—De acuerdo. Ven, Isa, nos vamos al naranjal —dijo Ram—. Y no creas que olvidaré esto, Kip.
Ram cogió la mano de la muchacha y tiró de ella hasta que empezó a caminar. Isabel lo siguió con las mejillas encendidas, mirando a Kip por encima del hombro, como si esperase que hiciera algo.
Pero ¿qué podía hacer él? Lo cierto era que se alejaban en la dirección correcta. Si se plantaba delante de Ram y le daba un puñetazo en la cara, Ram lo machacaría… y peor aún, ambos estarían a cielo descubierto. Si Kip seguía sus pasos, Ram podría asumir que buscaba pelea aunque no fuera así, con el mismo resultado.
Isabel seguía mirándolo. Era tan bonita que dolía.
Kip podía quedarse donde estaba. Sin hacer nada. Y esconderse debajo del puente.
¡No!
Kip profirió una maldición. Isa volvió la vista atrás cuando el muchacho salió de la sombra del Puente Verde. Abrió los ojos de par en par, y a Kip le pareció que una sonrisa se insinuaba en sus labios. ¿Alegría sincera al ver que Kip la seguía y se comportaba como un hombre, o malsana vanidad por ser el objeto de una disputa? La mirada de la muchacha se desvió entonces arriba y a la izquierda, hacia la orilla opuesta del río. Sorprendida.
Un hombre gritó algo desde lo alto, pero el siseo de las aguas impidió que Kip distinguiera las palabras. Ram tropezó al llegar a lo alto de la ribera. No hizo nada por recuperar el equilibrio. En vez de eso, cayó de rodillas, se tambaleó y se desplomó de espaldas.
Fue solo cuando el cuerpo inerte de Ram rodó por sí solo que Kip vio la flecha que sobresalía de su espalda.
Isa también la vio. Miró de frente a quienquiera que estuviese en la orilla, miró a Kip de soslayo, y echó a correr en la otra dirección.
—Matadla —ordenó un hombre con voz alta y clara, aunque sin rastro de emoción, en el puente justo sobre la cabeza de Kip.
Kip se sentía mareado, impotente. Había desperdiciado demasiado tiempo. Su mente rechazaba lo que veían sus ojos. Isa corría por la orilla del río, deprisa. Siempre había sido veloz, pero no había donde esconderse ni ponerse a cubierto del flechazo que Kip sabía que era inminente. El corazón martilleaba en su pecho, rugía en sus oídos, y entonces, de improviso, su ritmo se duplicó, se triplicó.
Una sombra imperceptible aleteó en la periferia de su visión: la flecha. El brazo de Kip sufrió un espasmo como si le hubiera alcanzado a él. Un destello azul, apenas visible, fino y flexible, brotó de él para surcar el aire.
La flecha se hundió en el río, a unos buenos quince pasos de Isa. El arquero maldijo. Kip se miró las manos. Estaban temblando… y teñidas de azul. Un azul dolorosamente brillante, como el cielo. Su asombro era tal que se quedó paralizado por un momento.
Volvió a mirar a Isa, ahora a más de cien pasos de distancia. Detectó la misma sombra oscilante cuando otra flecha cruzó la periferia de su visión hasta alojarse entre los omoplatos de Isa. La muchacha cayó de bruces sobre las piedras de la orilla, pero ante los ojos de Kip se irguió lentamente de rodillas, con la flecha sobresaliendo de la parte inferior de su espalda, empapadas de sangre las manos y la cara. Casi había logrado ponerse de pie cuando la siguiente flecha impactó en su espalda. Su rostro se hundió en las aguas poco profundas del río, y no volvió a moverse.
Kip se quedó plantado como un pasmarote, atenazado por la incredulidad. Su vista se clavó en el punto donde la vida escapaba de la espalda de Isa en remolinos carmesíes que se diluían en las aguas cristalinas del río.
Unos cascos de caballo golpetearon con fuerza en el puente sobre sus cabezas. El caos se adueñó de los pensamientos de Kip.
—Señor, los hombres están preparados —anunció alguien encima de ellos—. Pero… señor, esta es nuestra ciudad. —Kip levantó la mirada. La luxina verde del puente sobre su cabeza era traslúcida, y pudo ver las sombras de los soldados; lo que significaba que si Sanson o él se movían, los soldados podrían verlos a su vez.
