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Authors: John Katzenbach

El Profesor (45 page)

BOOK: El Profesor
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Jennifer asintió con la cabeza. Quería preguntar por el disparo, pero no se atrevió.

—Quiero escucharla, Número 4.

—Comprendo.

—¿Qué es lo que comprende?

—Ningún ruido. Nada. Sólo quedarme en este lugar.

—Bien. —La mujer hizo una pausa. Jennifer escuchaba su respiración. No estaba segura de si eran sus propios latidos o los de la mujer los que se escuchaban, reverberando en la pequeña habitación.

Repentinamente Jennifer sintió que le agarraban la cara. Abrió la boca en un grito contenido. Se quedó paralizada mientras las uñas de la mujer se clavaban en sus mejillas, apretándole con fuerza la piel. Jennifer tembló, luchó contra el impulso de apartar las manos que se apoderaban de ella, trató de endurecerse ante el daño producido abruptamente.

—Si usted hace el menor sonido, morirá —le advirtió la mujer.

Jennifer tembló, tratando de responder, pero no pudo. El temblor que le recorrió el cuerpo debió de ser respuesta suficiente. La mano de la mujer se aflojó, y Jennifer permaneció rígida en su posición, con miedo a moverse.

Lo siguiente que sintió era poco familiar, pero feroz. Era una punta aguda. Empezó en su garganta, y luego continuó hacia abajo por el medio, recorriéndole el cuerpo —el cuello, el pecho, el vientre, la entrepierna —deslizándose en un movimiento constante, marcado por pequeños pinchazos, como si una aguja le fuera tocando la piel. ¡Un cuchillo!, comprendió Jennifer.

—Y me encargaré de que su muerte sea terrible, Número 4. ¿Está claro?

Jennifer asintió con la cabeza otra vez, y la punta del cuchillo le tocó el vientre con un poco más de fuerza.

—Sí. Sí. Comprendo —susurró. Notó que la mujer se apartaba. El crujido de su ropa se desvanecía. Jennifer esperó escuchar que la puerta se cerraba, pero no oyó nada. Permaneció inmóvil en la cama, con el oso abrazado, tratando de entender lo que estaba ocurriendo.

Escuchó atentamente, y justo cuando formulaba el pensamiento de que algo no iba bien, sintió que una mano la agarraba por el cuello y empezó a ahogarse. Podía sentir una fuerza inmensa que le robaba cada gota de aire de su pecho. Tuvo la sensación de que estaba siendo aplastada por una inmensa placa de cemento. El miedo y la sorpresa amenazaban con hacer que se desmayara. El dolor se extendió por detrás de la venda, rojo como la sangre. Pateó, sólo al aire. Subió la mano sin pensarlo, pero sus manos se detuvieron cuando escuchó la voz del hombre:

—Puedo hacerle mucho daño, Número 4. Tal vez puedo hacer que sea peor.

Su cuerpo se estremeció. Creyó que se iba a desmayar en la oscuridad de su venda, y luego se preguntó si no se habría desmayado ya, mientras se ahogaba con hilos de aliento.

—No olvide eso —susurró el hombre.

Se estremeció tanto por el tono de la voz como por el mensaje.

—Recuerde: usted nunca está a solas.

Las manos del hombre súbitamente se aflojaron. Jennifer tosió, tratando desesperadamente de llenar sus pulmones. Su cabeza se tambaleó. No tenía ni idea de que el hombre había seguido en silencio a la mujer al entrar en la habitación. En ese momento todo estaba inconexo, sin sentido. Una pelea, un disparo, eso había creado una escena en su imaginación. Pero ellos dos en la celda juntos actuando al unísono no hicieron más que sumirla en un remolino de confusión. Sintió que giraba y luchó por agarrarse a algo que pudiera detenerla en su caída hacia el fondo del pozo de oscuridad.

—Silencio, Número 4. No importa lo que escuche. Lo que sienta. Lo que usted crea que está ocurriendo fuera. Silencio. Si hace un ruido, será lo último que haga en este mundo, aparte de experimentar un dolor inimaginable.

