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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (55 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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Lope dirigió la mirada a las murallas de la ciudad y a las torres de la puerta. Tras las almenas asomaban los vigías y guardias habituales, nada inusual. Todo estaba en calma, no había motivo para mantener una vigilancia especial. Lope se quedó inmóvil tras el pretil, sumido en sus pensamientos. Tenía la cabeza caliente. Le habría gustado ir con los otros, pero el viejo normando se lo había prohibido.

En algún momento percibió un movimiento en una de las hojas guarnecidas en hierro de la puerta de la ciudad, o más bien creyó percibirlo, pues tardó en comprender que aquello no era una ilusión, sino que el enorme batiente realmente se estaba abriendo. Se dio un golpe para despertarse y empezó a gritar:

—¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen! —gritó con todas sus fuerzas, señalando la puerta y sacudiendo frenéticamente los brazos, mientras por la negra abertura asomaban ya los primeros jinetes—. ¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen!

Alguno de los hombres tuvo la suficiente sangre fría como para coger el palo dispuesto para casos de alarma y golpear con él el madero colgado que hacía las veces de gong. Un cuerno empezó a sonar insistentemente en algún lugar. Lope dejó por fin de gritar. Estaba como pegado al suelo, con la mirada fija en los jinetes que se acercaban. Los más adelantados habían llegado ya al borde la plaza, y por la puerta de la ciudad seguían saliendo más, ahora seguidos también por una numerosa tropa de a pie, que avanzaba a paso ligero. No se dirigían hacia las fortificaciones, sino más al sur, como si no pensaran atacarías. Se oyeron sonoras órdenes, incomprensibles en el creciente barullo, y de pronto el viejo normando estaba al pie de la torre, rugiendo a sus hombres, que seguían arriba:

—¡Que se queden ahí arriba tres hombres! ¡Los demás, venid conmigo!

En la plataforma eran ocho, y algunos vacilaban. Lope fue el primero en alcanzar la escala. Estaba contento de que hubiera alguien que le dijera qué hacer, estaba contento de haber superado el estupor en que lo había sumido la visión del ataque moro. Bajó rápidamente la escalinata. Abajo, esperaba un hombre que repartía las lanzas.

—¡Vamos! ¡Vamos, vamos! —rugía el viejo.

Lope desamarró su caballo, uno de los carpinteros montó a su grupa, y salieron tras el viejo hacia la puerta posterior. La palizada entre esa puerta y la torre de la esquina sureste todavía no estaba terminada. El subsuelo rocoso había impedido cavar un foso. Todavía quedaba una brecha de cuarenta pasos de ancho que sólo estaba protegida por una cerca de la altura de un hombre, hecha con ramas y zarzales. Si los moros atacaban, lo harían por ese punto, todo el mundo lo sabía.

—¡Ocupad vuestras posiciones! —gritó el viejo, enviando a los arqueros a las torres.

Lope se quedó junto al viejo. Como él, amarró su caballo tras la puerta, lo siguió hacia la brecha de la palizada y ocupó su lugar. Dos hombres que llevaban manojos de flechas en las manos salieron corriendo de la obra y subieron al bastión de la puerta. El viejo azuzaba a sus hombres con maldiciones y rugía pidiendo refuerzos. Lope subió al pasadizo y dejó sus lanzas a un lado. Junto a él había un muchacho alto y delgado que llevaba un traje de cuero y un yelmo deforme y basto revestido de tela. A su izquierda estaba el carpintero que había montado con él. A ninguno de los dos los había visto antes. Se sentía desgraciado, abandonado. ¿Por qué no regresaban el capitán y los otros? ¿Por qué no habían obedecido la señal de alarma? Tenían que haberla oído.

Miró por encima de la cerca: los primeros jinetes moros estaban ya a escasa distancia; al pie del montículo que impedía ver el campamento avanzaban en apretada formación; y por la derecha se aproximaban rápidamente en grupos, gritando, con sus escudos redondos resplandecientes al sol y banderas ondeando en torno a sus yelmos. El aire estaba impregnado de atabales que retumbaban sordamente en el estómago, y de penetrantes silbidos que desgarraban los nervios. ¿Cuántos eran? Dios santo, ¿cuántos eran los que se acercaban? ¿Y cuántos había tras la cerca para rechazar el ataque? No había más de una docena de hombres en toda la brecha, en su mayoría mozos jóvenes como él mismo. Tras esa cerca baja no tenían ninguna posibilidad, ni la más mínima.

