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Authors: James Becker

Tags: #Thriller, Religión, Historia

El primer apóstol (6 page)

BOOK: El primer apóstol
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—Tiene suerte de vivir en este siglo, albergando unos puntos de vista tan heréticos.

—Ya lo sé. No hay duda de que en la Edad Media me habría encadenado a un poste y me habría quemado vivo para hacerme ver las cosas a su manera.

Vertutti dio un trago al café. A pesar de su inmediata aversión hacia este hombre, sabía que iba a tener que trabajar con él para solucionar la presente crisis. Volvió a poner la taza sobre la mesa y dirigió su mirada a Mandino.

—Bueno, debemos aceptar que nuestros puntos de vista acerca de la Iglesia y el Vaticano son muy distintos —dijo—. Lo que más me preocupa ahora es el asunto que tenemos entre manos. Está claro que sabe algo acerca del códice. ¿Quién le ha hablado de él?

Mandino asintió con la cabeza y se inclinó hacia delante.

—Mi organización ha participado en la búsqueda del documento fuente desde comienzos del siglo pasado —comenzó—. La tarea ha sido siempre responsabilidad exclusiva del cabeza de familia (el capofamiglia) de Roma. Cuando asumí dicha responsabilidad, me proporcionaron un libro para que lo leyera, un libro que, en mi opinión, tenía poco sentido. Así que busqué aclaraciones en su dicasterio, como la fuente de la solicitud original, y su predecesor fue lo suficientemente amable como para proporcionarme información adicional, hechos que en su opinión me ayudarían a valorar la crítica naturaleza de la misión.

—Nunca debió hacerlo —dijo Vertutti en voz baja y con tono de enfado—. La información sobre este asunto está restringida a solo algunos de los principales dirigentes del Vaticano de mayor confianza. ¿Qué le contó?

—No demasiado —respondió Mandino, con un tono conciliador—. Simplemente me explicó que la Iglesia estaba buscando un documento que ha estado perdido durante siglos, un texto antiguo que nunca debió haber caído en manos de ninguna persona ajena al Vaticano.

—¿Eso fue todo? —preguntó Vertutti.

—Más o menos, sí.

Vertutti sintió un gran alivio. Si esa era toda la información que su predecesor había divulgado, el daño no era tan grave. El Códice Vitaliano era con certeza el más oscuro secreto de los múltiples ocultos en la Penitenciaria Apostólica, y parecía que por ahora este secreto en particular estaba salvo. Pero el quid de la cuestión era si confiaba lo suficiente en Gregori Mandino como para creerlo.

—Bueno, ya hemos dejado claro que conoce la existencia del códice, lo que todavía no sé es por qué me ha llamado. ¿Tiene alguna información? ¿Ha ocurrido algo?

Mandino pareció ignorar la pregunta.

—Todo a su tiempo, eminencia. Está claro que no está al corriente de que un grupo reducido de mis hombres lleva un tiempo esperando la publicación de cualquier frase o palabra significativa incluida en el códice. De acuerdo con las instrucciones por escrito que su dicasterio nos proporcionó hace más de cien años.

»Disponemos de sistemas de control en los lugares de mayor relevancia, pero desde la llegada de Internet, nos hemos centrado también en los sitios en los que se traducen textos escritos en lenguas muertas, tanto en los programas en línea como en los que ofrecen un servicio de mayor profesionalidad. Con el beneplácito de su predecesor, establecimos un pequeño despacho aquí en Roma, que en apariencia se encargaba de la identificación, recuperación y análisis de textos antiguos. Con el pretexto de una investigación académica, solicitamos los servicios de todos los traductores de latín, hebreo, griego, copto y arameo que pudimos encontrar para que nos avisaran siempre que recibieran pasajes que contuvieran las palabras claves, y casi todos estuvieron de acuerdo.

»También hemos tenido acceso a programas en línea, algo que resultó más sencillo, resulta increíble la ayuda que se obtiene cuando se considera que trabajas para el papa. Simplemente proporcionamos el mismo listado de palabras para cada idioma, y en cada caso los propietarios del sitio web estuvieron de acuerdo en informarnos siempre que alguien solicitara una traducción que se ajustara a los parámetros. La mayoría de los sitios disponen de sistemas automáticos que nos envían los correos electrónicos que contienen la palabra o las palabras, y cualquier otro tipo de información disponible acerca de la persona que realiza la solicitud, lo que incluye siempre su dirección ip y, en ocasiones, su nombre y dirección de correo electrónico.

—¿Qué es una dirección ip? —preguntó Vertutti.

—Es un conjunto de números que identifican una ubicación en Internet. Se puede utilizar también para encontrar la dirección de la persona o, al menos, la dirección del ordenador que ha utilizado. Obviamente, si la solicitud proviene de un cibercafé, no existe una forma sencilla de identificar a la persona que la realizó.

—¿Es importante todo eso?

