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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (45 page)

BOOK: El quinto día
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La idea de que hubiera sucumbido otra ballena llenaba a Anawak de una tristeza taladrante. No lograba odiar a los animales por sus actos. Para él seguían siendo lo que habían sido siempre: criaturas maravillosas que había que defender y proteger.

—¿De qué murió?

Byrne abrió las manos.

—Diría que de una infección. Fenwick hizo el mismo diagnóstico en el caso de
Gengis
. Lo único raro es que hemos encontrado algo que no cuadra con las ballenas. —Se señaló la sien haciendo girar el índice—. Fenwick descubrió una especie de coágulo en el cerebro, en el tronco del encéfalo, para ser más exactos, con prolongaciones que se distribuyen entre la masa encefálica y la cubierta del cráneo.

Anawak prestó más atención.

—¿Coágulos de sangre? ¿En los dos animales?

—No es sangre, aunque fue lo que pensamos al principio, porque Fenwick y Oliviera le han tomado afición a la teoría de que el ruido es el causante de las anomalías. No querían aventurar pronósticos mientras no tuvieran más indicios, pero por un momento Fenwick se aferró a la idea de que como consecuencia de esas maniobras militares con sonar...

—Surtass LFA.

—Exacto.

—Olvídalo. Es imposible.

—¿Puedo saber de qué habláis? —preguntó Delaware.

—Hace unos años, el gobierno norteamericano le concedió un gran privilegio a la Marina —explicó Byrne—. Le permitió utilizar un sonar de baja frecuencia para localizar submarinos. Se llama Surtass LFA y lo están probando concienzudamente.

—¿En serio? —Delaware estaba espantada—. Creía que Estados Unidos había firmado el acuerdo de protección de los mamíferos marinos.

—Todo el mundo suscribe todo tipo de acuerdos —dijo Anawak sonriendo a medias—. Pero siempre hay subterfugios. Estados Unidos no puede resistir la tentación de controlar el ochenta por ciento de los mares del mundo, y el Surtass LFA le permite hacerlo. Por eso el presidente norteamericano dispensó en seguida a la Marina de ese acuerdo; además, el nuevo sistema les ha costado trescientos millones de dólares y los responsables aseguran que no causa ningún daño a las ballenas.

—Pero los sonares son dañinos para las ballenas, eso lo sabe cualquiera...

—Lamentablemente, no tenemos pruebas suficientes —dijo Byrne—. Se ha comprobado que las ballenas y los delfines reaccionan con extrema sensibilidad al sonar, pero no sabemos qué efectos concretos tiene sobre la caza, la reproducción y las migraciones.

—Es ridículo —resopló Anawak—. A las ballenas se les desgarran los tímpanos a partir de los ciento ochenta decibelios, y cada uno de los megáfonos subacuáticos del Surtass produce un ruido de doscientos quince decibelios. El punto máximo de la señal es incluso superior.

Delaware miró a uno y otro.

—Y... ¿qué pasa con los animales?

—Precisamente por eso Fenwick y Oliviera pensaron en la teoría del ruido —dijo Byrne—. Hace algunos años los ensayos con sonar de la Marina hicieron encallar a delfines y ballenas en distintas partes del mundo. Varias ballenas murieron. Todas ellas presentaban fuertes hemorragias en el cerebro y en los oídos, lesiones típicas del ruido intenso. Los ecologistas pudieron demostrar que en las inmediaciones de los casos mortales habían tenido lugar maniobras militares de la OTAN, pero ¿quién se atreve a atacar a la Marina?

—¿Niegan su responsabilidad?

—Durante años han negado que exista cualquier tipo de conexión. No obstante, han tenido que admitir su responsabilidad por lo menos en algunos casos. La cuestión es que seguimos sabiendo muy poco. Sólo tenemos información de ballenas muertas, y a partir de ahí cada cual desarrolla su propia teoría. Fenwick, por ejemplo, cree que el ruido submarino puede llevar a la locura colectiva.

—Eso es un disparate —gruñó Anawak—. El ruido hace que los animales pierdan el sentido de la orientación. No atacan barcos, encallan.

—Yo creo que la teoría de Fenwick es digna de consideración —dijo Delaware.

—¿Ah, sí?

—¿Y por qué no? Los animales se atolondran. Primero algunos, y luego, como en una especie de psicosis masiva, cada vez más.

—¡No digas tonterías, Licia! Sabemos, por ejemplo, de zifios que encallaron frente a las islas Canarias después que la OTAN realizó allí maniobras militares. Prácticamente ningún animal reacciona con tanta sensibilidad al ruido como los zifios. Por supuesto que se atolondraron. Estaban tan asustados que abandonaron su elemento nativo y acabaron varados en la playa. Los cetáceos huyen del ruido.

—O atacan a los que lo generan —objetó Delaware tercamente.

—¿A quiénes? ¿A botes neumáticos con motor fuera borda? ¡Dime si hacen ruido!

—Entonces es que hubo otro ruido. Explosiones submarinas.

