El principe de las mentiras (48 page)

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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: El principe de las mentiras
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—¿Y si el panteón quiere castigarnos? —dijo con voz ronca uno de los Falsos—. ¡Si los dejamos es posible que le devuelvan la ciudad a Cyric!

Gwydion dio un paso al frente. Tenía las ropas destrozadas y la cara negra de hollín, y aunque ya no llevaba la armadura de inquisidor forjada por un dios, las sombras y los engendros lo conocían perfectamente. Al igual que Kelemvor, se había convertido en toda una leyenda en la ciudad, un portador de esperanza en aquel lugar desprovisto de ella.

—Cyric no volverá a reinar jamás sobre este reino, pero un nuevo dios ocupará su lugar —gritó Gwydion—. Así son las cosas, y no podemos hacer nada para cambiarlas. Sin embargo, eso no quiere decir que no podamos hacer que se oigan nuestras voces. —Señaló el Castillo de los Huesos, desierto ahora y próximo a derrumbarse totalmente sin un dios que lo mantuviera—. El dios que reconstruya estas murallas sólo lo hará con nuestro permiso, y no se lo daremos antes de que nos haga algunas promesas.

—¡No más tortura! —gritó alguien.

—¡Juicios justos!

—¡Justicia!

La multitud se adueñó de la última palabra y la repitió como un cántico. Un instante después, los engendros sumaron sus voces inhumanas al clamor. El cántico fue ganando en magnitud y su eco resonó sobre el Reino de los Muertos hasta que incluso los Infieles atrapados en el muro cesaron en sus quejidos y empezaron a repetirlo. Kelemvor se sintió transportado por el momento y gritó con los demás hasta que empezó a dolerle la mandíbula.

Por fin, Kel alzó las dos mitades melladas de
Godsbane
.

—¡Tendréis justicia! Todos vosotros tendréis un nuevo juicio, una oportunidad de que os levanten la sentencia fatal que pende sobre vosotros. —Una ruidosa aclamación sacudió la muralla diamantina—. A los que otrora servisteis a Cyric os daremos a elegir: podéis uniros a nosotros y construir un reino justo sobre las ruinas de este descabellado imperio, o huir de la ciudad. Es posible que vuestro amo todavía esté oculto en algún oscuro rincón de los planos. Sea cual sea vuestra elección, no se os hará ningún daño. —Una nueva aclamación a la que se sumaron los gruñidos y monstruosos alaridos de los engendros.

Kelemvor arrojó las dos mitades de
Godsbane
al Slith. Un impresionante penacho de oscuridad surgió de cada trozo al golpear las fétidas aguas, pero las sombras ondulantes se aquietaron cuando el río se tragó la espada.

—Mi prisión ha desaparecido. Juntos podemos romper las cadenas que Cyric forjó para vosotros, los eslabones de sufrimiento y de tiranía que hicieron de este lugar un reino de enfrentamientos. ¡Demos el primer golpe hacia la libertad! ¡Abramos las puertas!

Kelemvor se sintió invadido por una repentina oleada de energía. Durante un instante tembló mientras el pulso vibrante, fresco, llenó todo su ser y expandió su mente hasta sus límites y luego más allá.

Todo el Reino de los Muertos se abrió ante su conciencia, como un mapa sobre una mesa. Cada edificio en llamas, cada calle destrozada quedaron expuestos a su mirada como fríos detalles de una ciudad arrasada. Percibió los fuegos y la destrucción como diminutas punzadas de desazón que tiraban de sus pensamientos. Sintió el paso helado de las pesadillas que regresaban a la cueva de Dendar, el sonido de las pisadas de Kezef trepando al Muro de los Infieles, tratando de huir de la ciudad y de los dioses que se agrupaban a sus puertas. El olor a azufre de la ciénaga, el hedor del miedo que lo impregnaba todo...

Se dio cuenta de que esto era el néctar de la divinidad. Al menos así era para el señor de los Muertos.

