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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

El palacio de la medianoche (6 page)

BOOK: El palacio de la medianoche
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—Le saltaban las lágrimas al recibirlo —explicó Vendela.

—Ian es un muchacho formidable, un tanto inseguro, pero formidable. Hará buen uso de ese billete y de la beca —afirmó Carter con orgullo.

—Preguntó por usted. Quería agradecerle su ayuda.

—¿No le habrá dicho que puse dinero de mi bolsillo? —preguntó Carter, alarmado.

—Lo hice, pero Ben lo desmintió alegando que se había usted gastado todo el presupuesto de este año en deudas de juego —apuntó Vendela.

La algarabía de la fiesta seguía chispeando en el patio. Carter frunció el ceño.

—Ese muchacho es el diablo. Si no se marchase de aquí ya, le echaría.

—Usted adora a ese muchacho, Thomas —rió Vendela, incorporándose—. Y él lo sabe.

La enfermera se dirigió hacia la puerta y se volvió al llegar al umbral. No se rendía fácilmente.

—¿Por qué no baja?

—Buenas noches, Vendela —atajó Carter.

—Es usted un viejo soso.

—No toquemos el tema de la edad o me veré obligado a perder mi condición de caballero…

Vendela murmuró palabras ininteligibles ante la inutilidad de su insistencia y dejó a solas a Carter. El director del St. Patricks apagó de nuevo la luz de su escritorio y, sigilosamente, se acercó a la ventana a vislumbrar el escenario de la fiesta entre las rendijas de la persiana, un jardín de bengalas encendidas y la luz cobriza de los faroles que teñía rostros familiares y sonrientes bajo la luna llena. Carter suspiró. Aunque ninguno de ellos lo sabía, todos tenían un billete de ida a algún lugar, pero sólo Ian conocía el destino del suyo.

—Veinte minutos y será medianoche —anunció Ben.

Sus ojos brillaban mientras observaba las tracas de fuego dorado que esparcían una lluvia de briznas encendidas en el aire.

—Espero que Siraj tenga buenas historias para hoy —dijo Isobel examinando el fondo del vaso que sostenía al contraluz, como si esperase encontrar algo en él.

—Tendrá las mejores —aseguró Roshan—. Hoy es nuestra última noche. El fin de la Chowbar Society.

—Me pregunto qué será del Palacio —señaló Seth.

Ninguno de ellos se refería al caserón abandonado bajo otra denominación que aquélla desde hacía años.

—Adivina —sugirió Ben—. Una comisaría o un banco. ¿No es eso lo que construyen siempre que derriban algo en cualquier ciudad del mundo?

Siraj se había unido a ellos y consideró las funestas predicciones de Ben.

—Quizá abran un teatro —apuntó el enclenque muchacho mirando a su amor imposible, Isobel.

Ben puso los ojos en blanco y negó en silencio. En lo concerniente a adular a Isobel, Siraj no conocía los límites de la dignidad.

—Tal vez no lo toquen —dijo Ian, que había estado escuchando callado a sus amigos, disimulando sus ojeadas furtivas al dibujo que Michael estaba plasmando en una pequeña cuartilla.

—¿De qué va la lámina, Canaleto? —inquirió Ben sin malicia en el tono de voz.

Michael alzó por primera vez los ojos de su dibujo y miró a sus amigos, que le observaban como si acabase de caer del cielo. Sonrió tímidamente y exhibió la lámina a su público.

—Somos nosotros —explicó el retratista residente del club de los siete muchachos.

Los seis miembros restantes de la Chowbar Society escrutaron el retrato durante cinco largos segundos envestidos en un silencio religioso. El primero en apartar sus ojos del dibujo fue Ben. Michael reconoció en el rostro de su amigo el impenetrable semblante que lucía cuando le azotaban sus extraños ataques de melancolía.

—¿Ésa es mi nariz? —preguntó Siraj—. ¡Yo no tengo esa nariz! ¡Parece un anzuelo!

