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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El nombre del Único (32 page)

BOOK: El nombre del Único
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Se quedó pensando en todo aquello, recordándolo una vez más, como se le condenó a recordarlo tantas y tantas veces.

De nuevo se encontró en el florecido jardín donde ella cuidaba las rosas con sus propias manos, sin confiar en el jardinero que él había contratado para que hiciera el trabajo. Miró preocupado sus manos, la blanca piel arañada, salpicadas con gotas de sangre.

—¿Merece la pena? —le preguntó—. Las rosas te causan daño.

—El dolor sólo dura un momento —le contestó ella—. El gozo de su belleza permanece durante días.

—Sin embargo, con el frío soplo del invierno se marchitarán y morirán.

—Pero tengo su recuerdo, amor mío, y eso me procura felicidad.

«Felicidad no —pensó—. Felicidad no, sino tormento. El recuerdo de su sonrisa, de sus risas. El recuerdo de la pena en sus ojos al apagarse la vida en ellos, tomada por mis manos. El recuerdo de su maldición. ¿O no fue una maldición? Así lo creí entonces, pero ahora me pregunto si, en realidad, no sería su bendición.»

Salió del jardín de rosas muertas y entró en el alcázar que perduraba desde hacía siglos como un monumento a la muerte y el miedo. Tomó asiento en el sillón cubierto por el polvo de eras, polvo que su forma incorpórea no alteró. Se sentó en aquel sillón y contempló, como lo había hecho hora tras hora y tras hora, la mancha de sangre en el suelo.

Ahí se había desplomado ella.

Allí había muerto.

Durante eones había estado condenado a escuchar el recital de sus maldades que le cantaban los espíritus de aquellas mujeres elfas que habían sido su perdición y a las que se condenó a vivir una vida que no era vida, una existencia de tormento y arrepentimiento. No había oído sus voces desde que empezó la Quinta Era. Ignoraba cuántos años hacía de eso, ya que el tiempo no tenía significado para él. Las voces eran parte de la Cuarta Era, y se habían quedado en la Cuarta Era.

Al fin perdonado. Al fin concedido permiso para marcharse.

Buscó el perdón, pero le fue negado. Se encolerizó ante la negativa, como su reina supo que le ocurriría. La ira fue el lazo de la trampa, y así, Takhisis lo cogió en ella, lo ató rápidamente y lo transportó allí para que continuara su mísera existencia, aguardando su llamada.

La llamada había llegado finalmente.

Los pasos de un ser vivo lo sacaron de su sombrío ensueño. Alzó la vista para contemplar a la representante de su Oscura Majestad, y se encontró con una chiquilla vestida con armadura, o eso pensó al principio. Entonces vio que la que erróneamente había tomado por una niña era una muchacha a punto de convertirse en una mujer. Le recordó a Kitiara, la única persona que, durante un breve periodo, había sido capaz de aliviar su tormento. Kitiara, que jamás conoció el miedo salvo en una ocasión, justo al final de su vida, cuando alzó los ojos y lo vio ir a por ella. Fue entonces, al mirar aquellos ojos rebosando pavor, cuando se entendió a sí mismo. Al menos le había dado eso.

También ella había desaparecido, su alma siguiendo adelante hacia dondequiera que tuviera que ir. ¿Acaso iba a ser esta mujer otra Kitiara? ¿Otra Kitiara enviada para seducirlo?

No, comprendió, al mirar los ojos ambarinos de la muchacha que se hallaba ante él. Ésa no era Kitiara, que había hecho lo que hizo por sus propios motivos, que no había servido a nadie salvo a sí misma. Esta muchacha lo hacía todo por la gloria... La gloria del Único. Kitiara nunca había sacrificado nada voluntariamente a fin de alcanzar sus metas. Esta chica lo había sacrificado todo, se había vaciado, quedándose como un recipiente para que la deidad lo llenara. Lord Soth vislumbró las minúsculas figuras de millares de seres atrapados en los ojos ambarinos. Sintió el cálido ámbar deslizándose sobre él, intentando capturarlo y retenerlo como un insecto más. Sacudió el yelmo.

—No te molestes, Mina —le dijo a la chica—. Sé demasiado. Sé la verdad.

—¿Y qué es la verdad? —preguntó.

Los ojos color ámbar intentaron atraparlo de nuevo. No era de las que se daban por vencida, esta mujer-niña.

—Que tu señora te utilizará y después te abandonará —dijo Soth—. Te traicionará, como ha traicionado a todo el mundo que la ha servido. La conozco de antiguo, ¿sabes?

Percibió los indicios de la cólera de su reina, pero decidió hacer caso omiso. «Ya no —le dijo—. Ahora ya no puedes utilizar eso en mi contra.»

Mina no estaba furiosa. Parecía entristecida por su respuesta.

—¿Cómo puedes decir eso cuando afrontó tantas dificultades por traerte con ella? Eres el único que ha recibido tal honor. Todos los demás... —Hizo un ademán señalando la cámara vacía de fantasmas, o así le debía parecer a ella. Para Soth la estancia se encontraba abarrotada—. Todos los demás se perdieron en el olvido. Sólo a ti se te concedió el privilegio de seguir con este mundo.

—¿El olvido dices? Hubo un tiempo en que creí en eso. Hubo un tiempo en que temía la oscuridad, y por ello seguía teniéndome atrapado. Ahora sé a qué atenerme. La muerte no es el olvido. La muerte libera el alma para seguir su viaje.

