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Authors: John Katzenbach

El Profesor (49 page)

BOOK: El Profesor
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—Deje de llamarla «pequeña Jennifer», señor Wolfe. Hace que suene...

Wolfe se echó a reír y completó la expresión:

—¿Trivial?

—Eso es.

—Bien, lo intentaré. Pero usted tiene que comprender algo: la web hace que todo sea trivial. —Wolfe miró los cuerpos entrelazados en la pantalla. Vaciló—. ¿Qué ve usted, profesor?

—Veo una pareja haciendo el amor.

Wolfe sacudió la cabeza.

—Sí, eso es lo que pensaba que iba a decir usted. Eso es lo que prácticamente todo el mundo dice. Mire con más atención, profesor.

Adrián se detuvo. Pensó que era Wolfe quien hablaba, pero luego reconoció la voz de Brian. Pero no estaba sola. Era como si detrás de una alucinación hubiera una segunda..., y se inclinó hacia delante tratando de separar los tonos hasta que se dio cuenta de que Tommy le estaba haciendo eco a Brian.

—Muéstrate más profundo —escuchó. Por un momento, se sintió confundido. No estaba seguro de dónde había venido la insistencia. Entonces se dio cuenta de que tenía que ser Tommy. Quiso lanzar una carcajada de alegría. Casi había abandonado toda esperanza de volver a escuchar a su hijo otra vez.

Muéstrate más profundo, escuchó por segunda vez. Piensa como un delincuente. Ponte en los zapatos de la rata. ¿Por qué corren por un pasillo del laberinto y no por el otro? ¿Por qué? ¿Qué obtienen y cómo lo ganan? Vamos, papá, tú puedes hacerlo.

Adrián susurró el nombre de su hijo. Sólo el hecho de decir la palabra «Tommy» le llenaba con una mezcla de emociones, amor y pérdida, ambas girando en su interior. Quería preguntarle a su hijo: ¿Qué estás diciendo? Pero las palabras se perdieron en su lengua cuando la insistencia de Tommy lo interrumpió:

Los asesinatos de Moors, papá. ¿Qué fue lo que hizo tropezar a los asesinos?

—Se expusieron.

Adrián fue de un lado a otro dentro de su cabeza.

¿Qué significa eso, papá?

—Eso quiere decir que se habían confiado demasiado y no estaban pensando en las consecuencias cuando dejaron su anonimato.

¿No es eso lo que deberías estar buscando?

La voz de su hijo parecía confiada, decidida. Tommy siempre había tenido el don de expresar un control total, incluso cuando las cosas se estaban desintegrando. Ésa era la razón por la que era tan buen fotógrafo de guerra. Adrián volvió a mirar la pantalla.

—Eh, profesor... —Wolfe parecía alterado.

Adrián empezó a hablar como un estudiante interrogado por un maestro.

—Lo que veo es a alguien que, por cualquiera que sea la razón, quiere estar en esa pantalla —dijo—. Veo a alguien que está jugando según ciertas reglas, con deseo de actuar. Veo a alguien que no ha sido obligado a dañarse.

Wolfe sonrió.

—Eso ha sido poético, profesor. Lo mismo creo yo.

—Veo explotación. Veo comercio.

—¿Ve usted el mal, profesor? Muchas personas dirían que ven depravación y algo espantoso y horrible casi al mismo tiempo. Y entonces dejarían de buscar.

Adrián sacudió la cabeza.

—En mi campo no hacemos juicios morales. Sólo evaluamos los comportamientos.

—Seguro. Como si yo me creyera eso... —Wolfe se mostró divertido, pero en realidad no era irritante. A Adrián le pareció que había pasado algún tiempo considerando quién era y qué le atraía. Cuando Wolfe regresó al teclado del ordenador, Adrián escuchó a Brian que le susurraba en la oreja: Bueno, así que es un pervertido y un degenerado, pero, ¡quién lo hubiera imaginado!, no es un psicópata. ¿No es eso de lo más sorprendente?

