El ojo de fuego (41 page)

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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

BOOK: El ojo de fuego
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Sugawara se esforzó en reconstruir un todo a partir de los fragmentos de la escena hecha añicos. Sin embargo, se encontró a sí mismo soltando la bolsa y cayendo hacia atrás cuando el hombre alto lo obligó a sentarse de golpe en una silla de respaldo recto.

Sugawara respiraba con rapidez bocanadas de pánico; miró fijamente a Sheila.

—Tu tío está preocupado por ti. Quiere que te vigile —dijo Sheila.

El violento miedo que embargó a Sugawara le sumergió en un oscuro e intenso terror que se instaló en sus entrañas, en lo más profundo de su alma.

—Quiero que colabores conmigo —dijo Sheila, acercándose a él. Se puso frente a él, tan cerca, que el rostro del joven casi rozaba el monte de Venus.

Luego se arrodilló delante de él, sujetó su rostro y lo hizo girar hacia el cuerpo destrozado de la juez.

—Quiero que veas lo que sucede a la gente que no coopera.

Se inclinó y empujó el cuerpo roto de la mujer con el bate. El sonido apagado de un lamento, parecido al murmullo de un sombrío viento a través de viejos edificios abandonados, llenó el sótano.

—Éstas son las cosas que me ponen contenta, Akira.

Sugawara sintió náuseas, hizo una arcada y después otra, pero evitó vomitar.

—Excelente —dijo Sheila y se incorporó.

Se dirigió hacia la bolsa de mano de Sugawara, abrió la cremallera, revolvió en su interior y, rápidamente, sacó el contenedor del termo, como si ya supiese que iba encontrarlo allí. Abrió el cierre de velcro de la bolsa de gel y sacó el termo.

—Vaya, vaya…, ¿qué tenemos aquí? —murmuró.

Capítulo 45

Akira Sugawara vio que la balanza de su vida dejaba de inclinarse a su favor.

Como si se tratase de una imagen congelada, por un instante vio a Sheila Gaillard sosteniendo el contenedor del termo en su soporte especial de gel; su mirada sonriente era una máscara diabólica de pura maldad, con los ojos brillantes por la locura. Por el rabillo del ojo vio al delgado alemán inclinándose hacia él; en el suelo, los restos desfigurados y descoloridos de la juez del tribunal internacional de justicia, Beatrix VanDeventer.

Los sonidos llegaban a él con intensidad en aquel momento congelado en el que su vida había dado un vuelco; pasos y golpes que resonaban en los pisos superiores, los distantes murmullos del tráfico, el sutil silbido del calentador de agua, situado en algún rincón del abarrotado sótano, lleno de cajas, roperos de cartón madera, muebles viejos y un montón de cosas acumuladas durante toda una vida.

Él había visto trabajar a Gaillard, le había oído explicar muchísimas veces lo que hacía cuando actuaba fuera de su vista. Sabía que ella contaba con la docilidad de la víctima para asumir el control inmediato y, después de hacerlo, una vez consolidaba su dominio, no había forma de escapar.

El hombre delgado se echó hacia delante cuando Sheila tiró del velcro de la bolsa del termo. Entonces, Sugawara supo que tenía una oportunidad, a la desesperada, y que ésta habría pasado al siguiente medio segundo. Pensó que era mejor morir intentando escapar, que suplicar una piedad que nunca llegaría y acabar despedazado a golpes, desmembrado, destripado o defenestrado vivo como las víctimas de la Unidad 731 de Ishii.

Concéntrate, pensó mientras se dejaba llevar por el extensivo entrenamiento en artes marciales, basadas en la disciplina zen, que había practicado desde su más tierna infancia. Encuentra el centro, visualiza el movimiento. Después, con una intención tan profunda que sobrepasó el pensamiento consciente, Sugawara salió disparado de la silla y agarró el termo de las manos de Sheila.

—¡Eh! —exclamó ella, alzando el bate.

