—Mala puntería, teniente —dijo el encapuchado—. Vuélvelo a intentar, pero esta vez, más cerca.
Sin darle tiempo a mover un músculo, el encapuchado tomo la mano armada de Peake y llevó la punta de la pistola a su rostro, entre los ojos.
—¿No te enseñaron a hacerlo así en la academia? —le susurró.
—Hubo un tiempo en que fuimos amigos —dijo Peake.
Jawahal sonrió con desprecio.
—Ese tiempo, teniente, ha pasado —respondió el encapuchado.
—Que Dios me perdone —gimió Peake, presionando de nuevo el gatillo.
En un instante que le pareció eterno, Peake contempló cómo la bala perforaba el cráneo de Jawahal y le arrancaba la capucha de la cabeza. Durante unos segundos, la luz atravesó la herida sobre aquel rostro congelado y sonriente. Luego, el orificio humeante abierto por el proyectil se cerró lentamente sobre sí mismo y Peake sintió que su revólver le resbalaba entre los dedos.
Los ojos encendidos de su oponente se clavaron en los suyos y una lengua larga y negra asomó entre sus labios.
—Todavía no lo entiendes, ¿verdad, teniente? ¿Dónde están los niños?
No era una pregunta; era una orden. Peake, mudo de terror, negó con la cabeza.
—Como quieras.
Jawahal atenazó su mano y Peake sintió que los huesos de sus dedos estallaban bajo la carne. El espasmo de dolor le derribó al suelo de rodillas, sin respiración.
—¿Dónde están los niños? —repitió Jawahal.
Peake trató de articular unas palabras, pero el fuego que ascendía del muñón ensangrentado que segundos antes había sido su mano le había paralizado el habla.
—¿Quieres decir algo, teniente? —murmuró Jawahal, arrodillándose frente a él.
Peake asintió.
—Bien, bien —sonrió su enemigo—. Francamente, tu sufrimiento no me divierte. Ayúdame a ponerle fin.
—Los niños han muerto —gimió Peake.
El teniente advirtió la mueca de disgusto que se dibujaba en el rostro de Jawahal.
—No, no. Lo estabas haciendo muy bien, teniente. No lo estropees ahora.
—Han muerto —repitió Peake.
Jawahal se encogió de hombros y asintió lentamente.
—Está bien —concedió—. No me dejas otra opción. Pero antes de que te vayas permíteme recordarte que, cuando la vida de Kylian estaba en tus manos, fuiste incapaz de hacer nada por salvarla. Hombres como tú fueron la causa de que ella muriera. Pero los días de esos hombres han acabado. Tú eres el último. El futuro es mío.
Peake alzó una mirada suplicante a Jawahal y, lentamente, advirtió que las pupilas de sus ojos se afilaban en un estrecho corte sobre dos esferas doradas. El hombre sonrió y con infinita delicadeza empezó a quitarse el guante que le cubría la mano derecha.
—Lamentablemente, tú no vivirás lo suficiente para verlo —añadió Jawahal—. No creas ni por un segundo que tu heróico acto ha servido de nada. Eres un estúpido, teniente Peake. Siempre me diste esa impresión y a la hora de morir no haces más que confirmármela. Espero que haya un infierno para los estúpidos, Peake, porque ahí es a donde voy a enviarte.
Peake cerró los ojos y escuchó el siseo del fuego a unos centímetros de su rostro. Luego, tras un instante interminable, sintió unos dedos ardientes cerrándose sobre su garganta y segando su último aliento de vida. Mientras, en la lejanía, escuchaba el sonido de aquel tren maldito y las voces espectrales de cientos de niños aullando entre las llamas. Después, la oscuridad.
Aryami Bosé recorrió la casa y fue apagando una a una las velas que iluminaban su santuario. Dejó tan sólo la tímida lumbre del fuego que proyectaba halos fugaces de luz sobre las paredes desnudas. Los niños dormían ya al calor de las brasas y apenas el repiqueteo de la lluvia sobre los postigos cerrados y el crujir de las briznas del fuego rompían el silencio sepulcral que reinaba en toda la casa. Lágrimas silenciosas resbalaron sobre su rostro y cayeron sobre su túnica dorada mientras Aryami tomaba con manos temblorosas el retrato de su hija Kylian de entre los objetos que atesoraba en un pequeño cofre de bronce y marfil.
Un viejo fotógrafo itinerante procedente de Bombay había tomado aquella imagen un tiempo antes de la boda sin aceptar pago alguno a cambio. La imagen la mostraba tal y como Aryami la recordaba, envuelta en aquella extraña luminosidad que parecía emanar de Kylian y que embelesaba a cuantos la conocían, del mismo modo en que había embrujado al ojo experto del retratista, que la bautizó con el apodo con que todos la recordaban: la princesa de luz.