Tras unos instantes de silencio, el mismo oficial que había ordenado la muerte de Isa dijo con voz glacial:
—¿Deberíamos permitir que los súbditos decidan cuándo obedecer a su rey? Tal vez obedecer mis órdenes debería ser también opcional.
—No, señor. Es solo que…
—¿Has terminado?
—Sí, señor.
—Pues incendiadla. Matadlos a todos.
—¿Ni siquiera vas a fingir que no lees mi correo? —preguntó Gavin.
La Blanca soltó una carcajada seca.
—¿Por qué insultar tu inteligencia?
—Se me ocurre media docena de razones, lo que significa que a ti se te podría ocurrir un centenar.
—Estás eludiendo la pregunta. ¿Tienes un hijo? —Pese a su infatigable obstinación por conocer la respuesta (y Gavin sabía que no le permitiría soslayar este tema, ni sutilmente ni de cualquier otra manera), no levantó la voz en ningún momento. La Blanca comprendía la gravedad de la situación mejor que nadie. Ni siquiera los Guardias Negros iban a escuchar esta conversación. Pero si ella había leído su correo sin sellar, cualquiera podría haberlo hecho.
—Que yo sepa, no es cierto. No entiendo cómo podría serlo.
—¿Porque has sido precavido o porque es literalmente imposible?
—No esperarás que responda a eso —dijo Gavin.
—Un Prisma se enfrenta a tentaciones considerables, me hago cargo, y te agradezco la templanza de la que has hecho gala a lo largo de los años… o la discreción, lo que haya sido. No he tenido que vérmelas con jóvenes trazadoras embarazadas ni con padres airados exigiendo que te obligara a desposar a sus hijas. Te doy las gracias por ello. A cambio, no he unido mi voz a la de tu padre para insistir en que te cases, aunque es algo que sin duda nos facilitaría la vida a ambos. Eres un tipo listo, Gavin. Lo suficiente, espero, como para saber que puedes pedirme una esclava de cámara nueva, o lo que necesites. Por lo demás, espero que seas… muy precavido.
Gavin carraspeó.
—Más que nadie.
—No fingiré ser capaz de seguir todas tus idas y venidas, pero hasta donde alcanzan mis conocimientos, no has vuelto a Tyrea desde que acabó la guerra.
—Dieciséis años —musitó Gavin. ¿Dieciséis años? ¿Realmente llevaba dieciséis años encerrado ahí abajo? ¿Qué haría la Blanca si se enterara de que mi hermano aún está vivo? ¿Confinado en un infierno especial bajo esta misma torre?
La anciana enarcó las cejas al reparar en su expresión preocupada.
—Ah. En tiempos de guerra, los hombres y las mujeres que creen que podrían morir en cualquier momento son capaces de hacer muchas cosas. Aquellos fueron tiempos salvajes para ti. De modo que tal vez esta revelación suponga un problema… particular.
El corazón de Gavin se detuvo en seco. Pese al millar de cosas que podrían haber ocurrido hacía dieciséis años, lo más importante ahora era que por las fechas en que debía de haberse engendrado ese niño, Gavin estaba prometido con Karris.
—Si tienes la absoluta certeza de que esto no es cierto —continuó la Blanca—, enviaré a alguien para que le arrebate la nota a Karris. Intentaba hacerte un favor. Ya sabes el genio que tiene. Supuse que sería mejor para ambos si se enteraba de esto mientras está fuera. Con la cabeza fría, me imagino que te perdonará. Pero si me juras que no es cierto, no hay ninguna necesidad de que se entere en absoluto, ¿no crees?
Por un momento, Gavin se preguntó cuáles eran las intenciones de la vieja bruja. La Blanca estaba siendo comprensiva, no cabía duda, pero también había orquestado esta situación para que se desarrollara delante de ella; y el único motivo que podía tener para hacer algo así era ser testigo de la reacción más sincera de Gavin. Se trataba de una maniobra tan bondadosa como cruel, un dechado de astucia, y de ninguna manera accidental. Gavin se recordó por enésima vez que no le convenía contrariar a Orea Pullawr.
