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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (69 page)

BOOK: El quinto día
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En este sitio alejado del mundo podía esperarse cualquier cosa, menos una docena de helicópteros militares.

Anawak había llegado hacía dos días. Había ayudado en los preparativos de la presentación de Li junto con King, quien desde hacía cuarenta y ocho horas volaba alternativamente entre el acuario de Vancouver, Nanaimo y el Château para revisar material, analizar datos y reunir los últimos conocimientos. Todavía le dolía la rodilla pero ya no cojeaba. El aire limpio de la montaña también había aclarado de algún modo sus pensamientos, y el desaliento posterior a la caída del avión había dado paso a un dinamismo nervioso.

A aquellas alturas habían pasado tantas cosas que su arresto por una patrulla militar parecía pertenecer a un pasado remoto. Pero en realidad hacía menos de dos semanas que se había encontrado por primera vez con Li... en circunstancias penosas, como debía reconocer. A ella le había hecho gracia la poca habilidad con que había realizado él su acción nocturna, pues por supuesto ya lo habían detectado cuando aún estaba bordeando los diques con el coche. Se habían limitado a observarlo un rato para averiguar qué quería. Luego habían entrado en acción, y Anawak se había sentido completamente ridículo.

Pero ahora ya no se sentía ridículo. Ya no arrojaba sus conocimientos a un agujero negro, ahora estaba sentado en su centro, igual que King y, desde hacía poco tiempo, Oliviera. Ahora también podía volver a hablar con Roberts, de Inglewood, que antes que nada había expresado lo mucho que lamentaba el silencio ordenado desde instancias superiores. Amordazado por Li, se había visto obligado a no contestarle, y en ocasiones había estado junto al teléfono mientras su secretaria se libraba de Anawak.

La presentación estaba lista. De momento, Anawak sólo podía esperar. De modo que había ido a jugar al tenis mientras el mundo se precipitaba al caos y Europa se hundía bajo montañas de agua, para ver si podía correr con su rodilla herida. Su contrincante era un francés pequeño de cejas pobladas y nariz prominente. Se llamaba Bernard Roche, era bacteriólogo y había llegado la noche anterior de Lyon. Mientras América luchaba con los animales más grandes del planeta, Roche libraba contra los más pequeños una batalla que parecía inútil.

Anawak miró el reloj. Se encontrarían al cabo de media hora. El hotel había sido cerrado al turismo y lo ocupaba el gobierno, y por otra parte parecía tan poblado como en plena temporada. A estas alturas debía de haber ya varios centenares. Bastante más de la mitad formaban parte, de una manera u otra, de los servicios de inteligencia de Estados Unidos. La mayoría era gente de la CÍA, que había transformado el hotel rápidamente en un centro de mando. La NSA, el mayor servicio secreto de Estados Unidos, responsable de todo tipo de exploración electrónica, seguridad de la información y criptografía, había enviado todo un departamento y ocupaba el cuarto piso. El quinto piso había sido confiscado por los colaboradores del Departamento de Defensa de Estados Unidos y por los servicios de inteligencia canadienses. En el piso superior estaban alojados los representantes del SIS británico y del Security Service, además de las delegaciones del Centro de Comunicaciones del Ejército Federal y del Servicio Secreto Federal de Alemania. Los franceses habían enviado una delegación de la Dirección de Vigilancia del Territorio (DST) y además estaban presentes tanto el servicio militar de inteligencia de Suecia como la Pááesikunnan Tiedusteluosasto (División General de Inteligencia) finlandesa. Era una reunión de servicios secretos sin igual, una batalla sin precedentes de gente y de materiales con el propósito de volver a entender el mundo.

Anawak se masajeó la pierna.

De pronto volvía a sentir punzadas dolorosas. No tendría que haber jugado al tenis. Una sombra cruzó por encima de él cuando otro helicóptero militar se preparó para aterrizar. Anawak observó cómo descendía la poderosa máquina, se irguió y entró al hotel.

Había gente moviéndose por todas partes. Todo sucedía paso a paso, con fluidez pero sin apuros, un ballet de actividad bajo el techo a dos aguas del vestíbulo. La mitad de las personas parecían hablar constantemente por teléfono; los demás habían ocupado con sus ordenadores portátiles los cómodos asientos rinconeras situados bajo las columnas de piedra natural que separaban la nave central del vestíbulo de las laterales, y escribían o miraban concentrados sus pantallas. Anawak intentó no chocar con nadie y se dirigió al bar contiguo, donde King estaba con Oliviera.

Los acompañaba un hombre muy alto de bigotes y mirada triste.

—León Anawak, Gerhard Bohrmann —los presentó King—.No sacudas mucho la mano a Gerhard, que se le caerá.

—¿Codo de tenista? —preguntó Anawak.

—Bolígrafo. —Bohrmann sonrió con acritud—. He estado copiando durante una hora entera lo que hace dos semanas todavía podía consultarse con un clic del ratón. Parece que estemos en la Edad Media.

—Creía que ahora todo iba por satélite.

—Los satélites están saturados —afirmó King.