Por supuesto, Kylian nunca fue una verdadera princesa ni tuvo más reino que las calles que la habían visto crecer. El día que Kylian dejó la morada de los Bosé para vivir con su esposo, las gentes del Machuabazaar la despidieron con lágrimas en los ojos mientras veían pasar la carroza blanca que se llevaba para siempre a la princesa de la ciudad negra. Era apenas una chiquilla cuando el destino se la llevó y jamás volvió.
Aryami se sentó junto a los niños frente al fuego y apretó la vieja fotografía contra su pecho. La tormenta rugió de nuevo y Aryami rescató la fuerza de su ira para decidir qué debía hacer ahora. El perseguidor del teniente Peake no se contentaría con acabar con él. El valor del joven le había granjeado unos minutos preciosos que no podía desperdiciar bajo ningún concepto, ni siquiera para llorar la memoria de su hija. La experiencia ya le había enseñado que el futuro le reservaría más tiempo del tolerable para lamentarse de los errores cometidos en el pasado.
Dejó la fotografía de nuevo en el cofre y tomó la medalla que había hecho forjar para Kylian años atrás, una joya que jamás llegó a lucir. La medalla se componía de dos círculos de oro, un sol y una luna, que encajaban el uno con el otro formando una única pieza. Presionó en el centro de la medalla y ambas partes se separaron. Aryami engarzó cada una de las dos mitades de la medalla en sendas cadenas de oro y las colocó en torno al cuello de cada uno de los niños.
Mientras lo hacía, la dama meditaba en silencio las decisiones que debía tomar. Sólo un camino parecía apuntar hacia su supervivencia: debía separarlos y alejarlos el uno del otro, borrar su pasado y ocultar su identidad al mundo y a sí mismos, por doloroso que ello pudiera resultar. No era posible mantenerlos juntos sin delatarse tarde o temprano. Aquél era un riesgo que no podía asumir a ningún precio. Y necesariamente, debía afrontar aquel dilema antes del amanecer.
Aryami tomó a los dos bebés en sus brazos y los besó suavemente en la frente. Las manos diminutas acariciaron su rostro y sus dedos minúsculos palparon las lágrimas que cubrían sus mejillas mientras las miradas risueñas de ambos la escrutaban sin comprender. Los estrechó de nuevo en sus brazos y los devolvió a la pequeña cuna que había improvisado para ellos.
Tan pronto como los hubo dejado reposar, prendió la lumbre de un candil y tomó pluma y papel. El futuro de sus nietos estaba ahora en sus manos.
Inspiró profundamente y empezó a escribir. A lo lejos podía escuchar la lluvia que ya amainaba y los sonidos de la tormenta que se alejaban hacia el Norte tendiendo sobre Calcuta un infinito manto de estrellas.
Thomas Carter había creído que, al cumplir la cincuentena, la ciudad de Calcuta, su hogar durante los últimos treinta y tres años, ya no reservaría más sorpresas para él.
Al amanecer de aquel día de mayo de 1916, tras una de las tormentas más furiosas que recordaba fuera de la época del monzón, la sorpresa llegó a las puertas del orfelinato St. Patricks en forma de una cesta con un niño y una carta lacrada dirigida a su exclusiva atención personal.
La sorpresa venía por partida doble. En primer lugar, nadie se molestaba en abandonar a un niño en Calcuta a las puertas de un orfelinato; había callejones, vertederos y pozos por toda la ciudad para hacerlo más cómodamente. Y, en segundo lugar, nadie escribía misivas de presentación como aquélla, firmadas y sin duda posible respecto a su autoría.
Carter examinó sus lentes al trasluz y exhaló el vaho de su aliento sobre los cristales para facilitar su limpieza con un pañuelo de algodón crudo y envejecido que empleaba para tal tarea no menos de veinticinco veces al día, treinta y cinco durante los meses del verano indio.
El niño descansaba abajo, en el dormitorio de Vendela, la enfermera jefe, bajo su atenta vigilancia, tras haber sido reconocido por el doctor Woodward, que fue arrancado del sueño poco antes del alba y a quien, a excepción de su deber hipocrático, no se le dieron más explicaciones.
El niño estaba esencialmente sano. Mostraba ciertos signos de deshidratación, pero no parecía estar afectado por ninguna fiebre del amplio catálogo que acostumbraba a segar las vidas de miles de criaturas como aquélla y les negaba el derecho a alcanzar la edad necesaria para aprender a pronunciar el nombre de su madre. Todo cuanto venía con él era la medalla en forma de sol de oro que Carter sostenía entre sus dedos y aquella carta. Una carta que, si había de dar por verdadera, y le costaba encontrar una alternativa a esa posibilidad, le colocaba en una situación comprometida.
Carter guardó la medalla bajo llave en el cajón superior de su escritorio y tomó de nuevo la misiva, releyéndola por décima vez.
Apreciado Mr. Carter:
Me veo obligada a solicitar su ayuda en las más penosas circunstancias, apelando a la amistad que me consta le unió a mi difunto marido durante más de diez años. Durante ese período, mi esposo no escatimó elogios para con su honestidad y la extraordinaria confianza que usted siempre le inspiró.
