba maíz con pequeños movimientos de sus largos dedos. Sus pantalones cortos revelaban lo que los diseñadores de vestidos ocultaban fácilmente, el principio de las motas que tenía en la parte posterior de los muslos. Los pantalones eran blancos; la anudada blusa, azul, y los hombros, redondos pero llenos de pecas. Mas fue su cabello lo que lo sorprendió; en vez de un color rubio pajizo, tenía un suave y brillante color castaño.

—Rabbi —dijo.

Separó el cuenco de su estómago y se puso en pie, metiendo los pies en unas babuchas.

—Hola. El señor Kahners quiere las listas de los miembros —dijo Michael.

—Ya están terminadas. ¿Puede esperar unos momentos, mientras doy de comer a estos monstruos?

—Siga. Tengo tiempo de sobra.

Mientras ella echaba los granos de maíz, avanzaron por entre el grupo de voraces patos hacia una jaula de alambre colocada a la sombra de la casa. La puerta se abrió con un rechinar de oxidados goznes. La señora Elkins introdujo la mano por la abertura y depositó en el suelo el cuenco con el maíz que quedaba, cerrando la puerta a tiempo para impedir la huida de un enorme pato que se lanzó hacia ellos con un rápido movimiento de sus palmeados pies y con un convulsivo batir de alas.

—¿Por qué está enjaulado éste? —preguntó Michael.

—Acabamos de adquirirlo, y todavía no se le han recortado las alas. Harold lo hará cuando vuelva a casa. Siéntese, por favor. Es sólo un momento.

Se dirigió hacia la casa. Evitando cuidadosamente mirarla mientras se alejaba, Michael se acercó a la tumbona. Había unos cuantos nubarrones en el cielo, y, al sentarse, sonó un trueno lejano, coreado con algarabía por los patos. Ella volvió al poco rato, pero no llevaba las listas, sino una gran bandeja conteniendo hielo, vasos y líquidos en botellas.

—Tome. Pesa bastante —dijo ella—. Déjela sobre la hierba.

Él la cogió y la depositó en el suelo.

—No había necesidad de esto —dijo—. Estoy portándome como un intruso, y usted no se encuentra bien hoy. Su resfriado.

—¡Oh! —exclamó, echándose a reír—. No tengo ningún resfriado, rabbi. Le mentí al señor Kahners para poder ir a mi peluquero. —Le miró—. ¿Usted no ha mentido nunca?

—Supongo que sí.

—Yo miento mucho. —Se acarició los cabellos castaños—. ¿Le gusta este color?

—Mucho —repuso él, con toda sinceridad.

—Le he visto mirarlos. Antes, quiero decir, la primera noche, cuando estuvo aquí, y después, cuando fui al templo. Me di cuenta de que no le gustaba el otro color.

—Oh, era muy bonito —dijo él.

—Ahora está mintiendo, ¿Verdad?

—Sí —respondió Michael, sonriendo.

—¿Pero es mejor éste? ¿le gusta?

Volvió a tocarle la mano.

—Sí, lo es. ¿Cuándo vuelve el señor Elkins? —preguntó, dándose cuenta demasiado tarde de que la pregunta no era la más adecuada a sus deseos de cambiar de tema.

—Tardará varios días. Tal vez se vaya a Chicago desde Nueva York. —Empezó a entrechocar botellas—. ¿Qué quiere tomar? ¿Ginebra con tónica?

—No, gracias —respondió él con viveza—. Sólo algo fresco.

Cerveza, si tiene.

La tenía, y se la dio. Como no había más sillas, ella se sentó a su lado en la tumbona. Se sirvió un whisky con hielo.

Tomaron sus bebidas; luego, ella dejó su vaso sobre el césped y le dirigió una sonrisa.

—Tenía intención de pedirle una cita —dijo.

—¿Para qué? —preguntó Michael.

—Tengo… algo que quiero contarle. Discutir con usted. Un problema.

—¿le gustaría discutirlo ahora?

Ella apuró su vaso, se acercó a la bandeja y volvió a llenarlo. Esta vez, volvió con la botella y la puso junto a ellos. Se quitó las babuchas y recogió las piernas; una fina capa de polvo cubría el rojo esmalte de las uñas de sus pies, a unos centímetros de la rodilla de Michael.

—¿Va a decirle al señor Kahners que he mentido? —preguntó—. No se lo diga.

—Usted no debe ninguna explicación a nadie.

—He disfrutado trabajando cerca de usted.

Las puntas de los dedos de sus pies le tocaron la rótula; contacto, pero no presión.

—El señor Kahners dice que es usted una de las mejores mecanógrafas que ha conocido.

—No lo parecía —dijo ella.

Machacó un trocito de hielo entre los dientes y alargó el vaso hacia la botella. Con una pequeña sensación de alarma, Michael vio que estaba otra vez vacío.

