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Authors: Jerzy Kosinski

Tags: #Relato

El pájaro pintado (9 page)

BOOK: El pájaro pintado
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Lej montaba los nidos con gran esmero. Primeramente colocaba, en el punto medio del techo elegido, una pequeña reja, que servía de armazón a la estructura. Siempre estaba ligeramente orientado hacia el oeste, para que los vientos predominantes no dañaran demasiado el nido. Luego hincaba clavos en la reja, dejando sobresalir la mitad, para sujetar las ramitas y pajas que juntaban las mismas cigüeñas. Poco antes de la llegada de éstas, colocaba un paño rojo de considerables dimensiones en el centro del nido, para atraer la atención de los pájaros.

Era sabido que traía buena suerte ver la primera cigüeña de la Primavera cuando todavía estaba en vuelo, pero verla posada auguraba un año de problemas y desgracias. Las cigüeñas también suministraban claves acerca de lo que sucedía en la aldea. Nunca volvían a un techo debajo del cual habían cometido una fechoría durante su ausencia o debajo del cual la gente vivía en pecado.

Eran aves extrañas. Lej me contó cómo una hembra que estaba empollando le picoteó cuando intentó corregir la posición del nido. El se vengó colocando un huevo de oca entre los de la cigüeña. Cuando los polluelos rompieron el cascarón, las cigüeñas miraron azoradas a sus vástagos. Uno de ellos era deforme, con patas arqueadas y cortas y pico chato. Papá Cigüeña acusó a su hembra de adulterio y quiso matar en el acto al polluelo bastardo. Mamá Cigüeña consideró que debían conservar al pequeño en el nido. La disputa familiar duró varios días. Finalmente, la hembra decidió salvar por su cuenta al ansarino, y lo hizo rodar cuidadosamente por el techo de paja, del cual cayó indemne sobre un montón de heno.

Aparentemente, eso debería haber puesto punto final al problema, restaurando la armonía conyugal. Pero cuando llegó el momento de levantar el vuelo para partir, todas las cigüeñas celebraron una conferencia, como de costumbre. En el curso del debate se llegó a la conclusión de que la hembra era culpable de adulterio y no merecía acompañar al marido. Se dictó la debida sentencia. Y antes de remontarse en formación impecable, las aves atacaron con picos y plumas a la esposa infiel. Esta cayó muerta, cerca de la cabaña con techo de paja donde había vivido con su marido. Los campesinos encontraron, junto a su cuerpo, al feo ansarino que derramaba lágrimas amargas.

También la vida de las golondrinas resultaba interesante. Aves favoritas de la Virgen María, llegaban como heraldos de la primavera y la alegría. Se suponía que en otoño debían alejarse de la presencia humana, para posarse, exhaustas y adormiladas, sobre los juncos que crecían en las marismas lejanas. Lej decía que descansaban sobre un junco hasta que éste se quebraba bajo su peso, lo cual les hacía caer al agua. Presuntamente pasaban todo el invierno sumergidas, a salvo en su gélida madriguera.

La voz del cuclillo podía encerrar muchos significados. Quien la oía por primera vez en la temporada debía hacer tintinear inmediatamente las monedas que llevaba en el bolsillo, y contar su dinero, para asegurarse el tener cuando menos esa misma cantidad durante todo el año. Los ladrones debían tomar la precaución de recordar en qué momento oían al primer cuclillo del año. Si era antes de que las hojas hubieran brotado en los árboles, les convenía renunciar a sus planes de robo, porque éstos fracasarían.

Lej sentía un afecto especial por los cuclillos. Los consideraba personas que se habían trocado en pájaros: nobles que imploraban en vano a Dios que les devolviera la condición humana. Le parecía descubrir una clave de su noble linaje en la educación que daban a sus hijos. Los cuclillos, decía, nunca asumían la responsabilidad de educarlos por su cuenta. Recurrían a los aguzanieves para que los alimentaran y cuidaran, en tanto que ellos seguían revoloteando por el bosque, rogándole al Señor que los transformara nuevamente en caballeros.

