El principe de las mentiras (40 page)

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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: El principe de las mentiras
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—¿Qué diablos de broma es ésta? —se enfureció Gond echando chispas por los ojos.

—La risa no es rara en mi reino como lo es en algunos otros —intervino Mystra mientras alejaba a los duendes con un gesto delicado—. Te doy las gracias una vez más, Hacedor de Maravillas, por tu ayuda. Has demostrado que hay cosas que es mejor ponerlas en las manos y en los martillos de tus herreros que en los conjuros de mis fieles.

Gond lanzó un gruñido.

—Si no te hubieras dado cuenta de eso, yo no estaría aquí —dijo con voz apagada.

Nunca levantaba la mirada de su trabajo, y ahora la tenía clavada en los remaches que fijaban las rodilleras de la armadura de Gwydion.

—Sin embargo, me alegra que no hayas tratado de desmontar tú misma estas armaduras. Estoy seguro de que las hubieras estropeado. Como has dicho muy bien, la fabricación es demasiado buena como para desperdiciarla...

—Y nosotros les daremos un buen uso —afirmó Máscara apareciendo de repente al lado de Gwydion.

—No me preocupaba el uso que les iba a dar Cyric —dijo Gond mientras hacía un alto—, ni me interesa para qué las vais a usar vosotros. —Le pasó la llave de tuercas por encima del hombro a uno de sus gólems—. Recoged ya, muchachos, aquí hemos terminado.

El Hacedor de Maravillas giró bruscamente en dirección a la puerta sin dar muestras de haber oído el cortés agradecimiento que le había manifestado Mystra ni tampoco las insidiosas observaciones de Máscara acerca del amante mecánico que Gond había creado, si se podían creer algunos mitos que circulaban al respecto. Gwydion vio cómo se alejaba el dios de los Oficios. Media docena de sirvientes operarios tintineaban a su paso, llevando en las manos en forma de tornillo cajas de herramientas y piezas sueltas de la armadura. El hecho de que el Hacedor de Maravillas se molestase expresamente en caminar hasta la puerta resultaba enigmático y la confusión se le reflejó en la cara.

—Es su manera de menospreciar la magia —dijo Mystra respondiendo a una pregunta que nadie había formulado—. Caminando en lugar de desplazarse por los planos está demostrando que valora más el trabajo físico que la brujería.

—Sin embargo, se desplazará rápidamente tan pronto como lo perdamos de vista —bromeó Máscara—. De vez en cuando deberías seguirlo. El viejo enfermo recorrería a pie todo el camino de vuelta hacia Concordant con tal de darte lástima.

—¿Y adónde nos conduciría eso a ambos? —respondió Mystra con frialdad—. Gond estaría en su hogar y yo habría hecho todo ese camino inútilmente.

El señor de las Sombras negó con la cabeza.

—Pensé que a estas alturas habrías aprendido algo de mí —dijo arrastrando las sílabas—. Está bien. Supongo que ya es el momento de poner en marcha a las tropas hacia su feliz destino.

Gwydion reprimió un escalofrío ante la idea de volver al Reino de los Muertos. Casi podía oír los gritos y saborear el humo acre que saturaba el aire.

—Nadie te va obligar a ir —lo tranquilizó Mystra.

—Estaré bien —respondió Gwydion con voz pastosa. Los dientes y la lengua le habían mejorado bastante desde que Gond le había reducido un poco la boca, pero aún tenía dificultades para pronunciar algunas palabras.

Máscara se acercó furtivamente a la sombra.

—No tienes nada que temer, ya lo sabes. Esta armadura te pone prácticamente a la altura de cualquiera.

En la mano del señor de las Sombras apareció un largo cuchillo de plata con la punta envenenada. La capa de oscuridad recubrió la figura de Máscara cuando lanzó un ataque, pero eso no supuso la menor dificultad para Gwydion. Convertida su mano enguantada en una veloz mancha dorada, la sombra aferró la muñeca del dios y retorciéndosela le arrancó el cuchillo.