La risa de Brian se desvaneció mientras Wolfe apretaba algunas teclas y la pantalla se llenaba de rojo y negro. Era un primer plano de un calabozo repleto de látigos, cadenas y una cama de madera negra, donde un hombre que llevaba una máscara de cuero ajustada a la piel estaba siendo golpeado sistemáticamente por una corpulenta mujer, también vestida con cuero negro. El hombre estaba desnudo y su cuerpo se estremecía con cada golpe. Si se trataba de placer o de dolor, era algo que Adrián no podía distinguir. Tal vez ambas cosas, pensó.

—Este tipo de lugar oscuro —precisó Wolfe.

Adrián observó por un instante. Vio que el hombre se estremecía.

—Sí. Ya veo. Pero éste...

—Es sólo un ejemplo, profesor.

Adrián permaneció en silencio un momento.

—Tenemos que ajustar los criterios de búsqueda.

Otra vez, Wolfe asintió con la cabeza.

—Exactamente. Así es.

Quería preguntar: ¿Dónde busco?, esperando que Tommy o Brian lo supieran, pero lo frustraron con su silencio.

—Tenemos que buscar cautivos —sugirió. Wolfe parecía estar pensando mientras Adrián continuaba—. Tres personas. Los dos secuestradores y Jennifer. ¿Cómo enrolan gente para lo que han hecho? Tienen que hacer dinero. De otra manera, ésta sería una búsqueda inútil. Así que consígame el dinero, señor Wolfe. Encuéntreme la manera en que alguien usaría a una chica que ha secuestrado en la calle.

Adrián era insistente. Su voz tenía una autoridad que desafiaba su enfermedad. Podía escuchar a su hermano y a su hijo en algún recoveco de su cabeza, con ecos de un aplauso.

Wolfe regresó al ordenador.

—Póngase cómodo —ofreció en voz baja—. Esto va a ser difícil, especialmente para un tipo viejo como usted.

—¿Y para usted no es difícil, señor Wolfe?

El delincuente sexual sacudió la cabeza.

—Territorio conocido, profesor. Ya he visto todo esto antes. —Continuó moviendo los dedos sobre el teclado—. ¿Sabe? Cuando se es como yo, no es que uno se dé cuenta de inmediato qué es precisamente... —vaciló— lo que a uno le atrae. Se necesita una cierta exploración. A medida que la mente se te va llenando de imágenes y pasiones, pues bien, uno las va buscando. Uno viaja mucho con la cabeza, y luego con los pies. —Se encogió de hombros—. Así es como generalmente lo atrapan a uno. Cuando uno no está seguro de lo que está buscando. Una vez que uno lo sabe, y quiero decir que uno realmente lo sabe, pues bien, profesor, entonces uno es libre, porque puede planear las cosas con un propósito concreto.

Adrián dudaba de que alguno de los profesores en su antiguo departamento pudiera haber ofrecido un análisis tan sucinto de los enredados temas emocionales que rodean a una gran cantidad y variedad de delitos sexuales y comportamientos desviados.

Wolfe se detuvo repentinamente, con un dedo listo encima de una última tecla.

—Tengo que saber que usted va a apoyarme —dijo bruscamente—. Tengo que saber que puedo contar con usted, profesor. Tengo que estar seguro de que todo esto queda entre nosotros.

Adrián oyó de pronto que Tommy y Brian lo alentaban: Sigue adelante y miente.

—Sí. En eso usted tiene mi palabra.

—¿Podrá soportar una violación? ¿Podrá ver que matan a alguien?

—Pensaba que usted había dicho que las películas snuff no existían.

Wolfe negó con la cabeza.

—Yo le dije que en el mundo de lo razonable no existían. Son una leyenda urbana. En el mundo de lo no razonable, bien, tal vez existan. —Wolfe respiró hondo y continuó—: Como sabe, si alguna vez yo fuera atrapado con estas cosas en el ordenador, o si algún policía que monitoree estas cosas pudiera rastrearme, pues bien, yo estaría...

