—¿Quién va a comprar la fábrica?
—Dos grandes empresas me han hecho ofertas en los dos últimos años. La venderé al mejor postor.
—Me alegro por vosotros —dijo Michael—. Parece perfecto.
—Lo imaginaba —dijo Abe—. Pero no se lo digas a tu madre.
Quiero que sea una sorpresa.
Por la mañana, se suscitó una discusión sobre si Michael debía llevarles al tren.
—No me gustan las largas despedidas en la estación —dijo Dorothy—. Dame un beso aquí, como un buen hijo, y deja que tomemos un taxi como personas razonables.
Pero Michael impuso su voluntad. Les llevó a la estación, y compró revistas y cigarros para su padre y una caja de bombones para su madre.
—¡Pero si no puedo comer bombones! —objetó—. Estoy a régimen. —Le dio un pequeño empujón—. Ahora, vete a casa —dijo—. O a tu templo. Márchate.
Él la miró, y decidió que sería mejor hacer lo que le decía.
—Adiós, mamá. Adiós, papá —dijo, besándoles en la mejilla. Se alejó rápidamente.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Abe, molesto—. Podría haberse quedado con nosotros otros diez o quince minutos.
—Porque no quiero echarme a llorar en una estación —respondió ella, echándose a llorar.
Se sentía mejor cuando subieron al tren. Dorothy estuvo haciendo punto, sin hablar apenas, hasta la hora de comer. Cuando se dirigían al coche restaurante, Abe vio que Oscar Browning, el mozo pecoso, iba también en el mismo tren.
—Hola, señor Kind —dijo el mozo—. Me alegro de que vuelva con nosotros.
—¿Cuánto le diste de propina al venir? —preguntó Dorothy al llegar al coche siguiente.
—No más de lo acostumbrado.
—Entonces, ¿Cómo es que te recuerda?
—Sostuvimos una larga conversación. Es un hombre inteligente.
—Seguro que sí —dijo ella.
En el restaurante, Abe pidió un filete y una botella de cerveza; Dorothy, sólo té y tostadas.
—¿Qué te pasa? —preguntó él.
Dorothy cerró los ojos. Tenía una línea blanca alrededor de la boca.
—No me encuentro bien. Náuseas. Es este tren. No deja de bambolearse de un lado a otro.
—Ya te dije que debíamos ir en avión —dijo Abe. La miró ansiosamente. Al poco rato, desapareció la línea blanca, y su rostro recuperó el color normal—. ¿Estás bien?
—Estoy bien.
Dorothy le dirigió una sonrisa y le dio unas palmaditas en la mano.
Llegó el camarero y dejó sobre la mesa lo que habían pedido.
Dorothy miró cómo comía Abe.
—Ahora me está entrando hambre —dijo.
—¿Quieres un filete? —preguntó Abe, aliviado—. ¿O un poco de éste?
—No —respondió ella—. Pídeme unas fresas, ¿Quieres?
Abe lo hizo, y las fresas llegaron cuando él estaba terminando su solomillo.
—Cuando te veo comer fresas pienso en aquella cesta y el ovillo de cuerda —dijo él.
—¿Te acuerdas, Abe? Entonces, tú me estabas cortejando, y salíamos siempre con aquella Helen Cohen, que vivía en la casa de al lado, y su amigo… ¿Cómo se llamaba?
—Pulda. Herman Pulda.
—Eso es, Pulda. Le llamaban Herky. Después, rompieron, y él entró en la carnicería de la avenida 16 y la calle 54. Carne no permitida. Pero, todas las noches, los dos solíais traernos una bolsa de fruta, no sólo fresas, sino también cerezas, melocotones, peras, piñas, todas las noches algo diferente. Y tú silbabas, y echábamos la cesta, sujeta con la cuerda, desde la ventana del tercer piso. Oh, me daba saltos el corazón.
—La ventana de tu habitación.
—A veces la de Helen. Era una chica muy guapa. Deslumbrante.
