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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (65 page)

BOOK: El quinto día
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La mayoría de los barcos teóricamente no estaban preparados para olas gigantescas de veinte metros de altura. La estabilidad de sus cascos se calculaba por una altura estadística de ola de dieciséis metros y medio. Sin embargo, en la práctica las cosas eran distintas. A mediados de los años noventa, al norte de Escocia, unas olas monstruosas hicieron un agujero del tamaño de una casa en el buque cisterna
Mimosa
, de tres mil toneladas, aunque el barco se salvó. En 2001, frente a las costas de Sudáfrica, un oleaje de treinta y cinco metros estuvo a punto de hundir al crucero
MS Bremen
. Ese mismo año, a la altura de las Falkland, el
Endeavour
, un barco de noventa metros de eslora, estuvo a merced de un fenómeno que la ciencia conoce como «las Tres Hermanas»: tres olas sucesivas, pegadas, de treinta metros de altura cada una. El
Endeavour
sufrió serios daños, pero logró llegar a puerto.

Sin embargo, después de encuentros de ese tipo, por lo general los barcos afectados desaparecían. Porque lo verdaderamente traicionero de esas olas gigantes era el llamado «agujero del océano»: el frente de la ola venía empujando una fosa profunda, un abismo en el que caía el barco, de proa o de popa. Si las olas venían suficientemente separadas, en general quedaba tiempo de sobras para que el barco remontara el descenso y lograra trepar sobre la siguiente montaña de agua. Pero si la longitud de onda era corta, la situación era diferente: el barco se precipitaba a la fosa. La siguiente ola venía tan pegada que la embarcación no tenía forma de remontar y chocaba contra la pared de agua, que lo engullía y lo sepultaba. Pero incluso en el caso de que el barco lograra salir de la fosa y volviera a iniciar el ascenso, sólo tendría oportunidad de salvarse si la ola no era demasiado alta o escarpada. En el peor de los casos podía ser ambas cosas: extremadamente escarpada y extremadamente alta. Entonces tenían que intentar lo imposible: ascender por una superficie vertical. Las víctimas eran sobre todo los barcos medianos, cuando la altura de la ola era mayor que la eslora de la embarcación, aunque también muchas veces había gigantes del océano que no lograban remontar el valle y pasar por encima de la cresta. La ola los volcaba y zozobraban de proa.

Estas olas gigantes, que se originaban por la interacción del viento y la corriente, alcanzaban velocidades de cincuenta kilómetros por hora, rara vez más. Bastaban para producir una catástrofe total, pero eran unas tortugas en comparación con el tsunami de veinte metros de frente que en ese momento barría el zócalo.

La mayoría de los buques cisterna, remolcadores y ferries que habían tenido la mala suerte de encontrarse navegando por el mar del Norte fueron lanzados para todos lados como si fueran de juguete. Algunos chocaron entre sí, otros fueron arrojados contra los pilares de cemento de las plataformas o contra las boyas de amarre a las que estaban anclados. Ni siquiera los puntales de hormigón armado resistieron el impacto. Muchos de los colosos comenzaron a derrumbarse. Lo que resistió tampoco se salvó de la destrucción pues las colisiones de los barcos, parte de los cuales tenían completa su carga, provocaron explosiones y unas nubes inmensas de fuego se propagaron a las plataformas. En una reacción en cadena, paisajes enteros de torres de extracción volaron por los aires. Los escombros en llamas fueron lanzados a cientos de metros de distancia. El tsunami arrancó las plataformas de sus anclajes en el fondo del mar y las derribó. Todo eso sucedió sólo minutos después de que la ola circular iniciara su expansión desde el centro del deslizamiento submarino, en su camino hacia las costas de los territorios circundantes.

Cada uno de estos acontecimientos encarnaba la pesadilla por antonomasia del tránsito marítimo y de la industria submarina. Pero lo que sucedió aquella tarde en el mar del Norte era más que una pesadilla aislada convertida en realidad.

Era el apocalipsis.

La costa

Ocho minutos después de derrumbarse el zócalo, el tsunami había golpeado los acantilados de las islas Feroe, cuatro minutos más tarde había llegado a las Shetland, y dos minutos después chocó contra tierra firme en Escocia y en el saliente suroeste de Noruega.

Para que toda Noruega se inundase probablemente haría falta ese cometa que se suponía extinguiría a la humanidad si alguna vez cayera en el mar. El país era todo él una montaña cercada por una costa escarpada a cuyos bordes superiores no llegaba fácilmente una ola.

Pero Noruega vivía del agua y sobre el agua, y la mayor parte de sus ciudades importantes estaban al nivel del mar, a los pies de la gran montaña. Entre ellas y el mar sólo había islas pequeñas y de poca altura, o se hallaban en las propias islas. Ciudades portuarias como Egersund, Haugesund y Sandnes, en el sur, estaban tan expuestas a la ola que se aproximaba como Álesund y Kristiansund, más al norte, y a su alrededor había cientos de localidades menores.

