Debí haberlo pensado mejor. Alzó la vista y me sonrió con cortesía:
—Muestra una comprensión rápida. Creo que no tiene problemas de aprendizaje. Pero hay una cierta inestabilidad... ¿una compulsión?
Un hombre sano habría dado las mismas respuestas. ¿Un hombre sano? Yo era un hombre sano. ¿Lo creía yo mismo? ¿No me estaría engañando a mí mismo por culpa de encontrarme en ese infierno?
Quise decirle lo que sabía, probarle que yo también podía aplicar el test Stamford-Binet, hacer una prognosis, indicar un tratamiento. Quería ser el mejor alumno. Quería superar a mi maestra. Pero sabía que no me atrevería a llegar tan lejos.
Había un solo camino para salir. Debía mostrar «mejoría». La verdad no importaba. Nunca podría probarles que me llamaba George Matthews, que era médico, psiquiatra, que estaba casado y tenía una cuenta bancaria. O, para hacerlo, necesitaría muchísimo tiempo. Sabía que lo que tenía que hacer era quebrar todas las coartadas de la ciencia y el conocimiento, y probarle a la doctora Littlefield, al doctor Peters y a la enfermera Aggie Murphy que era un hombre y no un caso, un ser humano y no un síndrome. Y no podía permitirme un plazo largo. Tenía que salir mañana, o pasado mañana, o al día siguiente.
Esto lo comprendí cuando Peters me habló de mi muerte. Me dijo que Anderson le había dicho que había muerto el año pasado...
El año pasado.
Asumí esa información, que me había sido dada de un modo tan casual, y con la misma calma la almacené en un rincón de mi mente. ¡Debía de haber perdido meses enteros! Al mirar afuera veía que era verano. Realmente, debía de haber pasado por un período de amnesia (aquel golpe y desvanecimiento en el metro parecían haber sucedido ayer o la semana pasada, no el año pasado, pero yo sabía que habían tenido lugar en un lluvioso día de otoño, el 12 de octubre). El problema era el siguiente: ¿me había olvidado yo el mismo período que ellos creían que había olvidado? La amnesia tiene dos caminos. Uno puede olvidarse del pasado remoto, los primeros años de vida, la infancia, la juventud, o bien puede olvidar un fragmento de la vida adulta.
Ahora sabía que había olvidado algunas cosas, aunque no sabía cuánto.
Pero podía mentir. Podía construirme un pasado que no fuera cierto, pero que se ajustara al papel que me habían dado. Podía contarles la historia ficticia de un fracasado, y podía hacerlo bien porque había estudiado y había ayudado a muchos hombres en esas condiciones.
Esperaban que recuperase la memoria gradualmente. Harvey Peters decía que notaba mi progreso. La doctora Littlefield me sometía a tests todos los jueves y me decía que advertía en mis respuestas menos miedo, menos ansiedad. Pero nunca, o al menos en mucho tiempo, sabrían quién era. O quién había sido.
¿Por qué debía seguir siendo el doctor George Matthews? ¿Qué tenía de malo ser John Brown? Alguien quería que fuese John Brown. ¿Por qué debía oponerme?
¿Valía la pena pudrirme aquí para defender mi identidad?
No. Mentiría.
Lo había decidido.
Un año contiene 365 días. Yo morí el año pasado. El doctor George Matthews murió ahora, en este minuto. Ha nacido John Brown. John Brown escapará. John Brown encontrará al que quiera borrar del mundo al doctor George Matthews, al que jugó con él y le metió en esta comedia, ¡y John Brown le destruirá!
—Nací en Erie, Pennsylvania. Mi padre trabajaba en los molinos harineros. Tuve siete hermanos. Mi madre murió. Mi hermana huyó de casa. Me enrolé en el ejército bajo un nombre supuesto.
—¿Lo recuerda?
