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Authors: Jerzy Kosinski

Tags: #Relato

El pájaro pintado (2 page)

BOOK: El pájaro pintado
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Además, opinaba entonces, como opino ahora, que la ficción y la autobiografía son dos géneros muy distintos. La autobiografía pone énfasis en una sola vida: invita al lector a contemplar la existencia de otro hombre, y le alienta a comparar su propia vida con la del protagonista. En cambio, la vida ficticia obliga al lector a participar: no se limita a comparar, sino que realmente asume un papel ficticio, expandiéndolo en el contexto de su propia experiencia, de sus propias facultades creativas e imaginativas.

Seguía resuelto a que la vida de la novela fuera independiente de la mía. Protesté cuando muchos editores extranjeros se negaron a publicar El pájaro pintado sin incluir, a manera de prefacio o de epílogo, fragmentos de mi correspondencia personal con uno de mis primeros editores de lengua extranjera. Esperaban que estos fragmentos amortiguaran el impacto del libro. Yo había escrito dichas cartas para explicar, y no para mitigar, la visión de la novela. Si se las situaba entre el libro y sus lectores, violarían la integridad de la novela e impondrían mi presencia inmediata en una obra destinada a valer por sí misma. La edición en rústica de El pájaro pintado, que apareció un año después del original, no contenía ninguna información biográfica. Quizá fue por esto que en muchas bibliografías no se incluía a Kosinski entre los escritores contemporáneos, sino entre los difuntos.

Después de la aparición de
El pájaro pintado
en los Estados Unidos y Europa Occidental (nunca se publicó en mi patria, ni se permitió su introducción), algunos diarios y revistas de Europa Oriental emprendieron una campaña contra la obra. No obstante sus diferencias ideológicas, muchos periódicos atacaron los mismos pasajes de la novela (que citaban generalmente fuera de contexto) y alteraron secuencias para fundamentar sus acusaciones. Indignados artículos de fondo de publicaciones controladas por el Estado denunciaban que las autoridades norteamericanas me habían ordenado escribir
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con fines políticos ocultos. Estas publicaciones, ostensiblemente ajenas al hecho de que todo libro editado en los Estados Unidos debe estar registrado en la Biblioteca del Congreso, citaban incluso el número del catálogo de la Biblioteca como prueba concluyente de que el gobierno norteamericano había propiciado la novela. A la inversa, los periódicos antisoviéticos destacaban la simpatía con que, según decían, había pintado a los soldados rusos, y la esgrimían como testimonio de que la obra intentaba justificar la presencia soviética en Europa Oriental.

La mayoría de los ataques de la Europa Oriental se fundaban sobre la presunta naturaleza específica de la novela. Aunque yo me había asegurado de que los nombres de personas y lugares que había empleado no se pudieran asociar exclusivamente con un grupo nacional determinado, mis críticos afirmaban acusadoramente que
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era una descripción difamatoria de la vida en comunidades identificables, durante la Segunda Guerra Mundial. Algunos detractores afirmaban incluso que mis alusiones al folklore y a costumbres nativas, tan insolentemente detalladas, constituían caricaturas de sus propias provincias natales. Otros vituperaban la novela porque deformaba el acervo nativo, porque calumniaba el carácter campesino y porque reforzaba las armas propagandísticas de los enemigos de la región. Irónicamente, la novela empezó a asumir un papel no muy distinto del de su protagonista, el niño, un nativo transformado en extranjero, un gitano al que le atribuyen el control de fuerzas destructivas y la capacidad de echar maleficios sobre todos quienes se cruzan en su camino.

La campaña contra el libro, que había sido generada en la capital del país, no tardó en difundirse por toda la nación. En el curso de pocas semanas, aparecieron varios centenares de artículos y un alud de chismes. La red de televisión controlada por el Estado presentó una serie, «Sobre los pasos de
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», con entrevistas a personas que supuestamente habían estado en contacto conmigo o con mi familia durante los años de la guerra. El director del programa leía un pasaje de la novela, y luego presentaba al individuo que, según él decía, había inspirado al personaje ficticio. Estos testigos ofuscados, a menudo analfabetos, estaban despavoridos por lo que hipotéticamente habían hecho, y a medida que desfilaban se les oía despotricar coléricamente contra el libro y su autor.

Uno de los mejores y más respetados autores de Europa Oriental leyó la versión francesa de
El pájaro pintado
y elogió la novela en su reseña bibliográfica. Pronto la presión gubernamental le obligó a retractarse. Publicó su opinión revisada y luego la complementó con una «Carta abierta a Jerzy Kosinski» que apareció en la revista literaria que él mismo dirigía. En ella, me advertía que yo, como otro novelista premiado que había traicionado su lengua nativa para adoptar un idioma extranjero y alabar al decadente Occidente, terminaría mis días suicidándome en un sórdido hotel de la Riviera.