Le repugnaban los murciélagos, porque los consideraba mitad pájaros y mitad ratones. Decía de ellos que eran emisarios de los malos espíritus, en busca de nuevas víctimas, capaces de adosarse al cuero cabelludo de los seres humanos para instalarles en el cerebro deseos pecaminosos. Sin embargo, incluso los murciélagos eran útiles. Cierta vez Lej cazó uno en el desván. Lo capturó con una red y lo colocó sobre un hormiguero fuera de la casa. Al día siguiente sólo quedaban los huesos blancos. Lej recogió cuidadosamente el esqueleto y apartó la espoleta de la pechuga, que lucía sobre el pecho. Después de pulverizar el resto de los huesos, los disolvió en un vaso de vodka que le hizo beber a su amada. Esto, dijo, le garantizaba que ella le desearía cada vez más.

Lej me enseñó que el hombre siempre debe observar atentamente a los pájaros y sacar conclusiones de su comportamiento. Si los veía volar en bandadas numerosas durante un crepúsculo rojo, y los había de muchas especies distintas, era obvio que sobre sus alas viajaban los espíritus malignos en busca de almas condenadas. Cuando las cornejas, los cuervos y los grajos se congregaban en un campo, generalmente la reunión era inspirada por un Demonio que procuraba insuflarles odio contra las otras aves. La aparición de cornejas blancas de largas alas presagiaba tormenta, y los gansos salvajes de vuelo rasante anunciaban, en primavera, un verano lluvioso y una mala cosecha.

Al amanecer, cuando los pájaros dormían, salíamos a acechar sus nidos. Lej marchaba adelante, saltando sigilosamente sobre matorrales y arbustos. Yo le seguía de cerca. Más tarde, cuando la luz del sol se filtraba incluso hasta los rincones más umbríos del bosque y los campos, sacábamos a los pájaros aterrorizados, aleteantes, de las trampas que habíamos montado el día anterior. Lej los extraía cuidadosamente, ya fuera hablándoles con voz apaciguadora o amenazándolos con la muerte. Luego los introducía en un saco grande que llevaba sobre el hombro, donde forcejeaban y se agitaban hasta que se les agotaban las fuerzas y se calmaban. Cada flamante prisionero metido en el saco le comunicaba nueva vida, y lo hacía vibrar y mecerse contra la espalda de Lej. Los amigos y parientes del prisionero revoloteaban sobre nuestras cabezas, gorjeando maldiciones. Entonces Lej los miraba desde debajo de sus cejas grises y los insultaba. Cuando los pájaros insistían en su acecho, Lej depositaba el saco en el suelo, sacaba una honda, la cargaba con un guijarro afilado, y después de apuntar escrupulosamente, disparaba contra la bandada. Nunca fallaba.

Súbitamente caía del cielo un pájaro inmóvil, pero Lej ni siquiera se molestaba en buscar el cadáver.

Cuando se aproximaba el mediodía, Lej apuraba el paso y se secaba con más frecuencia la frente cubierta de sudor. Se acercaba la hora más importante del día. Una mujer que la gente del lugar apodaba
Estúpida Ludmila
le esperaba en el calvero de un bosque lejano que sólo ellos dos conocían. Yo trotaba orgullosamente detrás de él, cargando sobre el hombro el saco de pájaros agitados.

El bosque se hacía cada vez más espeso e impenetrable. Los troncos de los carpes de colores ofidios y cubiertos de listas viscosas, se elevaban en línea recta hasta las nubes. Los tilos, que según Lej recordaban en su totalidad los orígenes de la raza humana, se levantaban, anchos, con sus troncos semejantes a cotas de malla festoneadas por la pátina gris de los musgos. Los robles estiraban sus troncos como si fueran los pescuezos de aves hambrientas en busca de alimento, y ocultaban el sol con sus lóbregas ramas, dejando en sombras a los pinos, los álamos y los tilos. A veces Lej se detenía y estudiaba silenciosamente ciertas huellas marcadas en las hendeduras de la corteza podrida, y en los nudos de los árboles, llenos de extraños agujeros negros desde cuyo interior brillaba la madera blanca y desnuda. Pasábamos por bosquecillos de tiernos abedules con vástagos finos y frágiles, que flexionaban tímidamente sus ramitas y brotes.

