El ojo de fuego (21 page)

Read El ojo de fuego Online

Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

BOOK: El ojo de fuego
12.65Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Sé lo mucho que te ha afectado esa pérdida —empezó Durant—. Pero todo esto parece ser una increíble cadena de coincidencias. El presidente asintió—. El artículo cita que la patrulla de autopistas de California dice que fue claramente un accidente.

La limusina redujo la velocidad cuando, delante de ellos, los motociclistas detuvieron el tráfico en el cruce para que la comitiva presidencial pudiese pasar con el semáforo en rojo.

—Y encontraron pruebas determinantes en los efectos personales de los dos soldados de que habían dejado de pagar importantes deudas de juego al crimen organizado.

Las articuladas frases que se había repetido antes la abandonaron ahora, borradas por la rabia que sentía, desmontadas por el surrealismo de la situación.

—¿Realmente…; no lo entiende, verdad? —preguntó Lara retóricamente—. Ellos quieren que usted crea que fue un accidente. ¿Y qué me dice de las muertes de coreanos en Tokio? ¿Cómo explica esto?

Durant sacudió la cabeza.

—La gente pensó lo mismo cuando el Ébola entró en escena. Vemos cómo emergen nuevos tipos de enfermedades, incluso en áreas urbanas, a causa de los viajes aéreos por todo el globo.

Al cabo de un largo instante de silencio, el presidente habló.

—Creo que los…; —buscó la palabra adecuada—, los problemas que ha experimentado recientemente con su antigua compañía la han afectado y esos últimos y desgraciados acontecimientos se han añadido a ellos, de tal forma que han distorsionado su criterio.

—¿Distorsionado? ¿A mí? —Lara se inclinó hacia el presidente. El hombre más poderoso del mundo se echó hacia atrás, encogiéndose—. Usted preferiría jugar con su
putter
antes que mirar directamente los hechos y reconocer que tenemos asesinatos y un desastre médico entre nuestras manos. Eso sí que es distorsión, señor.

—Lara, por favor, cálmate —Durant se inclinó hacia ella y puso su mano en el brazo de Lara. Ella alejó su brazo como si ese contacto le hubiese quemado.

—Creo que la tensión te ha hecho llegar a conclusiones que no están confirmadas —dijo Durant—. Ni el presidente ni yo mismo deseamos ver cómo perjudicas tu reputación, mostrándote como una especie de bicho raro que ve conspiraciones por todas partes, como esa gente que vive sola en el desierto y ve ovnis cada noche.

Lara se recostó en su asiento y respondió a la pregunta con un suspiro exasperado. Cuando habló de nuevo, estaba tranquila y lo hizo más para sí que para sus compañeros de viaje.

—En verdad no les creo, a ninguno de los dos —negó con la cabeza lentamente—. ¿De veras no quieren saber nada?

Miró los rostros de los dos hombres alternativamente. El presidente se encogió de hombros.

—Hay muchas cosas que no quiero saber. Cuanto mayor me hago, más cosas hay que encajan en esa categoría —dijo él.

Desde el exterior se escucharon sonidos de vítores cuando la limusina redujo la velocidad al prepararse para atravesar otro semáforo en rojo. El presidente se inclinó hacia delante, a la parte de la ventanilla que no tenía cristales ahumados y saludó con la mano a la multitud. La limusina avanzó y el presidente estiró el cuello para mirar al público que le adoraba, hasta que desaparecieron de la vista. Durante un breve instante, admiró su propio reflejo en el cristal ahumado.

Lara giró la cabeza y miró al exterior, hacia un mundo oscurecido por algo más que un cristal y el mal tiempo. Los árboles corrían a su paso, cuando la limusina giró a la derecha, hacia la avenida Wisconsin.

—Entonces hagan algo —dijo con suavidad mientras se enfrentaba de nuevo a él.

—¿No lo comprendes? No hay nada que hacer —dijo Durant.

—Ni siquiera tenemos indicios suficientes para poner investigadores a trabajar en ello. ¿Y qué vamos a hacer? ¿Enviar al FBI a San Diego a meter las narices en un accidente de tráfico? ¿Poner a la CIA a trabajar en un caso para buscar deudas de juego sin pagar? —negó con la cabeza.

—Pues dimitiré, iré al
Post
, y les daré el soplo. Sé que les gusto —dijo Lara.

La limusina salió de la avenida Wisconsin y se dirigió a una calle elegante con zonas de césped muy cuidadas.

—No te engañes —replicó el presidente—. Seguro, les encanta citarte. Les encantará machacarme otra vez por algo…, lo que sea. Pero cuando empiecen a verificar tu historia, se encontrarán con un agente de tráfico o con algún ayudante del sheriff del sur de California que jurará que no hay pruebas de juego sucio. ¿Y qué van a encontrar los tipos de la prensa en Tokio? Un informe policial cerrado, dos
gaijin
que descubrieron que con la Yakuza no se juega. Movió la cabeza y luego miró por la ventana. Después de varias curvas y pasar manzanas bordeadas de árboles, señaló:

—Ésa es la casa que quiero después de mi segundo mandato.