—A partir de mañana todo volverá a estar en orden. —Oliviera sorbía un té—. Acabo de oír que han puesto una red al servicio del hotel.

—En Kiel no estamos muy preparados para los satélites —dijo Bohrmann, sombrío.

—Nadie está preparado para todo esto. —Anawak pidió una botella de agua—. ¿Desde cuándo está aquí?

—Desde anteayer. He estado trabajando para la presentación.

—Yo también. Qué raro, tendríamos que habernos cruzado.

—Es poco probable. —Bohrmann sacudió la cabeza—. Este hotel es como un queso suizo, lleno de pasillos. ¿Cuál es su especialidad?

—Mamíferos marinos. Investigo la inteligencia animal.

—León tiene en su haber un par de encuentros desagradables con ballenas jorobadas —observó Oliviera—. Al parecer no les gustaba que estuviera mirándoles todo el rato la cabeza... Oh, mirad. ¿Qué hace ése aquí?

Giraron la cabeza. Desde el bar se veía el vestíbulo, y a un hombre que se dirigía a los ascensores. Anawak lo reconoció. Había llegado hacía unos minutos con la mujer de rizos castaños.

—¿Quién será? —preguntó King arrugando la frente.

—¿Nunca vais al cine? —Oliviera sacudió la cabeza—. Es ese actor alemán, ¿cómo se llama? Scholl... No, Schell. ¡Es Maximilian Schell! Es guapísimo, ¿no creéis? Es más guapo en la realidad que en la pantalla.

—Contrólate —dijo King—. ¿Qué puede hacer un actor aquí?

—Sue podría tener razón —dijo Anawak—. ¿No actuaba en esa película de catástrofes,
Deep Impact
Sobre un meteorito que choca con la Tierra y...?

—Todos estamos actuando en una película de catástrofes —lo interrumpió King—. No me digas que no te has dado cuenta.

—¿O sea que el próximo en aparecer será Bruce Willis?

Oliviera hizo un gesto de impaciencia.

—¿Lo es o no lo es?

—Ahórrese el trabajo de pedirle un autógrafo. —Bohrmann sonrió—. No es Maximilian Schell.

—¿No? —Oliviera parecía desilusionada.

—No. Se llama Sigur Johanson. Noruego. Podría contarle algo de lo que pasó en el mar del Norte. Él, yo y un par de personas de Kiel, otros de Statoil... —Bohrmann miró al hombre que se alejaba y de nuevo su gesto se volvió adusto—. Pero es mejor que no le pregunte antes de que empiece a hablar por su cuenta. Vivía en Trondheim, y de Trondheim no ha quedado mucho. Perdió su casa.

Allí estaba, el terror real. La prueba de que las imágenes de televisión eran auténticas. Anawak bebió su agua en silencio.

—Bien. —King miró la hora—. Ya hemos perdido bastante el tiempo. Vamos a ver qué tienen que contar.

El Château disponía de varias salas de reuniones. Li había elegido una sala de tamaño mediano, casi demasiado pequeña para el grupo de agentes secretos, representantes de estados y científicos que asistirían a la presentación. Sabía por experiencia que cuando estaban amontonadas, o bien las personas pasaban a las manos, o bien desarrollaban un fuerte sentimiento de unión. En modo alguno tendrían ocasión de distanciarse, ni entre sí ni respecto al tema.

El orden de los asientos había sido adecuadamente dispuesto. Todos los presentes quedaron mezclados independientemente de su nacionalidad y sus especialidades. Cada uno de los asientos disponía de una mesa pequeña con un cuaderno para escribir y un ordenador portátil. La parte visual de la presentación se hacía con Powerpoint en una pantalla de tres metros por cinco, incluidos los altavoces. En el confort un tanto empalagoso del mobiliario burgués, tanta alta tecnología reunida producía un efecto extraño y decepcionante.

Peak se presentó y se sentó en una de las sillas reservadas a los ponentes. Lo seguía un hombre de traje arrugado y redondo como una bola. La americana mostraba manchas oscuras bajo las axilas. Por su ancho cráneo estaba dispuesto en mechones un pelo corto de un rubio casi blanco. Jadeó perceptiblemente mientras tendía la mano derecha a Li. Cinco dedos se extendieron como pequeños globos llenos de aire.

—Hola, Suzie Wong —dijo.

Li le dio la mano y contuvo el impulso de limpiársela en el pantalón acto seguido.

—Encantada de verlo, Jack.

—Muy bien. Deles un buen espectáculo, preciosa. Si no aplaude nadie, haga un
striptease
. Mi aplauso lo tiene asegurado.

Se pasó la mano por la frente sudorosa, alzó el pulgar mientras le guiñaba un ojo y se sentó junto a Peak. Li lo observó con una sonrisa congelada. Vanderbilt era subdirector de la CÍA. Un hombre de categoría, incluso de mucha categoría. Le haría falta a la institución. Li se proponía destruirlo poco a poco cuando llegara el momento. Por ahora aún faltaba tiempo. Después el lechón yacería en la calle chillando, por muy brillante que fuera Jack Vanderbilt.

La sala se llenó.

