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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El poder del perro (78 page)

BOOK: El poder del perro
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«No lo digas.»

«Tú no estás aquí. He hablado con mi sacerdote, dice que es moralmente aceptable...»

«Me importa un bledo lo que diga un cura.»

«Adán...»

«Esta noche estaré ahí. Mañana por la mañana, a lo sumo.»

«No te reconocerá, Adán. Será como si no estuvieras.»

«Pero estaré.»

«De acuerdo, Adán. Te esperaré. Tomaremos la decisión juntos.»

Doce horas después, Adán espera en el ático del edificio de apartamentos que domina el paso fronterizo de San Isidro. Mira por unos prismáticos de visión nocturna, a la espera de la conjunción de dos circunstancias: el guardia sobornado del lado de México tiene que entrar de guardia al mismo tiempo que el agente sobornado del lado norteamericano.

Se supone que tiene que suceder a las diez, pero si no, cruzará de todas maneras.

Solo espera que ocurra.

Le facilitaría las cosas.

De todos modos, no correrá más riesgos de los necesarios. Tiene que llegar al hospital, así que espera al cambio de guardia en los pasos fronterizos, y entonces suena el teléfono. Aparece el número 7 en la pantalla.

—Adelante.

Dos minutos después está en el aparcamiento, delante de un Lincoln Navigator robado aquella mañana en Rosarito y provisto de matrícula nueva. Un joven nervioso le abre la puerta. No puede tener más de veintidós o veintitrés años, piensa Adán, le tiembla la mano y está cubierta de sudor, y por un momento Adán se pregunta si es porque está nervioso o porque le han tendido una trampa.

—Supongo que eres consciente de que —dice—, si me traicionas, toda tu familia morirá.

—Sí.

Adán entra en la parte de atrás, donde otro joven, tal vez el hermano del conductor, quita la almohadilla del asiento trasero y deja al descubierto un hueco. Adán entra, se tiende, aplica el respirador a la nariz y la boca, y empieza a respirar oxígeno al tiempo que vuelven a poner el asiento en su sitio. Oye el zumbido del destornillador eléctrico cuando vuelven a colocar los tornillos.

Adán está encerrado en el hueco.

Se parece demasiado a un ataúd.

Reprime el pánico inicial de la claustrofobia y se obliga a respirar lenta e ininterrumpidamente. No puedes malgastar aire hiperventilando, se dice. Las emisoras de radio citan que la espera en la cola es de cuarenta y cinco minutos, pero ese cálculo podría ser erróneo, y aún tendrán que conducir unos minutos más, hasta encontrar un lugar lo bastante aislado para detenerse y sacarle.

Eso si todo va bien.

Si no es una trampa.

Todo cuanto deberían hacer, piensa, para ganar una enorme recompensa es conducirte hasta una comisaría de policía: Adivine lo que llevamos en el maletero. O peor aún, podrían estar a sueldo de alguno de tus enemigos, y les bastaría con conducir hasta un cañón del desierto aislado y dejar el todoterreno allí. Abandonarte hasta que te asfixies o el sol te cueza. O meter un trapo en el tubo de escape, encenderlo y...

No pienses en esas cosas, se dice.

Piensa que todo saldrá como habías planeado, que estos chicos son leales (han tenido muy poco tiempo para preparar una traición), que cruzarás la frontera gracias a los sobornos, y que dentro de tres horas o así estarás sujetando la mano de Gloria.

Y tal vez sus ojos se abrirán, tal vez se producirá un milagro.

Así que respira poco a poco y espera.

El tiempo pasa despacio en un ataúd.

Hay mucho tiempo para pensar.

En una hija agonizante.

En niños arrojados desde un puente.

En el infierno.

Mucho tiempo para pensar.

Entonces oye voces ahogadas. El agente de la Patrulla de Fronteras está haciendo preguntas. ¿Cuánto tiempo han estado en México? ¿A qué han ido? ¿Traen algo? ¿Les importa si miro atrás?

Adán oye que la puerta del vehículo se abre y después se cierra.

Se mueven de nuevo.

Adán lo percibe por el sutil cambio que se produce en el hueco. Tal vez sean imaginaciones suyas, o tal vez el aire sea un poco más fresco dentro del fétido contenedor, y respira con un poco más de facilidad cuando el coche acelera.

Después aminoran la velocidad y él rebota de un lado a otro del hueco, porque al parecer transitan por una carretera llena de baches, y después el coche para. Adán aferra la
pistola
que lleva en el cinturón de los pantalones y espera. Si le han traicionado, tal vez sea este el momento en que la tapa del hueco se abra y aparezcan hombres armados con pistolas o ametralladoras, a la espera de acribillarle.

O puede que el hueco no se abra nunca, piensa con un estremecimiento.

O que se limiten a encender una cerilla.

Entonces oye el chirrido eléctrico del destornillador, se levanta la tapa y ve al joven conductor, sonriente. Adán se quita el respirador de la nariz y acepta la mano que le ofrece el muchacho para ayudarle a salir del hueco.