Los moros estaban ya inquietantemente cerca; los primeros, a sólo cincuenta pasos, tan cerca que Lope podía verles las caras, las bocas abiertas profiriendo gritos de guerra. Los arqueros de las torres habían empezado a cubrirlos de flechas, pero ahora también los moros disparaban, sin dejar de correr o galopar. Lope se agachó involuntariamente cuando las primeras flechas pasaron silbando sobre su cabeza, para clavarse entre las ramas de la cerca. Por el rabillo del ojo vio que el muchacho del extraño yelmo arrojaba la primera lanza. Se levantó, arrojó también su lanza hacia los moros, sin apuntar, y de repente advirtió, al coger la segunda lanza, que el carpintero ya no estaba a su lado. Vio al viejo correr a tropezones hacia la puerta y a tres hombres huyendo agachados de la cerca hacia la obras. Vio al viejo gritar, sin oír lo que gritaba; el rugido ensordecedor de los atacantes estaba ya tan cercano que apagaba cualquier otro sonido. Y se quedó como petrificado, hasta que vio que el carpintero estaba junto a su caballo, intentando tranquilizar al espantado animal para poder montar. Entonces Lope echó a correr, dejándolo todo, su escudo, las lanzas listas para ser arrojadas. Vio a los otros huir a toda prisa hacia el interior de las fortificaciones; vio al carpintero salir a toda rienda en su caballo, a la grupa del viejo, y de pronto se encontró solo bajo la torre de la puerta. Al volverse, vio que los primeros moros ya estaban cruzando la cerca. Siguió corriendo llevado por el pánico. Se adentró entre las barracas de la construcción y los montones de maderos apilados junto a la obra, tropezó, se arrastró a cuatro patas por un estrecho callejón formado entre una de las barracas y una pila de pieles de vaca frescas de la altura de un hombre, se metió entre las pieles tiesas y viscosas, se detuvo, jadeando, se tumbó, todo el cuerpo le temblaba, estiró las piernas, cerró los ojos, como un niño pequeño que cree que se hace invisible cuando él mismo deja de ver.

Se quedó temblando en su escondite un largo rato, sin darse cuenta de nada, hasta que, poco a poco, fue abandonándolo el cegador y ensordecedor ataque de miedo, y sus sentidos volvieron a percibir lo que ocurría a su alrededor. El olor dulzón y nauseabundo de las pieles se le metió por la nariz. Oyó el penetrante zumbido de las incontables moscas que pululaban a su alrededor. Oyó los gritos de los moros, ruido de cascos de caballo, fuertes golpes de hacha y el crepitar de un fuego muy cercano. Abrió los ojos y vio por la estrecha rendija que dejaban las pieles la parte baja de la torre de asedio, alrededor de la cual habían amontonado grandes hatos de leña. Era allí donde ardía el fuego. Furiosas llamaradas se levantaban devorando la madera del armazón de vigas. A través de las llamas y el humo, Lope llegaba a ver la torre de la esquina noreste de la fortificación, en la que él mismo había estado momentos antes. Vio a los hombres detrás del pretil de la plataforma superior, arrojando piedras hacia abajo y manteniendo a raya a los moros con flechas. Por lo visto, la mayor parte de los hombres de la guarnición se habían salvado alcanzando las torres, bien fortificadas. Pero en el interior de la fortificación no se oía más que a los moros. Estaban en todas partes, y en todas partes sonaban sus gritos. Prendían fuego a cada rincón. Hasta la barraca tras la cual se encontraba Lope parecía estar en llamas. Lope sentía que el calor se hacía cada vez más intenso y, de pronto, oyó el débil sonido de una trompeta repitiendo una y otra vez la misma precipitada señal, y vio que las inmediaciones de la torre de asedio quedaban desiertas y que los moros se alejaban hacia la puerta norte, situada justo frente a la ciudad. Quizá fuera que llegaban refuerzos del campamento y los moros querían evitar enfrentarse con ellos, o quizá su único objetivo había sido destruir las obras y prender fuego a la torre de asedio, y ahora se retiraban.