—No tienes otra cosa —precisó Ben, esbozando una sonrisa que no engañó a Michael, pero sí a los demás—. No te quejes; si te hubiese sacado de perfil, sólo se vería una línea recta.

—Déjame ver —dijo Isobel, haciéndose con el dibujo y estudiándolo detalladamente a la luz de un farol parpadeante—. ¿Así es como nos ves?

Michael asintió.

—Te has dibujado a ti mismo mirando en otra dirección que los demás —observó Ian.

—Michael siempre mira lo que los demás no ven —dijo Roshan.

—¿Y qué has visto en nosotros que nadie más es capaz de observar, Michael? —preguntó Ben.

Ben se unió a Isobel y analizó el retrato. Los trazos del lápiz graso de Michael los habían situado juntos frente a un estanque donde se reflejaban sus rostros. En el cielo había una gran luna llena y, en la lejanía, un bosque que se perdía en la distancia. Ben examinó los rostros reflejados y difusos sobre la superficie del estanque y los comparó con los de las figuras que posaban frente a la pequeña laguna. Ni uno solo tenía la misma expresión que su reflejo. La voz de Isobel junto a él le rescató de sus pensamientos.

—¿Puedo quedármelo, Michael? —preguntó Isobel.

—¿Por qué tú? —protestó Seth.

Ben apoyó su mano sobre el hombro del fornido muchacho bengalí y le dirigió una mirada breve e intensa.

—Deja que se lo quede —murmuró.

Seth asintió y Ben le palmeó cariñosamente la espalda mientras observaba por el rabillo del ojo a una anciana dama elegantemente ataviada y acompañada por una joven de una edad similar a la suya y a la de sus amigos que cruzaba el umbral del patio del St. Patricks en dirección al edificio principal.

—¿Pasa algo? —preguntó Ian en voz baja junto a él.

Ben negó lentamente.

—Tenemos visita —apuntó sin apartar los ojos de aquella mujer y de la muchacha—. O algo parecido.

Cuando Bankim llamó a su puerta, Thomas Carter ya se había percatado de la llegada de aquella mujer y su acompañante a través de la ventana desde la cual contemplaba la fiesta del patio. Encendió la luz del escritorio y ordenó a su ayudante que entrase.

Bankim era un joven de rasgos acusadamente bengalíes y ojos vivos y penetrantes. Tras crecer en el St. Patricks había vuelto como maestro de Física y Matemáticas al orfanato después de varios años de trabajo en diversas escuelas de la provincia. La afortunada resolución de la historia de Bankim era una de las excepciones con las que Carter alimentaba su moral año a año. Verle allí como adulto formando a otros jóvenes sentados en las aulas que él había compartido años atrás era la mejor recompensa que podía imaginar a su esfuerzo.

—Siento molestarle, Thomas —dijo Bankim—. Pero hay una dama abajo que afirma necesitar hablar con usted. Le he dicho que no estaba y que hoy celebrábamos una fiesta, pero no ha querido escucharme y ha insistido enérgicamente por no decir otra cosa.

Carter miró a su ayudante con extrañeza y consultó su reloj.

—Es casi medianoche —dijo—. ¿Quién es esa mujer?

Bankim se encogió de hombros.

—No sé quién es, pero sé que no se marchará hasta que la reciba —contestó Bankim.

—¿No ha dicho qué quería?

—Sólo me ha dicho que le entregue esto —respondió Bankim tendiendo una pequeña cadena brillante a Carter—. Dijo que usted sabría lo que era.

Carter tomó la cadena en sus manos y la examinó bajo la lámpara de su escritorio. Era una medalla, un círculo que representaba una luna de oro. La imagen tardó unos segundos en encender su memoria.

Carter cerró los párpados y sintió como un nudo se formaba lentamente en la boca de su estómago. Poseía una medalla muy similar a aquélla, oculta en el cofre que guardaba bajo llave en la vitrina de su despacho. Una medalla que no había visto en dieciséis años.

