Y ahora empezaron a galopar, cargando directamente contra la pared casi cortada a pico. Laric, en cabeza, hacía dar unos poderosos saltos a su caballo. Los cascos de éste dejaban ahora una brillante estela de fuego cada vez que golpeaban el suelo, y este fuego se extendía por la vertiente. Con rapidez inverosímil, los caballos de los Jinetes Sanguinarios acometieron la empinada cuesta que conducía a Caer Corwell. Para los que observaban, eran una mancha confusa de sombras y de fuego, que dejaban a su paso un suelo negro y torturado. Para los Jinetes, el resto del mundo era un mosaico de pasmados observadores y bolas de fuego que caían muy despacio.
Newt zumbaba perezosamente entre los bosquecillos de alamos temblones de la orilla del cristalino Myrloch. El día de verano lo calentaba y adormilaba, pero se sentía impulsado por una extraña incertidumbre.
Volando como un colibrí entre los árboles, desaparecía un instante, para volver a aparecer y desaparecer de nuevo. En su agitación, continuo haciéndose visible e invisible, apresurándose a través del bosque, siempre hacia el sur.
Por último, el aire estival se volvió fétido, con un olor a podredumbre y muerte. Moscas y mosquitos zumbaban en aquel aire húmedo e inmóvil, y Newt comprendió que había llegado a los Pantanos del Fallon.
Este conocimiento le hizo recordar de improviso su aventura con la doncella y sus compañeros. Rió contento al pensar en los firbolg desorientados a merced de su ilusoria magia.
Decidió echar un vistazo al escenario de su aventura: la fortaleza de los firbolg. Zumbando con suavidad, flotó en el aire sobre el agua salobre, bajo las ramas colgantes de los sauces, hasta que de pronto descubrió un rastro.
No podía ver ni oler ni saber qué era lo que lo empujaba a seguir la pista, trazada hacía semanas en el agua salobre y en los charcos de barro pegajoso.
Mientras se desplazaba a gran velocidad, Newt se hizo completamente invisible a cualquiera que pudiese andar cerca de allí. Sólo veía el rastro que se extendía ante él, serpenteando entre los pantanos, hasta que entró al fin en los mas soleados reinos forestales.
Gracias a su asombrosa velocidad, Newt viajó mucha distancia sin flaquear en su resolución. Y, por último, cuando declinaba el día, llegó al origen de aquel largo rastro.
Pawldo recobró el conocimiento mientras Tristán y Daryth lo llevaban a los cuarteles, donde atendían lo mejor posible a los heridos. Allí encontraron a fray Nolan.
—¿Cómo va la lucha? —preguntó el clérigo, cubriendo con una manta blanca la cara de un combatiente de mirada vacía.
Se levantó y miró al príncipe, y Tristán pudo a duras penas reprimir una expresión de doloroso asombro.
El robusto clérigo había adelgazado mucho y la piel parecía colgar en bolsas de su cuerpo. Su cara tenía una palidez enfermiza y grandes ojeras negras. Parecía no haber dormido en varias semanas.
—Los hemos detenido de momento —respondió Tristán, mientras tendía al halfling sobre un montón de paja relativamente limpia.
—¡Dejad que me levante, os digo! —gritó Pawldo, tratando de desprenderse del príncipe—. Volveré allí y...
—¡Tú te quedarás aquí! —declaró el clérigo, imponiendo silencio al belicoso halfling.
Un rojo hilo de sangre se deslizaba por un lado de la cabeza de Pawldo, y éste no podía disimular el fuerte dolor que sentía al moverse. Al fin, con aire sumiso, se tendió en el lecho de paja y cerró los ojos.
Al volver Tristán y Daryth al patio, una densa lluvia de chispas cayó sobre la empalizada, más allá de las caballerizas, amenazando con encender la paja. Daryth se unió a un grupo de ffolk que corrían para extinguir las llamas. Tristán viendo que el fuego era rápidamente sofocado, fue en busca de Robyn.
La distinguió, de pie junto a Gavin, en el otro lado del patio. Los dos estaban mirando hacia los terrenos comunales, al pie del montículo. El príncipe, al echar a andar en su dirección, vio que la línea de ffolk de la muralla se echaba de improviso atrás, como aterrorizados.
Entonces advirtió que los Jinetes Sanguinarios atacaban el patio.
—¿Qué sucede? —exclamó Robyn, al ver la mancha móvil y confusa de los Jinetes Sanguinarios.
Oyó el trueno horrísono de los cascos de los caballos y vio la tierra calcinada que dejaban detrás de ellos, pero los propios Jinetes se movían demasiado aprisa para sus ojos mortales.
Sólo Gavin pareció capaz de reaccionar cuando los negros caballos treparon la colina. El gigantesco herrero se colocó delante de Robyn y levantó su enorme martillo.
La mujer vio una confusión de ojos enrojecidos, piel negra y dientes amenazadores, y entonces los Jinetes cayeron sobre ellos. Robyn sintió que algo macizo, tal vez el cuarto delantero de un caballo, chocaba contra ella, y cayó al suelo.