—Aquí no.

—¿Cómo lo sabes?

—Sencillamente lo sé.

—Lo importante es tener razón.

—¡Y justamente lo dices tú!

—Además, ha habido encallamientos desde hace siglos, incluso en las costas de la Columbia Británica. Hay viejos relatos que...

—Ya lo sé. Todo el mundo lo sabe.

—¿Y qué? ¿Los indios también tenían sonar?

—¿Qué diablos tiene que ver eso con nuestro tema?

—Mucho. Se formulan ideas irreflexivas sobre los encallamientos de ballenas y...

—¿Así que soy irreflexivo?

Delaware lo miró con un destello de ira.

—Lo que quiero decir es que los encallamientos masivos no necesariamente tienen que estar relacionados con el ruido generado artificialmente. Pero puede que el ruido provoque alteraciones que todavía no conocemos.

—¡Eh! —Byrne alzó las manos—. Estáis discutiendo en vano. A estas alturas el propio Fenwick considera que su teoría tiene algunos fallos. Sigue insistiendo en la locura colectiva, pero... ¿me estáis escuchando?

Lo miraron.

—Como decía —continuó Byrne, después de haberse asegura» do de que le prestaban atención—, Fenwick y Oliviera encontraron esos coágulos e infirieron una deformación por agentes externos. Superficialmente parecían hemorragias, así que las tomaron por hemorragias. Luego aislaron la sustancia que contenía y la sometieron al procedimiento normal, y constataron que sólo estaba impregnada de la sangre de las ballenas. La sustancia en sí es una masa incolora que se descompone rápidamente en contacto con el aire. La mayor parte ya no se podía usar. —Byrne se inclinó hacia adelante—. Pero pudieron analizar algo. Los resultados coinciden con los de un análisis de muestras de hace unas pocas semanas. Ya habían visto antes esa sustancia que estaba en la cabeza de las ballenas. En Nanaimo.

Anawak esperó un segundo.

—¿Y qué es? —preguntó con voz ronca.

—Lo mismo que encontraste entre los moluscos del
Barrier Queen
.

—¿La sustancia del cerebro de las ballenas y la del casco del barco...?

—Es idéntica. La misma sustancia: materia orgánica.

—Un organismo extraño —murmuró Anawak.

—Algo extraño, sí.

Aunque llevaba pocas horas levantado, Anawak se sentía agotado, de modo que volvió con Delaware a Tofino. La rodilla le estorbaba para subir la escalera de madera que llevaba del embarcadero al muelle. Le estorbaba para actuar y para pensar. Se sentía desamparado, deprimido y expuesto a todo lo desagradable.

Con las mandíbulas apretadas, fue cojeando hasta el abandonado salón de ventas de la estación Davies, sacó una botella de zumo de naranja de la nevera y se dejó caer en el sillón que estaba detrás del mostrador. En su cabeza, los pensamientos se sucedían con la misma falta de sentido con la que los perros intentan morderse la cola.

Delaware llegó tras él. Miró indecisa a su alrededor.

—Sírvete algo. —Anawak señaló el frigorífico—. Lo que quieras.

—La ballena que hizo caer el avión... —comenzó Delaware.

Anawak abrió la botella y bebió un largo trago.

—Disculpa, no te he ofrecido... Sírvete tú misma.

—Se hirió, León. Tal vez haya muerto.

Anawak se quedó pensando.

—Sí —dijo—. Probablemente.

Delaware se acercó a un estante en el que ofrecían figuras de ballenas de plástico. Había modelos de todos los tamaños: desde ti penas un pulgar hasta medio metro de longitud. Varias ballenas Jorobadas se apoyaban pacíficamente sobre sus aletas pectorales. Delaware cogió una de ellas y la giró varías veces entre los dedos. Mientras tanto, Anawak la miraba de soslayo.

—No lo hacen voluntariamente —dijo Delaware.

Anawak se frotó el mentón. Luego se inclinó hacia adelante y encendió el pequeño televisor portátil que estaba junto al aparato de radio. Quizá se marchara sin tener que pedírselo. No tenía nada contra su compañía. En el fondo, se avergonzaba de su mal humor y de ser tan grosero y distante con ella, pero su necesidad de estar solo crecía minuto a minuto.

Delaware volvió a colocar con cuidado la ballena de plástico en el estante.

—¿Puedo hacerte una pregunta personal?

¡Otra vez! Anawak iba a contestarle algo cortante. Luego se encogió de hombros.

—Por mí.

—¿Eres makah?

Casi se le cae la botella de la mano de la sorpresa. Así que era eso lo que quería preguntarle. Quería saber por qué parecía indio.

—¿Y cómo se te ocurre eso ahora? —balbuceó.

—Por algo que dijisteis. Poco antes de que despegara el avión Shoemaker dijo que Greywolf se ganaría la enemistad de los makah por atacar con tanta vehemencia la caza de ballenas. Los makah son indios, ¿verdad?