—¿Algún problema Thomas? —preguntó Bankim, visiblemente preocupado por el cambio de expresión que había advertido en Carter.

El director del orfanato sonrió débilmente y negó guardando la cadena en el bolsillo de su camisa.

—Ninguno —contestó lacónicamente—. Hazla subir. La recibiré.

Bankim le observó con extrañeza y por un instante Carter creyó que su antiguo pupilo formularía la pregunta que no quería escuchar. Finalmente, Bankim insistió y salió del despacho cerrando la puerta con suavidad. Dos minutos después, Aryami Bosé entraba en el santuario privado de Thomas Carter y retiraba de su rostro el velo que lo cubría.

Ben observó detenidamente a la muchacha que esperaba pacientemente bajo la arcada de la entrada principal del St. Patricks. Bankim había vuelto a aparecer y, tras indicar a la anciana dama que la acompañaba que lo siguiera, ésta, con gestos inequívocamente autoritarios, había instruido a su vez a la chica para que permaneciese a la espera de su retorno junto a la puerta como una estatua de piedra. Era obvio que la anciana había acudido a visitar a Carter y, teniendo en cuenta la escasa frivolidad con que el director del orfanato sazonaba su vida social, se atrevió a suponer que las visitas a medianoche de bellezas misteriosas, cualquiera que fuese su edad, entraban de lleno en el capítulo de imprevistos. Ben sonrió y se concentró de nuevo en la muchacha. Alta y esbelta, vestía ropas sencillas aunque poco comunes, atavíos que se dirían tejidos por alguien con un estilo personal e intransferible y obviamente, no adquiridos en cualquier bazar de la ciudad negra. Su rostro, que no alcanzaba a ver con claridad desde el lugar en que se encontraba, parecía cincelado en rasgos suaves, una piel pálida y brillante.

—¿Hay alguien ahí? —susurró Ian en su oído.

Ben señaló hacia la muchacha con la cabeza, sin pestañear.

—Es casi medianoche —añadió Ian—. Nos vamos a reunir en el Palacio dentro de unos minutos. Sesión de cierre, te recuerdo.

Ben asintió, ausente.

—Espera un segundo —dijo, emprendiendo pasos hacia la muchacha.

—Ben —llamó Ian a sus espaldas—. Ahora, no, Ben…

Él ignoró la llamada de su amigo. La curiosidad por desvelar aquel enigma podía más que las exquisiteces protocolarias de la Chowbar Society. Adoptó su sonrisa beatífica de alumno ejemplar y se dirigió en línea recta hacia la chica. La muchacha le vio acercarse y bajó la mirada.

—Hola. Soy el ayudante de Mr. Carter, rector del St. Patricks —dijo Ben en tono exultante—. ¿Puedo hacer algo por ti?

—En realidad, no. Tu… compañero ya ha llevado a mi abuela ante el director —dijo la muchacha.

—¿Tu abuela? —preguntó Ben—. Entiendo. Espero que no pase nada grave. Quiero decir que es medianoche y me preguntaba si ocurría algo.

La muchacha sonrió débilmente y negó. Ben le correspondió. No era presa fácil.

—Mi nombre es Ben —ofreció amablemente.

—Sheere —contestó la muchacha, mirando a la puerta, como si esperase que su abuela emergiese de nuevo en cualquier momento.

Ben se frotó las manos.

—Bien, Sheere —dijo Ben—. Mientras mi colega Bankim conduce a tu abuela al despacho de Mr. Carter, tal vez yo pueda ofrecerte nuestra hospitalidad. El jefe siempre insiste en que debemos ser amables con los visitantes.

—¿No eres un poco joven para ser ayudante del rector? —Inquirió Sheere, evitando los ojos de Ben.

—¿Joven? —preguntó Ben—. Me halaga el cumplido, pero siento decirte que cumpliré los veintitrés muy pronto.