—No podía compararse contigo. Ni siquiera hoy.
—Bueno. No tienes más que mirarme —suspiró—. Parece que fue ayer, pero mírame, el pelo completamente gris y cuatro veces abuela.
—Preciosa. —Le pellizcó la polke por debajo de la mesa—. Eres una mujer muy hermosa.
—Estáte quieto —le reconvino ella.
Pero Abe se dio cuenta de que no le molestaba, y le dio otro pellizco antes de retirar la mano.
Después de comer, conversaron un rato, hasta que ella empezó a bostezar.
—¿Sabes qué me gustaría? —dijo Dorothy—. Echar una siesta.
—Pues échate una siesta —repuso Abe.
Dorothy se quitó los zapatos y se tumbó sobre el asiento.
—Espera un momento —dijo él—. Llamaré a Oscar para que te prepare la litera.
—No hace falta —respondió ella—. Tendrás que darle una propina.
—Se la daré de todos modos —dijo él, incomodado.
Dorothy se tomó dos tabletas de Bufferin y, después de que Oscar le hubo preparado la litera, se quitó el vestido y la faja, se acostó en ropa interior y durmió hasta que sonó la última llamada para la cena, cuando él la despertó con la mayor suavidad que pudo. En el coche restaurante, Dorothy pidió pollo frito, pastel de manzana y café. Por la noche, sin embargo, se agitaba y daba vueltas, impidiéndole también dormir a él.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Abe.
—No debería comer cosas fritas. Tengo acidez —respondió ella.
Abe se levantó y le dio un Alka Seltzer. Por la mañana se encontraba mejor. Fueron muy pronto al coche restaurante y tomaron zumo de frutas y café. Luego, volvieron a su departamento. Dorothy cogió de nuevo su labor de punto. Tenía un ovillo enorme de lana azul.
—¿Qué estás haciendo ahora? —preguntó él.
—Ganchillo, para Max.
Abe intentó leer mientras ella hacía punto, pero no era muy aficionado a la lectura y, además, estaba cansado de leer. Al poco rato, dio una vuelta por el traqueteante tren, terminando en el salón de caballeros, donde Oscar Browning estaba amontonando toallas y contando pequeñas pastillas de jabón.
—No tardaremos mucho en llegar a Chicago, ¿Verdad? —preguntó, sentándose junto al mozo.
—Unas dos horas, señor Kind.
—Yo vendía en esa ciudad hace años —dijo—. Marshal Field.
Carson, Pirie y Scott, Goldblatts. Es toda una ciudad.
—Sí, señor —dijo el mozo—. Yo vivo allí.
—¿Sí? —dijo Abe. Reflexionó unos momentos—. ¿Tiene hijos?
—Cuatro.
—Debe de ser duro estar viajando siempre.
—No es muy cómodo —convino el mozo—. Pero cuando vuelvo a casa, Chicago sigue en el mismo sitio.
—¿Por qué no se coloca en el mismo Chicago?
—Saco más en el ferrocarril de lo que podría ganar en Chicago.
Prefiero reunirme con mis cuatro chicos de vez en cuando, llevando dinero para comprarles zapatos, que verles todos los días, sin dinero para comprar zapatos. ¿No le parece?
—Me parece —dijo Abe.
Se echaron a reír.
—Debe de ver usted mucho mundo en un oficio como éste, —dijo Abe—. Hombres y mujeres de todas clases.
—A algunas personas, el viajar les produce desasosiego. Y un tren es peor que un barco. No hay muchas otras cosas que hacer.
Durante un rato, se estuvieron contando anécdotas y curiosidades de sus respectivas profesiones. Luego, Oscar acabó con las toallas y los jabones, y Abe volvió al departamento.
El ovillo de lana azul había rodado hasta la puerta al caerse del regazo de Dorothy.
—¡Dorothy! —dijo. Lo recogió y se lo llevó—. ¡Dorothy!
—Volvió a decir, sacudiéndola.