—No guardo ningún recuerdo de esa mujer. Ninguno. Pero fue una época espantosa. No… no puedo jurarlo. —Sabía cómo interpretaría eso la Blanca. Pensaría que estaba reconociendo que había engañado a Karris durante su compromiso, pero también que creía que siempre había tomado las debidas precauciones. Los jóvenes cometen errores.
»Tengo que irme —dijo—. Llegaré al fondo de esto. Es problema mío.
—No. —Fue la áspera respuesta de la Blanca—. Ahora es problema de Karris. No voy a enviarte a Tyrea, Gavin. Eres el Prisma. Bastante me pesa tener que mandarte tras engendros de los colores…
—No me mandas. Ocurre tan solo que no me lo impides.
Ese había sido su primer y titánico choque de voluntades. Ella se negaba a permitir que un Prisma se pusiera en peligro, decía que era una locura. Gavin no había esgrimido ningún argumento, pero se negaba a consentir que lo retuvieran. Ella lo había confinado a sus aposentos. Él había hecho saltar las puertas por los aires.
Al final, la Blanca dio el brazo a torcer, y Gavin lo compensaba de otras maneras.
Transcurrido un momento, la anciana dijo con suma delicadeza, en voz muy baja:
—Después de todo este tiempo, Gavin, después de todos los engendros que has matado y de todas las vidas que has salvado, ¿es menos doloroso?
—Tengo entendido que circulan rumores de herejía —repuso con aspereza Gavin—. Alguien está predicando sobre los antiguos dioses de nuevo. Podría investigar.
—Ya no eres el prómaco, Gavin.
—Ni siquiera cincuenta de sus trazadores mal adiestrados podrían…
—Lo que eres es el mejor Prisma que hemos tenido en cincuenta, tal vez cien años. Y podrían tener cincuenta y un trazadores, o quinientos en su blasfema Cromería, así que no quiero ni oír hablar de ello. Karris investigará a esa mujer y a su hijo, a ver qué puede averiguar en el transcurso de sus pesquisas sobre ese tal «rey» Garadul. Puedes esperar su regreso dentro de dos meses. Y hablando de engendros de los colores, se ha visto uno azul, inusitadamente poderoso, en los alrededores del Bosque de Sangre, camino de Ru.
Un engendro de los colores dirigiéndose a las tierras más rojas del mundo. Curioso. Además, los azules solían guiarse por la lógica. No dejaba de ser una distracción, pero parecía interesante, y le impediría reunirse con Karris.
—En tal caso, con vuestro permiso, alteza —dijo, con el característico sarcasmo que siempre teñía sus modales. No aguardó la aprobación de la Blanca antes de amasar su magia y correr hacia el filo de la torre.
—¡Oh, no, no te atrevas!
Gavin se detuvo. Exhaló un suspiro.
—¿Qué?
—¡Gavin! —lo regañó la anciana—. No se te habrá olvidado que me prometiste dar clase hoy. Verte supone un honor inmenso para todos los alumnos. Esperan durante meses para algo así.
—¿Qué clase? —preguntó con suspicacia Gavin.
—Supervioletas. Solo son seis.
—¿No está en esa clase la muchacha que casi no puede cerrarse el corpiño? ¿Lana? ¿Ana? —Que las mujeres persiguieran a Gavin era una cosa, pero esa muchacha llevaba arrojándose a sus pies desde que tenía catorce años.
La Blanca adoptó una expresión compungida.
—Hemos hablado con ella unas cuantas veces.
—Mira —dijo Gavin—, la marea se retira, tengo que alcanzar a Karris. Daré esa clase la próxima vez que nos veamos. Sin excusas ni peleas.
—¿Tengo tu palabra?
—Tienes mi palabra.
La Blanca sonrió como una gata con la panza llena.
—Enseñar te gusta más de lo que estás dispuesto a reconocer, ¿verdad, Gavin?
—¡Bah! —exclamó el Prisma por toda respuesta—. ¡Adiós!
Antes de que la anciana pudiera decir nada más, Gavin reanudó la carrera en dirección al filo de la torre y saltó al vacío.