—Nunca lo diría —repuso Sheere.

—Es algo de familia —explicó Ben—. Todos tenemos una piel resistente al envejecimiento. Mi madre, por ejemplo, cuando va conmigo por la calle, imagínate, la toman por mi hermana.

—¿De veras? —preguntó Sheere, reprimiendo una risa nerviosa; no había creído ni una sola palabra de su historia.

—¿Qué hay de lo de aceptar la hospitalidad del St. Patricks? —Insistió Ben—. Hoy celebramos una fiesta de despedida a algunos de los muchachos que nos van a dejar ya. Es triste, pero toda una vida se abre ante ellos. También es emocionante.

Sheere clavó sus ojos perlados en Ben y sus labios dibujaron lentamente una sonrisa de incredulidad.

—Mi abuela me ha pedido que la espere aquí.

Ben señaló la puerta.

—¿Aquí? —preguntó—. ¿Precisamente aquí?

Sheere asintió, sin comprender.

—Verás —empezó Ben, gesticulando con las manos—, siento decírtelo pero, bueno, pensaba que no sería necesario comentarlo. Estas cosas no son buenas para la imagen del centro pero no me dejas opción: hay un problema de desprendimientos. En la fachada.

La joven le miró, atónita.

—¿Desprendimientos?

Ben asintió gravemente.

—Efectivamente —corroboró con semblante consternado—. Algo lamentable. Aquí, en este mismo punto en que te hallas, no hará hoy ni un mes en que Mrs. Potts, nuestra anciana cocinera a la que Dios guarde muchos años, recibió el impacto de un fragmento de ladrillo caído desde el altillo del segundo piso.

Sheere rió.

—No me parece que ese infortunado incidente sea motivo de chanza, si me permites la observación —dijo Ben con seriedad glacial.

—No creo nada de lo que me has dicho. Ni eres ayudante del rector, ni tienes veintitrés años ni la cocinera sufrió una lluvia de ladrillos hace un mes —desafió Sheere—. Eres un embustero y no has pronunciado ni una sola palabra cierta desde que has empezado a hablar.

Ben sopesó cuidadosamente la situación. La primera parte de su estratagema, tal como era previsible, hacía aguas y se imponía un giro prudente pero ladino a su discurso.

—Bueno, admito que tal vez me haya dejado llevar por la imaginación, pero no todo lo que he dicho era falso.

—Ah, ¿no?

—No te he mentido respecto a mi nombre. Me llamo Ben. Y lo de ofrecerte nuestra hospitalidad también es cierto.

Sheere sonrió ampliamente.

—Me gustaría aceptarla, Ben, pero debo esperar aquí. En serio.

Ben se frotó las manos y adoptó un aire de flemática resignación.

—Bien. Esperaré contigo —anunció solemnemente—. Si ha de caer algún adoquín, que me caiga a mí.

Sheere se encogió de hombros con indiferencia y asintió. Su mirada se dirigió de nuevo a la puerta. Un largo minuto de silencio transcurrió sin que ninguno de los dos se moviese ni despegase los labios.

—Una noche calurosa —comentó Ben.

Sheere se volvió y le dedicó una mirada vagamente hostil.

—¿Vas a quedarte ahí toda la noche?

—Hagamos un pacto. Ven a tomar un vaso de deliciosa limonada helada conmigo y luego te dejaré en paz —ofreció Ben.

—No puedo, Ben. De verdad.

—Estaremos sólo a veinte metros de aquí —añadió Ben—. Podemos poner un cascabel en la puerta.

—¿Es tan importante para ti? —preguntó Sheere.

Ben asintió.

—Es mi última semana en este lugar. He pasado toda mi vida aquí y dentro de cinco días volveré a estar solo. Solo de verdad. No sé si podré pasar otra noche como ésta, entre amigos —dijo Ben—. Tú no sabes lo que es eso.

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