Le sirvió poco whisky, añadiendo los dos cubos de hielo más grandes que pudo encontrar. «Debo marcharme de aquí», se dijo, y empezó a levantarse, pero ella le puso de nuevo la mano en el brazo.

—Antes, era de este color —dijo.

Comprendió que se refería a su pelo. Apoyó su mano en la de ella, para quitársela del brazo, y se encontró con que la señora Elkins había girado la muñeca, de modo que sus palmas se emparejaron y se tocaron sus dedos.

—Mi marido es mucho más viejo que yo —dijo—. Cuando una chica joven se casa con un viejo no se da cuenta de eso. De los años que quedan por delante. De cómo son.

—Señora Elkins… —dijo él.

Ella le soltó súbitamente la mano y echó a correr hacia la jaula. Rechinó la puerta, y el pato se lanzó hacia la abertura; luego, se detuvo, confuso al ver que no había sido echada la barrera para impedirle el paso.

—¡Adelante! ¡Sal, ya, bicho estúpido! —dijo la mujer.

El pato saltó ágilmente, impulsándose con sus grandes pies rojos, mientras sus coloreadas alas azotaban ya el aire. Permaneció un instante suspendido sobre sus cabezas, en un fugaz destello de blanco vientre y larga cola negra. Luego, sus alas batieron con más fuerza, y se elevó en un arco de proyectil que le llevó, emitiendo triunfantes sonidos, a los bosques que se extendían más allá de la casita.

—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó Michael.

—Quiero que todo lo que existe en el mundo sea libre. —Se volvió hacia él—. Él. Usted. Yo.

Levantó los brazos y los enlazó en torno a su cuello. Michael la sintió contra sí, y sintió también el calor y la movilidad de su boca, pero con un sabor a hielo de frigorífico y a whisky. La empujó para apartarla, pero ella continuó aferrándose a él, como si se estuviera ahogando.

—Señora Elkins —dijo él.

—Jean.

—Jean, eso no es libertad.

La mujer frotó su mejilla contra el pecho de él.

—¿Qué voy a hacer respecto a ti?

—Para empezar, serenarse un poco.

Ella le miró un momento, y de nuevo rodó sobre sus cabezas el rumor del trueno.

—No te interesa, ¿Verdad?

—No es que no tenga interés —dijo él.

—No estás interesado en absoluto. ¿Es que no eres un hombre?

—Soy un hombre —repuso Michael con suavidad, dos pasos por delante de ella, para que no le afectara la burla.

La señora Elkins dio media vuelta y regresó a la casa. Esta vez, él se la quedó mirando apreciativamente, sintiendo en su fuero interno que se había ganado ese privilegio. Luego, recogió su chaqueta y, bordeando la casa, se dirigió a su coche. Al abrir la portezuela, algo silbó junto a su cabeza, tan cerca que lo sintió pasar, y chocó contra la capota del coche, abollándola. Se abrió la caja. Al caer en el suelo, la caja se abrió, desperdigándose parte de su contenido; pero, afortunadamente, la mayoría de las fichas estaban ordenadas y sujetas con gomas. Por un momento, bizqueó al sol, dirigiendo la vista hacia la mujer, asomada a la ventana del segundo piso.

—¿Se encuentra bien? ¿Quiere que haga venir aquí a alguien para que se quede con usted?

—Quiero que se vaya al infierno —dijo ella, con toda claridad.

Cuando la señora Elkins desapareció en el interior, Michael se arrodilló, recogió las listas y volvió a guardarlas en la caja de madera, un costado de la cual se había resquebrajado. Luego, subió al coche, puso el motor en marcha y se alejó.

Condujo durante un rato; luego, sin saber por qué, detuvo el coche a un lado de la carretera, encendió un cigarrillo y permaneció inmóvil, tratando de no pensar en lo fácil que sería dar media vuelta al coche y volver. A los pocos minutos, aplastó el cigarrillo en el cenicero, bajó del coche y echó a andar por el bosque. La penetrante fragancia de las bayas azules le hizo sentirse mejor. Siguió caminando hasta que empezó a sudar, y ya no pensaba en Jean Elkins, ni en Leslie, ni en el templo. No tardó en llegar a un riachuelo de aguas cristalinas y poco profundas y una anchura de unos dos metros y medio. El fondo era de arena y hojas. Se quitó los zapatos y, con ellos en la mano, chapoteó en la fría agua. En el centro, le llegaba justo por encima de las rodillas. No vio ningún pez, pero, debajo de una roca, descubrió un cangrejo, al que siguió durante unos pocos metros antes de que desapareciese bajo otra roca. Sobre unos rápidos en miniatura, había una gran araña con franjas amarillas situada sobre su red, y pensó súbitamente en la araña del barracón que había visto el verano anterior a su ingreso en la universidad, cuando había estado trabajando en Cape Cod, la araña con la que había hablado. Consideró brevemente la posibilidad de hablar a esta araña, pero la verdad era que se sentía ahora demasiado viejo, o quizá era, simplemente, que esa araña y él no tenían nada que decirse.

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