Jennifer cerró los ojos apretándolos con fuerza. Probablemente asintió ligeramente con la cabeza. No creyó haber hablado en voz alta. Escuchó la puerta que se cerraba. Se dio cuenta de que el hombre había atravesado la habitación sin que ella hubiera podido escuchar nada. Esto era tan terrible como cualquiera de las amenazas explícitas.

Se quedó en la oscuridad, como recubierta de hielo. Una parte de sí quería moverse. Una parte de sí quería echar una mirada. Una parte de sí quería abandonar la cama. Ésas eran las partes peligrosas, las que estaban en guerra contra las partes seguras que le decían que hiciera exactamente lo que le habían dicho. Trató de escuchar al hombre o a la mujer. Ningún sonido la respondió. Entonces escuchó algo conocido, algo que era a la vez horrible y amenazador por sí mismo.

Una sirena. Una sirena de la policía o de los bomberos. Se acercaba rápidamente.

Capítulo 34

Adrian giró bruscamente para evitar al otro vehículo y fue saludado con bocinazos y chirriar de neumáticos. El ruido resonó por todo el interior del Volvo, y no era difícil imaginar las maldiciones enfurecidas y los insultos que lo acompañaron. Miró hacia arriba y vio que obviamente se había pasado una luz roja y había evitado un accidente por un par de metros.

—Lo siento, lo siento, es mi culpa —farfulló—, no vi cuando cambiaba... —Como si el otro conductor, que se alejaba a toda velocidad, pudiera realmente escucharlo, o ver la mirada pidiendo disculpas en su cara.

—Ésa es una mala señal, Audie —dijo Brian desde el asiento del acompañante—. Las cosas están patinando. Tienes que mantenerte atento.

—Es lo que trato de hacer —respondió Adrián, con un toque de frustración mezclado en sus palabras—. Simplemente me distraigo. Le pasa a todo el mundo en algún momento u otro. No significa nada.

—Te equivocas en eso —contestó su hermano—. Tú lo sabes. Yo lo sé. Y probablemente el tipo en el otro coche ahora también lo sabe.

Adrián siguió conduciendo, desviando los temores acerca de su propia capacidad para convertirlos en enfado contra su hermano.

—No sé cómo te atreves a decirme nada —le reprochó después de un segundo o dos—. Quiero decir que eres tú quien nos ocultaba a todos nosotros lo que te estaba pasando, cuando podríamos haberte ayudado.

Brian resopló a modo de respuesta.

—¿Nunca se te ocurrió, hermano querido, que tal vez yo no quería que me siguieran dando más tratamientos? ¿Que tal vez ya había completado mi cuota de psicólogos, medicamentos y charlas, charlas y más charlas, hasta el hartazgo?

—¿Y tú qué sabías? ¿Desde cuándo tenías un título de psicólogo? No te creo.

El sarcasmo en sus palabras alivió un poco la ansiedad de Adrián. Su hermano tenía razón, por lo menos en cuanto a prestar atención y no distraerse mientras conducía. En cuanto a si tenía razón o no en eso de suicidarse, Adrián estaba menos seguro.

—Creo que lo que hiciste fue una cobardía —añadió Adrián con un desagradable tono de presunción en su voz—. Lo único que hiciste fue dejar un lío que yo tuve que tratar de ordenar. —Lo que Adrián quería decir era que Brian, al igual que Cassie y Tommy, lo habían dejado solo con nada más que preguntas. Cada pregunta era un misterio en sí misma. Pero no podía llegar a decir que por miedo iba a estar exigiendo demasiado de su hermano muerto.

Brian se mantuvo callado un momento. La brillante luz de sol del mediodía se reflejó en la ventanilla del automóvil, y luego se desvaneció. Estaban a sólo unas calles de la casa de Mark Wolfe, y Adrián consideró que ya debería estar pensando en lo que iba a decir. Se dijo que un detective de verdad ya estaría tratando de anticipar la razón por la que Wolfe le había pedido que fuera a su casa.

