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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El poder del perro (33 page)

BOOK: El poder del perro
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Lucía va al gimnasio, a comer con las demás esposas, a San Diego de compras en Fashion Valley y Horton Plaza. Ella lo considera un deber para con los negocios de su marido, pero nada más. Las demás esposas lo comprenden: la pobre Lucía tiene que dedicar tiempo a la pobre niña, quiere estar en casa, está entregada a la Iglesia.

Ahora es madrina de media docena de bebés. Sufre por ello. Cree que está condenada a erguirse con una sonrisa afligida ante la pila bautismal, sosteniendo al hijo sano de otra mujer.

Si no está en casa, es fácil encontrar a Adán en la parte posterior de alguno de sus restaurantes, bebiendo café y anotando cifras en una libreta. Si no supieras cuáles son sus verdaderos negocios, nunca lo adivinarías. Parece un joven contable. Si no pudieras ver las cifras escritas a lápiz en la libreta, jamás pensarías que son los cálculos de equis kilos de cocaína por la cuota de entrega de los colombianos, menos los gastos de transporte, los gastos de protección, los sueldos de los empleados y otros gastos generales, el diez por ciento de Güero, los diez puntos de Tío. Son cálculos más prosaicos que el coste del filete de buey, las servilletas de hilo y los artículos de limpieza de los cinco restaurantes que ya posee, pero casi siempre está ocupado con el cálculo más complicado de mover toneladas de coca colombiana, así como la sinsemilla de Güero, y cantidades pequeñas de heroína para introducirse en el mercado.

Raras veces ve las drogas, a los proveedores o a los clientes. Adán solo se encarga del dinero (cobrarlo, contarlo, blanquearlo). Pero no lo recoge. Eso es asunto de Raúl.

Raúl se encarga de su parte del negocio.

Pongamos el caso de los dos camellos que cogen doscientos kilos de dinero de los Barrera, cruzan la frontera y siguen conduciendo hacia Monterrey en lugar de ir a Tijuana. Pero las autopistas mexicanas pueden ser largas y, como no podía ser menos, el PJF detiene a los dos
pendejos
cerca de Chihuahua, y los retiene el tiempo suficiente para que Raúl llegue.

Raúl no está contento.

Tiene las manos de un camello extendidas bajo una cortadora de papel.

—¿Tu madre no te enseñó nunca a guardarte las manos en los bolsillos? —le pregunta.

—¡Sí! —chilla el camello. Tiene los ojos desorbitados.

—Tendrías que haberle hecho caso —dice Raúl.

Entonces apoya todo su peso sobre la hoja, que cercena las muñecas del camello. Los polis llevan al tipo corriendo al hospital porque Raúl ha dejado muy claro que quiere vivo al hombre sin manos, y paseando por ahí como un tablero de anuncios humano.

El otro camello fugitivo consigue llegar a Monterrey, pero encadenado y amordazado en el maletero de un coche que Raúl conduce hasta un aparcamiento desierto, rocía con gasolina y prende fuego. Después Raúl transporta el dinero hasta Tijuana en persona, come con Adán y va a un partido de fútbol.

Durante mucho tiempo, nadie intenta apropiarse del dinero de los Barrera.

Adán no interviene en ninguno de los asuntos sucios. Es un hombre de negocios. Tiene una empresa de importación/exportación: exporta drogas, importa dinero. Después se ocupa del dinero, lo cual supone un problema. Es el tipo de problema que todo hombre de negocios quiere padecer, por supuesto: ¿Qué hago con todo este dinero? Pero sigue siendo un problema. Adán puede blanquear cierta cantidad por mediación de los restaurantes, pero cinco restaurantes no pueden producir millones de dólares, de modo que siempre está buscando sistemas de blanqueo.

Pero para él, todo son números.

Hace años que no ve drogas.

Ni sangre.

Adán Barrera nunca ha matado a nadie.

Ni siquiera ha cerrado un puño impulsado por la ira. No, todo eso es cosa de Raúl. No parece importarle, todo lo contrario. Y esta división del trabajo facilita a Adán negar el origen del dinero que entra en casa.

Y eso es lo que necesita volver a hacer, llevar dinero a casa.

7
N
AVIDAD

And the tuberculosis old men

At the Nelson wheeze and cough

And someone will head south

Until this whole thing cools off...

T
OM
W
AITS
, «Small Change»

Nueva York

Diciembre de 1985

Callan desbasta una tabla.

Con un largo y suave movimiento, recorre la madera con el cepillo de un extremo a otro, y después retrocede para examinar su obra.

Tiene buen aspecto.

Coge un pedazo de papel de lija, lo envuelve alrededor de un bloque de madera y empieza a alisar el borde que acaba de crear.

Las cosas van bien.

Sobre todo, reflexiona Callan, van bien porque se pusieron muy mal.

Pensemos en la gran puntuación de cocaína de Peaches: cero.

En realidad, menos de cero.