Lara abrió la boca para hablar, pero el presidente movió la mano.

Su voz era suave cuando al fin dijo:

—Verdaderamente no lo entiendes. Si Kurata estuviese detrás de todo esto, por favor comprende que estoy hablando hipotéticamente ahora, pero si estuviese tras ello, tiene suficientes recursos e influencia para asegurarse de que su mano nunca sea vista, sólo que se sienta. Puedo garantizarte que, no importa los esfuerzos que hagas para intentar probar su conspiración, nadie te creerá. Lo único que tienes es una corazonada y, por el contrario, ellos tienen recursos. Pueden arruinarte sin llegar a matarte realmente.

—Tal vez sea cierto —dijo Lara, de repente calmada y resuelta—, pero moralmente no tengo otra elección que intentarlo y detener todo esto.

—¡Pero Lara…! —exclamó Durant—. Seguramente tú…

El presidente movió la mano para pedirle silencio.

—Siento que hayas llegado a esa conclusión —dijo el presidente, con la voz tensa ahora por la formalidad—. Por lo tanto, con todo mi pesar, acepto tu dimisión.

—¡Pero no estoy dimitiendo!

—¿En realidad no lo entiendes, verdad? —el presidente hablaba ahora en voz baja por el asombro.

Capítulo 19

El cielo de Tokio brillaba al mediodía y estaba lleno de caracteres
kanji
gigantes.

«Gloria al emperador» rezaba el mensaje, cuando fuertes vientos en las alturas empezaron a deformar lo que estaba escrito en el cielo y a llevarse los caracteres por el aire hacia la ciudad. Cuando todavía el primer mensaje se empezaba a desdibujar por el cielo, los diez aviones de construcción australiana Kingsford Smith KS-3 Cropmaster, que realizaban el vuelo, ya se reagrupaban sobre Tokorozawa para otro pase, para dejar otro mensaje.

En tierra, a la hora de comer, una gran multitud se reunía en los parques, las esquinas, las ventanas, y en las azoteas de los tejados de los edificios de las oficinas, para ver a los pilotos y los mensajes que escribían en el cielo.

—Creo que están bien —dijo un
sarariman
, un oficinista, vestido con un traje azul, a sus compañeros de trabajo mientras estaban sentados en la azotea de su empresa en las mesas para almorzar en Minato, el distrito de Tokio—. Ya es hora de que reclamemos nuestra herencia.

—Los estadounidenses son demasiado débiles para que nos digan nunca más qué culto debemos tener y qué debemos creer —opinó un obeso pero idénticamente uniformado colega, mientras encendía su tercer cigarrillo después de almorzar.

—Es cierto, han centrado todas las ideas de Tokio en esos asuntos —dijo un tercero—. Todas las semanas, todos los lunes, nos dan algo en qué pensar cuando empezamos la semana laboral —gorroneó un cigarrillo y lo encendió—. Qué dedicación. Ya hace casi un año y nunca han repetido el mismo proverbio dos veces.

—Le he dicho a mi mujer que dé preferencia a sus productos cuando compre comida —dijo el hombre obeso.

—Tú debes consumir la mitad de la producción anual de arroz —bromeó el primer
sarariman
, mientras exhalaba una profunda bocanada de humo.

El hombre obeso frunció el ceño cuando sus colegas se echaron a reír.

—No le restes importancia a lo que esos monjes han sido capaces de llevar a cabo con su persistente trabajo —rebatió—. Si piensas que tienen razón —desafió al primer hombre—, entonces también deberías comprar sus productos, para apoyar sus actividades.

Se produjeron movimientos de asentimiento con la cabeza, mientras estiraban el cuello para poder captar bien el próximo mensaje.

—Es muy caro hacer todo eso —insistió el hombre gordo—. Comprendo que la belleza y la precisión de los
kanji
provienen no sólo de la habilidad de los pilotos, sino de un sistema especial de ordenador, diseñado por el sobrino de Kurata-
sama
, que le indica a cada piloto el recorrido que debe sobrevolar.

El tercer hombre resopló.

—El ordenador ya está integrado en la cabina de mando —dijo—. Eso es para los aeroplanos que utilizan en la agricultura, los que los monjes usan para sus granjas. Leí un artículo en el
Asahi Shimbun
que un avión como ése tiene una pantalla de ordenador con un sistema de posicionamiento y navegación global por satélite que programa una pauta en spray y sigue el rastro de la posición del aeroplano, de manera que no se deje ninguna zona del campo o que rocíe una parte dos veces. Estoy de acuerdo en que los
kanji
son artísticos. Yo también aprecio sus palabras cada semana, pero no es tan caro como decís, porque ya tienen los ordenadores y el equipo. El gordo se enfurruñó.

—Los que no contribuyen de lo que disfrutan son parásitos. Ellos son hombres buenos, patriotas y monjes consagrados a Buda. Además, dedican todos sus beneficios a las buenas obras.

