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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (86 page)

BOOK: El quinto día
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Anawak miró la bahía.

—Yo no soy un científico como tú —dijo Greywolf en voz baja —. Entiendo algo de delfines y cómo tratarlos, pero no sé nada de neurología y de toda esa mierda. No puedo soportar que alguien tenga un interés demasiado evidente por una ballena o un delfín, eso es todo; aunque sólo quiera hacer una foto. No puedo soportarlo y no puedo evitarlo.

—Por el momento, Shoemaker sigue creyendo que quieres jugarnos una mala pasada.

Greywolf sacudió la cabeza.

—Durante cierto tiempo opiné que la observación de ballenas estaba bien, pero ya ves, no ha funcionado. Yo sólito me expulsé, pero me las arreglé para que me despidierais.

Anawak apoyó el mentón en las manos.

Era tan bello ese lugar, tan increíblemente bella esa bahía con las montañas, toda esta isla, que casi dolía.

—Jack —dijo poco después—. Vas a tener que volver a pensarlo. Está volviendo a suceder. Tus ballenas no se están vengando, no nos están pasando factura. Alguien las dirige. Alguien está realizando con ellas su propio programa MKO. Algo mucho más terrible que lo que ha hecho con ellas la marina.

Greywolf no respondió. Finalmente abandonaron el muelle y volvieron en silencio por el camino del bosque hasta Tofino. Greywolf se detuvo frente a la estación Davies.

—Poco antes de retirarme oí decir que los experimentos con las ballenas nucleares habían dado un salto decisivo. En ese contexto se mencionó un nombre. Se trataba de neurología y de algo que denominaban ordenador neuronal. Dijeron que para dominar por completo a los animales había que seguir las ideas de un tal Kurzweil. El profesor doctor Kurzweil. Creo que tenía que decírtelo, simplemente. No sé si te servirá de algo.

Anawak se quedó pensativo.

—Sí —dijo—. Creo que sí.

Château Whistler, Canadá

Al anochecer, Weaver llamó a la puerta de la habitación de Johanson. Como de costumbre, movió el picaporte para entrar, pero la puerta estaba cerrada con llave.

Lo había visto volver de Nanaimo. Johanson tenía intención de reunirse con Bohrmann. Weaver fue en ascensor al vestíbulo y se lo encontró en el bar, sentado con el alemán y con Stanley Frost. Estaban inclinados sobre unos diagramas y enzarzados en una intensa discusión.

—¡Hola! —Weaver se acercó—. ¿Habéis logrado algo?

—Estamos atascados —dijo Bohrmann—. La ecuación sigue teniendo un par de incógnitas.

—Bah, ya las averiguaremos —gruñó Frost—. Dios no juega a los dados.

—Eso lo dijo Einstein —observó Johanson—. Y se equivocó.

—¡Dios no juega a los dados!

Weaver esperó un momento. Luego rozó suavemente a Johanson.

—¿Podría...? Perdona la interrupción, pero ¿podemos hablar un momento a solas?

Johanson vaciló.

—¿Ahora mismo? Estamos repasando la teoría de Stan. Es realmente escalofriante.

—Lo siento.

—¿Por qué no nos acompañas?

—¿No puedes desengancharte al menos un par de minutos? No necesitamos mucho tiempo. —Sonrió a todos—. En seguida vuelvo, aguanto todas las simulaciones y los pongo nerviosos con mis comentarios de sabelotodo.

—Buena idea —sonrió Frost.

—¿Y adónde vamos? —preguntó Johanson cuando se alejaron de la mesa.

—Da igual. Al vestíbulo.

—¿Es algo importante?

—Importante es poco.

—Bien.

Salieron. El sol estaba bajo. Al ponerse, cubría con una luz rojiza el Château y los picos nevados de las Rocosas. Frente al hotel, los helicópteros parecían insectos gigantes descansando. Pasearon en dirección a Whistler Village. De pronto Weaver sintió que toda aquella situación era penosa. A los demás les parecería que Johanson y ella tenían secretos, pero lo único que quería era oír su opinión. Quería dejarle la decisión sobre el momento de presentar su teoría al comité, lo que incluía informarle de antemano.

—¿Y qué tal en Nanaimo?

—Horrible.

—Dicen que Long Island ha sido arrollada por cangrejos asesinos.

—Cangrejos con algas asesinas —dijo Johanson—. Parecidas a las de Europa pero mucho más venenosas.

—Parece que se trata de una nueva oleada de ataques.

—Sí. Oliviera, Fenwick y Rubin están dedicados a los análisis. —Carraspeó—. Con todos mis respetos por tu interés, en realidad eres tú quien quería contarme algo.

—Me he pasado el día con datos de los satélites. Luego he comparado los análisis de radar con tomas multiespectrales. Me hubiera gustado tener también los datos de las boyas de seguimiento autónomas de Bauer, pero ya no los envían. De todos modos los que tenemos han sido suficientes. Ya sabes que en las áreas marginales de los grandes remolinos oceánicos el nivel del mar se aboveda, ¿no?