Cuando se publicó
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, mi madre, que era mi único familiar consanguíneo sobreviviente, ya frisaba los sesenta y había sido operada dos veces de cáncer. Al descubrir que aún vivía en la ciudad donde yo había nacido, el principal diario local publicó artículos injuriosos en los que la acusaba de ser la madre de un renegado, al mismo tiempo que instigaba a los fanáticos y a las multitudes de vecinos enardecidos a arremeter contra su casa. La policía se presentó a la llamada de la enfermera de mi madre, pero se limitó a permanecer de brazos cruzados, simulando controlar a quienes se autoerigían en defensores de la justicia.

Cuando un viejo condiscípulo me telefoneó a Nueva York para comunicarme, furtivamente, lo que sucedía, movilicé todo el apoyo que pude obtener de organizaciones internacionales, pero durante meses mis esfuerzos parecieron vanos, porque los vecinos coléricos, ninguno de los cuales había leído realmente mi libro, continuaron sus ataques. Por fin, los funcionarios gubernamentales, fastidiados por las presiones que ejercían las organizaciones extranjeras interesadas en el problema, ordenaron a las autoridades municipales que trasladaran a mi madre a otra ciudad. Permaneció allí durante algunas semanas, hasta que amainaron las agresiones, y después se trasladó a la capital, dejando todo atrás. Con la ayuda de algunos amigos pude mantenerme al tanto de su paradero y enviarle dinero regularmente.

Aunque la mayor parte de su familia había sido exterminada en el país que ahora la perseguía, mi madre se negaba a emigrar, e insistía en que deseaba morir y ser sepultada junto a mi padre, en la tierra donde había nacido y donde todos los suyos habían sucumbido. Cuando falleció, su muerte se utilizó como medio para abochornar e intimidar a sus amigos. Las autoridades no permitieron publicar ningún anuncio del funeral y la simple noticia de su fallecimiento sólo apareció varios días después del entierro.

En los Estados Unidos, las informaciones periodísticas sobre estos ataques en el extranjero desencadenaron un aluvión de cartas amenazadoras anónimas escritas por europeos orientales naturalizados, quienes pensaban que yo había calumniado a sus compatriotas y denigrado su linaje étnico. Casi ninguno de los corresponsales anónimos parecía haber leído verdaderamente
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: la mayoría de ellos se limitaban a repetir los denuestos formulados en la Europa del Este, reproducidos de segunda mano en revistas de emigrados.

Un día, cuando estaba solo en mi apartamento de Manhattan, sonó el timbre. Abrí inmediatamente la puerta, pensando que era un envío que había pedido. Dos hombres robustos, vestidos con gruesas gabardinas, me empujaron al interior de la habitación y cerraron la puerta violentamente a sus espaldas. Me acorralaron contra la pared y me escudriñaron con detenimiento. Uno de ellos, aparentemente desorientado, sacó del bolsillo un recorte periodístico. Se trataba del artículo del
New York Times
sobre los ataques contra
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, y contenía una reproducción borrosa de una vieja foto mía. Mientras vociferaban algo acerca de la novela, mis agresores empezaron a amenazarme con fragmentos de tubos de acero envueltos en periódicos, que habían extraído del interior de sus mangas, haciendo ademán de pegarme. Argumenté que yo no era el autor. El hombre de la fotografía, dije, era un primo con el que me confundían a menudo. Agregué que acababa de salir pero que volvería de un momento a otro.

Cuando los hombres se sentaron en el sofá para esperarlo, sin soltar sus armas, les pregunté qué deseaban. Uno de ellos respondió que habían venido a castigar a Kosinski por
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, un libro que injuriaba a su país y ridiculizaba a sus habitantes. Aunque ellos vivían en los Estados Unidos, me aseguraron, eran auténticos patriotas. Pronto se le sumó su compañero, denigrando a Kosinski y utilizando el dialecto rural que yo recordaba tan bien. Permanecí callado, estudiando sus anchos rostros campesinos, sus cuerpos rechonchos, sus gabardinas demasiado holgadas. Aunque separados por una generación de las chozas con techo de paja, de la fétida vegetación de las ciénagas y de los arados tirados por bueyes, continuaban siendo los campesinos que había conocido. Parecían haber salido de las páginas de
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, y por un instante me sentí muy dueño de ambos. Si en verdad eran mis personajes, me parecía muy natural que me visitaran, y en consecuencia les ofrecí cordialmente vodka que, después de una vacilación inicial, aceptaron ávidamente. Mientras bebían, empecé a ordenar algunos papeles de mi biblioteca y luego extraje con la mayor naturalidad un pequeño revólver que estaba oculto detrás del
Dictionary of Americanisms
en dos volúmenes, en el extremo de un estante. Les ordené a los hombres que dejaran caer sus armas y alzaran las manos, y apenas obedecieron cogí mi cámara. Con el revólver en una mano y la cámara en la otra, les tomé rápidamente media docena de fotos. Anuncié que esas instantáneas demostrarían la identidad de ambos si alguna vez resolvía denunciarlos por violación de domicilio e intento de agresión. Me suplicaron que los perdonara. Al fin y al cabo, alegaron, no nos habían hecho daño ni a mí ni a Kosinski. Fingí reflexionar, y después de un rato respondí que, como había registrado sus imágenes, no tenía motivos para detenerles en carne y hueso.