Con los ojos desorbitados de asombro, Kel miró el mar de caras vueltas hacia él. Vio en ellas la esperanza, el anhelo terrible de salvación. Las plegarias calladas de cada sombra y de cada engendro llenaron su cabeza, concediéndole el poder de un millón de sueños.

«Condúcenos
—rogaban—.
¡Otórganos justicia!»

Jergal se inclinó hacia Kelemvor una vez más y habló de modo que sólo él pudiera oírlo. Esta vez, sin embargo, el hielo había desaparecido de la voz del senescal dando lugar a una fría deferencia.

«¿Quieres que me ocupe de ello, mi señor?»

—¿Ocuparte de qué?

«De que se cumpla tu orden
—dijo con toda naturalidad—.
¿Quieres que les abra las puertas a los demás dioses?»

Al asentir Kelemvor, el sobrenatural senescal se desvaneció y apareció un instante después en las enormes puertas de la Ciudad de la Lucha. Kel podía sentir la presencia de Jergal allí, sentía su toque ligero como una pluma sobre las tenebrosas puertas que se estremecieron levemente, temblando sus cobardes corazones ante la tremenda tarea que habían realizado: pocas barreras pueden impedir el paso de un dios, y mucho menos de un triunvirato. Pero ahora ya estaba hecho. A una orden silenciosa de Jergal, las puertas se abrieron de par en par.

Mystra pasó a gran velocidad por encima de la ciudad, un enorme fénix blanquiazul emanando una luz mágica, expulsando la oscuridad y la desesperación de todos los rincones del desolado reino. El viento producido a su paso sofocó los ruegos que todavía ardían en la ciudad, y su agudo grito de alegría hizo que las crueles criaturas que acechaban a los condenados se retiraran a sus guaridas.

Torm y Oghma iban en pos de ella, rodeados de tal brillo que nadie podía mirarlos. A su paso fueron dejando líneas de fuego que formaban un arco sobre la necrópolis. Como pancartas que proclamaran la derrota de Cyric, las llamas gemelas se mantuvieron sobre el Reino de los Muertos mientras los tres dioses se posaban en la muralla desierta del Castillo de los Huesos.

Kelemvor saltó de la muralla y fue a colocarse al lado de Mystra. Tenía un aspecto muy semejante al que él recordaba, esbelta y elegante, con el pelo negro como ala de cuervo cayéndole en cascada sobre los hombros y una leve sonrisa en los labios carnosos. Sólo sus ojos eran diferentes, de un color blanquiazul y chispeantes con el poder del tejido de la magia.

Se miraron el uno al otro durante largo rato sin decir palabra. Kelemvor fue quien finalmente rompió el silencio.

—Cyric se ha marchado —dijo—. No sé adónde.

Mystra hizo un gesto afirmativo.

—¿Y Máscara?

—Por lo que yo sé, estuvo disfrazado de
Godsbane
todo el tiempo —respondió Kel—. Desde que Cyric arrebató la espada a los halflings en Robles Negros. De todos modos, Cyric rompió la espada. Eso me dejó libre, pero destruyó a Máscara. Se fundió con la oscuridad pidiendo perdón. Realmente parecía arrepentido.

—Eso es poco probable —apuntó Torm con dureza.

—Tal vez no —opinó Mystra—. Después de todo, Máscara leyó el
Cyrinishad
. Quién sabe si el libro no contiene también el poder para deformar la mente de un dios.

En el silencio que sobrevino, Torm recuperó sus modales.

—Perdóname, lord Kelemvor —murmuró con una inclinación formal de cabeza—. Todavía no hemos sido presentados.

—No es necesario, Torm —dijo Oghma—. Kelemvor sabe quién, o, para ser más precisos, qué somos. Lo sintió en el momento en que entramos en su reino.

