El nombre del Único (9 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El nombre del Único
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Filo Agudo no contestó. ¿Estaría rumiando dándole vueltas y vueltas a las cosas o planeaba atacarle? Espejo lo ignoraba, y de repente se sintió hastiado de la conversación. Hastiado y hambriento. Al pensar en la comida se reanudaron los ruidos de su estómago.

—Si vamos a luchar —dijo—, pido que lo hagamos después de que haya comido. Estoy famélico, y, a menos que me equivoque, olfateo carne de cabra en el cubil.

—No voy a luchar contigo —manifestó Filo Agudo con impaciencia—. ¿Qué honor hay en combatir contra un adversario ciego? La cabra que buscas está a tu izquierda, a unos dos pasos de distancia. El cráneo de mi compañera está en uno de esos tótem. Quizá si no nos hubiesen traído aquí aún viviría. Aun así —añadió, taciturno, mientras agitaba la cola—, Takhisis es mi diosa.

Espejo no podía ayudar al Azul. Él había resuelto su propia crisis de fe, lo que había resultado relativamente fácil dado que ninguno de su especie reverenció nunca a Takhisis. Su amor y su lealtad pertenecían a Paladine, dios de la luz.

¿Estaría Paladine ahí fuera, en algún lugar, buscando a sus hijos perdidos? Tras la tormenta, los dragones de colores metálicos partieron en busca de los dioses, o eso había dicho Skie. No debían de haber tenido éxito en su empresa, ya que Takhisis seguía sin tener rivales. «Con todo —pensó Espejo—, Paladine aún existe. En algún lugar el dios de la luz nos está buscando. Takhisis nos rodea de oscuridad, nos oculta a su vista, y, como náufragos perdidos en el mar, hemos de hallar el modo de hacer señales a quienes registran el vasto océano que es el universo.»

El Plateado se acomodó para dar buena cuenta de la cabra. No ofreció compartirla. El Azul estaría bien alimentado, ya que podía localizar a sus presas. Cuando Espejo recorría el mundo bajo forma humana, llevaba un cuenco de limosnas y vivía de las sobras. Ésta era la primera carne fresca que había ingerido desde hacía mucho tiempo y tenía la intención de disfrutar del festín. Ahora tenía más o menos una idea de lo que iba a hacer si hallaba el modo de llevarla a cabo. Lo primero era librarse de ese Azul, que se comportaba como si hubiese encontrado a un amigo.

Los Azules eran dragones sociables, y Filo Agudo no tenía prisa en marcharse. Se acomodó para charlar. Al principio había parecido un dragón de pocas palabras, pero ahora hablaba por los codos, como si fuera un alivio tener a alguien a quien contar lo que su corazón albergaba. Describió la muerte de su pareja, habló con pesar y orgullo del gobernador Medan, habló de un jinete de dragón, un caballero negro llamado Gerard. Espejo le escuchaba sólo a medias mientras seguía dándole vueltas a su idea.

Por suerte, estar comiendo le ahorraba tener que contestar algo más que un gruñido o dos. Para cuando su hambre quedó saciada, Filo Agudo había vuelto a guardar silencio. Espejo oyó rebullir al otro dragón y confió en que por fin se dispusiera a partir.

Pero el Plateado se equivocaba. Filo Agudo se limitaba a cambiar de postura para ponerse más cómodo.

«Pues si no puedo librarme de él —decidió, taciturno—, lo utilizaré.»

—¿Qué sabes de los tótem de cráneos de dragones? —preguntó con cautela.

—Lo suficiente —gruñó el Azul—. Como he dicho, el cráneo de mi compañera adorna uno de ellos. ¿Por qué lo preguntas?

—Skie comentó algo sobre los tótem. Dijo... —Espejo tuvo que hacer malabares mentales para no revelar todo lo que Skie le había contado sobre los tótem y la ausencia de los dragones de colores metálicos—. Comentó algo sobre que Takhisis se había apoderado de ellos, trastocándolos para su propio uso.