Su hermano se entrometió, volviendo a hablar en voz baja de su propia muerte:

—Lo que yo sabía, Audie, era que había dejado atrás una parte realmente importante de mí. La había dejado en algún lugar donde nunca podría recuperarla, por más que lo intentara. Estaba tratando de llenar un hueco que nunca iba a llenarse. Hacía que todo en mi vida pareciera un encubrimiento. A veces eso es lo que la guerra le hace a uno. No a todos, supongo. Pero para mí..., pues bien, fue así.

Pero eso no es verdad, pensó Adrián. Ahora entendemos mucho mejor lo que es el trastorno de estrés postraumático. Podría mostrarte los estudios hechos y también podría contarte los casos con éxito. Sólo porque una vez uno pase por dificultades, eso no quiere decir que esté condenado para siempre. La gente sobrevive. La gente lo supera. La gente vuelve a florecer..., pero no dijo nada de esto porque se daba cuenta de que el momento de haberlo dicho era cuando Brian estaba con vida. No en ese momento.

Pasó de un mundo de muertes a un mundo de leyes. Quedó atrapado entre lo racional y lo irracional, y se pasó todo el tiempo tratando de distinguir entre lo uno y lo otro. Simplemente no pudo hacerlo.

Brian suspiró antes de continuar.

—Como ves, hermano mío, allí estaba yo, que era casi un niño, y ya era experto en matar y morir, y ya sabía, maldita sea, que eso iba a estar dentro de mí para siempre; independientemente de lo que hiciera el resto de mis días, eso nunca me iba a abandonar.

La voz de Brian estaba llena de una suavidad que Adrián apenas reconoció. Su hermano siempre había sido de los que peleaban con fuerza y ferocidad en favor de clientes y de causas, de modo que escuchar su voz tan quebrada por la derrota era algo extraño, imposible. Adrián miró a un lado y ahogó un grito. La cara de Brian estaba surcada de sangre y la pechera de su camisa blanca estaba manchada con un profundo color carmesí. Su pelo estaba enredado y apelmazado. Adrián no podía ver el agujero que había hecho la bala en un lateral de su cabeza, pero sabía que estaba ahí, sólo que fuera de su vista.

—¿Sabes lo que me sorprendía, Audie? Tú siempre eras ese tipo académico e intelectual. Poesía y estudios científicos. Pero yo no tenía ni idea de lo fuerte que eras —continuó Brian, con un tono de voz neutro, periodístico—. Yo no podría haber sobrevivido al hecho de que Tommy muriera allá en Irak. No podría haber continuado después de que Cassie chocara contra aquel árbol. Yo era egoísta. Vivía solo. Lo único que tenía eran clientes y causas. No permitía que entrara gente en mi vida. Eso lo hacía todo mucho más fácil para mí porque no tenía que preocuparme por los que amaba.

Adrián volvió sus ojos otra vez al camino. Controló dos veces para asegurarse de estar dentro del límite de velocidad.

—La casa de Wolfe está allí —informó Brian. Señalaba hacia delante. Tenía el dedo ensangrentado.

—¿Te quedarás conmigo? —quiso saber Adrián. Su pregunta flotó entre los dos.

—Si me necesitas, allí estaré —respondió Brian. Algo del viejo Brian, del Brian seguro de sí mismo, directo, fuerte, reapareció. Adrián vio que su hermano empezaba a sacudirse la pechera de su camisa, como si las manchas de sangre fueran migas de pan—. Mira, Audie, tú puedes manejar a este tipo. Sólo ten en mente lo que todo detective sabe: Siempre hay algo que relaciona todo. Hay algo por allí que te dirá por dónde buscar a Jennifer. Tal vez ya está ahí y va a aparecer pronto. Sólo tienes que estar preparado para descubrirlo cuando pase como un rayo. Exactamente como ese automóvil en el semáforo. Tienes que estar listo para entrar en acción.

Adrián asintió con la cabeza. Detuvo el coche en un lado de la calle y miró hacia la casa de Mark Wolfe.

—Mantente cerca —dijo, esperando que su hermano muerto pensara que era una orden, cuando en realidad era un ruego.

