El prisionero del cielo (3 page)

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Authors: Carlos Ruiz Zafón

BOOK: El prisionero del cielo
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—¿Qué me dice, joven? ¿Una carta de amor de esas que hacen que las mozas en edad de merecer empapen las enaguas con los efluvios del querer? Le hago precio especial porque es usted.

Le mostré el anillo de casado. El escribiente Oswaldo se encogió de hombros, impávido.

—Son tiempos modernos —argumentó—. Si supiera usted la de casados y casadas que pasan por aquí…

Releí el cartel, que tenía cierto eco familiar que no acertaba a situar.

—Su nombre me suena…

—Tuve tiempos mejores. Quizá de entonces.

—¿Es el de verdad?

—Nom de plume.
Un artista precisa un apelativo a la altura de su cometido. En mi partida de nacimiento reza Jenaro Rebollo, pero con semejante nombre quién le va a confiar a uno la composición de sus cartas de amor… ¿Qué responde a la oferta del día? ¿Marchando una carta de pasión y anhelo?

—En otra ocasión.

El amanuense asintió resignado. Siguió mi mirada y frunció el ceño, intrigado.

—Observando al cojo, ¿verdad? —dejó caer.

—¿Lo conoce usted? —pregunté.

—Hará una semana que lo veo pasar por aquí todos los días y pararse ahí enfrente del mostrador de la joyería a mirar embobado como si en vez de anillos y collares tuviesen expuesto el trasero de la Bella Dorita —explicó.

—¿Ha hablado alguna vez con él?

—Uno de los compañeros le pasó a limpio una carta el otro día; como le faltan dedos…

—¿Quién fue? —pregunté.

El amanuense me miró dudando, temiendo la pérdida de un posible cliente si me respondía.

—Luisito. El que está ahí enfrente, junto a Casa Beethoven, el que tiene cara de seminarista.

Le ofrecí unas monedas en agradecimiento, pero se negó a aceptarlas.

—Yo me gano la vida con la pluma, no con el pico. De eso ya andamos sobrados en este patio. Si algún día tiene usted alguna necesidad de tipo gramatical, aquí me tiene.

Me entregó una tarjeta en la que se reproducía su cartel anunciador.

—De lunes a sábado, de ocho a ocho —precisó—. Oswaldo, soldado de la palabra para servirle a usted y a su causa epistolar.

La guardé y le agradecí su ayuda.

—Que se le va el pichón —advirtió.

Me volví y pude ver que el extraño había reemprendido su camino. Me apresuré tras él y lo seguí Ramblas abajo hasta la entrada del mercado de la Boquería, donde se detuvo a contemplar el espectáculo de puestos y gentes que entraban y salían cargando o descargando ricas viandas. Lo vi cojear hasta la barra del bar Pinocho y auparse a uno de los taburetes con dificultad pero entusiasmo. Por espacio de media hora el extraño intentó dar cuenta de las delicias que le iba sirviendo el benjamín de la casa, Juanito, pero tuve la impresión de que su salud no le permitía grandes alardes y que más que nada comía por los ojos, como si al pedir tapas y platillos que no podía apenas probar recordase otros tiempos de mayor saque. El paladar no saborea, simplemente recuerda. Finalmente, resignado a su abstinencia gastronómica y al goce vicario de contemplar cómo otros degustaban y se relamían, el extraño pagó la cuenta y prosiguió su periplo hasta la entrada de la calle Hospital donde, por azares de la irrepetible geometría de Barcelona, convergían uno de los grandes teatros de la ópera de la vieja Europa y uno de los putiferios más tronados y revenidos del hemisferio norte.

5

A
aquella hora la tripulación de varios navíos mercantes y buques militares atracados en el puerto se aventuraba Ramblas arriba a saciar apetitos de diversa índole. Vista la demanda, la oferta ya se había incorporado a la esquina en forma de un turno de damas de alquiler con aspecto de llevar un sustancial kilometraje encima y de ofrecer una bajada de bandera de lo más asequible. Reparé con aprensión en las faldas entalladas sobre varices y palideces purpúreas que dolían con sólo mirarlas, rostros ajados y un aire general de última parada antes del retiro que inspiraba de todo menos lascivia. Muchos meses en alta mar debía de llevar un marinero para picar aquel anzuelo, pensé, pero para mi sorpresa el extraño se detuvo a coquetear con un par de aquellas damas trituradas sin miramientos por muchas primaveras sin flor como si fuesen beldades de cabaret fino.

—Hala,
corasón
, que te quito yo veinte años de encima de una friega —oí decirle a una de ellas, que hubiera pasado por abuela del amanuense Oswaldo.

De una friega lo matas, pensé. El extraño, en un gesto de prudencia, declinó la invitación.

—Otro día, guapa —respondió adentrándose en el Raval.

Le seguí un centenar de metros más hasta que se detuvo frente a un portal angosto y oscuro que quedaba casi enfrente de la fonda Europa. Lo vi desaparecer en el interior y esperé medio minuto antes de seguirlo.