Kip observaba sin pestañear el cuerpo de Isa. Después de ver como los soldados asesinaban a Ram, la muchacha había vuelto la mirada hacia Kip. Buscaba seguridad, protección. Lo había mirado, y había sabido que él no podía salvarla.
Un ruido y una repentina ausencia junto a él hicieron que Kip apartara la mirada de Isa. Sanson había empezado a correr en dirección a la aldea. Puede que no fuese muy listo, pero siempre había sido pragmático. Era la mayor estupidez que había cometido en su vida. Pero Kip no podía culparlo. Tampoco nunca habían visto morir a nadie.
Pero era imposible que los soldados no vieran a Sanson, y ahora él moriría también a menos que Kip hiciera algo para impedirlo.
Kip llevaba demasiado tiempo paralizado, sin hacer nada mientras sus amigos morían. No pensó. Actuó. Empezó a correr en dirección contraria.
Kip detestaba correr. Cuando Ram corría, era como ver a un perro de caza persiguiendo a un ciervo, todo músculos acerados y potencia fluida. Cuando Isa corría, era como ver a ese mismo ciervo huyendo, toda elasticidad y velocidad asombrosa. Kip corría como una vaca lechera dirigiéndose al pasto. Aun así, nadie se esperaba su aparición.
Alcanzó el cuerpo de Ram y el máximo de su velocidad antes de oír el primer grito. Llegó a la orilla del río sin aminorar apenas. Una vez su masa se ponía en movimiento, era difícil pararlo.
Para un árbol muerto cuyo tronco quedaba a la altura de sus espinillas, prácticamente oculto entre la hierba alta, no fue tan difícil. La pierna de Kip se estrelló contra la madera en plena zancada, y el muchacho salió disparado hacia delante. Cayó de bruces y se giró como un pez fuera del agua. El dolor le teñía la vista de rojo y negro. Por un segundo pensó que iba a vomitar, después se sintió mareado. Bajó la mirada esperando ver el hueso de su pierna al descubierto. Nada. Pusilánime.
Las lágrimas escapaban incontenibles de sus ojos. Volvían a sangrarle las manos, rotas las uñas. Oyó los gritos de los hombres del puente. Lo habían perdido por el momento, pero se aproximaban unos jinetes. No estaba ni a cincuenta pasos de distancia. La hierba solo le llegaba por las rodillas. Los jinetes lo verían de un momento a otro, y entonces moriría. Igual que Isa.
Se puso en pie tambaleándose, con la espinilla encendida, borroso el mundo a causa de las lágrimas. Se odió con todas sus fuerzas. Llorando porque se había caído. Porque era un torpe. Porque era un mequetrefe.
Los jinetes gritaron cuando se levantó. Kip había visto antes a los jinetes del rey Garadul de paso por la ciudad, pero nunca equipados para la batalla. Cuando cruzaban Rekton, sus arreos siempre estaban guardados. Rekton ni siquiera era lo bastante importante como para que se dignaran alardear. Los dos jinetes que galopaban hacia Kip pertenecían al escalafón más bajo de la caballería. Capaces a duras penas de permitirse sus ponis, sus armas y sus armaduras, solo servían durante la estación seca. Guerreros aficionados que esperaban regresar a casa cargados de despojos y mentiras antes de la cosecha. Ambos lucían chaquetas de malla y placas. Más ligeras y baratas que las corazas completas de los lores y los Hombres Espejo del rey Garadul, sus largas chaquetas se componían de seis estrechas hileras de finas placas superpuestas que caían por la pechera, con los brazos y la espalda protegidos por una malla de anillas engarzadas de a cuatro. Los dos llevaban puesto un toep, un casco redondo con un pincho en lo alto y plumas de buitre que sobresalían a los lados. El almófar de malla que les envolvía los hombros reforzaba sus cuellos y prestaba un grosor añadido al blindaje del torso. Ninguno de ellos portaba lanza. En su lugar, esgrimían sendos vechevorales, una mezcla de hoz y espada. Las armas estaban dotadas de un mango largo como el de un hacha y una hoja con forma de luna creciente al extremo, con el filo en la cara interior de la curva. Los jinetes forcejeaban de buen humor por conseguir la mejor trayectoria, riéndose, compitiendo por ver quién era el primero en derribar al muchacho.