Muchos de los presentes, que no se conocían entre sí, fueron ocupando sus asientos en silencio. Li esperó pacientemente hasta que se extinguieron los crujidos y los ruidos de las sillas. Percibió la tensión general. Hubiera podido describir el estado de ánimo de cada individuo, en orden, tal como estaban sentados, sólo con mirarlos brevemente a los ojos. Li podía ver las almas, había aprendido a hacerlo.

Se paró frente al estrado, sonrió y dijo:

—Relájense.

Un leve murmullo recorrió las filas. Algunos cruzaron las piernas y se reclinaron en su asiento. Sólo el profesor noruego, tan apuesto con su bufanda negligentemente envuelta en torno al cuello, estaba distendido, casi aburrido, en su asiento. Tras su frente no parecía transcurrir la misma película que en la cabeza de los demás. Sus ojos oscuros estaban posados en Li. Intentó evaluarlo, pero Johanson siguió cerrado sobre sí mismo. Li se preguntó cuál sería la causa. Aquel hombre había perdido su casa, había sido afectado por la catástrofe en mayor medida que cualquier otro en la sala. Tendría que estar deprimido, pero evidentemente no lo estaba. Sólo podía haber una razón. Johanson no contaba con que hoy se enteraría de algo nuevo. Tenía su propia teoría, que pesaba más que la preocupación y la desesperación. O sabía más que todos ellos, o al menos era lo que él creía.

Vigilaría al noruego.

—Sé que están sometidos a una presión enorme —continuó—. Y quisiera agradecerles sinceramente que hayan hecho posible este encuentro. Deseo expresar mi gratitud en especial a los científicos aquí reunidos. Es gracias a su colaboración por lo que tengo la plena seguridad de que podemos contemplar los recientes acontecimientos a la luz de la esperanza. Ustedes nos dan coraje.

Li pronunció esas palabras sin emoción, amable y tranquila, mirando directamente a cada uno. Gozaba de una atención absoluta. Sólo Vanderbilt descubría los dientes y se los escarbaba.

—Muchos de ustedes se preguntarán por qué no celebramos este encuentro en el Pentágono, en la Casa Blanca o en la Casa de Gobierno de Canadá. Bien, por una parte hemos querido ofrecerles el marco más agradable posible. Las ventajas del Château
Whistler
son legendarias. Pero la principal es su ubicación. Las montañas son seguras, las costas no. Por el momento, ninguna de las ciudades costeras de Canadá o Estados Unidos en que pudieran celebrarse estos encuentros es segura. —Paseó la mirada por los rostros de los presentes—. Ésta es una de las razones. La otra es la cercanía de la costa de la Columbia Británica. Estamos ante mutaciones y anomalías de comportamiento, hay un talud continental con yacimientos de metano... en fin, allí se junta todo lo que en este momento nos preocupa. Desde el Château y gracias a los helicópteros en cuestión de poco tiempo podemos llegar hasta el mar, así como a diversas instituciones de investigación, en especial el instituto de Nanaimo. Hace ya varias semanas que hemos montado en el Château una base para observar el comportamiento de los mamíferos marinos. En vista de los acontecimientos europeos hemos decidido ampliar la base y convertirla en centro mundial de la crisis. Y el mejor equipo directivo de la crisis, señoras y señores, son ustedes.

Esperó unos momentos para que sus palabras surtieran efecto. Quería que la gente tomara conciencia de su significado. Era bueno que, más allá de las circunstancias trágicas, desarrollaran cierto orgullo, un sentimiento de elitismo. Por absurdo que sonara, aquello ayudaría a que no hablaran con nadie ajeno a aquella sala.

—La tercera razón es que aquí no nos molesta nadie. El Château está completamente aislado de los medios de comunicación. Desde luego, que se cierre un hotel en una ubicación tan expuesta y que vuelen por todos lados helicópteros militares no pasa desapercibido, pero no se ha dado ningún comunicado oficial sobre lo que realmente hacemos aquí arriba. Si alguien nos pregunta, les decimos que se trata de unas maniobras. Sobre esto se puede escribir mucho, pero como no se puede decir nada concreto, lo mejor es no escribir nada. —Li hizo una pausa—. No se puede, no se debe exponer todo abiertamente a la opinión pública. El pánico sería el comienzo del fin. Mantener la calma significa conservar la capacidad de acción. Permítanme decirlo con toda franqueza: la primera víctima de toda guerra es siempre la verdad. Y estamos en guerra. En una guerra que primero debemos comprender para poder ganarla. Para ello es necesario asumir ante nosotros mismos y ante toda la humanidad un compromiso, lo cual significa, concretamente, que a partir de ahora no deben hablar con nadie sobre su trabajo en este comité, ni siquiera con sus familiares ni amigos más cercanos. Al término de esta reunión cada uno de ustedes firmará la declaración correspondiente, cuyo cumplimiento nos tomamos muy en serio. Agradecería que expresaran los eventuales reparos antes de la presentación. Por supuesto, todos son libres de negarse a firmar una declaración de este tipo. Ello no supondrá una desventaja para nadie. Pero deberá abandonar la sala ahora y volverse inmediatamente a su casa.

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