—Sí.

—¿Tu gente?

—¿Los makah? No. No soy makah.

—¿Eres...?

—Escucha, Licia. No lo tomes a mal, pero no estoy de humor para historias familiares.

Delaware apretó los labios.

—De acuerdo.

—Te llamaré en cuanto King se comunique. —Sonrió a medias—. O me llamas tú. Tal vez se comunique de nuevo contigo, para no despertarme.

Delaware sacudió su mata de pelo rojo y se dirigió despacio hacia la puerta. Antes de salir se detuvo.

—Sólo una cosa más —dijo sin volverse—. Dale las gracias a Greywolf por haberte salvado la vida. Yo ya lo he hecho.

—Que tú ya... —se encolerizó.

—Sí, por supuesto. Puedes despreciarlo por todo lo demás, pero ese agradecimiento lo tiene merecido. Sin él estarías muerto.

Y tras decir eso se marchó.

Anawak se quedó mirándola. Dejó la botella sobre la mesa y respiró hondo.

¡Darle las gracias a Greywolf!

Seguía sentado tras el mostrador cuando, zapeando, se topó con uno de los muchos programas especiales que estaban emitiendo por esos días sobre la situación de las costas de la Columbia Británica. Había programas similares de Estados Unidos. También allí los ataques habían paralizado en gran medida el tráfico marítimo regional. En el estudio de televisión estaban entrevistando a una mujer vestida con el uniforme de la Marina norteamericana. Llevaba su corto cabello negro peinado hacia atrás. Su rostro era de una belleza severa, de rasgos asiáticos. Tal vez china, o más bien medio china. Un detalle decisivo no cuadraba con el resto: sus ojos; eran de un azul claro, transparente.

En el extremo inferior de la imagen apareció un rótulo:

«Judith Li, comandante general de la Marina de Guerra de Estados Unidos».

—¿Tenemos que prescindir de las aguas frente a las costas de la Columbia Británica? —estaba preguntando el presentador—. ¿Debemos devolverlas a la naturaleza, por decirlo de algún modo?

—No creo que tengamos que devolver nada a la naturaleza —replicó Judith Li—. Vivimos en armonía con la naturaleza, aunque todavía haya que mejorar algunas cosas.

—Por el momento, parece casi imposible hablar de armonía.

—Bueno, estamos en estrecho contacto con los científicos e institutos de investigación más renombrados de uno y otro lado de la frontera. Los cambios de comportamiento colectivos que venimos observando en los animales son inquietantes, pero sería completamente desacertado dramatizar la situación y sembrar la alarma.

—¿No cree que se trate de un fenómeno masivo?

—Si formulamos teorías sobre sus características estamos asumiendo que nos enfrentamos a un fenómeno. Por el momento yo hablaría de una acumulación de acontecimientos similares...

—Que apenas han trascendido a la opinión pública —intercaló el presentador—. ¿Podría decirnos por qué?

—¿Quiere decir que no se ha informado? —Li sonrió—. Lo estoy haciendo en estos momentos.

—Lo cual nos alegra, pero también nos sorprende. La política informativa tanto de su país como del nuestro ha sido en los últimos días más que deficiente. Es prácticamente imposible conocer la opinión de los expertos, porque su departamento bloquea lodos los contactos.

—Sí que es posible —gruñó Anawak—. Greywolf ya estuvo dándole a la lengua, ¿no te has enterado?

Pero ¿por qué no habían entrevistado a King o a Ray Fenwick? Ed Byrne era uno de los investigadores de orcas más importantes; sin embargo, ningún periódico o canal de televisión había contactado con él en las últimas semanas. A él mismo, León Anawak, lo había elogiado recientemente la revista
Scientific American
en un artículo sobre investigación en materia de inteligencia en mamíferos marinos y nadie había aparecido para ponerle un micrófono delante.

En aquel instante se dio cuenta de lo absurdo que era todo. En otras circunstancias (ataques terroristas, accidentes aéreos, catástrofes naturales) arrastraban frente a las cámaras a expertos o a cualquiera que se considerase experto el mismo día del suceso.

Ellos, en cambio, trabajaban en silencio.

De hecho, tenía que admitir que, después de su última entrevista en el periódico local, incluso Greywolf había pasado a segundo plano. En los días anteriores, el radical protector medioambiental no había desaprovechado prácticamente ninguna oportunidad de hacer declaraciones, pero de pronto el héroe de Tofino ya no interesaba.

—Tiene una perspectiva un tanto unilateral —dijo Li con tranquilidad—. La situación es ciertamente inusual, casi no hay casos comparables. Por supuesto que vigilamos que ninguno de los que se consideran a sí mismos expertos exprese conclusiones apresuradas, sencillamente porque no daríamos abasto con las rectificaciones. Con independencia de eso, no veo por el momento ninguna amenaza que no podamos contrarrestar.

—¿Quiere decir que tienen todo bajo control?

—Estamos trabajando en ello.

—Algunos piensan que están fracasando.

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