Callan no recibió ni un centavo de eso, pues toda la cocaína acabó en un almacén del FBI antes de que llegara a la calle. Los federales debían de estar enterados desde el primer momento, porque en cuanto Peaches introdujo la coca en la jurisdicción del Distrito Este de Nueva York, los hombres de Giuliani cayeron sobre ella como moscas atraídas por la mierda.

Y Peaches fue acusado de posesión con intención de distribución.

Mal rollo.

Peaches se expone a padecer la crisis de los cincuenta en Ossining, si vive para contarlo, y tiene que encontrar el dinero de la fianza, sin contar el dinero del abogado, sin contar que durante todo ese tiempo no va a ganar ni un centavo, de modo que Peaches ha anunciado «Muchachos, ha llegado el momento de recaudar impuestos», de manera que no solo Callan y O-Bop pierden su inversión en coca, sino que han de aportar fondos para la defensa de Big Peaches, lo cual supone un buen pedazo del dinero de los sobornos, el dinero de las extorsiones y el dinero de los préstamos.

Pero la buena noticia es que no fueron acusados de nada. Pese a todos sus defectos, Peaches es un tipo legal (y también Little Peaches), y si bien los federales grabaron en cinta a Peaches hablando con y/o sobre todos los gángsters de la Gran Zona Metropolitana de Nueva York, no obtuvieron nada sobre O-Bop o Callan.

Lo cual nos ha ido de puta madre, piensa Callan.

Esa cantidad de coca supone entre treinta años y la perpetua, con más probabilidades de que caiga la perpetua.

De modo que todo va bien.

Lo cual consigue que el aire sea muy dulce, poder olerlo y saber que vas a seguir oliéndolo.

Ya cuentas con una ventaja.

Pero Peaches está como loco, y Little Peaches también, y corre la voz de que los federales pillaron a Cozzo, al hermano de Cozzo y a un par más, y están intentando que Peaches pierda la chaveta para crucificarlo.

Sí, buena suerte, piensa Callan.

Peaches es de la vieja escuela.

Los de la vieja escuela no se lo ponen fácil.

Pero esta época difícil es el último de los problemas de Peaches, porque los federales han presentado cargos contra Big Paulie Calabrese.

No por la coca, sino por un barco cargado de otros implicados de RICO, y Big Paulie está sudando la gota gorda porque solo han pasado unos meses desde que ese plasta de Giuliani condenó a un siglo de cárcel por cabeza a otros cuatro jefazos, y el caso de Big Paulie es el siguiente.

Ese Giuliani es un cabronazo, conoce muy bien el viejo brindis italiano
Cent'anni
(«Que vivas cien años»), solo que significa «Que vivas cien años en la trena». Y Giuliani quiere concluir el ciclo, quiere cortar todas las cabezas de las Cinco Familias, y da la impresión de que Paulie está de capa caída. Como resulta comprensible, Paulie no quiere morir en chirona, así que está un poco tenso.

Intenta descargar un poco de su
agita
sobre Big Peaches.

Si traficas, mueres.

Peaches proclama que es inocente, que los federales le tendieron una trampa, que ni soñaría en desafiar a su jefe vendiendo droga, pero Calabrese no para de oír rumores sobre unas cintas en las que Peaches habla de la coca y dice cosas ofensivas sobre el propio Calabrese, pero Peaches se defiende: ¿Cintas? ¿Qué cintas? Y los federales no entregarán las cintas a Paulie, porque no pretenden utilizarlas como pruebas en el caso de Calabrese (todavía), pero Calabrese está convencido de que van a utilizarlas contra Peaches en su caso, de manera que Peaches las tiene, y Paulie exige que se las lleve a su casa de Todt Hill.

Y Peaches se resiste a ello con desesperación, porque sería como meterse una granada en el culo y tirar de la anilla. Porque sale en las cintas soltando mierda como: «¿Sabes esa tía que la Madrina se está tirando? ¿Estás preparado? Por lo visto, utiliza un hinchador de pollas».

Y otros cotilleos sobre la Madrina, y el capullo mezquino, barato y pichafloja que es, por no hablar de un resumen verbal de todo el orden de bateo de los Cimino, de manera que Peaches no quiere que las cintas lleguen a oídos de Paulie.

Lo que tensa todavía más la situación es que el cáncer está acabando por fin con Neill Demonte, el subjefe de los Cimino, un hombre de la vieja escuela, y el único capaz de impedir que la rama Cozzo de la familia se rebele abiertamente. De modo que no solo se ha perdido esa influencia disuasoria, sino que el puesto de subjefe va a quedar vacante, y la rama Cozzo alberga esperanzas.

La de que Johnny Boy, y no Tommy Bellavia, sea nombrado el nuevo subjefe.

—No voy a obedecer las órdenes de un puto chófer —rezonga Peaches, como si no estuviera patinando ya sobre una fina capa de hielo. Como si fuera a tener una puta posibilidad de obedecer otras órdenes que no sean las del alcaide de Saint Peter.