—Sí, tenga paciencia. Hemos realizado una búsqueda muy exhaustiva y especificado un gran número de palabras para garantizar que no se nos escape nada. Disponemos además de programas, denominados revisores de sintaxis, que exploran los correos electrónicos que recibimos e identifican las coincidencias más comunes. Hasta la semana pasada, ninguna expresión registró un porcentaje mayor a un cuarenta y dos por ciento.

»Sin embargo, hace dos días recibimos esto. —Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una hoja de papel. La desplegó y se la entregó a Vertutti—. Los revisores de sintaxis detectaron un porcentaje de un setenta y tres a un setenta y seis por ciento, casi el doble del mayor detectado con anterioridad.

Vertutti miró la página que tenía enfrente, en la que aparecían en mayúscula tres palabras en latín:

«Hic vanidici latitant»

CAPÍTULO 5
I

—¿Y de dónde proviene esto exactamente? —preguntó el cardenal Joseph Vertutti, mientras continuaba mirando el papel que tenía en la mano, en el que, debajo del texto en latín, aparecía una traducción al italiano.

—De un programa de traducción en línea de un servidor ubicado en América, para ser exactos, en Arlington, Virginia. Sin embargo la solicitud tiene su origen aquí en Italia, en una dirección situada a solo unos kilómetros de distancia de Roma.

—¿Por qué eligieron un sitio americano?

Gregori Mandino se encogió de hombros.

—En Internet las ubicaciones geográficas carecen de importancia. La gente elige el sitio que le resulte más sencillo de utilizar, o el que sea más rápido y completo.

—¿Y la traducción? ¿Es la que proporcionó el programa?

—No, aunque es bastante parecida. El sitio americano sugirió «En este lugar o ubicación se ocultan los mentirosos», que en el mejor de los casos resulta torpe. La interpretación de mi especialista en idiomas es más elegante: «Aquí yacen los mentirosos».

—El latín está lo suficientemente claro —murmuró Vertutti—. «Hic» es obviamente «aquí», y yo habría esperado «vatis mendacis» («falsos profetas») en lugar de «vanidici», pero, ¿por qué «latitant»? ¿No habría sido «occubant» más literal?

Mandino esbozó una ligera sonrisa y sacó dos fotografías.

—Nos hemos anticipado a esa pregunta, eminencia, y tendría razón si esta inscripción se hubiera encontrado en una tumba. «Occubant» («enterrados» o «que yacen en la tumba») habría sido más adecuado. Sin embargo, esta inscripción no se encuentra en una lápida, ha sido tallada en un piedra rectangular que forma parte del muro situado por encima de la chimenea de una casa de labranza restaurada de seiscientos años de antigüedad situada en la región de Monti Sabini.

—¿Qué? —Por primera vez, Vertutti estaba sorprendido—. Permítame ver esas fotografías —le pidió.

Mandino se las entregó y Vertutti las analizó durante un momento. Una correspondía a un primer plano de la inscripción, y la otra a varias piedras situadas sobre una enorme chimenea.

—Entonces, ¿por qué está tan seguro de que esto no tiene nada que ver con el códice? —preguntó.

—Al principio no lo estaba, y por eso decidí llevar acabo una investigación a fondo. Y me temo que fue entonces cuando las cosas empezaron a ir mal.

—Será mejor que me lo explique.

—La persona que realizó esta solicitud dejó su dirección de correo electrónico (es una de las condiciones para poder utilizar este sitio en particular), lo que facilitó en gran medida su seguimiento. Identificamos la casa desde la que se realizó la solicitud de traducción. Está situada a escasa distancia de la carretera situada entre Ponticelli y Scandriglia, y fue adquirida por un matrimonio inglés llamado Hampton.

—Y después, ¿qué hizo? —preguntó Vertutti, temiéndose lo peor.

—Ordené a mi colaborador que enviara dos hombres a la casa, pensando que los propietarios se encontraban en Gran Bretaña, pero lo que no sabíamos es que la señora Hampton continuaba en la propiedad. Por algún motivo, no había acompañado a su marido. Los hombres irrumpieron en la casa y comenzaron a buscar el origen de la frase en latín, y la encontraron rápidamente tallada en la piedra situada por encima de la chimenea. Había sido cubierta con escayola, que una cuadrilla de obreros estaba cambiando, y solo se podía ver una parte de la piedra. Esa parte contenía la inscripción.

»Se les había ordenado buscar la frase en latín y cualquier otro tipo de información que fuese relevante, y su primera tarea consistía en comprobar la piedra en busca de cualquier otra inscripción. Los hombres comenzaron a retirar la escayola pero la señora Hampton los oyó y bajó a ver qué pasaba. Cuando vio lo que estaba ocurriendo, salió corriendo. Uno de los hombres la persiguió y, durante un forcejeo en las escaleras ella se cayó, se golpeó contra el pasamanos y se partió el cuello. Fue un simple accidente.

Esto era incluso peor de lo que Vertutti podía imaginar. Una mujer inocente muerta.

—¿Un simple accidente? —repitió—. ¿De verdad espera que me crea eso? Sé cómo trabaja su organización. ¿Está seguro de que no la empujaron? O lo que es peor aún, ¿No la golpearían hasta la muerte?

