Read El pequeño vampiro y el enigma del ataúd Online
Authors: Angela Sommer-Bodenburg
Tags: #Infantil
En el cono de luz de su linterna Anton podía ver bailar literalmente el polvo. Y el resplandor había iluminado también un par de polillas…
Sintió cómo le corrían escalofríos por la espalda. ¡Pero, bueno, él ya sabía que Villa Vistaclara no iba a ser un sitio muy agradable!
Y aquél no era el momento oportuno para asustarse de polillas y de arañas.
¡No, ahora había llegado el momento de que Anton reuniera todo su valor para desvelar el misterio que rodeaba a Igno Rante!
Cogió la linterna con la mano izquierda y se metió con cuidado por la abertura, pisando primero con el pie derecho. El resto fue casi un juego de niños: desde el poyete de la ventana Anton se bajó a la caja y saltó desde allí. En cuanto sus pies tocaron el suelo, se levantó una nube de polvo. Durante unos segundos Anton tuvo la sensación de no poder respirar, y sin poder evitarlo tosió alto y fuerte varias veces.
Miró preocupado hacia la puerta del sótano. ¡No era muy acertado empezar la exploración de un sótano ajeno con un ataque de tos!
«¡Pero es imposible que Igno Rante, que, según las informaciones del señor Schwartenfeger, ha superado, al menos parcialmente, su fobia al sol, esté despierto a estas horas, pues es demasiado temprano para un vampiro!», pensó Anton.
No, con toda seguridad Igno Rante yacía ahora en su ataúd… ¡incapaz de enterarse ni lo más mínimo de lo que ocurría a su alrededor!
Anton dirigió el foco de su linterna hacia la puerta del sótano y se encaminó vacilante hacia ella.
Llegó a un pasillo subterráneo en el que olía a moho y a podredumbre. Pero era un olor distinto al de la Cripta Schlotterstein; quizá porque en aquel olor se mezclaba algo desagradablemente dulzón, algo que Anton ya había olido alguna vez…
De repente supo qué era: lirio de los valles. ¡Era el terrible olor a lirio de los valles de Igno Rante!
Y aquel olor se fue haciendo más fuerte con cada paso que daba Anton. ¡Si era verdad que Igno Rante tenía su guarida en Villa Vistaclara, debía ocultarse detrás de aquella puerta del sótano que estaba al final del pasillo!
Anton sintió que el corazón le latía violentamente cuando se detuvo ante la puerta y empujó hacia abajo con suavidad el oxidado picaporte. Hizo un estremecedor chirrido que le caló hasta los huesos.
Pero Anton empujó la puerta con decisión y alumbró en la penumbra con su linterna. Ante él había una gran habitación con dos ventanas casi cegadas, por las que apenas entraba luz. En medio de la estancia (a Anton se le erizó el pelo) había un ataúd, un ataúd marrón que le pareció gigantesco.
Aunque Anton se había preparado en su interior para aquel momento, tenía ahora tanto miedo que volvió a cerrar con rapidez la puerta y se apoyó contra la pared del sótano respirando dificultosamente.
¡Hubiera querido salir corriendo de allí!
Pero no había hecho aquel viaje tan largo hasta Villa Vistaclara, no había entrado por la ventana del sótano, no se había atrevido a llegar hasta el escondite de Igno Rante, para darse ahora por vencido.
Anton cerró los puños. Luego, mortalmente valiente, volvió a abrir la puerta y entró.
El ataúd era extraordinariamente grande; mucho más imponente que los que Anton conocía de la Cripta Schlotterstein. ¡Y también estaba mucho mejor conservado!, comprobó Anton mientras lo rodeaba con lentitud.
En los ataúdes del pequeño vampiro y de sus parientes nadie podía dejar de advertir las huellas que sus penosas y desasosegadas existencias de vampiros habían dejado a lo largo de las décadas…, no, ¡de los siglos!: profundos rasguños y arañazos, grietas, bordes rotos y agujeros hechos por los gusanos.
El ataúd de Igno Rante, por el contrario, parecía casi nuevo. Sí (Anton se agachó y lo olió), tras el aroma a lirios del valle se apreciaba un picante olor a madera.
El estilo del ataúd también era diferente: el pequeño vampiro y su familia tenían ataúdes en forma de caja con una tapa plana que estaba sujeta por bisagras y se podía levantar desde dentro sin esfuerzo; si es que no se había congelado como, al parecer, había ocurrido una vez.