—Sí, algo sé.

—La corriente del Golfo es una de esas áreas. Bauer suponía que en esa zona está pasando algo. No pudo localizar las chimeneas del norte del Atlántico por donde se hunde el agua y concluyó que algo perturba el comportamiento de las grandes corrientes; pero no estaba completamente seguro.

—¿Y?

Weaver se detuvo y lo miró.

—Calculé, comparé, observé, calculé, comparé, dudé, observé, calculé. El abovedamiento de la corriente del Golfo ha desaparecido.

Johanson frunció el ceño.

—Quieres decir...

—El remolino ya no gira como antes, y si además observas las tomas espectrales, comprobarás que la temperatura ha descendido en la misma medida. No hay dudas, Sigur. Estamos ante una nueva glaciación. La corriente del Golfo ha dejado de fluir. Algo la ha detenido.

Consejo de Seguridad

—Esto es una maldita porquería, y alguien pagará por ello.

El presidente quería sangre.

Tras llegar a la base aérea de Offutt, había convocado en primer lugar una videoconferencia a prueba de escuchas con el Consejo Nacional de Seguridad. Washington, Offutt y el Château estaban interconectados. En la sala de reuniones de la Casa Blanca estaban reunidos el vicepresidente, el secretario de Defensa y su vicedirector, la secretaria de Relaciones Exteriores, el consejero de Seguridad del presidente, el director del FBI y el jefe del Estado Mayor Conjunto. De la Central de Lucha contra el Terrorismo, en lo profundo del interior sin ventanas del cuartel general de la CÍA a orillas del Potomac, estaban conectados el director de la institución, el director adjunto de operaciones y el director de la Central de Lucha contra el Terrorismo y jefe de misiones especiales. La comandante en jefe del mando central, la general Judith Li, y el subdirector de la CÍA, Jack Vanderbilt, completaban el círculo. Estaban en el centro de mando provisional del Château, sentados frente a una hilera de pantallas en que se veía a los demás participantes en la reunión. La mayoría mostraban una expresión de feroz determinación, aunque algunos parecían más bien desorientados.

El presidente no hizo ningún esfuerzo por ocultar su ira. Por la tarde, el vicepresidente le había propuesto confiar la dirección de un gabinete de crisis al Estado Mayor Conjunto, pero él insistió en dirigir en persona las reuniones plenarias del Consejo Nacional de Seguridad. De ninguna manera quería que le quitaran la capacidad de decisión.

Y así actuaba exactamente como quería Li.

En la jerarquía de consejeros, Li no era la voz más importante. El jefe del Estado Mayor Conjunto tenía el máximo rango militar. Era el principal asesor militar del presidente, y también él tenía un vicedirector. Todo idiota tenía un vicedirector. Por otra parte, Li sabía que al presidente le gustaba escucharla, y eso la llenaba de un vivo orgullo. En todo momento tenía presente su futura carrera, incluso ahora, mientras seguía la reunión con gran concentración. De comandante general llegaría a jefa del Estado Mayor Conjunto. El actual jefe estaba a punto de retirarse y su vicedirector era un inútil probado. Después podía hacer una ronda política como secretaria de Relaciones Exteriores o en el Departamento de Defensa y hacerse postular a continuación para las elecciones presidenciales. Si hacía bien su trabajo ahora —es decir, según los intereses de Estados Unidos— tenía la elección prácticamente asegurada. El mundo estaba al borde del abismo, Li al borde del ascenso.

—Estamos frente a un enemigo sin rostro —dijo el presidente—. Algunos piensan que deberíamos mirar en dirección a la parte de la humanidad de la que parece partir la amenaza. Otros ponen en duda que haya detrás algo más que una trágica acumulación de procesos naturales. En cuanto a mí, no quiero exposiciones largas, sino un consenso que nos permita actuar. Quiero ver planes, quiero saber cuánto cuesta y cuánto tiempo llevará. —Entrecerró los ojos. Por el modo en que lo hacía podía conocerse el grado de su furia y su determinación—. Personalmente, yo no me creo el cuento de que la naturaleza se haya vuelto loca. Estamos en guerra. Ésa es mi opinión. América está en guerra, ¿qué hacemos?

El jefe del Estado Mayor dijo que había que salir de la defensiva y pasar a la ofensiva. Sonó muy decidido. El secretario de Defensa lo miró con el ceño fruncido.

—¿A quién quiere atacar?

—Hay alguien a quien atacaremos —dijo el jefe, decidido—. Ahora, eso es lo importante.

El vicepresidente dio a entender que consideraba casi imposible que hubiera actualmente agrupaciones aisladas capaces de realizar ofensivas terroristas, de tal calibre.

—Si fuera así, entonces hay un país detrás —dijo—. O una región política. Tal vez varios estados, quién sabe. Jack Vanderbilt fue el primero en formular esa idea, y considero muy posible algo así. Creo que deberíamos fijarnos en quién tiene capacidad para hacer estas cosas.

—Capacitados estarían varios —dijo el subdirector de la CÍA.