Al cruzar el umbral encontré una escalera sombría que se perdía en las entrañas de aquel edificio que parecía escorado a babor y, teniendo en cuenta el hedor a humedad y sus dificultades con el alcantarillado, en un tris de hundirse en las catacumbas del Raval. A un lado del vestíbulo quedaba una suerte de garita donde un individuo de trazas grasientas ataviado con camiseta de tirantes, palillo en los labios y transistor sellado en una emisora de ámbito taurino me dedicó una mirada entre inquisitiva y hostil.

—¿Viene solo? —preguntó vagamente intrigado.

No hacía falta ser un lince para deducir que me encontraba a las puertas de un establecimiento de alquiler de habitaciones por horas y que la única nota discordante de mi visita era que no venía de la mano de una de las Venus de baratillo que patrullaban la esquina.

—Si quiere, le envío una chavala —ofreció preparándome ya el paquete de toalla, pastilla de jabón y lo que intuí que era una goma o algún que otro artículo de profilaxis
in extremis.

—En realidad sólo quería hacerle una pregunta —empecé.

El portero puso los ojos en blanco.

—Son veinte pesetas la media hora y la potranca la pone usted.

—Tentador. Tal vez otro día. Lo que quería preguntarle es si acaba de subir un caballero hace un par de minutos. Mayor. No en muy buena forma. Venía solo. Sin potranca.

El portero frunció el ceño. Noté que su mirada me degradaba instantáneamente de cliente a mosca cojonera.

—Yo no he visto a nadie. Ande, lárguese antes de que avise al Tonet.

Supuse que el Tonet no debía de ser un personaje entrañable. Puse las monedas que me quedaban sobre el mostrador y sonreí al portero con aire conciliador. El dinero desapareció como si se tratase de un insecto y las manos tocadas con dedales de plástico del portero fuesen la lengua de un camaleón. Visto y no visto.

—¿Qué quieres saber?

—¿Vive aquí el caballero que le comentaba?

—Tiene alquilada una habitación desde hace una semana.

—¿Sabe cómo se llama?

—Pagó por adelantado un mes, así que no le pregunté.

—¿Sabe de dónde viene, a qué se dedica…?

—Esto no es un consultorio sentimental. Aquí, a la gente que viene a fornicar no le preguntamos nada. Y ése ni fornica. O sea, que haga números.

Reconsideré el asunto.

—Todo lo que sé es que de vez en cuando sale un rato y luego vuelve. A veces me pide que le haga subir una botella de vino, pan y algo de miel. Paga bien y no dice ni pío.

—¿Y seguro que no recuerda ningún nombre?

Negó.

—Está bien. Gracias y disculpe la molestia.

Me disponía a partir cuando el portero me llamó.

—Romero —dijo.

—¿Perdón?

—Me parece que dijo que se llama Romero o algo así…

—¿Romero de Torres?

—Eso.

—¿Fermín Romero de Torres? —repetí incrédulo.

—El mismo. ¿No había un torero que se llamaba así antes de la guerra? —preguntó el portero—. Ya decía yo que me sonaba de algo…

6

R
ehíce mis pasos de regreso a la librería todavía más confundido de lo que lo había estado antes de salir. Al cruzar frente al palacio de la Virreina el escribiente Oswaldo me saludó con la mano.

—¿Suerte? —preguntó.

Negué por lo bajo.

—Pruebe con Luisito, que a lo mejor se acuerda de algo.

Asentí y me acerqué a la garita de Luisito, que en aquel momento estaba limpiando su colección de plumines. Al verme me sonrió y me invitó a tomar asiento.

—¿Qué va a ser? ¿Amor o trabajo?

—Me envía su colega Oswaldo.

—El maestro de todos nosotros —sentenció Luisito, que no debía de tener ni veinticinco años—. Un gran hombre de letras al que el mundo no le ha reconocido la valía y aquí le tiene, a pie de calle trabajando el verbo al servicio del analfabeto.

—Me comentaba Oswaldo que el otro día atendió usted a un caballero mayor, cojo y bastante cascado al que le faltaba una mano y algunos dedos de la otra…

—Lo recuerdo. A los mancos siempre los recuerdo. Por lo cervantino, ¿sabe?

—Claro. ¿Y podría decirme cuál fue el asunto que le trajo aquí?

Luisito se agitó en su silla, incómodo con el giro que había tomado la conversación.

—Mire, esto es casi como un confesionario. La confidencialidad profesional prima ante todo.

—Me hago cargo. Ocurre que se trata de un tema grave.

—¿Cómo de grave?

—Lo suficiente como para amenazar el bienestar de personas que me son muy queridas.

—Ya, pero…

Luisito alargó el cuello y buscó la mirada del maestro Oswaldo al otro lado del patio. Vi que Oswaldo asentía y Luisito se relajaba.