El ataúd de Igno Rante, sin embargo, tenía una enorme y alta tapa que Anton seguro que sólo podría abrir haciendo extraordinarios esfuerzos. Los seis tornillos con los que el ataúd se cerraba por fuera los había dejado Igno Rante, irreflexivamente, según le pareció a Anton, en el suelo, al lado del ataúd. Igno Rante debía encontrarse muy seguro allí, en el sótano…
Anton enfocó su linterna hacia los seis tornillos. Parecían no haber sido apenas usados y ya estaban empezando a oxidarse. Y eso que el suelo se hallaba completamente seco y bien barrido.
«Qué raro», pensó. «Un vampiro que barre el suelo»…
Decían que tío Theodor, cuando todavía «vivía», limpiaba su ataúd todas las noches al despertarse. Pero al parecer sólo lo hacía por presunción…, porque se le caía el pelo.
En cualquier caso, Anton no podía imaginarse que a alguno de los vampiros que
él
conocía se le ocurriera barrer el suelo…, por mucho polvo que hubiera siempre en la Cripta Schlotterstein.
¡Pero parecía que en el caso de Igno Rante todo era diferente! También el ataúd nuevo…, ¿lo habría hecho fabricar ya como «ataúd de bodas» para tía Dorothee y él?
Al pensar en tía Dorothee Anton se apartó inconscientemente un paso del ataúd. ¿Podría ser que tía Dorothee estuviera ya ahora junto a Igno Rante en aquel ataúd de madera marrón?
Incluso aunque ella en aquel momento no representaba ningún peligro para Anton, sólo la idea de tenerla al alcance de la mano hizo que se le quedara helada la sangre en las venas.
«¡Pero si eso es absurdo!»…, se reprochó a sí mismo.
Después de todo, hasta el lunes no se discutirían en el Consejo de Familia los planes que tía Dorothee tenía para el futuro con Igno Rante. ¡Y seguro que tía Dorothee no se iría a vivir antes con su prometido!
A pesar de todo…, el gigantesco ataúd de madera marrón se había vuelto ahora aún más inquietante para Anton y, por eso, decidió examinar primero aquella habitación del sótano y no abrir hasta después la tapa del ataúd.
La habitación tenía un aspecto sorprendentemente ordenado. Excepto el ataúd, un escritorio pasado de moda, un baúl y una alta estantería tapada con un paño negro, estaba vacía.
Encima del escritorio había un candelabro de cinco brazos; las cinco velas, de color rojo oscuro, estaban bastante consumidas. Al lado del candelabro Anton encontró un paquetito de cerillas y una pluma que tenía aspecto elegante.
«¡Casi parece como si Igno Rante se sentara aquí a escribir por las noches a la luz de las velas!», pensó Anton sorprendido y asombrado.
¿Compondría quizá versos conmovedores para tía Dorothee? ¿O la escribiría ardientes cartas de amor como hacían los enamorados, por lo menos en los libros?
¿O quizá (el corazón de Anton latió más deprisa) escribiría Igno Rante un diario; o mejor dicho: un
nochario
secreto?
¡Si eso era cierto, estarían escritos en él todas sus vivencias, sentimientos e ideas y hasta sus proyectos e intenciones! ¡Y Anton entonces sólo tendría que encontrar aquel libro para desvelar por fin el misterio!
Puso su linterna sobre la mesa del escritorio, barnizada y casi sin polvo, y con dedos temblorosos abrió, de los tres cajones que tenía, el del centro.
Dentro había un bloc de notas cuyas páginas, para decepción de Anton, estaban en blanco, una botellita casi llena de «Holdi, el buen jugo de saúco, un regalo de la madre Naturaleza» (leyó Anton en la etiqueta) y una nota escrita con tinta roja con una letra grande y ampulosa.
Durante un segundo a Anton se le quedó parado el corazón. ¡Tinta roja!
Pero aquellas pocas líneas eran más bien insignificantes y nada vampirescas, como Anton pudo comprobar al leerlas:
Muy estimado profesor Piepenschnurz: Me permito enviarle con la presente la botellita de «Holdi» que deseaba.
Dado que no pude encontrarle en su residencia, me he permitido depositarla en el lugar convenido.
Siempre suyo, le saluda muy atentamente
Hans Egal.
A pesar de lo nervioso que estaba, Anton tuvo que reírse. Probablemente el señor Piepenschnurz era el propietario de Villa Vistaclara, ¡y a él, como podía verse ya desde fuera, le era bastante indiferente el estado de su villa!