Ese no fue el único incidente en el que sentí las repercusiones de la campaña de difamación europea oriental. En varias oportunidades me interpelaron fuera de mi casa o en mi garaje. Tres o cuatro veces unos desconocidos me identificaron en la calle y me espetaron comentarios hostiles o adjetivos injuriosos. En un concierto que se celebró en honor de un pianista nacido en mi país, un batallón de ancianas patriotas me acometió con sus paraguas, en tanto chillaban insultos ridículamente anacrónicos. Aun ahora, diez años después de la publicación de
El pájaro pintado
, los ciudadanos de mi antiguo país, donde la novela todavía está prohibida, siguen acusándome de traición, trágicamente ajenos al hecho de que al engañarlos premeditadamente, el Gobierno continúa alimentando sus prejuicios, convirtiéndolos en víctimas de las mismas fuerzas de las que mi protagonista, el niño, se salvó por un pelo.

Aproximadamente un año después de la aparición de
El pájaro pintado
, el PEN Club, una asociación literaria internacional, se comunicó conmigo respecto de una joven poetisa de mi país. Había viajado a los Estados Unidos para someterse a una complicada operación cardíaca que, lamentablemente, no había respondido a las expectativas de los médicos. No hablaba inglés y el PEN me informó que necesitaría ayuda durante los primeros meses posteriores a la intervención. Aún frisaba en los veinte, pero ya había publicado varios volúmenes de poesías y estaba catalogada como una de las jóvenes escritoras más prometedoras del país. Hacía varios años que yo conocía y admiraba su obra, y me complació la perspectiva de encontrarme con ella.

Durante las semanas que duró su recuperación en Nueva York, paseamos por la ciudad. La fotografié a menudo, utilizando como fondo el parque y los rascacielos de Manhattan. Nos convertimos en buenos amigos y ella solicitó la ampliación de su visado, pero el consulado se negó a renovarlo. Como se resistía a abandonar definitivamente su lengua y su familia, no le quedó otra alternativa que volver a la patria. Más tarde me envió una carta, por intermedio de otra persona, en la que me advertía que la unión nacional de escritores había descubierto nuestra estrecha amistad y le exigía que escribiera un cuento corto basado sobre su encuentro en Nueva York con el autor de
El pájaro pintado
. En la historia yo aparecería como un hombre desprovisto de moral, un pervertido que había jurado denigrar todo lo que su madre patria representaba. Al principio se había negado a escribirla, explicando que como no sabía inglés no había leído la novela, y que nunca había hablado de política conmigo. Pero sus colegas siguieron recordándole que la unión de escritores había sufragado la operación y le pagaba toda la atención médica postoperatoria. Insistieron en que, como era una poetisa descollante y ejercía considerable influencia sobre los jóvenes, tenía el deber de cumplir con su obligación patriótica y atacar, por escrito, al hombre que había traicionado a su país.

Unos amigos me enviaron la revista literaria semanal donde publicó el relato difamatorio solicitado. Yo intenté comunicarme con ella por intermedio de nuestros amigos comunes para hacerle saber que comprendía que la habían colocado en un compromiso ineludible, pero nunca contestó. Pocos meses más tarde me enteré de que había sufrido una crisis cardíaca que había producido su muerte.

Tanto cuando las reseñas elogiaban la novela, como cuando la vituperaban, los comentarios occidentales sobre
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siempre encerraban un substrato de desasosiego. La mayoría de los críticos norteamericanos y británicos objetaron mis descripciones de las experiencias del niño, alegando que ponían demasiado énfasis en la crueldad. Muchos tendían a menospreciar al autor, junto con la novela, afirmando que había explotado los horrores de la guerra para satisfacer mi propia imaginación. Con ocasión de la celebración del vigésimo quinto aniversario de la creación de los National Book Awards, un respetado novelista norteamericano contemporáneo escribió que libros como
El pájaro pintado
, con su terrible brutalidad, no auguraban nada bueno para el futuro de la novela en lengua inglesa. Otros críticos argumentaron que sólo se trataba de un libro de reminiscencias personales, e insistieron en que, en la Europa Oriental lacerada por la guerra, cualquiera podía urdir una historia desbordante de dramatismo atroz.

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