—Me vuelve poco a poco. Me hirieron... En Francia. Volví. No encontraba empleo. Vagué de ciudad en ciudad. Trabajaba en el campo, y recorrí el país de costa a costa. Después desaparecí un tiempo.
—¿Desapareció? ¿Así por las buenas?
Mentiras bien calculadas. Tenía que ocultar algo. Tenía que hacer que mi historia se adaptara a lo que ella esperaba, y ella esperaba que yo quisiera ocultarle una parte del total.
—Me casé. En el Sur. Trabajé para una inmobiliaria. Después me fue mal otra vez. Ella estaba embarazada. Tenía que operarse. Esperamos demasiado. No teníamos dinero para la operación. Murió.
—Lo siento.
Una mentira contada con mucho balbuceo: típico síndrome de autocompasión. Eso era lo que ella esperaba y lo que iba a obtener.
Durante unos minutos no dije nada. La doctora Littlefield guardaba un silencio respetuoso. Por mi parte, tenía ganas de reírme. La vida era mala y buena y yo les odiaba a todos. Me alegraba saber cómo mentir.
—¿Qué pasó después?
Formuló la pregunta con cuidado. Dispuesta a dar por terminada la sesión en cualquier momento. No quería precipitar un bloqueo emocional. Esa pequeña hechicera de la magia negra científica creía poder sacarme la historia contra mi voluntad. ¡Y era yo el que se la estaba vendiendo!
—Me fui. Volví a rondar. Todo empeoró. ¿Sabe cómo era durante la Depresión? En verano trabajaba en la cosecha. En invierno me quedaba en las ciudades..., pues hay más oportunidades. Trabajé para la PWA y la WPA, vagabundeé...
Bajé los ojos como si estuviera avergonzado. No estaba avergonzado. Aun cuando hubiera sido verdad, no habría sentido vergüenza.
—¿Sí?
—Bebía.
—¿Mucho?
—Demasiado.
No dijo nada. ¿Me habría excedido?
—Es raro, pero ya no tengo deseos de beber.
¡Con eso haría seguir lo demás!
—¿No?
—No, desde el golpe en la cabeza...
Esperé haber acertado con la localización del golpe. La cabeza era lo más común.
—¿Cuándo se lastimó?
¡Creía que me estaba ayudando a recordar! ¡Funcionaba!
—Antes de venir aquí. Tuve una pelea. Por una mujer. Un tipo se me echó encima con una botella. No recuerdo más.
Un cuento clásico. Plagiado de un millón de vidas sórdidas. Pero serviría.
Por supuesto, no me dejaron salir de inmediato. Tuve que repetir cada día, durante una semana, la misma historia. La doctora Littlefield volvió a verme, y después el doctor Smithers y el doctor Goldman. Harvey me hacía preguntas capciosas por su cuenta. A todos les di la misma papilla. Un detalle aquí, otro allá. Paralelos cuidadosamente extraídos de mis historias clínicas. Nunca alargaba la mano, pero siempre me ajustaba a lo que ellos esperaban.
Funcionó. Un día, la doctora Littlefield me dijo:
—Está mucho mejor. Pensamos que está casi bien. ¿Le gustaría dejarnos esta misma semana?
Una sonrisa cuidadosamente esbozada. Nunca debe ser una sorpresa completa, pero al mismo tiempo el paciente debe advertir que el médico está complacido cuando observa su recuperación.
—Sería muy agradable. ¿Lo dice en serio?
Una incredulidad también cuidadosamente planeada por mi parte. Los médicos deben advertir el alivio y la sorpresa complacida del paciente, pero el médico no debe percibir que el juego se ha vuelto muy, muy aburrido.
—El viernes. Hoy verá a la señorita Willows. Creo que ella tiene una sorpresa para usted.
No me sorprendió constatar que la señorita Willows era gorda y lenta. Las asistentas sociales siempre lo son. ¡Ésa era la mujer que me rehabilitaría! Bueno, yo estaba dispuesto a ello.