La peor parte le tocó a Stavanger.

El modo en que evoluciona un tsunami al llegar a la costa depende de factores muy variados, como los arrecifes, la desembocadura de los ríos, las montañas submarinas y los bancos de arena, la existencia de islas frente a las costas o, sencillamente, el declive de las playas. Estos elementos podían debilitar o reforzar el efecto de la ola. Stavanger, centro de la industria submarina de Noruega, ciudad clave del comercio y del tránsito marítimo y una de las más antiguas, ricas y hermosas de Noruega, estaba a orillas del mar, prácticamente desprotegida. Sólo una serie de pequeñas islas conectadas entre sí por puentes se extendían al norte del puerto. Inmediatamente antes de llegar la ola, el gobierno noruego había enviado a las autoridades de la ciudad una alerta que fue difundida al instante por todas las emisoras de radio y televisión y por Internet, pero quedaba poquísimo tiempo. Ya no podía pensarse en una evacuación. A la alerta siguió en las calles un desorden sin igual. Nadie podía hacerse una idea cabal de lo que le esperaba a Stavanger. A diferencia de los estados de orillas del Pacífico, que convivían con los tsunamis desde tiempos inmemoriales, en el ámbito del Atlántico, en Europa y en el Mediterráneo no había centros de alerta. Mientras que el PTWS (Pacific Tsunami Warning System, Sistema de Alertas contra Tsunamis del Pacífico), con sede central en Hawai, tenía estaciones en más de veinte estados del Pacífico, entre los que se contaban casi todas las naciones costeras, desde Alaska hasta Chile y Perú, pasando por Japón y Australia, en un país como Noruega no se sabía nada sobre los tsunamis. Y ésta fue una de las razones, y no la menor, de que los últimos veinte minutos de Stavanger transcurrieran en medio del espanto y la desorientación.

La ola irrumpió en la ciudad antes de que nadie hubiera podido salir de ella. Cuando aún estaba destruyendo los pilares de los puentes que unían las islas entre sí, volvió a crecer. Inmediatamente antes de entrar en la ciudad el tsunami alcanzaba treinta metros de altura, pero debido a su extrema longitud de onda no rompió en seguida, sino que chocó verticalmente contra las defensas del puerto, destrozando muelles y edificios, y siguió a toda velocidad en dirección a la ciudad. La ciudad antigua, con sus históricas casas de madera de finales del siglo XVII y principios del XVII, quedó arrasada. En el Vágen, la antigua dársena, la ola se estancó y cayó sobre el centro de la ciudad. En el edificio más antiguo de Stavanger, la catedral anglonormanda, las olas primero hicieron saltar todas las ventanas, a continuación derribaron los muros y de inmediato se llevaron consigo sus escombros. Cualquier cosa que se interpusiera era barrida con la fuerza de un ataque con misiles. La ciudad fue destruida no sólo por el agua, sino también por el barro que llevaba consigo; las toneladas de piedras, los barcos y los automóviles impactaban como proyectiles.

Entretanto, el muro vertical se había transformado en una montaña de espuma estruendosa. El tsunami rodaba ahora por las calles a menos velocidad, pero con una turbulencia caótica. En la espuma entró aire, que fue comprimido por los impactos, lo que generó una presión de más de quince bares, suficiente para deformar planchas de blindaje. Los árboles, quebrados por el agua como si fueran fósforos, se convirtieron en parte del bombardeo. Aún no había pasado un minuto desde que la ola chocó con las primeras defensas cuando las instalaciones del puerto ya estaban aniquiladas y los barrios que había tras él destruidos. Mientras las masas de agua seguían avanzando por las calles, las primeras explosiones sacudieron la ciudad.

La población de Stavanger no tuvo la menor oportunidad de sobrevivir. Los que intentaban huir del muro de agua que de pronto se levantó hacia el cielo corrieron en vano. La gran mayoría de las víctimas murieron en el golpe; el agua era como cemento. No sintieron nada. Y algo muy parecido les pasó a quienes como por un milagro sobrevivieron al impacto, para ser luego lanzados contra las casas o aplastados por los escombros. Paradójicamente, casi nadie murió ahogado, a excepción de los que quedaron atrapados en los sótanos inundados. Pero incluso allí, la mayoría murieron por la fuerza de las masas de agua o asfixiados por el barro que entraba con ellas. Por último, quienes murieron ahogados tuvieron una muerte terrible, pero al menos rápida. Casi ninguno se dio cuenta de lo que estaba pasando. Privados de oxígeno, los cuerpos llevados por la corriente se sumergieron en las aguas oscuras y abaja temperatura. El corazón comenzaba a latir irregularmente, transportaba menos sangre y finalmente se detenía, mientras el metabolismo se hacía extremadamente lento. Por eso el cerebro seguía viviendo un poco más. Sólo entre diez y veinte minutos después se extinguía la última actividad neurológica y se producía la muerte definitiva.

