—¿Qué dijo Jacob?
—Dice que no sabe nada. Sigue repitiendo la misma historia absurda sobre un
leprechaun
llamado «Eustace», que le había dado el caballo y le pagó por entregárselo a la Raye. Yo le he interrogado hace una hora y repite lo mismo. Finalmente, le he hecho encerrar hasta que recobre el juicio.
—¿Con qué cargos?
—Ebriedad y desorden.
Me sentí aliviado. Por lo que me había dicho Nan al teléfono, suponía que Jacob estaba bajo sospecha de asesinato.
—Por supuesto, pudo haberla matado —siguió Anderson—. O pudo ver al asesino. Pero cuando hablé con él me dio la impresión de que estaba algo más que borracho...
Se tocó la sien con un ademán significativo.
—Como he dicho, sé muy poco de él... tan sólo lo que me comunicó en una breve entrevista ayer por la tarde, pero si su mente está afectada, dudo que sea el tipo de aberración que pueda llevarle al crimen. Al menos, todavía no.
—¿Te refieres a ese
leprechaun
del que habla?
—Algo así. Es posible que haya sufrido alucinaciones.
Anderson apoyó la cabeza en una mano.
—El problema es que no tengo ninguna pista. La puerta de la casa estaba abierta y en el edificio no hay portero ni ascensorista y tienen uno de esos dispositivos zumbadores, y hasta la puerta principal estaba abierta. Si tu paciente la mató, ¿por qué volvió a salir y tocó el timbre?
—Cualquiera pudo hacerlo, ¿no? ¿Había señales de lucha? ¿Robaron algo?
Anderson se levantó y rodeó su escritorio. Era un hombre bajo, con un traje cruzado bien planchado. Se llevó la mano nerviosamente a la corbata y deshizo el nudo. Le faltaba un botón en la manga de la chaqueta.
—No, el apartamento estaba impecable, y no parece que falte nada. La Raye llevaba uno de esos saltos de cama sin espalda... no lo que se habría puesto si esperaba visita, salvo que se tratara de cierto tipo de visita. Me dicen que no llevaba nada debajo.
—¿Y a sus amigos? —le pregunté—, ¿les interrogarás?
Sonrió por segunda vez y volví a tener la sensación de que disfrutaba de la ventaja de su posición. La próxima vez que me pidiera asesoramiento, yo ya sabría cómo actuar.
—Ya nos ocuparemos de eso —contestó en un tono que me daba a entender que había hecho una pregunta inútil.
—Entonces, ¿no crees que Jacob la haya matado?
Negó con la cabeza.
—No, no lo creo. —No parecía muy contento al decirlo—. Nadie, ni siquiera un chiflado, buscaría una excusa tan absurda como ésa si hubiera matado a una mujer. —Sacudió la cabeza, como si no pudiera creer que Jacob le hubiera dicho lo que acababa de decirle—. Y hasta los locos tienen motivos para hacer lo que hacen, especialmente cuando matan. Motivos de loco, pero motivos al fin y al cabo.
—Y Jacob no tiene ninguno...
Asintió con aire lúgubre.
—Más o menos, de eso se trata.
—Teniente —le dije—, ¿qué dirías si te explicase que conocí y hablé con el
leprechaun
del que te habló Jacob? Eustace.
Ni siquiera me miró.
—Diría que tú también estás loco.
—Pues es verdad. Le conocí anoche. —Le conté lo de Eustace y el percherón—. Le oí prometerle veinticinco dólares a Jacob por entregarle el caballo a Francés Raye —concluí.
Me pareció que en ese momento Anderson quería renunciar a su empleo, bajar los brazos, marcharse y no volver. Tenía los hombros encorvados y los ojos cansados. Por primera vez parecía un hombre al que hubieran despertado en plena noche para investigar un crimen. Sus gestos parecían decir: «¡Hay cosas que ningún hombre puede soportar!» Pues bien, era lo que se merecía por haberme tratado como lo hizo cuando entré. Ahora los papeles se habían invertido y esperaba que le escociera.
—George, debo recordarte que hay penas para quienes obstruyen el curso de la justicia —dijo, débilmente aferrado a los restos de su dignidad.
—Lo que te digo es cierto. En todos los detalles. Por mi honor profesional. Te lo digo porque he pensado que esto quizá pueda aclarar algo en relación con el caso.
Le conté con todo detalle la visita de Jacob a mi consultorio y lo demás. Terminé diciendo:
—Estoy en una posición similar a la tuya. No puedo creer que estas cosas sean ciertas, y aun así no puedo escapar a la evidencia de mis propios sentidos. No sé si nos encontramos ante un loco o ante la víctima ingenua de una conspiración.
Anderson se hundió en su silla. Parecía desalentado.
También yo me sentía cansado y demasiado tenso. La falta de sueño comenzó a pesarme de pronto, y las cuatro paredes desnudas de aquella oficina me oprimían. Quería levantarme y salir... y olvidarme de todo aquello.
—Debemos hallar a ese Eustace —dijo Anderson—. Tenemos que hacerle hablar, que diga para quién trabaja y todos los detalles. Sólo así podremos llegar al fondo.
