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Authors: James Becker

Tags: #Thriller, Religión, Historia

El primer apóstol (2 page)

BOOK: El primer apóstol
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—¿Por qué estoy aquí? —preguntó el prisionero.

—Está aquí —contestó Vespasiano, haciendo salir a la escolta con un giro de muñeca— porque así lo he ordenado. Sus instrucciones de Roma estaban perfectamente claras. ¿Por qué no las ha obedecido?

El hombre negó con la cabeza.

—He hecho exactamente lo que el emperador me ordenó.

—No lo ha hecho —dijo Vespasiano con brusquedad—; de ser así yo no estaría atrapado aquí en este miserable país intentando sofocar otra rebelión.

—No soy responsable de eso. He cumplido mis órdenes de la mejor forma posible. Todo esto —dijo el prisionero haciendo un gesto con la cabeza para incluir a Jotapata— no tiene nada que ver conmigo.

—El emperador no lo cree así, ni yo tampoco. Cree que debería haber hecho más, mucho más. Me ha dado órdenes explícitas, órdenes en las que se incluye su ejecución.

Por primera vez pudo verse un gesto de temor en el rostro del anciano.

—¿Mi ejecución? Pero si he hecho todo lo que me pidió. Nadie podría haber hecho más. He recorrido el mundo y he establecido comunidades en todos los lugares en los que me ha sido posible. Los pobres infelices me han creído, aún me creen. Mire donde mire, el mito está tomando fuerza.

Vespasiano negó con la cabeza.

—No es suficiente. Esta rebelión está minando el poder de Roma y el emperador lo culpa de ella. Por eso debe morir.

—¿Crucificado? ¿Como el pescador? —preguntó el prisionero, de repente consciente de los gemidos de los moribundos clavados en las cruces Tau situadas más allá del campamento.

—No. Como ciudadano romano, al menos se librará de eso. Será llevado de vuelta a Roma, escoltado por hombres que no me puedo permitir el lujo de perder, y una vez allí será ejecutado.

—¿Cuándo?

—Partirá al amanecer. Pero antes de que muera, el emperador tiene una última orden para usted.

Vespasiano se trasladó a la mesa y cogió dos dípticos, tableros de madera cuyas superficies interiores estaban cubiertas de cera y unidas con alambre a lo largo de uno de los lados a modo de bisagra rudimentaria. Los dos tenían numerosos orificios (foramina) alrededor de los bordes externos que estaban atravesados por linum de triple grosor, hebra que iba asegurada mediante un sello que contenía el retrato de Nerón. Esto evitaba que los tableros se abrieran sin romper el sello, una práctica común para evitar la falsificación de los documentos legales. Cada uno tenía una breve anotación en tinta en la parte delantera que indicaba lo que contenía el texto, y ambos habían sido personalmente confiados a Vespasiano por Nerón antes de que el general abandonara Roma. El anciano los había visto antes en numerosas ocasiones.

Vespasiano señaló un pequeño pergamino, situado encima de la mesa, y le dijo al prisionero lo que Nerón esperaba que escribiera.

—¿Y si me niego? —preguntó el prisionero.

—Entonces tengo instrucciones de que no sea llevado a Roma —dijo Vespasiano, con una sonrisa irónica— estoy seguro de que podremos encontrar un stipes vacante para que lo ocupe durante algunos días.

Años 67-69 d. C.

Roma, Italia

Los Jardines Neronianos, situados al pie de lo que se conoce ahora como Colinas Vaticanas, eran una de las ubicaciones preferidas de Nerón para vengarse con violencia del grupo de personas que consideraba como los principales enemigos de Roma: los primeros cristianos. Los culpaba de haber iniciado el Gran Incendio que prácticamente asoló la ciudad en el año 64 d. C., y desde entonces había hecho todo lo posible por librar a Roma y al Imperio de lo que él denominaba las «alimañas» judías.

Sus métodos eran desproporcionados. Los afortunados eran crucificados o descuartizados por perros o animales salvajes en el Circo Máximo. Aquellos para los que Nerón deseaba un verdadero sufrimiento eran cubiertos de cera, empalados en estacas situadas alrededor de su palacio, y más tarde se les prendía fuego, algo que para Nerón suponía una broma. Dado que los cristianos se proclamaban la «luz del mundo», los utilizaba para iluminar su camino.

Sin embargo la ley romana prohibía la crucifixión o la tortura de los ciudadanos romanos y, al menos, el emperador estaba obligado a cumplir dicha norma. Y así, una soleada mañana de finales de junio, Nerón y su séquito observaban cómo un espadachín avanzaba con paso firme a lo largo de una hilera de hombres y mujeres que estaban atados y de rodillas, decapitando a cada uno con un solo golpe de espada. El anciano era el penúltimo y, siguiendo las específicas instrucciones de Nerón, el verdugo le produjo tres cortes en el cuello antes de que su cabeza cayera.

