El quinto día (87 page)

Read El quinto día Online

Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El quinto día
6.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Fíjense en el Próximo Oriente —dijo Vanderbilt, impaciente.

—Lo estamos haciendo —dijo Li a su lado.

El hombre gordo suspiró sin mirarla. Sabía que Li tenía otra opinión.

—Uno puede golpearse la cara para producir la impresión de que le han dado una paliza, por supuesto —dijo Li—. ¿Pero es creíble? Si partimos de la base de algún interés vital por parte de países que no nos ven con buenos ojos, sería idiota suponer que se dañarían a sí mismos. Si nos tienen en el punto de mira, claro que tiene sentido un poco de terror en alguna otra parte del mundo, para que no se piense que la cosa va contra Estados Unidos. Pero no así.

—No tenemos la misma opinión —dijo el subdirector de la CÍA.

—Lo sé. La mía es que no somos nosotros el objetivo principal. Han pasado demasiadas cosas y es demasiado horrible lo que sucede. ¿Qué significa ese despliegue demencial para controlar a miles de animales y cultivar millones de organismos nuevos, desatar un tsunami en el mar del Norte, sabotear la pesca, contaminar Australia y Sudamérica con medusas y destruir barcos? Nadie sacaría un beneficio económico o político de ello. Pero sucede; y le guste o no a Jack, también sucede en el Próximo Oriente. Hay que aceptarlo, y me niego a endilgárselo a los árabes.

—Hundieron un par de cargueros —gruñó Vanderbilt—. En el Próximo Oriente.

—Más de un par.

—¿Estaremos quizá frente a un megalómano? —Propuso la secretaria de Relaciones Exteriores—. ¿Un delincuente?

—Es más probable —dijo Li—. Alguien así, escudándose en la decencia, podría mover enormes sumas de modo inadvertido y servirse de todos los recursos tecnológicos. Creo que tenemos que pensar más en esta categoría. Alguien inventa algo, pues inventemos algo para combatirlo. Alguien nos echa encima los gusanos, pues inventemos algo contra esos gusanos. Alguien cultiva cangrejos asesinos, algas y sustancias venenosas, pues tomemos medidas en contra.

—¿Qué medidas se han tomado? —preguntó la secretaria de Relaciones Exteriores.

—Hemos... —comenzó el secretario de Defensa.

—Hemos cerrado Nueva York —le interrumpió Li, a quien no le gustaba que nadie mostrara los deberes que ella había hecho—. Y acabo de enterarme de que la alerta de cangrejos frente a Washington es para tomársela en serio. Eso se lo debemos a los reconocimientos de los UAV. También pondremos a Washington en cuarentena. De modo que el personal de la Casa Blanca debería seguir el ejemplo de su presidente y buscar otro lugar mientras dure la crisis. He hecho apostar unidades con lanzallamas en los alrededores de todas las ciudades costeras. Además estamos estudiando antídotos químicos.

—¿Y qué pasa con los batiscafos, los robots submarinos y demás? —quiso saber el subdirector de la CÍA.

—Absolutamente nada. Desde hace poco, todo lo que sumergimos en el mar desaparece sin dejar rastro. No tenemos ninguna posibilidad de control allí abajo. Los ROV están conectados con el mundo exterior sólo por cable, y por lo general, después de que las cámaras registren una luz azul, sacamos los cables del agua hechos jirones. Aún no puede decirse absolutamente nada sobre el paradero de los AUV. Cuatro valerosos científicos rusos bajaron la semana pasada con los batiscafos MIR, y a mil metros de profundidad algo los embistió y se hundieron.

—De modo que estamos cediendo terreno.

—En este momento intentamos rastrillar con redes de arrastre las zonas invadidas por gusanos. Además están tendiéndose redes frente a las costas, una medida adicional para prevenir invasiones terrestres como la de Long Island.

—Me parece bastante arcaico.

—Es que están atacándonos de forma arcaica. Además hemos empezado a acosar a las ballenas por medio del sonar frente a la isla de Vancouver. Las atacamos con Surtass LFA. Hay algo que dirige a los animales, así que respondemos hasta que el cráneo les estalla con tanto ruido. Ya veremos quién vence.

—Eso suena muy mal, Li.

—Si tiene una idea mejor, bienvenida sea.

Durante unos momentos nadie dijo nada.

—¿Nos sirve la vigilancia por satélite? —preguntó el presidente.

—En parte. —El director adjunto de operaciones sacudió la cabeza—. El ejército está preparado para localizar tanques ocultos bajo un camuflaje de ramas, pero hay pocos sistemas que puedan registrar algo del tamaño de un cangrejo. Bueno, tenemos KH-12 y la nueva generación de satélites Keyhole, además de Lacrosse. Y los europeos nos permiten participar con Topex/Poseidon y SAR-Lupe, pero trabajan con radar. Por lo general, el problema es que sólo reconocemos esas menudencias si hacemos zoom sobre ellas. Es decir, si nos centramos en un fragmento pequeño. Mientras no sepamos qué sale del mar y por dónde lo hace, incluso es posible que estemos mirando en una dirección equivocada. Li había propuesto utilizar UAV para patrullar las costas. Considero que es una buena propuesta, pero tampoco los aviones no tripulados lo ven todo. La NRO y la NSA hacen todo lo que pueden. Posiblemente avancemos en el análisis de los mensajes interceptados. Estamos tocando todos los resortes de Sigint.