—¿Quién crees que está detrás de esto? —le pregunté.
—No lo sé. No tengo la menor idea.
—No podemos llegar a Eustace sin Jacob —le recordé.
Y un momento después lamenté haber hablado. La misma idea se nos ocurrió a los dos al mismo tiempo.
Anderson me miró, con una sonrisa que se abría paso en su rostro arrugado. Se sentó y comenzó a jugar con los lápices que tenía en el escritorio.
—Si le dejo en libertad bajo tu custodia, ¿trabajarás con él y tratarás de descubrir lo que sabe? Te daré toda la ayuda policial que puedas necesitar.
Eso era lo que temía que me propusiera. No quería hacerlo. Quería olvidarme de Jacob y de sus hombrecitos. Y sin embargo, sentía curiosidad.
—¿Y mis pacientes? —le pregunté—. Esto me llevaría tiempo, y tengo una buena lista de citas todos los días.
—Se te pagará por tu tiempo. Cualquier honorario, dentro de unos límites razonables.
Quería hacerlo y no quería hacerlo. Sentía una responsabilidad hacia Jacob (si no lo hacía, podían culparle por un crimen que no había cometido), y al mismo tiempo no deseaba tener nada que ver con Eustace, Joe y Harry. Me era difícil decir que sí o que no.
Al fin me decidí.
—Lo haré —dije—, si podemos empezar ya. Quiero perder el menor tiempo posible de mi consulta.
Anderson apretó un botón de su escritorio. Sonreía.
—Si hay alguien que puede averiguar lo que sabe ese joven, eres tú, George —afirmó—. Siempre me gustó trabajar contigo.
No respondí nada, pero me divertía su cambio repentino. Ahora que había accedido a hacer lo que me pedía, no necesitaba disimular y volvíamos a ser amigos.
—Daré orden de poner a Blunt bajo tu custodia. Si puedes lograr que afloje la lengua... digamos esta tarde, será perfecto.
Levanté una mano.
—No tan rápido —le dije—. Todo esto nos llevará bastante tiempo.
Pensaba en lo poco que había logrado el día antes cuando traté de averiguar qué le ocurría a Jacob.
—Está bien. Informa de tus progresos y de tu paradero todos los días.
—Y mientras tanto, ¿qué harás tú? —le pregunté.
—Trabajaré desde este otro extremo. Te mantendré informado.
Encontré a Nan esperándome en el pasillo cerca de la oficina de Anderson. Se mostraba sutilmente diferente de la chica que había sido el día anterior; aunque igualmente hermosa, ya no tenía aquel aire intenso: parecía distraída, replegada en sí misma.
—¿Qué ha dicho? —me preguntó y, curiosamente, apartó la vista.
Me dio la impresión de que en realidad no le importaba saberlo.
—Anderson pondrá a Jacob bajo mi custodia. Le traerán dentro de unos minutos. Yo seré responsable de él... Tendrá que quedarse conmigo, pero no estará preso.
—¿Cómo lo consiguió?
Su pregunta fue automática; en su voz no había entonación. La miré con curiosidad. Volvió a apartar la vista.
—Hace años que conozco a Anderson —le expliqué—. Trabajé con él como asesor psiquiátrico en varios casos. Le he dicho que parte de la historia de Jacob es cierta, y que para saber toda la verdad debemos lograr que Jacob confíe en mí. Anderson sabe que a veces los métodos psiquiátricos funcionan cuando fallan los policíacos. Pondrá a Jacob (aunque técnicamente seguirá bajo arresto) bajo mi supervisión. De todos modos, Jacob está lejos de ser incontrolable.
—Supongo que es algo así como salir bajo fianza. —Otra vez hablaba sin interés, y me dio la impresión de que nada de aquello le importaba. La miré, recordando el intenso interés que el día antes había mostrado en mi opinión sobre Jacob. Vio que estaba intrigado y me sonrió—. No se preocupe por mí, doctor, ya me repondré. Han pasado tantas cosas en tan pocas horas que creo que ha sido demasiado para mí.
—Debería ir a su casa y descansar —le dije—. Veo que está muy afectada.
—Ahora estoy bien, o lo estaré después de que haya desayunado. No quiero ir a casa ahora. Quiero estar con usted cuando traigan a Jacob.
Curiosamente, esto sí lo afirmó con toda contundencia.
Pocos minutos después se acercó un hombre por el pasillo, acompañado por un policía. Tenía unos treinta años y era de mediana estatura, con cabello negro y lacio y un bigotito. Apenas le vio, Nan corrió hacia él y le echó los brazos al cuello, exclamando:
—¡Querido, no te retendrán más! ¡El doctor Matthews será tu fiador!
Pero el hombre al que besaba, el hombre al que llamaba «querido», no era Jacob Blunt. No era el hombre que había venido a mi consultorio la tarde anterior y después me había presentado a Eustace. Ni siquiera tenía el mismo color de cabello.
Había en ella algo muy, muy extraño.