La ira de Nerón ante el error de su representante continuaba aun después de la dolorosa muerte del hombre, y su cuerpo fue arrojado bruscamente a un carro y trasladado a kilómetros de Roma, para ser lanzado al interior de una pequeña cueva, cuya entrada sería más tarde sellada con piedras de gran tamaño. La cueva ya estaba ocupada por los restos mortales de otro hombre, otra espina clavada en el costado del emperador, que había sufrido una extraña crucifixión tres años antes, a comienzos de la persecución neroniana.

Los dos dípticos y el pequeño pergamino habían sido entregados a Nerón en cuanto el centurión y su prisionero judío llegaron a Roma, pero durante algunos meses el emperador no pudo decidir qué hacer con ellos. Roma luchaba para reprimir la rebelión judía y Nerón temía que si hacía público su contenido, podría incluso empeorar la situación.

Sin embargo, los documentos (el pergamino contenía básicamente una confesión por parte del judío de algo infinitamente peor que la traición, y los dípticos proporcionaban una evidencia irrefutable que lo apoyaba) eran realmente valiosos, incluso explosivos, y se encargó con sumo cuidado de mantenerlos a salvo. Disponía de una réplica exacta del pergamino. En el original, había inscrito personalmente una explicación de su contenido y propósito, y lo había autenticado con el sello imperial. Los dos dípticos habían sido guardados en secreto junto a los cuerpos en el interior de la cueva escondida, y el pergamino en un arcón en el interior de una cámara cerrada con llave de uno de sus palacios, pero guardó la copia junto a él, oculta en una vasija de barro, por si se hacía necesario revelar su contenido.

Tiempo más tarde, los eventos lo cogieron por sorpresa. En el año 68 d. C., el caos y una guerra civil tomaron Roma. Nerón fue declarado traidor por el Senado, huyó de la ciudad y se suicidó. Galba, quien fue rápidamente asesinado por Otón, lo sucedió. Vitelio se enfrentó a él y derrotó al nuevo emperador en una batalla; Otón, al igual que hiciera Nerón antes que él, se clavó su espada.

Pero los que apoyaban a Otón aún no habían perdido las esperanzas. Buscaron otro candidato y se decidieron por Vespasiano. Cuando tuvo constancia de los sucesos de Roma, el anciano general dejó la guerra de Judea en las más que capaces manos de su hijo Tito y viajó a Italia, derrotando al ejército de Vitelio a su paso. Vitelio fue asesinado cuando las tropas de Vespasiano se hicieron con la ciudad. El 21 de diciembre del año 69 d. C., Vespasiano fue reconocido oficialmente por el Senado como el nuevo emperador y finalmente la paz quedó restaurada.

En medio de la confusión y el caos de la breve pero cruenta guerra civil, un arcón de madera cerrado con llave y una vasija de barro corriente, que contenían un pequeño rollo de pergamino cada uno, sencillamente desaparecieron.

CAPÍTULO 1
I

Durante un momento Jackie Hampton no tuvo ni la menor idea de lo que la había despertado. La pantalla digital del radiodespertador mostraba las tres y dieciocho, y la recámara principal estaba completamente a oscuras. Sin embargo, algo había interrumpido su sueño, un ruido que provenía de la casa antigua.

Los ruidos allí eran poco frecuentes (Villa Rosa había permanecido a un lado de la colina situada entre Ponticelli y la ciudad de mayor tamaño, Scandriglia, durante bastante más de seiscientos años) la antigua madera crujía y chirriaba y, en ocasiones, se oía un estallido como el de un disparo de rifle, como consecuencia de los cambios de temperatura. Pero este sonido era algo diferente, no se trataba de un ruido habitual.

De manera automática extendió la mano hacia el otro lado de la cama, pero lo único que tocaron sus dedos fue el edredón nórdico. Mark seguía en Londres y no cogería un avión de vuelta a Italia hasta el viernes por la noche o el sábado por la mañana. Debería haber ido con él, pero un cambio de última hora en el horario de los albañiles la obligó a tener que quedarse. De repente, volvió a oírlo, un ruido metálico y estridente. Uno de los postigos de las ventanas de la planta baja debía de haberse soltado y estaba dando golpes por el viento.

Jackie sabía que no podría volver a dormirse hasta que lo asegurara. Encendió la luz y se deslizó por la cama, se puso las zapatillas y cogió la bata que estaba sobre la silla situada enfrente de la cómoda.

Encendió la luz del rellano y bajó con determinación las amplias escaleras de roble que conducían al vestíbulo principal. Al pie de los peldaños, volvió a oír un ruido (ligeramente distinto al anterior, pero claramente el de un metal sobre piedra) y que provenía sin duda alguna del enorme cuarto de estar que ocupaba la mayor parte de la planta baja del lado este de la casa.

Casi sin pensárselo, Jackie empujó la puerta y la abrió. Entró en la habitación al mismo tiempo que encendía las luces principales. En el momento en el que las dos lámparas de araña comenzaron a destellar, se hizo evidente el origen del ruido metálico. Se llevó las manos a la cara, dando un grito ahogado, se dio la vuelta y salió corriendo.