—El señor trajo una carta que tenía escrita y que quería pasar a limpio y con buena letra, porque con su mano…

—Y la carta hablaba de…

—Apenas lo recuerdo, piense que aquí redactamos muchas cartas todos los días…

—Haga un esfuerzo, Luisito. Por lo cervantino.

—Yo creo, aun a riesgo de confundirme con la carta de otro cliente, que era algo relacionado con una suma de dinero importante que el caballero manco iba a recibir o a recuperar o algo así. Y no sé qué de una llave.

—Una llave.

—Eso. No especificó si era de paso, de artes marciales o la de una puerta.

Luisito me sonrió, visiblemente complacido con su pequeña aportación de ingenio y chanza a la conversación.

—¿Recuerda algo más?

Luisito se relamió los labios, pensativo.

—Dijo que veía la ciudad muy cambiada.

—¿Cambiada en qué sentido?

—No sé. Cambiada. Sin muertos por la calle.

—¿Muertos por la calle? ¿Eso dijo?

—Si la memoria no me falla…

7

A
gradecí a Luisito la información y apreté el paso confiando en tener la suerte de llegar a la librería antes de que mi padre volviese de su recado y mi ausencia fuese detectada. El cartel de «cerrado» seguía en la puerta. Abrí, descolgué el cartel y me puse tras el mostrador convencido de que ni un solo cliente se había acercado durante los casi cuarenta y cinco minutos que había estado fuera.

A falta de trabajo, empecé a darle vueltas a lo que iba a hacer con el ejemplar de
El conde de Montecristo
y a cómo abordar el tema con Fermín cuando llegara a la librería. No quería alarmarle más de lo necesario, pero la visita del extraño y mi infructuoso intento de dilucidar qué se llevaba entre manos me habían dejado intranquilo. En cualquier otra ocasión le habría referido lo sucedido sin más, pero me dije que esta vez debía actuar con tacto. Fermín llevaba una temporada muy alicaído y con un humor de perros. Yo llevaba un tiempo intentando aligerarle el ánimo con mis pobres golpes de gracia, pero nada conseguía arrancarle la sonrisa.

—Fermín, no les quite tanto el polvo a los libros que dicen que pronto lo que se llevará ya no será la novela rosa sino la novela negra —le decía yo, en alusión al color con el que empezaban a referirse por entonces los comentaristas a las historias de crimen y castigo que nos llegaban con cuentagotas en traducciones mojigatas.

Fermín, lejos de responder con una sonrisa piadosa a tan lamentable chascarrillo, se agarraba a lo que fuera para iniciar una de sus apologías del desánimo y la náusea.

—En el futuro todas las novelas serán negras, porque si en esta segunda mitad de siglo carnicero va a haber un aroma dominante va a ser el de la falsedad y el crimen en calidad de eufemismo —sentenciaba.

Ya empezamos, pensé. El Apocalipsis según San Fermín Romero de Torres.

—Ya será menos, Fermín. Le tendría que dar a usted más el sol. Venía el otro día en el diario que la vitamina D incrementa la fe en el prójimo.

—También venía que no sé qué libraco de poemas de un ahijado de Franco es la sensación del panorama literario internacional, y sin embargo no lo venden en ninguna librería más allá de Móstoles —replicó.

Cuando Fermín se entregaba al pesimismo orgánico lo mejor era no darle carnaza.

—¿Sabe, Daniel? A veces pienso que Darwin se equivocó y que en realidad el hombre desciende del cerdo, porque en ocho de cada diez homínidos hay un chorizo esperando a ser descubierto —argumentaba.

—Fermín, me gusta más cuando expresa usted una visión más humanista y positiva de las cosas, como el otro día, cuando dijo aquello de que en el fondo nadie es malo, sino que sólo tiene miedo.

—Debió de ser una bajada de azúcar. Menuda memez.

El Fermín bromista que me gustaba recordar estaba en aquellos días en retirada y en su lugar parecía haber tomado su puesto un hombre atormentado por preocupaciones y malos vientos que no quería compartir. A veces, cuando él creía que nadie le veía, me parecía que se encogía por los rincones y que la angustia se lo comía por dentro. Había perdido peso y, habida cuenta de que casi todo en él era cartílago, su aspecto empezaba a ser preocupante. Se lo había comentado un par de veces, pero él negaba que hubiese problema alguno y escurría el bulto con excusas peregrinas.

—No es nada, Daniel. Es que desde que me ha dado por seguir la liga cada vez que pierde el Barça me baja la tensión. Un taquito de manchego y me pongo hecho un toro.

—¿Está seguro? Si usted no ha ido al fútbol en su vida.

—Eso es lo que usted se cree. Kubala y yo prácticamente crecimos juntos.

—Pues yo lo veo hecho una piltrafa. O está enfermo, o no se cuida usted nada.

Como respuesta me mostraba un par de bíceps como peladillas y sonreía como si vendiese dentífrico puerta a puerta.

—Toque, toque. Acero templado, como la espada del Cid.

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