Esperé para ver qué pasaría. Sabía que podía hacer una de dos cosas: o denunciar inmediatamente el caso a Anderson, o hacerle pensar que no advertía que había habido una sustitución y ver si eso podía conducirme a algo importante. Supe que lo sensato de mi parte era decirle que no le conocía, que no era Jacob Blunt, pero odiaba la idea de volver a verme frente a Anderson, de pasar de nuevo por una situación ridícula. Si podía descubrir qué había detrás de la sustitución de Jacob, los hombrecitos y sus actividades absurdas, podría sorprender de veras a Anderson. Todavía me molestaba que me hubiera despertado en plena noche y me hubiera obligado a presentarme en la calle Central sólo para interrogarme como a un vulgar delincuente. Lo que hice en consecuencia puede no parecer inteligente... Todo lo que puedo decir es que para mí tuvo sentido en aquel momento, e incluso me pareció una buena idea. Seguí por el pasillo hasta un escritorio, firmé unos papeles y salí de la comisaría con Nan y «Jacob». Él no dijo nada hasta que estuvimos en la calle.
—Muy curioso que yo encontrara su cadáver de esa manera —dijo con aplomo—. No culpo a los polis por creer que me la cargué yo.
—Y claro está, no lo hizo, ¿verdad?
Me miró, simulando incredulidad. Sonreía, pero estaba pálido y tenía un rictus nervioso en la boca:
—¿No pensará que yo la maté? ¡Por Dios, no, por supuesto que no!
—¿Por qué no habría de pensarlo? Fue usted el que hallaron en la escena del crimen.
Quería probarlo. Quería saber hasta dónde llevaría la farsa antes de advertir que yo sabía que era un impostor.
Caminábamos calle abajo. Se detuvo y tomó la mano de Nan en la suya, y la hizo girar de modo que quedara cara a cara con él. Vi que la muñeca de la joven se volvía blanca bajo la presión de sus dedos, y me pareció verla temblar.
—Tú no lo crees, querida, ¿verdad que no? —le preguntó.
Nan no le miraba.
—No sé, Jacob. No estoy segura.
Él se volvió hacia mí. Tenía la mirada fría, pero la boca trémula. Advertí que no sabía cómo tomar mi aparente aceptación de que era Jacob Blunt. Fuera lo que fuese lo que había esperado, no era esto.
—¡Pero, doctor, yo no lo hice, se lo aseguro! Anoche me emborraché con Eustace. Le canté una serenata a Francés Raye y traté de echar abajo su puerta. Pero no la maté, de veras. ¡Si ni siquiera la había visto nunca!
Por mi parte, no podía comprender qué esperaba ganar simulando ser Jacob. Aunque le imitaba bien la voz y el modo de hablar, yo estaba seguro de que este hombre no era el que había acudido a mi consultorio. Y ya había decidido que apenas tuviera un teléfono a mano llamaría a Anderson y le diría lo que había pasado.
Seguimos caminando hasta la boca del metro.
Busqué con la mirada un bar o un quiosco que tuviera teléfono, pero no había ninguno. Después pensé que si hacía una llamada ahora, resultaría demasiado obvio. Sería mejor esperar a que llegáramos a mi consultorio, y allí me excusaría para hablar a solas. Ni Nan ni Jacob hablaban, lo cual no dejaba de ser extraño, porque Nan me había dado la impresión de ser una joven locuaz. Bajamos hasta el andén y nos quedamos esperando. A lo lejos se oyó en el túnel un trueno metálico: el tren se aproximaba. Recuerdo haber pensado que le vigilaría en el tren para ver si se parecía en algo a mi paciente. Recuerdo haber notado que alguien se movía a mi lado, que alguien había susurrado algo que tenía que ver conmigo. Recuerdo haber empezado a volverme, con un asomo de pavor... y al mismo tiempo sentí que el trueno del tren había aumentado de volumen y que las dos luces delanteras estaban casi frente a mí...
Después recibí un fuerte golpe en medio de la espalda. Recuerdo haberme doblado, dando manotazos en el aire... Recuerdo que me retorcí y caí contra algo que me arrolló y me desgarró y después me derribó...
Dos ojos me miraban desde lo alto. Dos fríos ojos azules de un rostro femenino. Sin lápiz de labios. Sin maquillaje. Una cara pálida y carnosa.
—Abra la boca.
La abrí, y entró en ella una cosa fría. Traté de mirar por debajo de mi nariz para ver qué era, y mi cabeza se convirtió en un dolor sólido y profundo. La cara desapareció de mi vista acompañada de un susurro, dejándome frente a una pared desnuda y de color verde claro. Una pared muy desnuda.
¿Era una pared? ¿No podía ser un techo? Pero si era un techo, yo debía de estar acostado boca arriba. ¿Y qué podía estar haciendo, tendido boca arriba y mirando un techo de color verde claro?
La cara volvió. Estaba más cerca que antes. La cosa fría, ahora caliente, salió misteriosamente de mi boca. No me gustaba la cara. Sentí el deseo imperioso de que se marchara.
Una vez que desapareció, pensé que la cosa fría debía de ser un termómetro... y yo debía de estar enfermo... en la cama... ¿en un hospital? Se lo preguntaría a esa cara.