Sosteniendo el termo contra el pecho como si se tratase de una pelota de rugby, Sugawara se lanzó por encima de un sofá y, enseguida, escuchó el ruido del bate cortando el aire tras él.

Strike
uno.

Se puso en pie como pudo y se dirigió a la parte más oscura del sótano. Pero no podía esconderse de Sheila, que saltaba como una gata en dirección a él.

—¡Quédate junto a las escaleras! —gritó Sheila al delgado alemán mientras se acercaba, rápidamente, a Sugawara.

Éste viró y se protegió tras un armario justo cuando Sheila balanceó el bate contra él otra vez. El ruido de la madera aplastada astillándose resonó por el aire detrás de la cabeza de Sugawara.

Strike
dos.

Sugawara corrió, se abrió paso, se arrastró, luego se dio cuenta de que la mujer le estaba guiando de nuevo hacia las escaleras. Se detuvo en seco y se enfrentó a Sheila. El inesperado movimiento la detuvo un instante; el joven alcanzó a verle la cara de ave de presa, sonriente, disfrutando de la persecución. Ella se humedeció los labios y le brindó una sonrisa que era completamente sexual.

—¡Vamos, cariño! —su voz era grave, ronca—. Me conoces lo suficientemente bien para saber que no puedes escapar de lo inevitable.

Sus ojos eran cautivadores, persuasivos. Él sabía que podía paralizar a su presa como una cobra. Apartó los ojos de su mirada. Después escuchó los zapatos del alemán que crujían sobre el polvo del cemento del suelo, a su derecha; Sugawara se lanzó hacia la izquierda y se deslizó sin esfuerzo hacia la oscuridad total, entre dos cajones de embalar. Dio dos pasos sin problemas, sin embargo, algo como una especie de cuerda se le enredó en un tobillo, cayó bruscamente, y se dio un golpe en la cabeza contra uno de los cajones. Como un puño invisible, el suelo de cemento se abalanzó hacia él en la oscuridad, y le golpeó en el costado, dejándolo sin respiración.

La oscuridad dio vueltas a su alrededor un instante, como si estuviese aturdido por haber bebido más de la cuenta. No oyó que se acercaba. La presintió más que vio que caía sobre él. Estaba echado en el suelo, completamente inmóvil, sobre su costado en el estrecho pasillo e intentó controlar su respiración, expirar por la boca, inspirar poco a poco, expirar también despacio, pasando por alto la necesidad, la compulsión mortal, de inspirar ávida y profundamente una gran bocanada de aire.

Incluso sin el bate, él sabía que ella era mucho más experta que él en artes marciales y que podría, sin ningún esfuerzo, abatirle o matarle tan sólo con sus manos.

No estaba a su altura. En cualquier segundo, un golpe atravesaría la oscuridad y el juego habría terminado. Necesitaba un arma, un ecualizador. Su mente pensaba a toda prisa y se le ocurrió un atisbo de plan. Pero, para que funcionase, necesitaba tiempo.

Pensó frenéticamente. ¿Era diestra o zurda? Intentó visualizarla bebiendo, usando un cubierto. Luego la vio en el sótano, empujando a la pobre mujer con el bate…, que sostenía con la mano derecha.

Puso su vida en esa única visión, rodó contra el cajón que estaría a la derecha de Sheila; le haría perder el equilibrio o la obligaría a usar su mano izquierda para apoyarse. Mientras rodaba, buscó a tientas el cierre del termo. En aquel mismo momento, escuchó el terrible sonido del bate y luego un intenso destello blanco que estalló detrás de sus ojos, cuando el bate chocó contra su mano izquierda. Su brazo quedó inútil durante un momento mientras rodaba sobre su espalda y daba patadas en la oscuridad.

Otro golpe impactó contra la suela de su zapato izquierdo, enviándole el temblor de la vibración directamente a la cadera. Rodó de nuevo y dio media vuelta, media voltereta hacia atrás, y el bate de metal golpeó con fuerza el cemento donde había estado su cabeza, soltando una minúscula chispa que destelló en la oscuridad.