Se interrumpió. Adrián no tuvo que llenar el hueco con la palabra obvia.

—No. Soy yo quien le pide que haga esto. Si surge algo..., como por ejemplo la policía..., yo asumiré toda la culpa.

—Toda la culpa.

—Sí. Y usted puede decir la verdad, señor Wolfe. Que yo estaba dispuesto a pagarle para que me guiara.

—Sí, sólo falta que ellos me crean. —Wolfe farfulló estas palabras y Adrián se dio cuenta de que el delincuente sexual estaba balanceándose al borde del precipicio. Por una parte, conocía los problemas en los que podría estar metiéndose, incluso con la protección de Adrián. Por la otra, Wolfe quería seguir adelante. Los lugares a los que se estaban dirigiendo eran destinos que Wolfe deseaba alcanzar y la búsqueda de la «pequeña Jennifer» emprendida por Adrián le estaba dando una especie de retorcido permiso. Adrián podía darse cuenta de esto viendo la manera encorvada en que el delincuente sexual se inclinaba sobre el teclado.

—Muy bien, profesor, ahora estamos entrando en las sombras. —Su voz parecía un poco aguda, cargada de energía. Apretó la última tecla y en la pantalla aparecieron niños pequeños. Estaban jugando en un parque en un día soleado. Al fondo, Adrián pudo ver edificios antiguos y calles adoquinadas. Ámsterdam, supuso. Mark Wolfe pareció temblar en ese momento, un movimiento involuntario que Adrián sólo captó por el rabillo del ojo. Luego ambos hombres tragaron con fuerza, como si sus gargantas se hubieran secado de pronto, aunque por razones diametralmente opuestas—. Parece todo muy inocente, ¿no, profesor?

Adrián asintió con la cabeza.

—No lo será en un minuto.

El día soleado y el parque se disolvieron en una habitación de muros blancos con una cama.

—Pues bien, mirar esto o ser dueño de esto, incluso pensar en esto —informó Wolfe, inclinándose ansiosamente hacia delante—, es algo completa y asquerosamente contrario a la ley.

—Siga adelante —ordenó Adrián, que esperaba que fuera Brian quien lo obligaba a continuar, aunque no había escuchado ni una palabra insistente pronunciada por la alucinación en varios minutos. Era como si hasta el brusco abogado muerto también hubiera sido intimidado por lo que aparecía en la pantalla.

* * *

Durante horas, los dos hombres pasearon por un mundo informático que tenía reglas diferentes, moral diferente y que apuntaba a aspectos de la naturaleza humana que estaban fríamente descritos en los libros de texto. Era poco lo que no había existido durante siglos, salvo el sistema de entrega y las personas que lo hacían. Adrián podría haberse sentido perturbado por lo que veía, pero había en él un cierto distanciamiento clínico. Era un explorador con un único propósito, y todo lo que pasaba frente a él que no se ajustara a su teoría de dónde estaba Jennifer era descartado de inmediato. Más de una vez, al moverse incómodo con la aparición de algún horrible abuso, se consideró afortunado por ser un psicólogo, afortunado por estar perdiendo la razón y la memoria simultáneamente. Era como si estuviera doblemente protegido, capaz de mirar cosas que daban nuevo sentido a la palabra «terrible» porque esas cosas iban a desaparecer de su interior en lugar de convertirse en pesadillas.

A través del largo día y entrada la noche, la madre de Wolfe aparecía de vez en cuando en la puerta de la sala de estar, pidiendo de manera vacilante que se le permitiera ver «sus programas», pero era de inmediato apartada del medio por su diligente hijo. Al final, él le preparó un poco de comida y la metió en la cama, siguiendo el ritual nocturno acostumbrado, disculpándose por haberse apoderado de la televisión y prometiéndole una muy larga sesión adicional de comedias para el día siguiente. Wolfe se había mostrado reticente a robarle esos momentos a su madre.