—¿Su reino? —El dios del Deber dirigió a Oghma una mirada escéptica—. Sólo Ao puede conceder la divinidad, y él...

—Él ratificará lo que ya han decidido los propios condenados —lo interrumpió el dios del Conocimiento—. Si yo puedo reconocer la sabiduría en su elección, estoy seguro de que también lo hará Ao. —Se volvió hacia el nuevo señor de los Muertos—. Dime, Kelemvor, ¿qué piensas hacer con los clérigos?

Kel se encogió de hombros.

—Reunir gente que quiera ver que la ley rige en el submundo, supongo. Eso es lo que quieren los engendros y los condenados. —En su rostro se reflejó la preocupación—. Realmente no comprendo nada de esto. Nunca me propuse ser dios. Todo lo que quería era justicia. No hice nada para merecer una recompensa como ésta.

—¿Recompensa? —preguntó Oghma. En su voz musical sonaron divertidas campanillas—. ¿Qué te hace pensar que ser el señor de los Muertos es una recompensa? Las dos últimas deidades que ostentaron el título acabaron locas.

Kelemvor elevó la vista a la lúgubre torre que iba a ser su hogar.

—Todo esto me gustaba más cuando pensaba que era una recompensa —murmuró.

Al ver la expresión compungida de Kel, Mystra le posó una mano en el hombro.

—El título será lo que tú quieras hacer de él, pero ni por un momento pienses que no te lo mereces. A veces los héroes tienen que luchar para probar su valor, a veces tienen que tener la paciencia y la prudencia necesarias para aquietar su espada cuando los demás combaten a su alrededor. Tú has hecho las dos cosas. —Se echó en sus brazos—. Además, yo tengo tu recompensa, Kel, la he guardado para ti durante diez años.

Se besaron, y mientras sus imágenes de apariencia mortal se abrazaban, sus espíritus se fusionaron en una unión mucho más íntima.

—Vamos, Encuadernador —dijo Torm—, tenemos que atender a otras obligaciones. —Se apartó de Kelemvor y Mystra con evidente estupor en sus hermosas facciones.

El patrono de los Bardos le dirigió al dios de brillante armadura una mirada de reprobación.

—Deberías apreciar debidamente a estos amantes, santidad —lo reconvino Oghma—, en lugar de huir de ellos. Son la materia de la que están hechos la poesía y el canto.

—También hay canciones sobre mis caballeros —lo corrigió Torm—. Hermosas y heroicas gestas que blindan un corazón para la batalla.

—Ya los he oído —afirmó Oghma alargando las palabras—. No son más que versos pedestres zhentileses si los comparas con un soneto que se propone dejar arrobado el corazón para el romance. —Su propia agudeza le hizo soltar una risita—. Puede que ésa haya sido la causa de nuestras equivocaciones durante todos estos eones, la falta de sensibilidad hacia la pasión. Deberías enseñar a tus fieles a entonar unas endechas a un ser amado todas las mañanas. Ya sabes, una canción a su caballo o a su espada...

Torm hizo caso omiso de la pulla y se acercó a Gwydion. La sombra se puso de rodillas al pie de la muralla diamantina.
Matatitanes
estaba ante él, apuntando hacia abajo como muestra de humildad.

—He cumplido con mi obligación, santidad —dijo Gwydion—. Empuñé mi espada contra sus secuaces.

—Conozco tus hazañas —respondió el dios del Deber—. Mira mis manos, Gwydion, y dime lo que ves.

La sombra alzó los ojos y vio la luz rojiza del cielo reverberando en los guanteletes de Torm. Diminutas runas cubrían el metal bruñido, símbolos y glifos de mil lenguas olvidadas. Pero al mirarlas Gwydion, las letras se grabaron a fuego en su conciencia, le revelaron su significado con las voces de los ángeles.

—Pue-puedo entenderlos todos, santidad —musitó Gwydion. Las lágrimas le bañaron las mejillas mientras repetía las innumerables palabras que significan deber y lealtad.