Vagamente, vio que el martillo de Gavin giraba en el aire y derribaba a un Jinete de su silla, con bastante fuerza para despedazar su cuerpo. Y alcanzó a distinguir una hoja fulgurante que hería el hombro del herrero al echarse éste atrás y cubrirla con su cuerpo.
Chispas y lascas salpicaron la piel de Robyn, pero el herrero se mantenía firme, dividiendo a los caballeros que atacaban, de manera que ninguno de los caballos pudiese pisar a la druida.
Sintió salpicaduras de sangre y vio brillar armas encima de ella. Las hojas abrían rojos surcos en todo el cuerpo de Gavin. Manaba sangre de su cuello, de su pecho, de sus brazos y de su cabeza, pero de algún modo Gavin seguía resistiendo, como una fuerza inexorable de la naturaleza.
Los Jinetes penetraron en el patio, mientras los destrozados restos de la compañía gemían y se desangraban en el parapeto. Gavin cayó de rodillas, en el momento en que Robyn se escurrió de debajo de él y se quedó sentada. Los ojos del herrero se nublaron mientras observaba cómo se derramaba sobre el suelo su sangre vital. Después cayó lentamente hacia atrás y quedó tumbado, inmóvil, entre los muchos cadáveres.
El cuerpo de Thelgaar Mano de Hierro parecía un vehículo ineficaz para subir la empinada cuesta, pero la Bestia se obligaba a conservar aquella engorrosa forma. Ahora, con la fortaleza a punto de caer, no podía distraer a los hombres del norte de su tarea.
Agarrándose a matas o a piedras salientes, Kazgoroth siguió subiendo, al frente de mil hombres del norte. La brecha de la empalizada, defendida antes por una compañía de ffolk, estaba vacía una vez más, pues los Jinetes Sanguinarios habían pasado por allí. No quedaba un solo defensor de aquella línea para hacer frente a los invasores. La carga había sido como una guadaña para los ffolk, y, ahora, los hombres de Mano de Hierro llegaron a la cima del montículo y entraron en tropel por la abertura.
—En nombre de la diosa... —murmuró Robyn.
Cuando vio a Gavin sangrando y cubierto de polvo, no pudo resistir los sollozos. Arrodillándose al lado del hombre que había muerto para protegerla, le cerró con dulzura los ojos sin vida. Por primera vez desde que había visto su pueblo en llamas, pensó que parecía tranquilo. Se había reunido con su familia en la muerte.
Se levantó, descolgó con cuidado la vara de su espalda y la sujetó delante de su cuerpo. Su lisa superficie, cálida entre sus manos, la calmaba y la fortalecía. Se sentía muy vieja, como si estuviese curtida y vigorizada por la edad.
—Gracias a la diosa que estás bien —dijo el bardo, corriendo hacia ella.
—El herrero me ha salvado la vida —dijo con sencillez Robyn, y se volvió.
Vio que los Jinetes Sanguinarios barrían el patio del castillo, que era su hogar. Ahora avanzaban a un ritmo más normal, matando a todos lo que encontraban a su paso, para lanzarse luego al galope a través del patio, vacío a excepción de ellos mismos y de sus víctimas muertas.
—¿Estás bien?
Saliendo de alguna pane, Tristán apareció al lado de la druida y le tocó un hombro, intranquilo. Ella lo miró, y la visión de su rostro cansado y afligido a punto estuvo de hacer que rompiese en lágrimas de nuevo.
—Estoy bien —respondió, tragando saliva, pues sabía que aún no podía dar rienda suelta a sus sentimientos.
—¡Ven, salgamos de aquí!
Ella asió de buen grado el brazo del príncipe y corrieron los dos a través del humo sofocante hasta que llegaron a las caballerizas. Allí, tal como había esperado, vio Tristán que las hermanas amazonas habían empezado a montar sus caballos blancos.
Brigit abrió la puerta de la caballeriza para que entrasen, y ellos se volvieron y observaron los estragos que hacían los Jinetes Sanguinarios en el patio.
Con el corazón angustiado, contó Tristán once caballos blancos y once amazonas vestidas de plata. ¡Cuánto habían sufrido a su servicio estas valerosas guerreras! Sin embargo, volvían a montar, dispuestas a atacar a un enemigo que las superaba en número a razón de cinco a uno.
—¡Espera! —gritó Robyn, cuando un hombre de armas se disponía a abrir la puerta de la caballeriza—. ¡Dame tiempo a llegar cerca de la puerta de la torre!
—Después añadió—: Necesito que me acompañes, Tristán.
El no podía negarse a complacerla. Robyn se volvió de nuevo hacia las once amazonas.
—Cuando se abra la puerta, cargad una vez a través del patio y después volved por el mismo camino. ¡Debéis conseguir que los Jinetes Sanguinarios pasen por delante de mí! Y, por favor... —prosiguió a media voz y en tono grave—, todas debéis pasar antes de que ellos me alcancen... ¡Debéis aseguraros de esto!
Brigit pareció ligeramente desconcertada, pero asintió con la cabeza.