Sugawara se esforzó en ponerse en pie, deseaba que su brazo izquierdo respondiese, sujetó el termo apoyándolo contra su costado mientras sacaba la tapa con la mano derecha. Luego dio la vuelta al cajón, a continuación se desplazó hacia su derecha para dejarle muy poco espacio para balancear el bate.

Allí había una luz tenue; Sugawara se puso en cuclillas y se agachó tanto como pudo en el suelo; rezó para que la suerte estuviese de su parte.

Un segundo después, el bate llegó silbando por la esquina y golpeó el cajón, unos centímetros por encima de su cabeza.

Strike
tres.

Al ponerse en pie, vio el tenue perfil del rostro de Sheila, que cogía impulso para asestar otro golpe. Sugawara, entonces, hizo lo imprevisible, fue hacia ella y se colocó dentro del arco del balanceo del bate.

Observó su sonrisa mientras se acercaba. Ella dejó caer el bate. No obstante, antes de que pudiera poner en movimiento sus manos mortales, él balanceó el termo y le echó el nitrógeno líquido a la cara. Entonces visualizó la carne congelándose hasta alcanzar la solidez, al instante; y volvió a salpicar sus ojos abiertos con los restos del líquido que quedaba.

El descarnado grito que atravesó la oscuridad pareció resonar en la espina dorsal de Sugawara, por el dolor que había ocasionado.

—¿Sheila? —gritó el hombre alto y delgado.

Sugawara escuchó sus pasos correr hacia ellos.

Sin tiempo que perder, Sugawara dejó el termo en el suelo y recogió el bate de aluminio. Cuando se agachó, vio el débil brillo de uno de los viales del Ojo de fuego en el suelo, parecía intacto. Por un momento pensó en si se habrían derramado, si alguno de ellos se habría roto.

Después, Sugawara se incorporó y vio el haz de una linterna que se balanceaba en la oscuridad. Sugawara alzó el bate justo cuando el hombre dobló la esquina que formaba el cajón, tambaleándose, con una pistola en la mano.

El húmedo chasquido del crujido que hizo el bate al golpear con fuerza la cara del alto alemán marcó un contrapunto percusivo a los gemidos de dolor de Gaillard. El alemán se dobló y cayó al suelo, como un pájaro abatido por un disparo.

Sin pensarlo conscientemente, Sugawara se metió en el bolsillo la pistola, en la oscuridad le pareció que era una especie de automática, luego usó la linterna para supervisar la escena. Sheila Gaillard estaba arrodillada entre una nube de condensación del nitrógeno líquido. Se agarraba la cara y gemía, meciéndose hacia delante y hacia atrás.

No había ningún cambio en el ritmo de los ruidos que provenían de los pisos superiores. Los hombres que estaban allí, sin duda desde hacía bastante tiempo, estaban habituados a los gritos de las torturas que provenían del sótano.

Sugawara sacó la pistola del alemán y vio que era una Beretta. Rápidamente descubrió que había una bala ya en la recámara. Soltó el seguro. Luego apuntando a Sheila con la pistola, porque sabía que podía ser letal incluso herida, Sugawara recogió el vial intacto del Ojo de fuego que pudo encontrar y lo colocó de nuevo en el termo.

Sentía un hormigueo en la mano izquierda, y aunque el hombro izquierdo le dolía con intensidad todavía podía mover el brazo.

Mientras Sheila continuaba quejándose, Sugawara volvió a cerrar el termo, se colgó la tira de la bolsa al hombro y corrió hacia las escaleras. Un lamento de la mujer torturada le detuvo. Susurraba algo. Fue hacia ella y se arrodilló a su lado. Sus ojos se abrieron y, a través de la tormenta de dolor que se reflejaba en ellos, fijó la vista en él con una mirada conmovedora y susurró:

—Mátame, por favor. Mátame ahora.