—¿Qué significa eso? Todo es muy vago —manifestó Filo Agudo.

—Lo siento, pero no dijo nada más, y parecía medio loco cuando se refirió a ello. Es posible que estuviera delirando.

—Por lo que he oído, sólo hay una persona que conoce las intenciones de Takhisis, y es esa chica, Mina, la cabecilla de los ejércitos del Único. He hablado con muchos dragones que se han unido a ella, y cuentan que la tal Mina es la elegida bienamada de Takhisis y que tiene la bendición de la diosa. Si hay alguien que conozca el misterio de los tótem, será Mina. Aunque no creo que esto tenga mucho sentido para ti, Plateado.

—Todo lo contrario —contestó Espejo, pensativo—. Puede que signifique más de lo que imaginas. Conocí a Mina de pequeña.

Filo Agudo resopló, escéptico.

—Soy el guardián de la Ciudadela, ¿recuerdas? —dijo Espejo—. Se la acogió como una huérfana y se crió allí. La conozco.

—Quizá, pero ahora te considerará un enemigo.

—Sería lo lógico —convino el Plateado—. Pero tropezó conmigo hace unos meses, cuando caminaba bajo la forma de un humano, ciego, débil y solo. Me reconoció y me perdonó la vida. Quizá recordó nuestras vivencias juntos cuando era una niña. Siempre estaba haciendo preguntas.

—Te perdonó la vida por sentimentalismo. —Filo Agudo volvió a resoplar—. Los humanos, incluso los mejores, tienen esa flaqueza.

Espejo no comentó nada y puso buen cuidado en ocultar su sonrisa. Ante él se encontraba un Dragón Azul que lloraba la pérdida de su jinete y sin embargo censuraba a una humana por conservar lazos sentimentales con quienes había vivido de pequeña.

—Y, en este caso, tal flaqueza podría sernos provechosa —siguió Filo Agudo. Se desentumeció con una vigorosa sacudida de la cabeza a la punta de la cola y flexionó las alas—. Muy bien. Nos encararemos con la tal Mina y descubriremos qué está pasando.

—¿Has dicho «nos»? —inquirió Espejo, estupefacto. Realmente creía que había oído mal, aunque las palabras «nos» y «me» en el lenguaje de los dragones eran muy distintas y fáciles de distinguir.

—He dicho —contestó el Azul, alzando la voz como si Espejo fuera sordo además de ciego— que iremos juntos a hablar con esa Mina y exigiremos conocer los planes de nuestra reina...

—Imposible —le interrumpió de forma cortante. En su plan no entraba compartirlo con Filo Agudo—. Has olvidado mi minusvalía.

—No la he olvidado. Es una grave lesión, pero no parece haberte impedido hacer lo que tenías que hacer. Viniste aquí, ¿verdad?

Desde luego Espejo no podía negar que eso era cierto.

—Viajo a pie, despacio, y me veo obligado a mendigar comida y cobijo.

—No disponemos de tiempo para esas tonterías. ¡Mendigar! ¡A humanos! —El Azul sacudió la cabeza con tanta fuerza que las escamas resonaron—. Habría asegurado que preferirías haber muerto de hambre antes de recurrir a eso. Volarás conmigo, sobre mi lomo. El tiempo apremia. Están ocurriendo acontecimientos trascendentales en el mundo y no podemos perder tiempo caminando al paso de un humano.

Espejo no sabía qué decir. La idea de un Dragón Plateado ciego encaramado a la espalda de un Azul resultaba tan sumamente ridícula que estuvo tentado de soltar una carcajada.

—Si no vienes conmigo —añadió Filo Agudo al advertir que a Espejo le costaba decidirse—, me veré obligado a matarte. Hablas muy alegremente de cierta información que Skie te dio, y sin embargo te muestras evasivo respecto a lo demás. Creo que Skie te contó más de lo que estás dispuesto a admitir, y, en consecuencia, o me acompañas para que pueda tenerte vigilado o me aseguraré que esa información muera contigo.