Adrián advirtió su cariño, pero también notó que Wolfe parecía lanzarse con placer sobre las imágenes que iba encontrando. A veces Adrián decía:

—Pasemos a otra cosa... —pero Wolfe era lento para responder, sin deseos de apartarse de aquello. Wolfe parecía tan estimulado como cauteloso. Adrián suponía que el delincuente sexual nunca había estado sentado junto a otra persona cuando recorría los mundos de la web.

Era, pensaba Adrian, agotador de una manera que entumecía. Vieron a niños. Vieron perversiones. Vieron muerte. Todo parecía real, aun cuando estuviera falsificado. Todo parecía falso, aun cuando fuera real. Adrián comprendía que la línea que separa la fantasía de la realidad era más que difusa. No había ya ninguna manera en que él pudiera saber si lo que estaba viendo había ocurrido en realidad o si había sido elaborado con la destreza de un maestro en efectos especiales de Hollywood. Un terrorista que ejecuta a un rehén..., eso tenía que ser real, pensó, pero eso ocurría en un mundo de tinieblas.

Wolfe continuó apretando teclas, pero estaba aflojando el ritmo. Adrián imaginó que estaba cansado por el solo hecho de estar al borde del precipicio de tantos de sus propios deseos. Era tarde.

—Mire —dijo Wolfe—, tenemos que hacer una pausa. Comer algo tal vez. Tomar un café. Vamos, profesor, descansemos un poco. Vuelva mañana y seguiremos buscando.

—Unos cuantos más.

—¿Tiene usted idea de cuánto dinero se ha gastado ya? —le preguntó Wolfe—. Sólo por entrar a estos sitios web. Uno tras otro. Quiero decir que llevamos miles...

—Siga —insistió Adrián. Señaló con el dedo una lista que había aparecido en la pantalla: hagodetodo.com seguido de tusjovenesamigos.com y whatcomesnext.com

Wolfe hizo clic en el último y se incorporó bruscamente.

—Mire eso. Piden muchos dólares por ingresar. Este es un sitio caro —explicó—. Deben de estar ofreciendo algo especial. —Esta última palabra fue pronunciada con una suerte de energía llena de entusiasmo.

Sólo había una inscripción en rojo sobre fondo negro y una lista de precios, aparte del reloj de duración y el título: Serie # 4. Ninguna señal acerca de qué era lo que el sitio estaba vendiendo, lo cual le indicó a Adrián que los visitantes ya sabían de qué se trataba. Esto le intrigó. En ese mismo momento, Wolfe señaló el reloj de duración.

—¿Eso no concuerda más o menos con la desaparición de su chica? —preguntó.

Adrián hizo unos rápidos cálculos. Coincidía. Se sintió repentinamente lleno de un diferente tipo de entusiasmo del que percibía que se había apoderado del delincuente sexual.

—Entregue el dinero —ordenó.

Wolfe escribió el número de la tarjeta de crédito de Adrián. Los dos hombres esperaron a que llegara la autorización. La habitación de pronto se llenó con la Oda a la alegría de Beethoven mientras el pago era aprobado.

—Eso está bien —dijo Wolfe mientras escribía «Psicoprof» como nombre de usuario y cuando un indicador de comandos pidió una contraseña, escribió «Jennifer»—. Bien, profesor, veamos lo que tenemos aquí.

Otro clic y una imagen de webcam dominó la pantalla. Una mujer joven, con la cara escondida por una capucha, estaba sentada en una cama. Estaba sola en una sencilla habitación de sótano y estaba temblando de miedo. Estaba desnuda. Tenía las manos esposadas a una cadena larga, fijada a una pared.

—Guau —exclamó Wolfe—. Eso sí que es algo. —Debajo de la imagen aparecieron estas palabras: «Saluda a la Número 4, Psicoprof».

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