Torm hizo que la sombra se alzara del polvo.

—Vamos, sir Gwydion, estoy seguro de que lord Kelemvor te dejará marchar de este sitio. Has demostrado con creces que eres merecedor de mi reino.

—Seguiré tus órdenes obedientemente, santidad —dijo el caballero con humildad—, pero me gustaría pedirte una concesión.

—Habla —concedió Torm—. Es mi deber escuchar los ruegos de mis fieles.

—Quiero volver a ser mortal —solicitó Gwydion—. Sólo pido los días y los meses que perdí cuando mi cobardía atrajo a Cyric hacia mí aquella tarde en Thar. Quiero vivir ese tiempo, no me importa cuánto, como un hombre honorable.

El ruego apasionado de la sombra había llamado la atención de los demás dioses.

—Yo lo libero de cualquier derecho que este reino pueda tener sobre su alma —anunció Kelemvor—. Gwydion osó enfrentarse a Cyric. Sin él, ese canalla podría haber huido hacia la ciudad.

Oghma carraspeó.

—Si disculpas mi anterior impertinencia, santidad, ¿podría sugerir una misión que podría emprender tu caballero? —Se acercó al dios del Deber—. Una de mis fieles ha asumido la peligrosa tarea de cargar con el
Cyrinishad
. Tal vez podrías encargar al valiente Gwydion que la protegiese.

Torm se acarició la barbilla partida.

—Si Cyric aún vive, sin duda buscará el libro. ¿Qué otra persona puede proteger a su guardiana mejor que un caballero que se ha enfrentado antes al Príncipe de las Mentiras? ¿Dónde está ahora esa guardiana, Encuadernador?

—No lo sé —dijo Oghma en voz baja—. Le he dado un símbolo sagrado que la oculta de los dioses y de todo tipo de escudriñamiento mágico.

El dios del Deber se volvió hacia Gwydion.

—Como de costumbre, tenemos que cumplir nuestras sagradas tareas constreñidos por la necedad de los demás. El Encuadernador te dará una imagen mental de la mujer y del libro que porta. El resto será cuestión tuya. —Dio una palmada en el hombro de la sombra—. Ninguno de mis caballeros sería más digno que tú de esta misión, sir Gwydion. Sé que la llevarás adelante con honor y coraje.

Gwydion dio un respingo cuando Rinda apareció en su mente. Piel pálida, rizos oscuros y ojos de un intenso color verde mar. Había visto antes a esa mujer en alguna parte. O acaso fuera la expresión decidida de su rostro lo que los señalaba como espíritus gemelos. «Pronto descubriré cuál de las dos cosas es cierta», pensó con alegría.

Un estallido de brillo plateado se asentó sobre Gwydion el Veloz. Después de saludar a su dios con una reverencia, inició su larga carrera de regreso a los reinos mortales.

* * *

El murmullo de una procesión solemne había empezado a llegar por encima de las murallas diamantinas, elevándose por encima de las asquerosas aguas del río Slith. Jergal apareció al lado de Kelemvor, casi como si hubiera sido transportado hasta la torre por los lúgubres cánticos.

El fantasmagórico senescal sostenía un rollo de pergamino en blanco en las manos enguantadas. Ya antes de que Jergal hablara, Kelemvor sabía que había llegado el momento de que vistiera el manto de Juez de los Condenados. Soldados, mercenarios y viejos mercaderes enfermos..., los Falsos y los Fieles habían llegado al Reino de los Muertos para oír el anuncio de sus destinos.

Mientras la primera de las sombras avanzaba silenciosa hasta el tribunal, Kelemvor centró su atención sobre el montón en ruinas que era el Castillo de los Huesos. Con un pensamiento, reconfiguró la tortuosa torre transformándola en una hermosa aguja de cristal, un palacio más adecuado para un dios que no quería ocultar nada a sus fieles.

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