Pero se dio cuenta inmediatamente de lo que ocurría y se abalanzó sobre el timbre, llamando al mozo. Habría parecido que estaba dormida, si no fuese porque tenía los ojos abiertos. Miraban sin ver a la pared lisa y verde que tenían delante.
Oscar cruzó la abierta puerta.
—Diga, señor Kind. —Se quedó mirando un momento—. ¡Cristo bendito! —exclamó en voz baja.
Abe puso el ovillo sobre el regazo de su mujer.
—Señor Kind —dijo Oscar—. Será mejor que se siente, señor.
Cogió a Abe por el codo, pero Abe se soltó bruscamente.
—Voy a buscar un médico —dijo el mozo en tono vacilante.
Abe le oyó alejarse y, luego, se dejó caer de rodillas. A través de la alfombra que cubría el suelo, podía sentir la vibración de los raíles y las oscilaciones del tren. Cogió la mano inerte de su mujer y se la apoyó contra su húmeda mejilla.
—Voy a retirarme de los negocios, Dorothy —dijo.
Ruthie llegó diez horas después de haberse celebrado el funeral. Estaban sentados en taburetes en la salita de estar de los Kind cuando sonó el timbre. Ella entró y rodeó con sus brazos a Abe, que empezó a sollozar convulsivamente.
—No sé por qué he tocado el timbre —dijo.
Luego, empezó a llorar mansamente, con la cabeza apoyada en el hombro de su padre.
Cuando se calmó, besó a su hermano, quien le presentó a Leslie.
—¿Qué tal está tu familia? —preguntó.
—Muy bien. —Se sonó y miró a su alrededor. Todos los espejos habían sido tapados a petición de Abe, pese a la insistencia de Michael de que no era necesario—. Ha terminado, ¿No?
Michael asintió con un movimiento de cabeza.
—Esta mañana. Te llevaré allí mañana.
—De acuerdo.
Tenía los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto. Estaba muy morena, y sus cabellos negros estaban surcados de hebras grises. La combinación de piel oscura y pelo entrecano resultaba muy atractiva, pero había engordado, y bajo la barbilla se le marcaba la papada. Y tenía las piernas más gruesas.
Michael observó con desaliento que ya no era su esbelta hermana americana.
Empezó a llegar gente.
A las ocho, el aposento estaba lleno. Las mujeres cubrieron la mesa de cosas para comer. Michael fue a su antigua habitación en busca de cigarrillos, y vio a dos de los clientes de su padre, sentados en la amplia cama, de espaldas a la puerta y bebiendo whisky.
—Es rabino y se casa con una schckseh. ¿Cómo se puede compaginar eso?
—¡Dios mío, vaya combinación!
Cerró suavemente la puerta, volvió a sentarse al lado de Leslie y la cogió de la mano.
A la una de la madrugada, cuando, por fin, todos se hubieron marchado, se sentaron solos en la cocina y tomaron café.
—¿Por qué no te vas a la cama, Ruthie? —dijo Abe—. Has hecho un largo viaje en avión. Tienes que estar agotada.
—¿Qué vas a hacer, papá? —le preguntó ella.
—¿Hacer? —repuso Abe. Sus dedos desmigajaron un pastelillo casero que había sido preparado por la mujer de uno de sus cortadores—. No hay problema. Mi hija, su marido y sus hijos van a trasladarse aquí desde Israel, y seremos muy felices. Voy a vender la fábrica. Habrá dinero suficiente para que Saul emprenda cualquier negocio. Socios a partes iguales. O, si quiere consagrarse a la enseñanza, puede dedicarse a acrecentar sus conocimientos. Tenemos aquí chicos que necesitan profesores.
—Papá —dijo ella.
Cerró los ojos y movió la cabeza.
—¿Por qué no? —preguntó él.