Una figura vestida de negro estaba de pie en una silla del comedor y retiraba a golpes, con un martillo y un cincel, la parte del yeso situada por encima de la enorme chimenea, iluminada por el rayo de luz de una linterna que otro hombre sujetaba. Pero a pesar de que Jackie retrocedió, los dos hombres se giraron para mirarla con una expresión de temor en sus rostros. El hombre que sujetaba la linterna maldijo entre dientes y empezó a correr tras ella.

—Ay Dios, ay Dios, ay Dios. —Jackie atravesó corriendo el gran vestíbulo, en dirección a las escaleras para refugiarse en la recámara principal. La puerta de madera tenía un grosor de más de tres centímetros y un cerrojo de acero macizo. Junto a la cama había un teléfono supletorio y su móvil estaba en el bolso de mano que estaba encima de la cómoda. Si pudiera entrar en la habitación, sabía que estaría a salvo y podría llamar para pedir ayuda.

Pero no llevaba ropa adecuada para correr, aunque el hombre que la perseguía sí. Al llegar al tercer peldaño, se le salió la zapatilla del pie derecho, y pudo oír las pisadas de las zapatillas de deporte de su perseguidor, mientras golpeaban contra el suelo de losas del vestíbulo, a solo unos metros de ella. Intentó agarrarse con el pie a los pulidos peldaños de madera, pero resbaló y cayó de rodillas.

Jackie gritaba y se retorcía de costado, dando patadas con la pierna derecha. Con el pie descalzo alcanzó al hombre en la ingle. Él gimió de dolor y, en un acto reflejo, intentó golpearla con la linterna. El tubo de aluminio para uso industrial se estrelló contra un lado de la cabeza de Jackie cuando intentaba levantarse. Aturdida, se tambaleó a ambos lados y se intentó agarrar a la barandilla, pero le fallaron los dedos y no lo consiguió. Cayó aparatosamente, golpeándose la cabeza contra la barandilla, y rompiéndose el cuello de inmediato. Su cuerpo cayó sin vida por las escaleras y fue a parar al suelo del vestíbulo, sus extremidades se extendieron, y de la herida de la sien comenzó a manar un chorro de sangre.

Su perseguidor bajó las escaleras y se detuvo junto a ella. El segundo intruso apareció desde la puerta de la sala de estar, bajó su mirada hacia la figura silenciosa e inmóvil, se arrodilló junto a ella y presionó con los dedos uno de los lados de su cuello.

Después de un momento levantó la mirada con enfado.

—Se suponía que no tenías que matarla —dijo a gritos. Alberti bajó la mirada hacia su obra y se encogió de hombros.

—Tampoco se suponía que fuera a estar aquí. Nos dijeron que la casa estaría vacía. Ha sido un accidente —añadió— pero está muerta y ya no hay nada que podamos hacer al respecto.

Rogan se levantó.

—En eso tienes razón. Venga. Vamos a terminar lo que tenemos que hacer y salgamos de aquí.

Sin mirar atrás, los dos hombres volvieron a la sala de estar. Rogan cogió el martillo y el cincel y continuó machacando lo que quedaba del antiguo yeso que estaba situado por encima del enorme dintel de piedra que se extendía a lo largo de la chimenea.

El trabajo no duró mucho, y en unos veinte minutos quedó expuesta la zona completa. Los dos hombres permanecieron de pie enfrente de la chimenea, observando las letras que estaban talladas en una de las piedras.

—¿Es esto? —preguntó Alberti.

Rogan movió la cabeza mostrando duda.

—Parece que es esto, sí. Prepara el yeso.

Cuando Alberti dejó la habitación, llevando un cubo para coger un poco de agua, Rogan se sacó la cámara digital de alta resolución del bolsillo e hizo media docena de fotos de la piedra. Utilizó la pantalla para comprobar que todas ellas mostraban con claridad la inscripción tallada. Más tarde, como medida de seguridad, anotó las palabras en un pequeño cuaderno.

Alberti volvió con el agua. De los escombros que habían dejado los obreros, cogió una tabla de madera para la mezcla y una espátula, luego cogió una de las bolas de yeso que estaban apiladas contra la pared. Pocos minutos después, tras lograr la mezcla adecuada, colocó la tabla por encima de la chimenea.

El dintel reposaba sobre una plancha de acero, estaba claro que se trataba de una reparación relativamente reciente, que se había llevado a cabo para compensar la horrible grieta que recorría en forma diagonal la piedra a algo más de medio metro de distancia del borde izquierdo. El acero sobresalía alrededor de un centímetro enfrente del dintel, lo que servía como una firme base para el yeso.

Era obvio que Alberti tenía cierta experiencia en esto, y en alrededor de una hora había realizado un acabado liso y profesional que encajaba a la perfección con el yeso nuevo utilizado en la parte derecha de la chimenea. El otro lado aún conservaba yeso antiguo (los obreros todavía no se habían puesto con eso) pero no podían hacer nada al respecto.

Quince minutos después de que Jackie Hampton muriese, y casi noventa minutos después de que los dos italianos hubieran forzado la puerta trasera de la casa, abandonaron la propiedad, dirigiéndose al camino cercano en el que habían dejado el coche.

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