Se yergue entumecido en la carretera de tierra y ve un Lexus blanco aparcado en la cuneta. Otro chico sonriente, el cuello adornado con tatuajes de bandas juveniles, le entrega un llavero.

—Ponlo en marcha —dice Adán.

Tú giras la llave, y tú saltas convertido en una bola de fuego y cascotes de metal cuando la bomba estalle bajo tus pies.

El muchacho palidece, pero asiente, sube al Lexus y lo pone en marcha.

El motor ronronea.

El pandillero baja del coche y ríe.

Adán sube.

—¿Adónde vamos?

Se lo dicen. Le explican cómo salir de esta carretera de tierra y entrar en la autopista. Cincuenta minutos después, entra en el aparcamiento del hospital.

Adán cruza el aparcamiento, sin poder evitar imaginar decenas de ojos clavados en él.

Nadie sale de un coche, ningún hombre con cazadora azul y las letras DEA grabadas en ella se acerca chillando y diciéndole que se tire al suelo. Solo el triste y tétrico silencio de un aparcamiento de hospital. Se dirige hacia la entrada, atraviesa la puerta y descubre que la habitación de su hija está en la planta octava.

Las puertas del ascensor se abren.

Lucía está sentada en un banco del pasillo, encorvada, con las lágrimas resbalándole por la cara. La abraza. —¿Llego demasiado tarde?

Incapaz de hablar, la mujer niega con la cabeza. —Quiero verla —dice Adán.

Abre la puerta de la habitación de su hija y entra. Art Keller le apunta a la cara con una pistola. —Hola, Adán. —Mi hija... —Se encuentra bien. Adán siente que algo puntiagudo le atraviesa la camisa y le pincha en la espalda.

Después el mundo se oscurece.

Art y Shag colocan el cuerpo inconsciente de Adán sobre una camilla y le llevan al depósito de cadáveres. Le meten dentro de una bolsa de cadáveres, le atan a la camilla y la empujan hasta una furgoneta con la inscripción FUNERARIA HIDALGO. Cuarenta y cinco minutos después, se encuentran en un lugar seguro.

Fue relativamente fácil obligar a Lucía a traicionar a su marido, así como probablemente lo más espantoso que haya hecho Art en toda su vida.

La han seguido durante meses, vigilado la casa, pinchado la línea terrestre, controlado el teléfono móvil, intentado descifrar el código cibernético que envía mensajes entre Adán Barrera y su hija, y viceversa.

Art tuvo que reconocer la ironía de que fueran unos números los que les proporcionaran la clave por fin.

Las cuentas bancarias de Lucía.

Con independencia del método que utilizara Lucía para blanquear su dinero, no podía dar una explicación de sus ingresos. Fin de la historia. No trabajaba, pero su estilo de vida delataba ingresos considerables.

Art la había abordado y subrayado esta circunstancia cuando la mujer salía de una tienda de productos gourmet cerca de su casa, en una zona lujosa de Rancho Bernardo. Todavía es una mujer atractiva, pensó Art cuando la vio salir, empujando un carrito de la compra. El cuerpo esbelto gracias a sus clases de Pilates tres veces a la semana, el pelo peinado y teñido con mechas ámbar en José Eber, de La Costa.

—¿Señora Barrera?

Ella pareció sobresaltarse, pero acto seguido puso expresión de cansancio.

—Utilizo mi nombre de soltera —dijo mientras miraba la placa de identificación—. No sé nada sobre los negocios de mi marido o su paradero. Haga el favor de perdonarme, pero tengo que recoger a mi hija en...

—Está en el cuadro de honor del colegio, ¿verdad? —preguntó Art, y sonrió, aunque se sentía como un pedazo de cabrón—. Canta en el coro. Matrícula de honor en inglés y matemáticas. Permítame hacerle una pregunta: ¿cómo se las apañará con usted en la cárcel?

Se lo explicó con todo lujo de detalles allí mismo, en el aparcamiento: Como mínimo, la acusarán de evasión de impuestos, y en el peor de los casos (y creo que lo conseguiré, añadió Art), demostraremos que recibe dinero de los narcóticos, por lo cual le caerán treinta años.

—Confiscaré su casa, sus coches, sus cuentas bancarias —dijo Art—. Usted irá a una prisión federal y Gloria a Protección de Menores. ¿Cree que Medicaid se preocupará por su salud? Hará cola en el ambulatorio, verá a los mejores médicos...

Ánimo, Art, pensó. Utilizar a una enferma terminal como cebo. Recordó el cadáver del bebé en El Sauzal, rodeado por los brazos de su madre muerta.

La mujer introdujo la mano en el bolso para sacar el móvil.

—Voy a llamar a mi abogado.

—Dígale que se reúna con usted en la prisión federal del centro de la ciudad —dijo Art—, porque allí es adonde vamos. Escuche, puedo enviar a alguien al colegio para que recoja a Gloria y le explique que su madre está en la cárcel. La llevarán al Centro Polaski. Hará muy buenos amigos allí.