—Siempre estaré tan cerca como tú quieras —respondió Brian.

Adrián vio que Wolfe estaba de pie en la entrada, observándolo. El delincuente sexual saludó con la mano en dirección a él, como cualquier buen vecino en una mañana de fin de semana.

* * *

Adrián se sorprendió por lo alegre que parecía el interior de la casa de Wolfe. Las cosas estaban limpias y cuidadosamente ordenadas. La luz del sol entraba por las persianas abiertas. Había olor a primavera en la casa, probablemente impuesto por una generosa ración de aromatizador enlatado. Wolfe hizo un gesto hacia la sala de estar, que ahora ya le resultaba conocida. Cuando Adrián avanzó, la madre de Wolfe salió de la cocina. Saludó a Adrián afectuosamente, con un beso en la mejilla, aunque evidentemente no tenía recuerdo alguno de sus visitas anteriores. Luego se dirigió tan apresurada hacia una habitación trasera para «ordenar un poco y doblar la ropa recién lavada» que Adrián pensó que era una especie de comportamiento arreglado de antemano. Imaginó que Wolfe había aleccionado cuidadosamente a su madre sobre qué decir y qué hacer cuando llegara Adrián.

Wolfe observó a su madre irse por un pasillo y cerró una puerta de la habitación de atrás cuando ella desapareció.

—No tengo mucho tiempo —dijo—. Se pone intranquila cuando la dejo sola durante demasiado tiempo.

—¿Y cuando usted va a trabajar?

—No me gusta pensar en eso. Una de sus amigas se pasa por aquí a menudo. Tengo una lista de mujeres que ella conocía antes de que todo esto empezara a ocurrir que están dispuestas, de modo que las llamo tantas veces como puedo. A veces la sacan a pasear. Pero debido a mis... —vaciló—, mis problemas con la ley, a la mayoría de ellas no les gusta que las vean por aquí. Así que contrato al muchacho de un vecino para que venga después del instituto y eche un vistazo un par de minutos. Los padres del chico no saben que tenemos este arreglo, porque si lo supieran, probablemente se lo prohibirían. De todos modos ella no puede recordar su nombre nueve de cada diez veces, pero le gusta cuando él pasa a verla. Me parece que cree que el niño soy yo, sólo que hace veinte años. De todos modos, eso me cuesta diez dólares por día. Le dejo un sandwich para la comida..., todavía puede comer ella sola, pero no sé cuánto tiempo más durará eso, porque si se ahoga... —Se detuvo. El dilema en que se encontraba era obvio.

Adrián no estaba muy seguro de qué tenía que ver todo eso con él, pero oyó la voz de Brian que le susurraba al oído y le decía: Tú sabes lo que viene a continuación de esto, ¿no?

Segundos más tarde, Wolfe se giró hacia Adrián.

—Sé que teníamos un acuerdo, pero... —Adrián pudo escuchar la risa sofocada de su hermano— necesito más. La promesa de que usted no irá a la policía no es suficiente. Necesito que me pague por lo que estoy haciendo. Se requiere mucho tiempo y energía. Yo podría estar haciendo horas extra en mi trabajo, ganando un poco más de dinero.

Wolfe se trasladó a la sala de estar. Sacó el ordenador portátil de su madre de la bolsa de costura y empezó a conectarla a la pantalla grande de televisión.

—¿Qué le hace pensar...? —empezó Adrián, pero fue interrumpido.

—Sé todo sobre usted, profesor. Sé muy bien cómo son las cosas con ustedes, los tipos académicos. Son ricos. Todos ustedes tienen dinero guardado en algún lugar. Todos esos años recibiendo subvenciones del gobierno para investigar, todos los beneficios que reciben del Estado. Sus colegas en la escuela de negocios probablemente les orientan para que realicen buenas inversiones. Ya se sabe..., ese Volvo viejo. La ropa desgastada. Usted puede dar la impresión de no tener ni un céntimo, pero sé que tal vez tiene millones escondidos en alguna cuenta.

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