Espejo nunca había lamentado tanto su ceguera como en aquel momento. Suponía que lo noble por su parte sería desafiar al Azul y morir en un combate breve y brutal. Tal muerte sería honorable, pero no muy inteligente. Que él supiera, era uno de los dos únicos seres de Krynn que conocían la partida de sus congéneres Dorados y Plateados, que habían alzado el vuelo en las alas de la magia para hallar a los dioses, y que habían acabado atrapados y cautivos del Único. Mina era la otra persona que lo sabía, y aunque Espejo dudaba mucho que la chica le contara nada, nunca tendría la certeza hasta que hubiera hablado con ella.

—No me dejas mucho donde elegir —dijo.

—Es exactamente mi propósito —replicó Filo Agudo en un tono meramente práctico, en absoluto petulante.

Espejo cambió de forma, abandonando su cuerpo de dragón fuerte y poderoso para adoptar la débil y frágil figura de un humano. Asumió el aspecto de un joven con cabello plateado, vestido con la blanca túnica de un místico de la Ciudadela. Sus ojos, espantosamente heridos, iban cubiertos con un paño negro.

Avanzó lentamente, tanteando con las manos y con pasos inseguros. Al arrastrar los pies tropezaba con todas las piedras que había en el suelo del cubil. Resbaló con la sangre de Skie y cayó de rodillas, haciéndose un corte en la débil carne. Espejo dio gracias porque al menos no tenía que ver la expresión de lástima de Filo Agudo.

El Azul era un guerrero, y no se burló a costa del Plateado. Incluso guió sus pasos sosteniéndolo con una firme garra y ayudándolo a encaramarse a su ancho lomo.

El hedor a muerte era muy intenso en el cubil donde yacía el cadáver maltrecho de Skie, y tanto el Azul como el Plateado se alegraron de abandonar aquel lugar. Al borde de la cornisa de la caverna, Filo Agudo inhaló una bocanada de aire fresco, extendió las alas y remontó el vuelo. Espejo se asió con fuerza a la crin del Azul y apretó las piernas contra sus flancos.

—Agárrate —advirtió Filo Agudo mientras trazaba un amplio arco y ascendía más y más en el aire.

Espejo adivinó lo que se proponía hacer el Azul y se agarró con todas sus fuerzas. Sintió que Filo Agudo inhalaba profundamente hasta llenarse los pulmones, y luego cómo exhalaba el aire. Olió a azufre y escuchó el siseo y el chisporroteo del rayo. Se produjo un estampido, seguido por el ruido de rocas partiéndose y el estruendo de toneladas de piedra cayendo por la escarpada cara del risco en medio del trueno. Filo Agudo lanzó un segundo rayo, y en esta ocasión Espejo tuvo la impresión de que la montaña entera se derrumbaba.

—Así parte Khellendros, conocido como Skie —entonó el Azul—. Fue un guerrero valiente y leal a su jinete, como su jinete le fue leal a él. Ojalá se diga lo mismo de todos nosotros cuando nos llegue la hora de abandonar este mundo.

Cumplido su deber para con el muerto, Filo Agudo hizo un último saludo con sus alas y después giró y enfiló hacia otra dirección. Por el cálido roce del sol en su nuca, Espejo dedujo que volaban hacia el este. Se agarró bien a la crin de Filo Agudo y sintió el fuerte soplo del viento en su cara. Imaginó los árboles, rojos y dorados con la proximidad del otoño, como gemas engastadas en el verde terciopelo de las praderas. Vio mentalmente las montañas gris purpúreas, coronadas por las primeras nieves estacionales. Lejos, allá abajo, los lagos azules y los sinuosos ríos con el borrón dorado de un pueblo con la cosecha del trigo otoñal, o la mancha gris de una alquería rodeada de los campos de labranza.