—Vaya —susurró el señor de las Sombras—. Realmente impresionante.

La segunda espada dejo un levísimo corte en su trayectoria a través de la garganta de Gwydion. La sombra inmovilizó la otra mano de Máscara, pero fue demasiado lenta con diferencia.

El señor de las Sombras se zafó del apretón de Gwydion.

—No te confíes demasiado. No nos serás útil si tu cabeza acaba rodando por el suelo.

—Basta de juegos —intervino Mystra—. En Zhentil Keep está a punto de amanecer.

—Es cierto —exclamó Máscara apasionadamente, e hizo un gesto a las demás sombras con armadura—. El Hades espera.

Gwydion y sus compañeros formaron un fila irregular. En conjunto parecían las figuras de las novelas infantiles, brillantes caballeros listos para lanzarse a una heroica búsqueda. Gond había desprendido todos los símbolos sagrados de Cyric y quitado los garfios y las cuchillas de las armaduras. Aunque eso hacía que los caballeros resultasen menos intimidatorios, seguían siendo altos como ogros, incluso sin sus grandes yelmos astados.

—Tenedlo presente —arengó Mystra situándose frente a los caballeros reunidos—. Vuestra misión es sacar a los Falsos y librar a los infieles de las murallas.

—Perdón, señora —intervino Gwydion—, pero sería mejor dejar a los infieles donde están hasta que termine la batalla. Estarán todavía muy débiles para luchar con eficacia cuando se encuentren libres.

—¿Es la voz de la experiencia? —preguntó Máscara con sarcasmo—. ¿O acaso eras general en tu existencia mortal?

—Sólo fui soldado en los Dragones Púrpura —resopló Gwydion—, pero el caso es que pasé un tiempo en la muralla.

Mystra cortó la diatriba antes de que Máscara pudiera responder.

—Entonces debemos tener en cuenta tu consejo, Gwydion. Centra tu atención en reunir a los Falsos. Abate a sus carceleros, y todos se levantarán para ayudarte.

Cuando Máscara volvió a hablar, todas las
sombras
se sobresaltaron al encontrar al patrono de los Ladrones de pie justo frente a ellos. Fue como si hubiera salido de sus propias sombras.

—Tenemos un espía en la casa de Cyric, y ha estado alimentando los alzamientos con ideas revolucionarias. Sólo tenéis que hacer saltar la chispa. El aceite ya ha sido derramado sobre la yesca. —Luego miró en dirección a la diosa de la Magia—. Es hora de que los preparemos para la batalla, ¿no crees?

La señora de los Misterios abrió las manos y en el aire apareció una espada delante de cada caballero. Las hojas estaban revestidas de fuego azul.

—Estas armas os harán un buen servicio, incluso contra las bestias que reconocen como señor a Cyric.

Todos a una, los caballeros echaron mano de las espadas, pero la de Gwydion se desvaneció antes de que pudiera asir la empuñadura.

—Esperaba que aceptarías de mí una espada —dijo un voz profunda y retumbante.

Torm el Veraz dio un paso hacia adelante, sosteniendo en las manos una vaina guarnecida de piedras preciosas.

—Ésta es la espada de Alban Onire, un arma que algunos conocen por el nombre de Matatitanes. La he cogido del lugar donde reposan los restos del santo caballero. En un tiempo fuiste engañado con visiones de esta espada. Sería justo que ahora la empleases contra el impostor.

Lentamente, el dios del Deber le ofreció a Gwydion la espada envainada. Pero la sombra se detuvo.

—No —dijo—. Si no pudiste rescatarme de la Ciudad de la Lucha, el arma no es para mí.

—Una acertada elección, Gwydion —susurró Máscara—. Nunca confíes en un hombre que dice ser fiable. Cyric me lo enseñó. El Príncipe de las Mentiras tiene una fina comprensión de muchas cosas, y lo que se oculta detrás de la verdad es una de ellas.