—Es usted el ser más repugnante de la faz de la Tierra.

—No —contestó Art—. Soy el segundo más repugnante. Su marido es el primero. Usted todavía acepta su dinero, le da igual su procedencia. ¿Le gustaría ver algunas fotos de cómo Adán mantiene a su hija? Llevo algunas en el coche.

Lucía se puso a llorar.

—Mi hija está muy enferma. Tiene muchos problemas de salud que... No podría soportar...

—Estar sin su madre —interrumpió Art—. Lo entiendo.

Dejó que reflexionara un minuto o así, sabiendo la decisión que debía tomar.

Ella se secó los ojos.

—¿Qué quiere que haga? —preguntó.

Art deja de teclear algo en el ordenador portátil y mira a Adán, que está esposado a una cama. Adán abre los ojos, recobra el conocimiento y se da cuenta de que no va a despertar de esta pesadilla.

—Me sorprende seguir vivo —dice cuando reconoce a Art.

—A mí también.

—¿Por qué no me has matado?

Porque estoy cansado de matanzas, se dice Art. Estoy harto de tanta sangre.

—Tengo planes mejores para ti —contesta en cambio—. Déjame hablarte de la prisión federal de Marion, en Illinois. Pasarás solo veintitrés horas al día en una celda de ocho por dos y medio por dos que ni siquiera eres capaz de imaginar. Te concederán una hora al día para caminar de un lado a otro, solo, entre dos muros de bloques de ceniza coronados de alambre de espino y un cielo azul subyugador. Tendrás dos duchas de diez minutos a la semana. Te darán las asquerosas comidas a través de una ranura. Dormirás en una cama metálica con una manta delgada, y las luces estarán encendidas las veinticuatro horas de los siete días de la semana. Te acuclillarás como un animal sobre un váter abierto sin asiento y olerás tu mierda y tu pis, y yo no pediré la pena de muerte, sino la perpetua sin posibilidad de libertad condicional. ¿Qué tienes ahora?, ¿cuarenta y tantos? Te deseo una larga vida.

Adán se pone a reír.

—¿Vas a ser legal, Art? ¿Vas a llevarme a los tribunales? Buena suerte,
viejo
. No tienes testigos.

No para de reír, pero se siente un poco desconcertado cuando Art le corea. Entonces Art pone el ordenador delante de Adán, abre la pantalla y pulsa un par de teclas.

—Sorpresa, cabrón.

Adán mira la pantalla y ve un fantasma.

Nora está sentada en una silla y mira impaciente una revista. Después consulta su reloj, frunce el ceño y vuelve a mirar la revista.

—En vivo y en directo —dice Art, y cierra la pantalla—. ¿Crees que no te delatará? ¿Crees que no testificará contra ti porque te quiere tanto? ¿Crees que va a pasar el resto de su vida en un agujero para que tú puedas vivir en libertad?

—Yo daría mi vida por ella.

—Sí, eres muy noble.

Art nota que Adán está pensando, aquel pequeño ordenador que lleva dentro de la cabeza está zumbando, reconfigurando la nueva situación, descubriendo una solución.

—Podemos hacer un trato —dice Adán.

—No tienes nada con que negociar —dice Art—. Ese es el problema de estar en la cumbre, Adán. No puedes negociar. No tienes con qué.

—Niebla Roja.

—¿Qué?

—Niebla Roja —repite Adán—. ¿No sabes qué es? No, los norteamericanos nunca saben nada. No solo las drogas que compráis están empapadas en sangre. También vuestro petróleo, vuestro café, vuestra seguridad. La única diferencia entre tú y yo es que yo reconozco lo que hago.

Adán hizo copias del contenido del maletín de Parada. Pues claro que lo hizo. Solo un idiota no lo habría hecho. La información se encuentra en una caja fuerte de Gran Caimán, y contiene pruebas capaces de derribar a dos gobiernos. Detalla la Operación Cerbero y la colaboración de la Federación con los norteamericanos en la operación de drogas a cambio de armas para financiar a la Contra. Habla de la Operación Niebla Roja, de que Ciudad de México, Washington y los cárteles de la droga patrocinaron el asesinato de figuras de izquierdas en Latinoamérica. Existen pruebas del asesinato de dos funcionarios con el fin de manipular las elecciones presidenciales mexicanas, y pruebas de la relación activa de Ciudad de México con la Federación.

Eso está en el maletín. Tiene más archivado en la cabeza, sobre todo información sobre el asesinato de Colosio, así como sobre el perjurio de Art Keller ante el comité del Congreso que investigaba Cerbero. De modo que quizá sea Keller quien acabe condenado de por vida y no él.

Adán explica el trato: si no llegan a un acuerdo satisfactorio en un plazo de treinta y seis horas, ordenará entregar un paquete de cintas y documentos al Subcomité del Senado.

—Puede que yo acabe en una prisión federal —dice Adán—, pero podríamos ser compañeros de celda.

¿Nada que negociar?, piensa Adán.

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