Callan escucha todas estas habladurías de labios de O-Bop, el cual se niega a creer que Callan vaya a retirarse.

—No puedes salirte —dice O-Bop.

—¿Por qué no?

—¿Crees que puedes irte así como así? —le pregunta O-Bop—. ¿Crees que hay una puerta de salida?

—Eso creo —responde Callan—. ¿Por qué?, ¿vas a impedirme el paso?

—No —se apresura a decir O-Bop—, pero hay gente por ahí que abriga, ya sabes, resentimientos. No te conviene estar solo.

—Eso es lo que quiero.

Bien, no exactamente.

La verdad es que Callan está enamorado.

Termina de cepillar la tabla y se marcha a casa, pensando en Siobhan.

La conoce en el pub Glocca Mora, en la Veintiséis con la Tercera. Está sentado en la barra tomando una cerveza, mientras oye a Joe Burke tocar su flauta irlandesa, y la ve con un grupo de amigos sentada a una mesa de delante. Lo primero que le llama la atención es su largo pelo negro. Después ella se vuelve, ve su cara y aquellos ojos grises, y está perdido.

Se acerca a la mesa y se sienta.

Resulta que su nombre es Siobhan y acaba de llegar de Belfast. Se crió en Kashmir Road.

—Mi padre era de Clonnard —dice Callan—. Kevin Callan.

—He oído hablar de él —dice ella, y vuelve la cara.

—¿Qué?

—Vine aquí para huir de todo aquello.

—Entonces, ¿por qué estás aquí? —pregunta Callan.

Mierda, todas las canciones que cantan en este local van de eso, de los Problemas, pasados, presentes o futuros. Incluso ahora, Joe Burke deja la flauta, coge el banjo y la banda ataca «The Men Behind the Wire»:

Armoured cars and tanks and guns

Came to take away our sons

But every man will stand behind

The men behind the wire.

—No sé —dice ella—. Es donde van los irlandeses, ¿no?

—Hay otros lugares —dice él—. ¿Has cenado?

—He venido con unos amigos.

—No les importará.

—Pero a mí sí.

Abrasado en llamas.

—Tal vez en otro momento —dice ella.

—¿«En otro momento» es un rechazo educado? —pregunta Callan—. ¿O quiere decir que quedamos en otro momento?

—El jueves por la noche estoy libre.

La lleva a un local caro de Restaurant Row, en las afueras de la Cocina, pero dentro del área de influencia de O-Bop y él. Ni una servilleta llega a este lugar sin que O-Bop y él permitan el paso, el inspector de incendios no repara en que la puerta de atrás está cerrada con llave, el poli de ronda siempre considera conveniente pasar de largo y revelar sus intenciones, y a veces algunas cajas de whisky bajan del camión sin el engorro de una factura, de modo que Callan recibe una mesa de primera y un servicio atento.

—Jesús —dice Siobhan cuando examina la carta—. ¿Puedes permitirte esto?

—Sí.

—¿Qué haces? —pregunta ella—. ¿En qué trabajas?

Una pregunta incómoda.

—Esto y aquello.

Con «esto» se refiere al chantaje, la usura y los asesinatos pagados. Con «aquello», a la droga.

—Debe de ser lucrativo —dice ella—, «esto y aquello».

Callan cree que ella va a levantarse y salir por la puerta en ese mismo momento, pero en cambio pide lenguado a la plancha. Callan no sabe una mierda de vinos, pero se pasó por el restaurante esa tarde e informó de que, pidiera lo que pidiese la chica, el sumiller debía aparecer con la botella adecuada.

Lo hace.

Obsequio de la casa.

Siobhan mira a Callan de una forma peculiar.

—Trabajo un poco para ellos —explica Callan.

—Esto y aquello.

—Sí.

Se levanta unos minutos después para ir al cuarto de baño y localiza al encargado.

—Escucha, quiero la cuenta, ¿vale?

—Sean, el propietario me matará si te presento la factura.

Porque este no es el trato. El trato es, siempre que Sean Callan y Stevie O'Leary entran, comen y la cuenta no aparece, y dejan una generosa propina para el camarero. Está muy claro, tanto como que no van muy a menudo, sino que van visitando por turnos los locales de Restaurant Row.

Está nervioso. No sale con muchas chicas, y cuando lo hace suelen ir al Gloc o al Liffey, y si comen algo es una hamburguesa, o un guiso de cordero, y luego cogen una buena mierda, follan y después apenas se acuerda. Solo va a sitios como este por asuntos de negocios, a hacer acto de presencia, como dice O-Bop.

—Ha sido la mejor cena de toda mi vida —dice ella mientras se limpia los últimos restos de la mousse de chocolate de sus labios.

Llega la cuenta y es para desmayarse.

Cuando Callan la mira, no sabe cómo la gente normal puede vivir. Saca un fajo de billetes del bolsillo y los deja sobre la bandeja, lo cual le vale otra mirada de curiosidad de Siobhan.

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