Impactado, Sugawara se levantó. Miró la pistola que sostenía en la mano. Apuntó al rostro de la mujer de pelo gris. Cerró los ojos, pero no pudo hacerlo.

Avergonzado, abrió los ojos y apartó su mirada de ella. Entonces vio el mapa y el bloc lleno de notas escritas a mano, con la letra que reconoció como la de Sheila Gaillard.

Tomó el mapa, arrancó las notas del bloc, las dobló de cualquier manera y las metió en su bolsa de vuelo junto con el termo. Subió las escaleras de tres en tres. Cuando abrió la puerta de la calle, sonó un grito de alarma.

—¡Alto! —oyó que gritaba alguien mientras abría la puerta y corría a toda velocidad hacia el Volvo alquilado, buscando las llaves a tientas en los bolsillos.

Poco después, un hombre apareció en el umbral de la puerta. Sostenía un arma. Sugawara corrió a cubrirse tras la parte trasera del BMW y una bala impactó en la rueda trasera del coche.

Se escucharon más voces.

Sugawara rodeó agachado el maletero del BMW y disparó, pero no consiguió dar en el blanco; sin embargo, hizo que el pistolero corriese a buscar refugio. Entonces aprovechó la ocasión para correr hacia el Volvo, abrió la puerta, echó dentro la bolsa que llevaba y después subió al vehículo. Mientras introducía la llave en el contacto y lo ponía en marcha aparecieron más hombres.

Apuntando a los hombres con la Beretta, Sugawara disparó a través de la ventanilla alzada del lado del pasajero. La ventana desapareció entre una lluvia de cristales empañados hechos añicos. Uno de los hombres hizo fuego y, luego, se escondió detrás de una columna.

El estárter del Volvo chirrió y luego se puso en marcha de inmediato. Sugawara se agachó, puso una marcha, sujetó el volante y pisó el acelerador a fondo. El Volvo se abalanzó hacia delante, rodeó el BMW derrapando y escapó por el camino, esquivando por poco un gran olmo. El movimiento errático despistó a los sicarios. Pero éstos sabían que escaparía por la verja abierta que daba a la calle.

Cuando el Volvo se acercó a la calle, los disparos se hicieron más precisos e impactaron en la carrocería, hicieron estallar el parabrisas y las ventanillas traseras.

Al llegar a la calle, Sugawara sintió que una bala penetraba con fuerza en su costado.

Capítulo 46

El sol del mediodía proyectaba largas sombras mientras los días, cada vez más cortos, se arrastraban hacia otro invierno en altas latitudes.

Reconfortada por el día, Lara Blackwood paseaba pensativa por un pequeño dique que bordeaba la granja de tulipanes. «Granja de tulipanes» era el nombre que se le daba, aunque ahora era poco apropiado porque en la actualidad se cultivaban todo tipo de bulbos y contaba con invernaderos de rosas que comercializaban con destino al mercado internacional. Sin embargo, habían empezado con los tulipanes hacía doscientos años, y se le había quedado ese nombre.

Miró a lo lejos, hacia un campo distante donde un tractor arrastraba el extraño artilugio de una máquina por un campo de plantas que no supo identificar. Detrás de la maquinaria, el polvo flotaba, rodaba brevemente y luego empezaba a depositarse en el suelo de aquel día sin viento. Lara se enjuagó el sudor de la frente.

Alcanzó el final del dique de tierra, miró hacia el oeste y pensó que podía haber hecho las cosas de forma distinta. Mucha gente había muerto. Muchos más morirían. Nada de lo que pudiese pensar aliviaba la pesada piedra oscura que oprimía su interior. Al final se dio la vuelta y se dirigió a un sendero sin asfaltar, en lo alto del dique, que la llevaba de la carretera principal a la casa de tulipanes. Desde allí, la vieja granja no podía verse, oculta por una hilera de invernaderos. En la dirección de la carretera principal, vio una columna de polvo que indicaba la llegada de un vehículo.

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