El presidente asintió. Desde que, inmediatamente antes de su nombramiento, el subdirector le había hecho una larga exposición sobre el bueno, el feo y el malo de la CÍA, veía el mundo poblado de delincuentes impíos que planeaban la caída de los Estados Unidos de América. No era una evaluación del todo equivocada. Pese a ello, observó:

—No es seguro que debamos buscar en las filas de nuestros enemigos clásicos. Se está atacando al mundo libre, no solamente a América.

—¿El mundo libre? —El secretario de Defensa resopló—. ¡Nosotros somos el mundo libre! Europa es parte de la América libre. La libertad de Japón es la libertad de América. Canadá, Australia... Si América no es libre, ellos tampoco. —Tenía una hoja sobre la mesa y la golpeaba con la palma de la mano; esa hoja reunía sus notas del día. Consideraba que ningún fenómeno podía ser tan complicado que no pudiera trasladarse a una sola hoja de papel—. Recordemos —dijo—. Armas biológicas tenemos Israel y nosotros; es decir, los buenos. Después, Sudáfrica, China, Rusia, India; ésos son los feos. Además, Corea del Norte, Irán, Iraq, Siria, Libia, Egipto, Pakistán, Kazajstán y Sudán. Los malos. Y éste es un ataque biológico. Eso es malo.

—También podrían intervenir componentes químicos —dijo el subsecretario de Defensa—. ¿No?

—Poco a poco. —El subdirector de la CÍA alzó la mano—. Partamos de la base de que acciones como las que estamos viviendo suponen muchísimo dinero y un despliegue inmenso. Las armas químicas son fáciles de fabricar y baratas, pero el asunto biológico requiere enormes recursos. Y nosotros no somos ciegos. Pakistán e India cooperan con nosotros. Hemos formado a más de un centenar de agentes secretos paquistaníes para operaciones encubiertas. En Afganistán e India trabajan para la CÍA algunas docenas de agentes, algunos con excelentes contactos. Del sector de allí abajo, olvídense. Tenemos en Sudán tropas paramilitares que trabajan con la oposición local, y en Sudáfrica hay gente nuestra que forma parte del gobierno. En ningún lugar de la zona se ha detectado que esté en marcha algo más o menos grande. De modo que hemos de fijarnos en dónde han corrido grandes sumas y se han observado actividades últimamente. Nuestra tarea es delimitar el campo, no contabilizar a todos los canallas de este mundo.

—En ese aspecto puedo agregar —dijo el director del FBI— que no ha corrido dinero.

—¿En qué sentido lo dice?

—Usted sabe que los reglamentos de aplicación para la vigilancia de las fuentes de financiación del terrorismo nos permiten tener un panorama bastante amplio. El Departamento de Finanzas sabe bastante bien dónde se han realizado transferencias de cantidades de dinero relativamente grandes. Tendríamos que habernos enterado de algo.

—¿Y? —preguntó Vanderbilt.

—No hay información. Ni en África, ni en el Lejano Oriente ni en el Próximo Oriente. Nada indica que algún país esté implicado.

Vanderbilt carraspeó.

—No nos lo van a mostrar a las claras —dijo—. Tampoco lo cuenta el
Washington Post
.

—Repito: no tenemos...

—Lo siento si desilusiono a alguien —le interrumpió Vanderbilt—. Pero ¿alguien piensa en serio que quien es capaz de hacer añicos el mar del Norte y de envenenar Nueva York va a mostrar sus cartas a nuestra gente?

Los ojos del presidente se transformaron en dos ranuras.

—El mundo se transforma —dijo—. Y yo espero que en un mundo así podamos mirar las cartas de todos. No sé si los tipejos serán muy sagaces o nosotros muy tontos. Sé que algunos son muy sagaces, pero entonces nuestro trabajo consistirá en serlo más que ellos. Y a partir de este momento. —Miró al director de Lucha contra el Terrorismo—. Así pues, ¿cómo somos de sagaces?

El director se encogió de hombros.

—Lo último que tenemos es una advertencia de los indios sobre yihadistas paquistaníes que pretenden volar la Casa Blanca. Ya sabemos de quién se trata. No hay peligro. Además, ya lo sabíamos antes y habíamos rastreado diversas transacciones financieras. El Global Response Center reúne todos los días montañas de información sobre el terrorismo internacional. Es cierto, señor presidente. En ese campo no pasa nada que nosotros no sepamos.

—¿Y en este momento hay calma?

—Calma no hay nunca. Pero es evidente que lo que está sucediendo no fue preparado o financiado. Lo cual no tiene por qué significar nada, lo reconozco.

El presidente se quedó mirándolo un momento; luego miró al director de Operaciones Encubiertas.

—Espero de su gente el doble de esfuerzo —le dijo tajante—. No importa en qué lugares y en qué bases se muevan en el extranjero. Los ciudadanos americanos no sufrirán daños porque aquí alguno no haya hecho los deberes.

—Por supuesto, señor.

—Y les recuerdo nuevamente que estamos siendo atacados. ¡Estamos en guerra! Quiero saber con quién.

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