—Tal vez sea ése nuestro problema —dijo lentamente el presidente—. Quizá deberíamos intentarlo con algo más de Humint.

Li reprimió una sonrisa. Humint era uno de los términos preferidos del presidente. En la jerga de la seguridad de Estados Unidos, Sigint es el acrónimo de Signos de Inteligencia, que abarca toda obtención de información mediante técnicas de telecomunicaciones. Humint designa la obtención de información en el ramo del espionaje: Inteligencia Humana. El presidente, campechano y más bien inexperto en cuanto a la técnica, estaba imbuido del espíritu pionero de los padres fundadores. Le gustaba poder mirar a alguien a los ojos. Aunque mandaba el ejército más tecnológicamente avanzado del mundo, a él la imagen del espía que se escurre entre la maleza le decía más que los satélites.

—Usen la cabeza —dijo—. A algunos les gusta demasiado ocultarse tras las consolas y los programas informáticos. Quiero que se programe menos y se piense más.

El subdirector de la CÍA unió las puntas de los dedos.

—Bien —dijo—. Tal vez no debamos atribuir tanta importancia a la hipótesis del Próximo Oriente.

Li miró a Vanderbilt. El subdirector de la CÍA miraba al frente fijamente.

—¿No se ha adelantado un poco demasiado, Jack? —dijo Li tan bajo que sólo él pudo oírla.

—Ah, cállese.

Li se inclinó hacia adelante.

—¿Hablamos de algo positivo?

El presidente sonrió.

—Todo lo que sea positivo es bienvenido, Jude.

—Bien, siempre hay un día siguiente. Al final lo que importa es quién ha ganado. En cualquier caso, cuando todo haya pasado el mundo tendrá otro aspecto. Hasta entonces habrá muchos países desestabilizados, incluidos aquellos cuya desestabilización nos beneficia. Es un efecto que podría aprovecharse. Quiero decir que el mundo está en una situación terrible, pero crisis también significa oportunidad. Si la evolución actual promueve el derrumbamiento de algún régimen que no nos gusta, la culpa no sería nuestra, pero podríamos dar algún apoyo aquí o allá y poner luego a las personas adecuadas.

—Hum —dijo el presidente.

La secretaria de Relaciones Exteriores pensó un momento y dijo:

—La cuestión, en consecuencia, no es tanto quién hace esta guerra, sino quién la gana.

—Lo que quiero decir es que el mundo civilizado tiene que luchar codo con codo contra el enemigo invisible —confirmó Li—. Unido. De seguir así las cosas, las alianzas van a mirar más a la ONU. En principio eso está bien, y cualquier otra cosa sería una señal falsa. No hemos de imponernos, pero sí prepararnos. Ofrecer cooperación. Pero al final hemos de ganar nosotros. Y tienen que perder todos los que anteriormente nos han amenazado y han estado en contra de nosotros. Cuanto más decisiva sea nuestra influencia sobre la solución de la situación actual, con mayor claridad quedarán distribuidos luego el papel de cada uno.

—Un punto de vista claro, Jude —dijo el presidente.

En la mesa se produjeron gestos de asentimiento combinados con un ligero enojo. Li se acomodó en su asiento. Había dicho lo suficiente. Más de lo que su posición permitía, pero había surtido efecto. Había ofendido a un par de personas cuya tarea consistía precisamente en decir tales cosas. Daba igual. Había llegado a Offutt.

—Bien —dijo el presidente—. Creo que en este momento una propuesta así podemos guardarla en el cajón, pero éste ha de quedar un poco abierto. De ninguna manera hemos de producir en la opinión pública internacional la impresión de estar interesados en dirigirlo todo. ¿Cómo van sus científicos, Jude?

—Pienso que son nuestro mayor capital.

—¿Cuándo habrá resultados?

—Mañana volverán a reunirse. He dado al mayor Peak instrucciones de volver a fin de que pueda estar presente. Manejará desde aquí la situación de crisis en Nueva York y Washington.

—Deberías pronunciar un discurso a la nación —dijo el vicepresidente al presidente—. Ya es hora de que hables.

—Sí, es cierto. —El presidente golpeó la mesa—. Que el equipo de comunicación ponga atrabajar a los redactores. Quiero algo sincero. Nada de palabrería tranquilizadora, sino algo que dé esperanzas.

—¿Mencionamos a posibles enemigos?

—No, ha de tratarse como una catástrofe natural. Aún no ha llegado el momento, la gente ya está bastante inquieta. Hemos de asegurarles que haremos todo lo humanamente posible para protegerlos. Y que podemos hacerlo, que tenemos los medios y las posibilidades. Que estamos preparados para todo. Estados Unidos no sólo es el país más libre del mundo, también es el más seguro, independientemente de lo que salga del mar; eso también deben saberlo. No importa lo que pase. Y les recomiendo a todos ustedes otra cosa. Recen. Recen a Dios. Éste es su país y nos ayudará. Nos dará fuerzas para arreglarlo todo como deseamos.