—Bueno, yo creo que, a veces, son extremistas, incluso en el culto —el primer hombre sacudió la ceniza del cigarrillo, dio una calada y luego añadió:

—Además, creo que simplemente han encontrado una buena perspectiva de marketing y explotan el patriotismo para vender arroz y soja.

—Pensaba que decías que estabas de acuerdo con ellos —dijo el hombre obeso.

—Estoy de acuerdo con lo que dicen —repuso el primer hombre—. Creo que hacen mucho bien al espíritu japonés, pero también creo que tenemos que ser realistas.

—Eso es un poco cínico por tu parte —dijo el gordo mientras se levantaba—. La fe tiene que ser incondicional. Cuando la marea cambie, los que tenemos fe nos acordaremos de los cínicos como tú —dijo él. Y se alejó caminando como un pato.

El segundo hombre encendió otro cigarrillo con la colilla del último que había fumado y exhaló un cúmulo circular de humo.

—Creo que participa en algo más que en la comida de la secta.

«Yamato vive en nuestra sangre». —Kenji Yamamoto leyó el mensaje del cielo.

—No está mal,
¿neh
? —dijo a Akira Sugawara mientras los dos hombres permanecían entre la muchedumbre, en el parque imperial Shinjuku y miraban el cielo.

—No, no está mal.

Yamamoto bajó la vista hacia el ordenador del tamaño de una palma que tenía en la mano derecha y la centró en la pantalla LCD y en el gráfico de barras que mostraba; momentos después, las barras empezaron a crecer mientras el analizador de muestras de aire incorporado empezaba a registrar los componentes marcadores que se habían añadido a los productos químicos de la escritura en el cielo, con los que la dispersión se podía medir con toda precisión.

—La oleada del primer mensaje llega ahora.

Pulsó una tecla especial que empezó a registrar los datos: tiempo de llegada, concentraciones de virus con marcadores inertes esparcidos por Tokio, pero con especial énfasis en aquellas prefecturas y aquellos barrios habitados por coreanos, unas dos docenas adicionales de monitores idénticos controlados por más personal del laboratorio también tomaban muestras de la atmósfera.

—¡Venga! —Yamamoto exclamó impaciente mientras golpeaba la pantalla del captador.

—¡Venga! ¿Qué le pasa a esto?

Miró la pantalla e intentó generar algo de entusiasmo a pesar de sus recelos.

—Erupciones solares —dijo Sugawara mientras sostenía el Palm de Yamamoto—. Hace varios días que son muy intensas. Son muy perjudiciales para los instrumentos. Interfieren en la electrónica. La página web del sistema de alerta mundial para la previsión del tiempo solar pronostica que es posible que se produzcan importantes y fuertes tormentas geomagnéticas.

—¿Cómo es posible? —Yamamoto preguntó—. Yo no me había dado cuenta…

Yamamoto miró al alto joven en quien Kurata depositaba tanta confianza e intentó controlar sus sentimientos. A pesar de las imperativas órdenes de Rycroft, que ordenaban lo contrario, Yamamoto aún estaba convencido de que el proceso no funcionaba de forma correcta. Una palabra, una sola frase a ese joven podría resolver el problema.

—Los niveles inusuales de partículas y radiación solar colisionan con el campo magnético de la tierra y pueden causar una tormenta geomagnética que afecta a las transmisiones de radio y televisión, así como a las comunicaciones por satélite. Incluso pueden causar desperfectos y provocar errores inexplicables en chips semiconductores. Sus efectos pueden también distorsionar o interrumpir la señal de los satélites de navegación. Recuerda que nuestros pilotos confían en las señales que reciben del sistema de posicionamiento global por satélite, tanto por seguridad como por la belleza de los
kanji
. Una señal mala o distorsionada desde el satélite podría significar un desastre.

El Palm de Sugawara despidió un fuerte pitido. Los dos hombres lo miraron. Igual que había sucedido momentos antes, los datos empezaron a llegar desde otros monitores, transmitidos por otros aparatos integrados en módems móviles. Los datos tardaron un momento, empezaron a aparecer y luego aumentaron.

—El enlace inalámbrico también está afectado —dijo Sugawara mientras comentaba las pulsaciones irregulares de datos. El software que comprueba los errores provoca demoras porque solicita que se vuelvan a enviar los datos, posiblemente corruptos.

Yamamoto asintió mientras él y Sugawara observaban el modelo que les resultaba familiar y que emergía en los datos. Al fin, Sugawara dijo:

—Es exacto. Seis veces en una serie, la entrega se ha producido de forma correcta. Ahora ya estamos preparados.

Luchó por ocultar la sombría convicción que guardaba en su corazón, que le decía que estaba jugando con fuego. Sugawara alzó la vista del ordenador Palm.

—¿Estamos completamente seguros de que nadie puede relacionar esto con Daiwa Ichiban? ¿Con Kurata-
sama
?

Other books

El redentor by Jo Nesbø
The Right Man by Nigel Planer
Far From The Sea We Know by Frank Sheldon
The Collector of Names by Mazzini, Miha
Playing Dead by Julia Heaberlin
The Billionaire’s Mistress by Somers, Georgia