A través de la traslúcida cortina de follaje nos veían bandadas de aves posadas que se asustaban y huían batiendo las alas. Sus trinos se mezclaban con el coro de las abejas que zumbaban alrededor de nosotros como una nube móvil y brillante. Lej se protegía el rostro con las manos y escapaba de las abejas en dirección a un matorral más denso, mientras yo corría en pos de él aferrando el saco de los pájaros y el cesto de las trampas, agitando constantemente las manos para espantar el enjambre hostil y vengativo.

La Estúpida Ludmila era una mujer extraña y yo le temía cada vez más. Era esbelta y más alta que las otras mujeres. Su cabellera, que aparentemente nunca había sido cortada, se derramaba sobre sus hombros. Tenía grandes pechos, que le caían casi hasta el abdomen, y fuertes pantorrillas musculosas. En verano se paseaba vestida sólo con un saco desteñido que dejaba ver sus pechos y una mata de pelo rojo en el bajo vientre. Los hombres y los niños contaban las jugarretas que le hacían a Ludmila cuando ella estaba de humor. Las mujeres de la aldea muchas veces intentaban atraparla, pero como decía Lej con orgullo, Ludmila siempre tenía el viento de popa y nadie podía alcanzarla cuando ella se proponía que tal cosa no sucediera. Desaparecía en la maleza como un estornino y salía arrastrándose cuando no quedaba nadie en las proximidades.

Nadie sabía dónde estaba su madriguera. A veces, al amanecer, cuando los labriegos marchaban hacia los campos, con las guadañas sobre el hombro, veían a la Estúpida Ludmila que los saludaba cariñosamente desde lejos. Se detenían y le devolvían el saludo, estirando perezosamente el brazo mientras se debilitaba su espíritu de trabajo. Sólo los gritos de sus esposas y madres, que se acercaban con hoces y azadas, conseguían hacerles volver a la realidad. Muchas veces las mujeres azuzaban a los perros contra Ludmila. El más corpulento y peligroso de todos cuantos habían sido lanzados para atacarla resolvió no volver. A partir de entonces ella siempre lo llevaba atado con una cuerda y los otros perros huían con el rabo entre las piernas.

Se decía que la Estúpida Ludmila hacía vida sexual con ese perrazo. Otros pronosticaban que algún día ella daría a luz niños cubiertos con pelo canino, con orejas de lobo y cuatro zarpas, y que esos monstruos vivirían en el bosque.

Lej nunca hacía el menor caso de estas historias acerca de Ludmila. Sólo comentó en una oportunidad que cuando ella aún era muy joven e inocente sus padres le ordenaron que se casara con el hijo del salmista de la aldea, famoso por su fealdad y crueldad. Ludmila se negó, y su prometido se enfureció tanto que la sacó con argucias de la aldea y la llevó a un lugar donde toda una caterva de campesinos borrachos la violaron hasta dejarla desmayada. A partir de entonces cambió y se le alteraron las facultades mentales. Como nadie recordaba su nombre y no la consideraban demasiado avispada, la apodaron Estúpida Ludmila.

Vivía en los bosques, atraía a los hombres a los matorrales, y su voluptuosidad les dejaba tan complacidos que después ni siquiera podían mirar a sus esposas gordas y hediondas. Pero ningún hombre podía satisfacerla a ella: necesitaba varios, uno después de otro. Y a pesar de todo era el gran amor de Lej. El componía para ella tiernas canciones en las que la describía como un ave de extraños colores que volaba a mundos remotos, libre y rauda, más deslumbrante y bella que los otros seres. A juicio de Lej, Ludmila pertenecía al reino pagano y primitivo de los pájaros y los bosques, donde todo era infinitamente abundante, montaraz, floreciente y regio en medio de su perpetua decadencia, muerte y renacimiento. Ilícita y enfrentada con el mundo humano.