Nueva York, Estados Unidos

No lo lograremos.

Era lo único que pensaba Salomón Peak mientras subía al helicóptero. No estamos preparados. No tenemos nada que oponer a este horror.

No lo lograremos.

El helicóptero despegó del Wall Street Heliport oscurecido y cruzó, en dirección norte, el Soho, Greenwich Village y Chelsea. La ciudad estaba muy iluminada, pero se veía que algo no iba bien. Muchas calles estaban iluminadas por el alumbrado público y el tránsito no era fluido. Desde allí arriba se apreciaban las dimensiones del caos. Nueva York estaba dominada por las fuerzas de seguridad de la OEM y del ejército. Aterrizaban y despegaban helicópteros constantemente. También el puerto estaba cerrado. Sólo buques militares navegaban por el East River.

Y cada vez moría más gente.

Eran impotentes, no podían hacer nada para evitarlo. La OEM había publicado un montón de normas y recomendaciones para protección de la población en caso de catástrofe, pero al parecer las constantes advertencias y los ejercicios públicos no habían tenido efecto. Los bidones de agua potable que tenía que haber en todas las casas por si se daba un caso de emergencia no estaban preparados. Y donde sí lo estaban, la gente enfermaba por los gases tóxicos procedentes del alcantarillado, que ascendían hasta los lavabos, inodoros y lavavajillas. Lo único que Peak pudo hacer fue sacar de las zonas de peligro a las personas que estaban evidentemente sanas, llevarlas a inmensos ambulatorios y confinarlas allí. Nueva York se había convertido en una zona mortífera. Las escuelas, las iglesias y los edificios públicos se utilizaban como hospitales; el anillo en torno a la ciudad hacía de ella una cárcel gigante.

Miró a su derecha.

Todavía había fuego en el túnel. El conductor de un camión cisterna militar no se había colocado la máscara correctamente y había perdido la conciencia mientras conducía a toda velocidad. Iba en un convoy, y el accidente había provocado una reacción en cadena en que habían volado por los aires docenas de vehículos. En aquel momento, la temperatura del túnel era como la del interior de un volcán.

Peak se reprochaba no haber podido impedir el accidente. Por supuesto, en un túnel el peligro de contaminación era mucho mayor que en las calles de la ciudad, donde los tóxicos podían dispersarse. ¿Pero cómo estar en todas partes al mismo tiempo? ¿Qué podía impedir él?

Si había algo que Peak odiara desde lo más profundo de su alma era la sensación de impotencia.

Y ahora también Washington.

—No lo lograremos —le había dicho a Li por teléfono.

—Tenemos que lograrlo —había sido la única respuesta.

Sobrevolaron el río Hudson y pusieron rumbo a Hackensack Airport, donde un helicóptero militar esperaba a Peak para llevarlo a Vancouver. Las luces de Manhattan desaparecieron. Peak se preguntó qué aportaría la reunión del día siguiente. Esperaba que de allí saliera al menos un medicamento que pusiera fin al horror de Nueva York. Pero algo le decía que no se hiciera ilusiones. Era su voz interior, y por lo general tenía razón.

Su cabeza zumbaba al compás del ruido de los rotores.

Peak se acomodó en el asiento y cerró los ojos.

Château Whistler, Canadá

Li estaba sumamente satisfecha.

Aunque con el Apocalipsis en ciernes la conmoción hubiera sido más apropiada. Pero el día había transcurrido demasiado bien. Vanderbilt se había puesto a la defensiva y el presidente la había escuchado a ella. Tras un sinfín de llamadas telefónicas se había procurado un cuadro de situación del fin del mundo y esperaba impaciente que le pusieran en comunicación con el secretario de Defensa. Quería hablar sobre los barcos que tenían que salir al día siguiente para el primer ataque con sonar. El secretario no podía librarse de una reunión. Pero como le quedaban algunos minutos, se puso a tocar Schumann con el fondo de un cielo extraordinariamente estrellado.

Faltaba poco para las dos de la madrugada. Sonó el teléfono. Li se levantó de un salto y quedó a la escucha. Esperaba que fuera el Pentágono, y la voz que oyó la dejó por un momento desconcertada.

—¡Doctor Johanson! ¿Qué puedo hacer por usted?

—¿Tiene tiempo?

—¿Cuándo? ¿Ahora?

—Me gustaría hablar a solas con usted, general.

—No es el momento oportuno. Tengo que hacer un par de llamadas. ¿Puede ser dentro de una hora?

—¿No siente curiosidad?

—A ver, ayúdeme.

—Según usted, yo tengo una teoría.

—¡Oh, es verdad! —Pensó un segundo—. De acuerdo, venga aquí.

Other books

A Wild Ghost Chase by E.J. Copperman
Hours of Gladness by Thomas Fleming
Stars Across Time by Ruby Lionsdrake
Salt by Jeremy Page
The Isle by Jordana Frankel
Candidate Four by Crystal Cierlak
Ocean Burning by Henry Carver