Mandino sonrió con frialdad.

—Solo puedo repetirle lo que me han contado. Nunca sabremos lo que realmente ocurrió en esa casa, pero de todas formas la mujer habría tenido que morir. Entiendo que las condiciones de la Sanción son ambiguas.

A mediados del siglo VII, el papa Vitaliano había escrito el códice a mano, sin el deseo de confiar sus recomendaciones ni siquiera a los escribas más devotos. A lo largo de los siglos, el contenido del códice solo había sido revelado a un puñado de los principales dirigentes del Vaticano de mayor confianza, entre los que se incluía al papa del momento. Ninguno había expresado reserva alguna acerca de los pasos que Vitaliano sugirió (conocidos como la Sanción Vitaliana) en el caso de que cualquiera de las reliquias prohibidas saliera a la luz, pero esto no era de sorprender.

—¿No se atreverá a suponer que puede darme clases acerca de la Sanción? ¿Cómo se ha enterado de su existencia? —preguntó Vertutti, con los ojos llenos de ira.

Mandino se encogió de hombros.

—Una vez más, por su predecesor. Me contó que cualquier persona que encuentre este documento o que tenga constancia de su contenido puede ser considerada tan peligrosa para la Iglesia que su vida corra peligro. Siempre por el bien de la Iglesia, claro.

—El cardenal exageró. —Vertutti se inclinó hacia delante para dar énfasis al asunto—. Este documento debe ser recuperado y bajo ningún concepto podemos permitir que sea del dominio público. Esa parte es cierta, las condiciones de la Sanción son secretas, pero le puedo asegurar que el asesinato no es una de las opciones propuestas.

—¿De verdad, eminencia? La Iglesia ha autorizado abiertamente asesinatos en el pasado. De hecho, se han llevado a cabo incluso con personas pertenecientes al Vaticano, y lo sabe tan bien como yo. —Eso es mentira. Dígame un solo caso.

—Eso es fácil. El papa Pío XI fue, casi con certeza, asesinado en 1939 para evitar que pronunciara un importante discurso que condenaba el fascismo en un momento en el que el pontificado había decidido adoptarlo. No sorprendió que su sucesor, Pío XII, apoyara abiertamente al Tercer Reich.

—Esa es una frívola acusación que nunca ha quedado demostrada.

Mandino le soltó con igual enfado:

—Por supuesto que no. Pero es porque el Vaticano se ha negado a permitir que se lleven a cabo investigaciones independientes acerca de lo que ocurre en el interior de la Santa Sede. Pero solo el hecho de que el Vaticano se niegue a aceptar algo no implica que no haya ocurrido o que no exista.

—Algunas personas hacen todo lo posible por mancillar el buen nombre de la Iglesia. —Vertutti se inclinó hacia atrás, convencido de haberse anotado un punto—. Y su hipocresía me deja estupefacto. Que usted intente darme clases sobre moralidad y asesinatos.

—No es hipócrita en absoluto, eminencia. —Una vez más, Mandino hablaba con sorna—. Al menos la Cosa Nostra no se oculta tras el boato de la religión. Al igual que las nuestras, las manos de la Iglesia católica han estado manchadas de sangre durante siglos, y lo continúan estando.

Durante un momento los dos hombres permanecieron en silencio, mirándose el uno al otro, entonces Vertutti bajó la mirada.

—Esto no nos lleva a ningún sitio, y está claro que tenemos que trabajar en colaboración. —Tomó otro trago de café para hacer hincapié en su cambio de ánimo—. Bueno, ¿fue fructífera la búsqueda de esos hombres? ¿Qué más encontraron?

—No mucho —contestó Mandino con tranquilidad, como si no hubieran intercambiado esas palabras tan duras hacía tan solo escasos segundos—. El mismo texto en latín que los Hampton habían encontrado. Mis dos hombres retiraron toda la escayola, lo fotografiaron e hicieron también una copia por escrito, pero no encontraron más palabras.

Vertutti negó con la cabeza. No se trataba solo de una muerte, sino de un asesinato sin ningún sentido.

—Así que, me está diciendo que la mujer ha muerto por nada.

Mandino esbozó una rígida sonrisa.

—No del todo. Encontramos algo que probablemente los Hampton consideraran carente de importancia. Mire de cerca esta fotografía y lo verá.

Vertutti cogió la fotografía (se trataba de un primer plano de la inscripción) y la observó durante algunos segundos.

—No veo nada más —dijo.

—No es otra palabra, son solo ocho letras: Un grupo de dos y otro de tres, uno junto al otro, y otro grupo de tres letras. Se encuentran en la parte inferior de la inscripción, y a un tamaño mucho menor, casi a modo de firma. —Mandino se quedó en silencio, saboreando el momento—. En los primeros dos grupos de letras se puede leer «PO» y «LDA», y creo que entre ambos podemos averiguar lo que significan. Las últimas tres letras son «MAM», que en nuestra opinión corresponden a las iniciales «Marco Asinio Marcelo». Y creo que esa es la prueba que necesitamos.

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