—Hablé de usted con la doctora Littlefield —me dijo—. ¿Es cierto que piensa dejarnos?
—Sí, señora.
Sabía bien que debía mostrarme humilde con ella. A las asistentas sociales les gusta la gente humilde.
—No queremos que salga y siga haciendo la vida que hacía antes. Aunque no fue culpa suya. Pero si usted se ayuda, nosotros también podremos ayudarle.
—Sí, señora.
—Un empleo en una cafetería no es gran cosa, pero hay posibilidades de progreso.
—Es muy amable, señora.
—Y si trabaja bien y no olvida presentarse cada mes a nosotros, como le indicará la doctora Littlefield..., ¡quién sabe adónde llegará!
—Sí, señora. Es usted muy amable, señora.
El viernes 12 de julio de 1944, John Brown subió al autobús que cruzaba la ciudad. Tenía en el bolsillo la dirección de una cafetería en Coney Island donde la señorita Willows le había dicho que pidiera empleo como camarero y lavaplatos. Sus ropas eran baratas y nuevas. En su rostro no había —deliberadamente— expresión alguna. Si alguien le hubiera examinado de cerca, habría dicho que era un hombre que había conocido mejores tiempos.
A partir de ahora mi nombre era John Brown. No podía explicar, ni siquiera explicarme a mí mismo, el proceso por el que había llegado a negar mi identidad. No hacía mucho tiempo, yo era un especialista con una vida holgada, una esposa y cierta posición en la comunidad. Ahora el mundo me conocía como un mozo de mostrador en una cafetería de Coney Island abierta toda la noche.
No había tenido intención de aceptar el empleo que me había ofrecido la señorita Willows cuando salí del hospital aquel cálido día de julio, pues todavía quedaba en mí cierto deseo de luchar. Durante semanas había estado fingiendo, asumiendo una personalidad que no era la mía, porque sabía que era el modo más rápido de volver a lo que la mayoría de la humanidad considera salud mental. Me había endurecido durante esas semanas, había adoptado el cinismo suficiente como para representar mi personaje y continuar la charada, pero no había perdido la esperanza. Bien podría haberme desesperado si me hubieran permitido siquiera una vez mirarme a un espejo.
Había notado la falta de espejos en la sala, había decidido que era una precaución similar a la prohibición de cinturones y tirantes pues un espejo puede astillarse en trozos afilados, con los cuales se pueden rebanar gargantas. Seguramente se tomaron precauciones adicionales para impedir que me viera en los últimos días de mi convalecencia; sea como fuere, no lo advertí. No culpo a la doctora Littlefield por no dejarme mirar en un espejo, aunque si yo hubiera estado en su lugar habría considerado que esa confrontación era una parte necesaria en mi recuperación. Pero este juicio quizás es injusto, ya que probablemente la doctora Littlefield no sospechaba que yo siempre había sido así.