—Para vivir en Israel no hace falta ser un pionero. Tú serías como Rockefeller. Si vienes conmigo, hay una casita cerca de la nuestra, con un pequeño patio encalado a la sombra de unos olivos —dijo—. Puedes tener un jardín. Puedes hacer ejercicio al sol con tus pesas. Tus nietos irán todos los días a enseñarte hebreo.
Abe rió sin alegría.
—Deja que tu hija se case con un extranjero. —La miró—. Escribiría montones de cartas. Demasiadas cartas. Tardaría diez días en saber si los Yankees ganan a los Red Sox o los Red Sox ganan a los Yankees. Y a veces juegan dos partidos en un mismo día.
—Ni siquiera se puede adquirir allí un ejemplar del Women’s Wear Daily. Lo sé; lo intentamos la última vez mamá y yo…
Se puso en pie y se dirigió rápidamente al cuarto de baño.
Nada más cerrar la puerta a su espalda, oyeron el ruido del agua.
Hubo un silencio.
—¿Qué tal está ahora la instalación de fontanería por allí? —preguntó Michael.
Ruthie no sonrió.
A Michael le pareció que no recordaba, pero sí lo recordó enseguida.
—Ya no me importa en absoluto —repuso—. No sé si eso quiere decir que ha mejorado o que me he acostumbrado. —Miró en la dirección por la que había salido su padre y movió la cabeza—. ¿Qué sabéis vosotros? —prosiguió en voz baja—. ¿Qué sabéis realmente vosotros? Si supieseis, si comprendieseis realmente, estarías allí en vez de aquí.
—Papá lo ha dicho —dijo Michael—. Somos americanos.
—Pues mis hijos son judíos lo mismo que vosotros americanos —respondió ella—. Sabían lo que había que hacer cuando llegaron los aviones. Corrieron como diablos hacia el refugio y entonaron canciones hebreas.
—Gracias a Dios que ninguno de vosotros resultó herido —dijo Michael.
—¿Dije yo eso? —exclamó ella—. No, sé que no. Yo dije que estábamos todos bien, y lo estamos ahora. Saul perdió un brazo. El derecho.
Leslie dio involuntariamente un respingo. Michael se sintió cansado y enfermo.
—¿Dónde? —preguntó.
—En el codo.
Había querido decir dónde había ocurrido, y así lo comprendió ella al ver que no decía nada.
—En un lugar llamado Petá Tikvá. Estaba con los Irgun Zve Leumí.
Leslie se aclaró la garganta.
—¿los terroristas? Quiero decir… ¿No eran una especie de organización clandestina?
—Lo eran al principio, con los ingleses. Después, durante la guerra, pasaron a formar parte del ejército regular. Fue entonces cuando Saul estuvo con ellos. Por muy poco tiempo.
—¿Vuelve a dedicarse a la enseñanza? —preguntó Leslie.
—Oh, sí. Casi siempre. La falta de un brazo le permite imponerse más fácilmente a los niños. A sus ojos, es un gran héroe.
Apagó su cigarrillo y les dirigió una inexpresiva sonrisa.
La mañana siguiente a la terminación del período de
Shivá
, Abe y Michael acompañaron a Ruthie a Idlewild.
—¿Vendrás de visita por lo menos? —preguntó Ruthie a Abe mientras le besaba.
—Veremos. Recuerda la fecha. No te olvides de decir el yahrzeit. —Ella le abrazó—. Iré —afirmó.
—Es una pena —dijo Ruthie al abrazar a Michael, poco antes de subir al avión—. No te conozco a ti ni a tu familia, y tú no me conoces a mí ni a mi familia. Tengo la impresión de que nos encontraríamos agradables unos a otros.
Le besó en la boca.
Se quedaron mirando hasta que el avión desapareció en el firmamento. Luego, volvieron al coche.
—¿Y ahora? —preguntó Michael, mientras marchaban por la carretera—. ¿Qué te parece California? Serás bien recibido en nuestra casa. Ya lo sabes.
Abe sonrió.
—¿Te acuerdas de tu Zaydeh? No. Pero…, gracias.