—¿Ahora rezas a Cyric, Máscara? —lo interrogó Torm frunciendo el entrecejo—. Si no codiciases su reino, tendría dudas acerca de tu lealtad.

El señor de las Sombras se colocó detrás de Mystra y le susurró al oído:

—¿Permites la entrada en tu casa a otros dioses cuando estamos preparando un ejército rebelde?

—Ya te lo había dicho en otras ocasiones, mi reino está siempre abierto a los enemigos de Cyric —respondió Mystra.

—Sobre todo en tiempos de guerra —añadió Torm, y sonrió a la señora de los Misterios con un brillo casi malicioso en sus ojos azules—. Sin embargo, te sorprendes de verme aquí. Venga, hombre. Estás enviando a alguien que habría sido mi caballero para combatir a los secuaces de mi enemigo. No puedes pretender que permanezca como un simple espectador cruzado de brazos.

—¿Y tú cómo lo sabías? —preguntó Mystra.

—Señora, por algo me llaman Torm el Veraz. Lo que me dijiste sobre el funesto futuro de Zhentil Keep estaba tocado por un aura de verdad, pero era débil, como si estuviéramos escuchando sólo la mitad de la cuerda —respondió frunciendo el entrecejo mientras miraba a Máscara—. Entonces saqué la conclusión de que debíais de estar preparando un ejército en la sombra. Todos saben de sobra que habías tenido tratos con esa serpiente.

—¿Y ahora tú nos estás ayudando? —insistió Máscara con voz estridente, abiertos de par en par con expresión de asombro los ojos de intenso color rojo—. No te ofendas, pero siempre te he tenido por un estratega de los de cargar-contra-las-puertas-principales-a plena-luz-del-día.

Torm no hizo caso al señor de las Sombras y se volvió otra vez hacia Gwydion.

—Hay leyes a las que debo someterme, y una de esas leyes deja muy claro que no puedes ser bienvenido en mis dominios. Te estoy ofreciendo ahora la espada para que puedas mostrarte digno de ello.

La rabia invadió a Gwydion, una furia ciega que abrumó su mente. Después de todo lo que le había pasado, de todo lo que había tenido que sufrir a manos de Cyric, el fariseísmo de Torm y su olvido calculado del dolor del que había sido responsable hicieron mella en alguna parte largamente adormecida del alma de la sombra. Echó mano de la vaina que le ofrecía Torm, desenvainó la larga espada y lanzó una estocada al dios del Deber.

Gwydion no percibió movimiento alguno en Torm, ni tampoco oyó el agudo chasquido metálico cuando los guanteletes del dios bloquearon la hoja. Todo lo que vio fueron las consecuencias de su fallido golpe. El dios del Deber seguía delante de él, aferrando entre sus palmas a Matatitanes. La punta de la espada a punto estuvo de rozar la nariz de Torm.

—Tu honor ha sido puesto en entredicho y tú has tratado de devolver la afrenta —dijo Torm con toda tranquilidad—. Es lo que hubiera hecho un auténtico caballero —prosiguió mientras desviaba la espada de la cara—. Sin embargo, tu verdadero enemigo está en el Hades. Emplea la espada contra sus secuaces, Gwydion, y tu honor quedará reparado.

Gwydion se detuvo un instante, paralizado por la mirada escrutadora de Torm, por la luz inmutable de lealtad y verdad que emanaba del dios del Deber.

—Lo intentaré —dijo al fin.

—Es todo lo que puedo pedirte —aceptó Torm asintiendo con la cabeza.

—Las sombras del amanecer se dirigen hacia Zhentil Keep —concluyó Máscara, deslizándose detrás de Torm—. Llegó el momento de que nuestros caballeros partan para la guerra.