El calor empezó a hacerse insoportable. Lope se arrastró desesperado fuera de las pieles, ayudándose con brazos y piernas hasta salir. Reptó como una lagartija por el suelo, alejándose de las llamas, jadeando y tosiendo por el humo que le llegaba a los pulmones, y temblando por el esfuerzo. Entonces vio al hombre. Se dio cuenta al instante de que era un moro. Era un hombre mayor, mayor incluso que el capitán, y más bajo que Lope. Llevaba una tela azul alrededor del yelmo y una coraza demasiado grande, que le llegaba hasta los muslos. Eh hombre tenía una lanza en la mano derecha y un gran fardo sobre el hombro izquierdo que apenas le permitía andar. Se dirigía hacia la puerta, y llevaba prisa. Al ver a Lope, se sobresaltó tanto como el propio Lope, y se puso a gritar como pidiendo ayuda. Estaban a menos de quince pasos el uno del otro, y Lope pensaba que el hombre se daría la vuelta y echaría a correr, cuando, de repente, dejó caer el bulto, levantó el brazo y arrojó la lanza, antes incluso de que Lope pudiera ponerse de pie. La lanza pasó rozando la cabeza de Lope. Lope no la vio, sólo escuchó el ruido siseante que hizo al pasar junto a su oído. Desenvainó la espada con mano temblorosa, advirtió espantado que ya no tenía el escudo y que el hombre corría hacia él, gritando como un animal rabioso, lanzando unos aullidos demenciales. Lope quiso esquivarlo, pero las piernas no le obedecieron, y un instante después el hombre ya estaba sobre él, golpeándole. Lope cogió la espada con las dos manos y, manteniéndola firme por encima de su cabeza, intentó parar los golpes del moro, doblándose bajo la espada. Tenía frente a él el rostro del hombre, sus ojos muy abiertos, los trozos de dientes en su boca; oía sus gritos, que en cada golpe se convertían en un aullido. El hombre sólo golpeaba de arriba a abajo, como un martillo. Lope veía venir los golpes y, sin saber bien cómo, interponía una y otra vez su espada entre él y el acero que caía, sin pensar, sin sentir dolor alguno cuando era tocado. En su cabeza martilleó de repente la voz del capitán: «¡Golpea tú, no dejes golpear al otro! ¡Golpea tú! ¡Golpea tú! ¡Golpea y mata! ¡Golpea y mata!». Oía al capitán con tanta claridad como si estuviese a su lado. Pero no podía obedecer, estaba como paralizado, doblado impotente bajo su espada.

Entonces volvió a oírse el agudo y claro toque de trompetas, como una lejana señal de alarma, y el hombre se detuvo un momento, cerró la boca de golpe, apagó su grito, Y en ese mismo instante Lope cargó contra él, empujó la espada hacia delante, sin mirar, sintió en las manos que su acero había golpeado contra algo, y vio que el hombre perdía el yelmo y retrocedía tambaleándose. Entonces Lope golpeó con todas sus fuerzas, golpeó gritando con los ojos cerrados y volvió a acertar, sin saber dónde había acertado. Una ráfaga de aire caliente le azotó la cara. Abrió los ojos y vio que el hombre seguía de pie, tambaleante, los brazos a medio levantar, el rostro extrañamente perdido en una expresión de asombro y dolor. Vio la infinita lentitud con que el hombre caía de rodillas e inclinaba el torso hacia delante, hasta que su cabeza dio contra el suelo. Vio, espantado y perplejo, que el cráneo se abría en dos y dejaba salir una masa sanguinolenta, que rodó hasta sus pies. Lope abrió la boca y tomó grandes bocanadas de aire, como si se estuviera ahogando. Se dio la vuelta, pero no desapareció de sus ojos la imagen de esa masa rojiza, similar a una esponja empapada en sangre. Una sensación de náuseas le subió por la garganta, agarrotándole el cuerpo y haciéndole vomitar con dolorosas convulsiones todo lo que tenía en el estómago. Se sentía como si las entrañas se le hubieran salido por la boca.