Tal como sucedieron las cosas, me vi por primera vez mientras me tomaba una Coca-Cola en un bar al bajar del autobús que me había llevado a la ciudad. Detrás del mostrador había un espejo decorado con anuncios que recomendaban la compra de leches malteadas y sodas de café. Alcé la vista y miré sin saber lo que hacía. Mi mente leyó los anuncios primero, se sintió bien ante aquel espectáculo familiar, y al mismo tiempo esbozó una crítica de la industria publicitaria. Y mientras leía esos carteles, una parte de mi conciencia sintió curiosidad por el hombre horriblemente desfigurado que debía de estar sentado a mi lado. No era viejo (al examinar su rostro vi que debía de tener mi edad), aunque me lo había parecido a primera vista. Esto se debía a que su cabello cortado muy corto era gris, con abundantes mechones blancos, y su quijada, que mostraba trazas de haber sido vigorosa, temblaba espasmódicamente. Pero lo que le hacía realmente feo, hasta la fascinación, era la ancha y prolongada cicatriz roja que le atravesaba la cara en diagonal desde una oreja, cruzando la nariz hasta la mandíbula en la base de la otra mejilla. Era una herida antigua y mal cicatrizada que en el proceso de curación había estirado y retorcido la piel hasta dar a la cara que atravesaba la textura de un pergamino arrugado y la mueca de un payaso. Una mejilla, y el ojo correspondiente, parecían desplazados y levantados en una mueca sarcástica, mientras que la otra mejilla descendía y arrastraba el ángulo de la boca, como si estuviera a punto de echarse a llorar. El color de la piel era el de la ceniza de cigarro, pero la cicatriz brillaba como el carmín más intenso. Aquel hombre me inspiró compasión y sentí cierto embarazo, pues seguramente él me había visto examinar su reflejo. Pero al tiempo que pensaba esto, vi que su vaso de Coca-Cola se vaciaba mientras yo sorbía ruidosamente a través de mi pajita, y me subió al cerebro una sospecha. La quise apartar, traté de imponer silencio en mis pensamientos y aparté los ojos, esperando que mi vecino se marchara. Nunca sabré por cuánto tiempo hubiera podido haber mantenido ese engaño, ya que pronto me vi obligado a admitir que la cara terriblemente mutilada que había estado mirando era la mía. Un niño entró y vino a sentarse en el taburete vacío junto al mío (sólo en mi imaginación había estado ocupado), soltó una risita y dijo a su avergonzada madre:
—¡Mamá, mira enseguida a ese hombre! ¿Cómo se hizo eso, mamá?
Huí con las palabras del niño resonándome en los oídos... ¿Cómo me había hecho eso?, me preguntaba. Y después, antes siquiera de que intentara responder: ¿Cómo puedo volver así al lado de Sara?
Me detuve en seco y me quedé mirando el tránsito. Sería tan fácil saltar a la calle, sentir el impacto y el peso de un autobús o un camión, un instante cegador de sufrimiento y después la nada... Ardía en mis piernas la necesidad de hacerlo, una gran mano me empujaba... Di dos pasos tambaleantes hacia el borde de la acera y vacilé allí como ante un abismo. No podía cerrar la boca, y se hizo más notorio el temblor de la mandíbula. El sudor me resbalaba, desde los sobacos.
Después, lentamente, me volví y caminé hacia una entrada del metro. Esa cara pertenecía a John Brown, mozo o lavaplatos de una cafetería de Coney Island. Por el momento, yo era John Brown. El doctor George Matthews seguiría oculto, por lo menos un tiempo más.
No sabía quién había persuadido a mi esposa de que yo había muerto pero ella debía de tener buenos motivos para creerlo, o nunca se habría mudado. Quizá fuera mejor así. Sara tenía un pequeño ingreso propio, lo suficiente para vivir bien. Mientras tanto, yo tendría tiempo de poner las cosas en orden. Me reí. En otro tiempo había sido psicólogo y me había creído capaz de adaptarme y adaptar a otros a cualquier situación. Me pasé los dedos por la cicatriz, por su contorno terso que engañaba al tacto... Pues bien, podría adaptarme. De hecho, ya me había adaptado tan por completo que no podía recordar la cara que había precedido a aquella mueca torturada que me había mostrado el espejo manchado por las moscas. Había negado cualquier personalidad que no fuera la de «John Brown, sin domicilio conocido, detenido por vagancia» y con toda la historia que yo había inventado entorno a él.
Tomé el metro en dirección a Coney Island.
El señor Fuller era un hombre pequeño y mal vestido, de cara rosa brillante y ojos azules legañosos. Parecía ser de los que se exceden con los tragos de vez en cuando. Probablemente no se había cambiado la camisa en toda la semana, y la corbata era una mala imitación de seda. Le caían los hombros y parecía cansado. Sé que no quería mostrarse desagradable conmigo.