Por ello, hoy le ruego que atienda mi súplica, por extraña que pueda parecerle, con la mayor urgencia y, si cabe, con el mayor de los secretos.
El niño que me veo obligada a entregarle ha perdido a sus padres a manos de un asesino que juró matar a ambos y acabar igualmente con su descendencia. No puedo ni creo oportuno revelarle los motivos que le llevaron a cometer tal acto. Bastará con decirle que el hallazgo del niño debe ser mantenido en secreto y que bajo ningún concepto debe usted dar parte del mismo a la policía o a las autoridades británicas, puesto que el asesino dispone de conexiones en ambos organismos que no tardarían en llevarle hasta él.
Por motivos obvios, no puedo criar al niño a mi lado sin exponerle a sufrir el mismo destino que acabó con sus padres. Por ello le ruego que se haga cargo de él, le dé un nombre y le eduque en los rectos principios de su institución para hacer de él el día de mañana una persona tan honrada y honesta como lo fueron sus padres.
Soy consciente de que el niño no podrá conocer jamás su pasado, pero es de vital importancia que así sea.
No dispongo de mucho tiempo para brindarle más detalles y me veo de nuevo en la obligación de recordarle la amistad y la confianza que tuvo usted en mi esposo para legitimar mi petición.
Le suplico que, al término de la lectura de esta misiva, la destruya, así como cualquier signo que pudiera delatar el hallazgo del niño. Siento no poder efectuar esta petición en persona, pero la gravedad de la situación me lo impide.
En la confianza de que sabrá tomar la decisión adecuada, reciba mi eterna gratitud.
Aryami Bosé.
Una llamada a su puerta le arrancó de la lectura. Carter se quitó las lentes, dobló cuidadosamente la carta y la depositó en el cajón de su escritorio, que cerró con llave.
—Adelante —indicó.
Vendela, la enfermera jefe del St. Patricks, se asomó a su despacho con su sempiterno semblante adusto y oficioso. Su mirada no respiraba buenos augurios.
—Hay un caballero abajo que desea verle —anunció escuetamente.
Carter frunció el ceño.
—¿De qué se trata?
—No me ha querido dar detalles —respondió la enfermera, pero su expresión parecía insinuar claramente que su instinto olfateaba que tales detalles, de haberlos, resultaban vagamente sospechosos.
Tras una pausa, Vendela entró en el despacho y cerró la puerta a su espalda.
—Creo que se trata de lo del niño —dijo la enfermera con cierta inquietud—. No le he dicho nada.
—¿Ha hablado con alguien más? —inquirió Carter.
Vendela negó silenciosamente. Carter asintió y guardó la llave de su escritorio en el bolsillo de su pantalón.
—Puedo decirle que no está aquí en este momento —apuntó Vendela.
Carter consideró la opción por un instante y determinó que, si las sospechas de Vendela apuntaban en la dirección correcta (y solían hacerlo), aquello no haría más que reforzar la apariencia de que el St. Patricks tenía algo que ocultar. La decisión se fraguó al instante.
—No. Le recibiré, Vendela. Hágale pasar y asegúrese de que nadie del personal habla con él. Discreción absoluta sobre este asunto. ¿De acuerdo?
—Comprendido.
Carter escuchó alejarse por el pasillo los pasos de Vendela mientras limpiaba de nuevo sus lentes y comprobaba que la lluvia volvía a golpear en los cristales de su ventana con impertinencia.
El hombre vestía una larga capa negra y su cabeza estaba envuelta en un turbante sobre el que se apreciaba un medallón oscuro que emulaba la silueta de una serpiente. Sus estudiados ademanes sugerían los de un próspero comerciante del Norte de Calcuta y sus rasgos parecían vagamente hindúes, aunque su piel reflejaba una palidez enfermiza, la piel de alguien a quien nunca alcanzaran los rayos del sol. El mestizaje de razas nacido de Calcuta había fundido en sus calles a bengalíes, armenios, judíos, anglosajones, chinos, musulmanes e innumerables grupos llegados hasta el campo de Kali en busca de fortuna o refugio. Aquel rostro hubiera podido pertenecer a cualquiera de esas etnias y a ninguna.
Carter sintió los ojos penetrantes en su espalda, inspeccionándole cuidadosamente, mientras servía las dos tazas de té en la bandeja con que Vendela les había provisto.
—Siéntese, por favor —indicó Carter amablemente al desconocido—. ¿Azúcar?
—Lo tomaré como usted.
La voz del desconocido no mostraba acento ni expresión alguna. Carter tragó saliva, fijó una sonrisa cordial en sus labios y se volvió tendiendo la taza de té al sujeto. Dedos enfundados en un guante negro, largos y afilados como garras, se cerraron sobre la porcelana ardiente sin vacilación. Carter tomó asiento en su butaca y removió el azúcar en su propia taza.
—Siento importunarle en estos momentos, Mr. Carter. Imagino que tendrá usted mucho que hacer, por lo que seré breve —afirmó el hombre.