Poco después oyó ruido de cascos y, a través del humo y el fuego y del aire caliente y trémulo, vio acercarse a un jinete. Ya no tenía fuerzas para huir. Si hubiera sido un moro, Lope se habría dejado matar sin defenderse. Pero no era un moro, sino un normando. Y cuando estuvo cerca, Lope lo reconoció: era uno de los dos que habían participado en el ataque al foso de la ciudad.

—¿Qué ha pasado, chico? —gritó el normando, deteniéndose junto a él y empujando con la lanza el cadáver del moro, hasta dejarlo boca arriba—. ¿Lo has matado tú?

Lope no contestó.

El normando desmontó de un salto, levantó el yelmo y la espada del moro muerto y se puso a desabrocharle las correas de la coraza.

—Bien hecho, muchacho —dijo—. Muy bien hecho.

Lope observó en silencio cómo el normando desvestía al muerto: primero la coraza, luego las botas y los pantalones, hasta dejar el cadáver completamente desnudo. De pronto sintió que estaba temblando. Se sintió avergonzado e intentó reprimir el temblor. Pero no lo consiguió.

26
BARBASTRO

SABBAT 9 DE TAMÚS, 4624

26 DE JUNIO, 1064 / 8 DE RADJAB, 456

Esa mañana había caído una tormenta sobre el valle; un infierno de palpitantes relámpagos y truenos estremecedores, que rebotaban en las montañas y abrían el cielo de par en par, dejando caer ríos de agua, como si quisieran inundar todo el valle. Durante toda una hora el valle se había sumido en una negra noche. Ahora el sol brillaba nuevamente, y ya sólo recordaban la tormenta el vapor que subía del suelo y el ruido del río, que se había convertido en un furioso torrente de aguas espumosas y parduzcas.

Ningún tejado había sobrevivido al aguacero. Por todas partes se veía gente extendiendo al sol ropa húmeda, sacos de dormir y colchones, por todas partes había cuerdas para tender ropa. Todo el campamento ofrecía una imagen de inusual calma. Desde la conquista del suburbio, once días atrás, la población del campamento había aumentado considerablemente en mujeres y niñas. Desde entonces no había soldado que no se hiciera atender por una criada. A veces casi parecía que había más mujeres que hombres.

A Yunus también le habían ofrecido una criada, pero él la había rechazado, con la esperanza de que su estancia forzosa en el campamento pronto llegaría a su fin. Pero, finalmente, Ibn Eh había comprado una muchacha nada más regresar de Zaragoza, hacía tres días. Debido a la gran oferta, los precios eran irrisorios. La muchacha comprada por Ibn Eh era una criatura fuerte y joven, de catorce años, que se ocupaba con gran celo de las tareas de la casa y cuidaba a los dos judíos con conmovedor afecto. La chica había puesto para Yunus un toldo junto a la pared posterior de la cabaña. Allí estaba ahora, tumbado de espaldas, disfrutando de la sombra y de la tranquilidad reinante. Necesitaba descanso. Se sentía débil y desdichado. Nunca había sido tan consciente de su edad como esos últimos días. Desde hacía tres meses, su alimentación era insuficiente; no había probado un solo bocado de carne. Y en los últimos once días se había sumado a ello la insoportable tensión de su trabajo. Tras el combate por el suburbio había tenido que vérselas con las más terribles heridas. Había realizado incontables amputaciones, cosido heridas abiertas, extraído flechas y puntas de lanza, tratado huesos rotos, mandíbulas hechas añicos, cráneos aplastados. Había visto hombres cuyas heridas estaban más allá de todo lo imaginable, y había visto a demasiados moribundos, a quienes ya ningún médico podía ayudar. También había previsto hacer una ronda para examinar a los heridos, pero Ibn Eh lo había obligado a tomarse un descanso, aunque sólo fuera porque era sabbat. Yunus le estaba agradecido a su amigo por eso. Se encontraba al límite de sus fuerzas.

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