Sólo aquella habitación del sótano desentonaba de la imagen general de ruina y abandono que ofrecía Villa Vistaclara.
Pero es que del suelo limpio y del escritorio ordenado tampoco eran responsables ni el profesor Piepenschnurz ni Hans Egal, sino Igno Rante, y éste a Anton siempre le había causado una impresión exageradamente cuidada con sus negrísimos cabellos, que él siempre se peinaba con cantidades ingentes de pomada, y su cara maquillada. Por lo demás, la villa no podía llevar demasiado tiempo vacía: el papel que Hans Egal había utilizado no estaba nada amarillento.
Anton volvió a dejar la hoja en su sitio y cerró el cajón. ¿Contendrían también los demás cajones notas dirigidas al profesor Piepenschnurz?
Anton tiró con cuidado del tirador de latón del cajón de la izquierda. Parecía que no abría bien. Tiró con más fuerza, pero no ocurrió nada. Al parecer estaba cerrado con llave.
Anton probó entonces con el cajón de la derecha, pero tampoco se podía abrir.
¡Aún quedaban las puertas del escritorio!
Conmovido por un presentimiento de desasosiego, Anton sacudió con fuerza las dos puertas… y sus sospechas se confirmaron: también estaban cerradas con llave.
Anton apretó los labios.
Abrir los cajones por la fuerza no podía ser, pues después se hubiera notado.
¡No, necesitaba las llaves apropiadas!
Volvió la cabeza pensativo y observó fijamente el gran ataúd marrón.
¡Desde luego, Igno Rante no podía haber encontrado un lugar mejor para guardar las llaves que su propio ataúd!
Anton giró su linterna y enfocó al centro de la habitación. Luego se dirigió vacilante hacia el gran ataúd.
Aunque no iba a ser la primera vez que mirara dentro de un ataúd (ya había visto yacer al pequeño vampiro dentro de su ataúd, y a Sabine la Horrible y a Hildegard la Sedienta), seguía habiendo algo que le repugnaba profundamente; algo a lo que no se acostumbraría nunca…, algo que cada vez le hacía tener presente de una forma brutal y sin contemplaciones lo diferentes que eran los mundos a los que sus dos mejores amigos y él pertenecían.
Y tampoco le servía de mucho a Anton que de día los vampiros fueran completamente inofensivos.
Era un terror interno que le sobrecogía siempre una y otra vez…, exactamente igual que ahora ante el ataúd de Igno Rante. De repente a Anton le temblaban las manos muchísimo…, como si fueran a fallarle.
Pero Anton tenía que mirar dentro del ataúd. ¡Aunque sólo fuera por Anna y por el pequeño vampiro tenía que hacerlo!
Agarró el extremo superior de la tapa del ataúd y reuniendo todas sus fuerzas intentó empujarle hacia un lado. Durante un rato la pesada tapa no se movió absolutamente nada, pero luego fue cediendo centímetro a centímetro. Anton se detuvo tan pronto como la abertura fue lo bastante grande como para alumbrar el interior.
Fue hasta el escritorio y regresó con la linterna en la mano. Durante unos segundos sintió un miedo que le ahogaba y que quería tomar posesión de él. Pero, furiosamente decidido, Anton enfocó el interior del ataúd… y soltó un grito.
Esperaba ver allí tendido a un Igno Rante sin vida, mirando al vacío con sus ojos grises muy abiertos.
Pero en lugar de eso Anton vio un par de pequeños cojines negros… y nada más.
¡Por increíble que fuera, Igno Rante no estaba en su ataúd! Y Anton tampoco encontró las llaves del escritorio. Necesitó un par de minutos para recuperarse de su asombro.
«¿No dicen todos los libros que los vampiros tienen que dormir siempre en sus propios ataúdes?», pensó. En cualquier caso…, Anton no sabía si los vampiros podían tener varios ataúdes.
Quizá aquel ataúd marrón de madera fuera realmente un «ataúd de bodas», un ataúd «crecedero», por así decirlo, e Igno Rante hubiera escondido su verdadero ataúd en algún otro sitio.
¿Acaso ni siquiera estaría allí, en Villa Vistaclara?
Pero inmediatamente después se acordó de la pregunta tan incrédula que había hecho el sábado tía Dorothee: «!¿Cómo?! ¿Vas a llevarte a Anna
a tu casa
?», y de cómo ella, al responder Igno Rante con la pregunta de «¿Y por qué no?», había respondido: «Hasta ahora tú siempre habías insistido en que mantuviéramos tu guarida en secreto».