Cada mediodía, Lej y yo marchábamos hacia el calvero donde planeaba reunirse con Ludmila. Cuando llegábamos, Lej emitía un sonido semejante al del búho. La Estúpida Ludmila asomaba entre los pastizales, con acianos y amapolas entrelazados en el pelo. Lej corría ansiosamente hacia ella y permanecían juntos, balanceándose suavemente con las hierbas que los circundaban, confundiéndose casi como dos árboles nacidos de una misma raíz.

Yo los espiaba desde el borde del calvero, detrás de las hojas de los helechos. Los pájaros de mi saco se sentían turbados por el súbito silencio y gorjeaban y se agitaban y batían nerviosamente las alas, entrechocándose. El hombre y la mujer se besaban recíprocamente el pelo y los ojos, y frotaban sus mejillas. Estaban intoxicados por el contacto y el olor de sus cuerpos y poco a poco sus manos se volvían más activas. Lej deslizaba sus grandes zarpas callosas sobre los brazos suaves de la mujer, en tanto ella le cogía la cara y la acercaba a la suya. Se dejaban caer juntos entre las hierbas altas que a continuación se estremecían sobre sus cuerpos, ocultándolos a medias de las miradas indiscretas de los pájaros que revoloteaban sobre el calvero. Lej decía después que mientras yacían sobre la hierba Ludmila le contaba historias de su vida y de sus padecimientos, y le revelaba los caprichos y las aberraciones de sus extraños sentimientos indómitos, y todos los atajos y pasadizos secretos por los que discurría su frágil mente.

Hacía calor. No corría un soplo de viento y las copas de los árboles se mantenían rígidas. Los saltamontes y las libélulas zumbaban; una mariposa suspendida en una brisa invisible flotaba sobre el calvero iluminado por el sol. El pájaro carpintero cesaba de picotear, el cuclillo enmudecía. Yo me amodorraba. De pronto me despertaban las voces. El hombre y la mujer estaban abrazados como si se hubieran implantado en la tierra e intercambiaban palabras que no entendía. Se separaban de mala gana; la Estúpida Ludmila se despedía agitando la mano. Lej avanzaba hacia mí, volviendo repetidamente la cabeza para mirarla mientras trastabillaba, con una sonrisa de ansiedad en los labios.

En el trayecto de regreso a casa disponíamos nuevas trampas. Lej estaba cansado y mohíno. Al caer la noche, cuando los pájaros se dormían en sus jaulas, se reanimaba. Hablaba incansablemente de Ludmila. Se estremecía, lanzaba risitas, cerraba los ojos. Sus blancas mejillas llenas de granos se sonrojaban.

A veces transcurrían varios días sin que la Estúpida Ludmila apareciera en el bosque. Una rabia silenciosa se apoderaba entonces de Lej. Miraba solemnemente a los pájaros encerrados en las jaulas, mascullando algo para sus adentros. Finalmente, después de un estudio prolongado, elegía al pájaro más robusto, lo ataba a su muñeca, y mezclaba los ingredientes más diversos para preparar pinturas pestilentes de distintos colores. Lej daba vuelta al pájaro y le pintaba las alas, la cola y el pecho con todos los tonos del arco iris hasta que su aspecto era más llamativo que un ramillete de flores silvestres.

Luego nos trasladábamos a la espesura del bosque. Allí, Lej sacaba el pájaro pintado y me ordenaba que lo cogiera en la mano y lo apretara ligeramente. El pájaro empezaba a piar y atraía a una bandada de su misma especie que revoloteaba inquieta sobre nuestras cabezas. Al oír a sus congéneres, nuestro prisionero hacía denodados esfuerzos por remontarse hacia ellos, gorjeando con más bríos, mientras su corazoncito palpitaba violentamente en el pecho recién pintado.

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