Al cabo de dos minutos la espuma había alcanzado los suburbios de Stavanger. Cuanto más se extendía, menos profunda era la marea burbujeante. Su velocidad siguió disminuyendo. El agua bramaba y corría por las calles, y aquellos a quienes arrebataba estaban irremediablemente perdidos; la mayoría de las casas, en cambio, resistieron en un primer momento la presión. Pero quien por ello creyó estar a salvo se alegró demasiado pronto. Pues el tsunami no sólo era terrorífico al llegar.

Casi era peor cuando se iba.

Knut Olsen y su familia vivieron la retirada de la ola en Trondheim, donde el tsunami había llegado pocos minutos después.

A diferencia de Stavanger, que resultaba una víctima fácil, la ciudad de Trondheim estaba protegida en el fiordo del mismo nombre. Flanqueado por islas de tamaño mediano y aislado, además, por una lengua de tierra, el fiordo se adentraba casi cuarenta kilómetros en el territorio antes de abrirse en una amplia cuenca en cuya ribera oriental se había construido la ciudad. Muchas ciudades y localidades noruegas estaban ubicadas en la orilla interior o en el fondo de los fiordos, al nivel del agua. Echando una ojeada al mapa se llegaba a la conclusión de que ni siquiera la fuerza de una ola de treinta metros podría amenazar seriamente a Trondheim.

Pero precisamente los fiordos resultaron ser trampas mortales.

Al entrar un tsunami en estrechos marinos y bahías en forma de embudo, las masas de agua se amontonaban no sólo desde abajo, sino también, súbitamente, desde los lados. Miles y miles de toneladas de agua avanzaban a presión por un canal estrecho. El efecto era devastador. En el fiordo de Sogne, al norte de Bergen, que era largo pero angosto y estaba encajado entre escarpados muros de piedra, la altura de la ola volvió a crecer de forma espectacular. La mayor parte de las localidades situadas a orillas de este fiordo se hallaban en las mesetas que había por encima de los acantilados. El agua las salpicó, pero no se produjeron mayores daños. Muy distinto fue lo acaecido en el extremo de este fiordo de casi cien kilómetros de extensión, donde se agrupaban en una península de poca altura varios pueblos y pequeñas ciudades. La ola los borró del mapa para ser luego detenida por las escarpadas montañas situadas tras ellas. Allí, la espuma llegó hasta doscientos metros de altura y arrasó toda la vegetación antes de que las masas de agua se desmoronaran yendo a parar a los ríos vecinos.

El fiordo de Trondheim era más ancho que el de Sogne y sus paredes no eran tan altas. Y como además se ensanchaba en su fondo, las olas pudieron distribuirse mejor. No obstante, la montaña de agua que llegó a Trondheim aún tenía la altura suficiente para barrer el puerto y destruir parte de la ciudad antigua. El Nidelva se desbordó e invadió los barrios de Bakklandet y Mollenberg. Los aludes de espuma liquidaron las viejas casas. En la calle Kirkegata, casi todas las casas —incluida la de Sigur Johanson— fueron víctimas del agua, que entraba a raudales. En esta última, la presión hundió su bonita fachada, el revestimiento de madera se hizo pedazos y el techo cayó sobre la fachada desmoronada. El agua arrastró los escombros; éstos pasaron a formar parte de la ola espumosa, que no perdió su fuerza y energía hasta llegar a los cimientos de la NTNU; allí se detuvo formando torbellinos desenfrenados y a continuación empezó a refluir.

Los Olsen vivían en una casa situada detrás de la calle Kirkegata. La casa, construida con madera al igual que la de Johanson, resistió el embate del tsunami. Tembló y se sacudió; en el interior, los muebles se cayeron, la vajilla se rompió y el suelo de las habitaciones delanteras se inclinó. Los chicos se aterrorizaron. Olsen gritó a su mujer que los llevara a la parte trasera de la casa. En el fondo no sabía qué era lo mejor, pero pensó que si el agua había golpeado la casa por delante, tal vez sería más segura la parte de atrás. Mientras su familia huía hacia allí, él se animó a acercarse a una de las ventanas delanteras para mirar al exterior. El suelo de madera siguió curvándose bajo sus pies y se lo oía crujir, pero no se rompió. Olsen se aferró al marco de la ventana, decidido a salir corriendo hacia el fondo si llegaba una segunda ola contra la casa. Contempló perplejo la ciudad destruida, vio árboles, coches y personas flotando en los remolinos de agua, oyó gritos y el estallido de las paredes al derrumbarse. Luego varias explosiones sacudieron el aire y en el puerto se alzaron nubes de color rojo oscuro.

Era lo más espantoso que había visto en su vida. No obstante, reprimió su sobresalto y pensó únicamente en proteger a su familia. Fuera lo que fuese lo que los esperaba, lo decisivo era que sus hijos y su mujer sobrevivieran.

Y si era posible, él también.

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