—¿Por qué lloras, Plateado? —inquirió Filo Agudo.

Espejo no respondió, y el Azul, tras pensar un momento, no repitió la pregunta.

6

La pétrea fortaleza de la mente

La Elfa Salvaje conocida como
La Leona
observaba a su esposo con creciente preocupación. Habían pasado dos semanas desde que supieron la terrible noticia de la muerte de la reina madre y la destrucción de Qualinost, la capital elfa. Desde aquel momento, Gilthas, el joven rey de Qualinesti, apenas había hablado con nadie, ni con ella ni con Planchet ni con los miembros de su escolta. Dormía solo, envuelto en su manta y apartándose de ella cuando intentaba ofrecerle el consuelo de su presencia. Lo poco que comía, lo hacía a solas también, y parecía que la carne se le iba consumiendo, dejándolo en los huesos. E igualmente cabalgaba solo, rumiando sus tristes pensamientos.

Su pálido semblante mostraba un gesto severo, en tensión. No lloraba. No había derramado lágrimas desde la noche en que les dieron las horribles nuevas. Cuando hablaba, era sólo para plantear una única pregunta: ¿cuánto faltaba para llegar al lugar de encuentro?

La Leona
temía que Gilthas estuviera sumiéndose de nuevo en la antigua enfermedad que lo había atormentado durante los primeros años de su impuesta soberanía del pueblo qualinesti. Rey sólo de nombre y prisionero de las circunstancias, había caído en una profunda depresión que lo dejó apático e indiferente. Con frecuencia se había pasado días enteros durmiendo en su lecho, prefiriendo los horrores del mundo de los sueños a los de la realidad. Había superado la postración, luchando a brazo partido para salir de las negras aguas en las que casi se había ahogado. Había sido un buen monarca que hizo uso de su poder para ayudar a los rebeldes, dirigidos por su esposa, en su lucha contra la tiranía de los caballeros negros. Sin embargo, todo cuanto había logrado parecía haberse perdido ahora, con la noticia de la muerte de su amada madre y la destrucción de la capital elfa.

Planchet temía lo mismo. Como guardia personal y ayuda de cámara de su majestad, había sido responsable, junto con
La Leona,
de hacer que Gilthas saliera de su mundo de pesadillas y volviera con quienes lo amaban y necesitaban.

—Se culpa a sí mismo —dijo
La Leona,
que cabalgaba al lado de Planchet, ambos mirando con preocupación la figura solitaria que cabalgaba sola entre sus guardias personales, con los ojos fijos en la calzada pero sin verla—. Se culpa por haber dejado a su madre sola allí, para que muriera. Se culpa por el plan que acabó destruyendo la ciudad y que costó tantos cientos de vidas. No se da cuenta de que gracias a su plan Beryl está muerta.

—Pero a un alto precio —dijo Planchet—. Sabe que su pueblo no podrá volver nunca a Qualinost. Beryl habrá muerto, pero sus ejércitos no han sido destruidos. Cierto, se perdieron muchos de sus soldados, pero según los informes, los que quedan siguen incendiando y saqueando nuestro hermoso país.

—Lo que arde puede reconstruirse. Lo que se destruye puede reedificarse. Los silvanestis regresaron a sus hogares para combatir la pesadilla —adujo la elfa—. Recuperaron su patria. Nosotros podemos hacer lo mismo.

—No estoy seguro —argumentó Planchet, sin quitar los ojos de su rey—. Los silvanestis lucharon contra la pesadilla, pero mira dónde los ha conducido: a un miedo aun más acentuado por el mundo exterior y a un intento de aislarse tras su escudo.

—Los qualinestis tienen más sentido común —insistió
La Leona.

Planchet sacudió la cabeza. No quería discutir con ella, de modo que dejó el tema. Recorrieron varios kilómetros en silencio, y entonces Planchet comentó en voz queda:

—Sabes lo que le ocurre realmente a Gilthas, ¿verdad?

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