El dios de la Intriga se agachó y sujetó dos puntas de su capa al suelo con sendas dagas. Retrocedió unos pasos, estirando la oscuridad hasta convertirla en una amplia laguna negra.

—De uno en uno, por favor. Sin romper la fila.

Los caballeros se encasquetaron los yelmos, avanzaron hacia la sombra y desaparecieron uno tras otro. Gwydion fue el último, y cuando entró en la oscuridad se encontró a su lado a Máscara.

—Este regalo es para demostrarte que no hay resquemores por nuestro pequeño encontronazo.

El señor de las Sombras entregó a Gwydion una gruesa vela de sebo. Cuando el caballero aceptó el regalo, de las profundidades de la cera surgió un feroz rugido.

—No hagas caso de los ruidos —lo tranquilizó Máscara—. Sólo son los efectos colaterales del encantamiento que Mystra puso en la mecha. Enciende la vela tan pronto como recibas la señal para iniciar la revuelta y ella liberará a una pequeña criatura que te ayudará en el enfrentamiento con los fieles de Cyric.

Máscara se fundió con la oscuridad que lo rodeaba abandonando las sombras para perderse en el vacío.

Gwydion pensó por un instante en dejar caer la vela; lo habían engañado demasiadas veces desde el día de la cueva del gigante para no desconfiar al instante de alguien como Máscara. Sin embargo, estaba seguro de que la lucha por conquistar la Ciudad de la Lucha iba a ser dura.

Cuando emergió del portal, en las profundidades de la necrópolis, Gwydion deslizó la vela bajo el cinturón del que pendía la espada. Aún tenía dudas sobre los motivos del señor de las Sombras, pero sabía que para derribar a Cyric necesitarían todas las armas que pudiesen reunir.

* * *

Fzoul Chembryl entró en la nave del principal templo de Cyric llevando reverentemente apretado contra su pecho un enorme tomo encuadernado en cuero. Sus gestos imitaban a la perfección el arrobamiento divino. Como siempre, el templo apestaba a incienso acre y a sudor, a clérigos desaseados. El horrible humo de la pira de los herejes levantada en el atrio contribuía decididamente a sobrecargar el ambiente de miasmas. El clérigo torció el gesto al percibir el hedor, pero luchó contra el impulso de taparse la nariz. Para mostrar un entusiasmo genuino por Cyric debería situarse por encima de esas preocupaciones mundanas. Con Xeno y los demás clérigos fanáticos que no le quitaban los ojos de encima, tenía necesidad de seguir adelante con el espectáculo, por lo menos hasta llegar al altar.

Los seis guardias que rodeaban a Fzoul marchaban marcando el paso por el pasillo de mármol negro, y el tintineo de sus botas sobresalía por encima del tonante sermón de Xeno Mirrormane y del preocupado murmullo de los militares en sus puestos. Los seis servicios se habían cumplido ya. El ejército de los gigantes y el vengativo vuelo de los dragones parecía equilibrado, listo para atacar al amanecer del nuevo día. La prueba final de la devoción, esta rogativa a Cyric por la salvación, era todo lo que se interponía entre la ciudad y una terrible batalla.

Xeno Mirrormane concluyó su sermón con una oración al señor de los Muertos, aunque nadie se sumó a ella. Sólo al final de la lectura de Fzoul podría la ciudad ofrecer su fidelidad a Cyric. Y con ese estallido de fe, Zhentil Keep recuperaría el favor de su dios. Al menos, así era como había planificado las cosas el patriarca.

Sin más preámbulo, sin dar los parabienes al sumo sacerdote, Fzoul subió las escaleras hasta el altar y apoyó el libro sobre el atril que allí se encontraba. Los seis guardias seguían en sus puestos. Con precisión militar, formaron un semicírculo detrás del pulpito del orador. Sus picas destellaban a la luz de las diez mil lámparas votivas que constituían el retablo del altar esa amarga mañana.

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