Robyn y Tristán se deslizaron por la puerta de la caballeriza y corrieron hacia la torre, amparándose en el acre humo. Pronto llegaron junto a la gran puerta de roble.
De pronto, se abrió de par en par la puerta de la caballeriza y las Hermanas de Synnoria cargaron en el patio fortificado.
La argentina cota de malla de las hermanas resplandeció bajo el sol de la tarde, y los banderines de colores, soberbios como siempre, ondearon en las puntas de las lanzas. Éstas se bajaron ahora al nivel de la masa de Jinetes Sanguinarios y los dos grupos se enfrentaron en un choque brutal.
Los Jinetes Sanguinarios se apartaron del paso de las amazonas. Pero, antes de que los caballos negros pudiesen girar y cercarlas, las Hermanas de Synnoria dieron media vuelta y volvieron galopando hacia las caballerizas.
Lanzando su grito de victoria, los Jinetes Sanguinarios persiguieron a las amazonas que huían. Pero los caballos blancos eran veloces y las hermanas dejaron atrás a casi todos los Jinetes en su breve carrera a través del patio.
A todos menos a uno.
El capitán de los Jinetes Sanguinarios lanzó adelante su caballo con la rapidez del rayo, y el poderoso corcel lo llevó en pos de las hermanas.
Las amazonas, seguidas de cerca por Laric, pasaron al galope por delante de Robyn, que había salido al enlosado patio. Con su vara de roble, golpeó ésta tres veces fuertemente el suelo y pronunció palabras de un poder arcano, un llamamiento a la benevolencia de la diosa.
Y la diosa partió el suelo en pedazos, a lo largo de la línea que había marcado Robyn con la vara. Apeló a los pozos de calor en lo más profundo de sus entrañas: vastos charcos de roca líquida con resplandor de fuego blanco. Y dio este poder a Robyn.
Una pared de fuego brotó del suelo y cerró el camino a los Jinetes atacantes. Volaron losas por los aires con la erupción del fuego de la Madre Tierra, que creó una barrera de intenso calor.
Los Jinetes Sanguinarios chocaron contra la pared de fuego blanco. Sus caballos se convirtieron al instante en esqueletos, mutilados y negros, al caer al suelo. El fuego de la diosa hizo presa en el cuerpo de cada uno de los Jinetes, extrayendo de sus huesos la fuerza del Pozo de las Tinieblas. Y aquel fuego dejó sólo cenizas.
Como una ola gris y parda, los lobos de la Manada siguieron a su jefe a través de los páramos, los montes y los bosques de Gwynneth. Canthus los llevó rápidamente desde las Tierras Altas a través de los dispersos poblados orientales, cada vez más cerca de su casa y de su amo.
Durante más de una semana, la masa de animales mantuvo su continua carrera, descansando sólo un poco y por la noche. Antes del amanecer, partían de nuevo, avanzando siempre a su paso regular.
Por fin sintió Canthus que estaba muy cerca de su casa, pues pasaba por los campos a los que Tristán y Daryth lo habían llevado durante su adiestramiento. Allá delante estaba el castillo y, en él, su querido amo.
La gran columna negra que se alzaba hacia el cielo marcaba el lugar donde se hallaba Caer Corwell. El podenco siguió corriendo a buen paso, con la lengua colgando flaccida. Los peludos flancos estaban enmarañados y erizados, y una respiración jadeante brotaba de su ancho pecho.
Ahora percibió el olor de su casa, un olor ominosamente mezclado con fuertes aromas de amenaza y de peligro. Podía oler las aguas saladas del estuario y la humedad mohosa de las caballerizas, pero estos olores estaban casi sofocados por los de fuego, muerte y podredumbre.
Como una legión parda, los seguidores de Canthus corrían hacia Caer Corwell. Pero, mientras tanto, caían guerreros y ardía el castillo.
En un breve instante, Laric vio la alta muralla de fuego y comprendió que la larga hilera de restos —huesos de caballos y cenizas de Jinetes— era todo lo que quedaba de su compañía. No sintió tristeza por la pérdida de sus compañeros, pues ya no era capaz de sentir esta emoción, sino sólo cólera.
El caballo negro giró apartándose de las hermanas, pues las probabilidades no estaban allí en favor de Laric. Este alcanzó a advertir que Thelgaar Mano de Hierro conducía ahora a una numerosa banda de invasores a través de la brecha que los Jinetes Sanguinarios habían abierto en las filas de los defensores; pero la batalla estaba todavía lejos de acabar.
Y su nariz corrompida seguía husmeando el aire lleno de humo, en busca del olor de la mujer que deseaba. Sabía que la druida tenía que ser la responsable de la destrucción de su compañía. Y esto hacía que su deseo fuese aún más hondo.
De pronto, un delicioso olor llegó a su nariz y el humo se dividió lo suficiente para que el Jinete Sanguinario pudiese ver su presa. Ella yacía inmóvil contra la pared de piedra de la torre del homenaje. Ante ella se mantenía el arrogante humano, el de la poderosa espada. El humano sería un poderoso enemigo; Laric lo sabía, pero su deseo de la druida lo impelía al ataque.