Mina sonrió, compadecida de su ignorancia.

—Eres tú el que se equivoca. Las almas de los muertos no iban a ninguna parte. Se desvanecían en la niebla, desaprovechadas, olvidadas. Ahora, el Único atrae hacia sí las almas de los muertos y les da la oportunidad de permanecer en este mundo y seguir actuando por el bien del mismo.

—Por el bien del Único, querrás decir —atajó Soth. Rebulló en el sillón, en el que no encontraba acomodo—. Pongamos que me siento agradecido a ese dios por el privilegio de permanecer en el mundo. Conociendo a esa deidad como la conozco de antiguo, sé que espera que mi gratitud cristalice en algo tangible. ¿Qué quiere de mí?

—Dentro de unos cuantos días, ejércitos tanto de vivos como de muertos atacarán Sanction. La ciudad caerá en mi poder. —Mina no hablaba alardeando. Sencillamente exponía un hecho—. En ese momento, el Único realizará un gran milagro. Entrará en el mundo como era su intención desde hace mucho, uniendo los reinos de los mortales y los inmortales. Cuando exista en ambos reinos, conquistará el mundo, librándolo de indeseables tales como los elfos, y se establecerá como dirigente de Krynn. Se me nombrará capitana del ejército de los vivos, y el Único te ofrece el mando del ejército de los muertos.

—¿Qué me ofrece eso? —inquirió Soth.

—Te lo ofrece, sí, por supuesto.

—Entonces, no se ofenderá si rechazo su oferta —adujo Soth.

—No se ofenderá, pero le dolería mucho tu ingratitud, después de todo lo que ha hecho por ti.

—Todo lo que ha hecho por mí. —Soth sonrió—. Así que es por eso por lo que me trajo aquí. Para ser un esclavo que dirige un ejército de esclavos. Mi respuesta a tan generosa oferta es: no.

»
Cometiste un error, mi reina —entonó Soth, hablando a las sombras, donde sabía que se encontraba agazapada, esperando—. Utilizaste mi cólera para mantenerme asido en tus garras, y ahora me arrastras hasta aquí para poder seguir utilizándome. Pero me dejaste solo demasiado tiempo. Me dejaste el silencio en el que de nuevo pude escuchar la voz de mi amada esposa. Me dejaste en la oscuridad que se convirtió en mi luz, pues pude volver a ver su rostro adorado. Pude verme a mí mismo, y vi un hombre consumido por sus miedos. Y fue entonces cuando te vi como eres realmente.

»
Luché por ti, Takhisis. Creí que tu causa era la mía. El silencio me enseñó que eras tú la que alimentaba mis miedos, alzando a mi alrededor un anillo de fuego del que nunca pude escapar. El fuego se ha apagado ahora, mi reina. A mi alrededor sólo quedan cenizas.

—Cuidado, milord —dijo Mina y en su voz sonó un timbre ominoso—. Si os negáis a aceptar, corréis el riesgo de incurrir en su ira.

Lord Soth se puso de pie y señaló una mancha en el suelo de piedra.

—¿Ves eso?

—No veo nada —contestó Mina tras echar una mirada indiferente—. Nada salvo piedra gris y fría.

—Yo veo un charco de sangre. Veo a mi amada esposa tendida sobre su propia sangre. Veo la sangre de todos aquellos que perecieron porque mi miedo me impidió aceptar la redención que los dioses me ofrecieron. Ya he estado obligado a mirar esa mancha durante demasiado tiempo, y hace mucho que aborrezco su simple vista. Ahora me arrodillo en ella —dijo mientras caía de hinojos sobre la piedra—, me arrodillo en su sangre y en la sangre de todos los que murieron porque tuve miedo. Le pido perdón por el mal que le hice. Les pido a todos ellos que me perdonen.

—No puede haber perdón —manifestó severamente Mina—. Estás maldito. El Único arrojará tu alma a la oscuridad del dolor y el tormento eternos. ¿Es eso lo que escoges?

—La muerte es lo que escojo —repuso Soth. Buscó debajo del peto de la armadura y sacó una rosa. Era una rosa muerta hacía mucho tiempo, pero su exuberante color no había perdido intensidad. La rosa era roja como los labios de ella, como su sangre—. Si la muerte trae consigo un tormento eterno, entonces lo acepto como mi merecido castigo.

Lord Soth vio a Mina reflejada en el rojo fuego de su alma.

—Tu dios Único ha perdido su dominio sobre mí. Ya no tengo miedo.

Los ojos ambarinos de Mina se endurecieron por la cólera. La muchacha giró sobre sus talones y lo dejó arrodillado en el frío suelo, con la cabeza inclinada, las manos cerradas fuertemente sobre las espinas y las hojas muertas y los pétalos arrugados de la rosa. Los pasos de Mina resonaron en el alcázar, haciendo temblar el suelo en el que estaba arrodillado, sacudiendo los muros abrasados y las paredes desmoronadas, zarandeando las vigas carbonizadas.

Sintió dolor, dolor físico, y miró maravillado su mano. El guantelete de la maldita armadura había desaparecido. Las espinas de la rosa muerta se hincaban en su carne. Una gotita de sangre brillaba en su piel, más roja que los pétalos.

Encima de él, una viga cedió y se estrelló a su lado. Las astillas de la resquebrajada madera saltaron y se clavaron en su carne. Apretó los dientes para aguantar el dolor de las heridas. Aquél era el último y desesperado intento de la Reina Oscura de retenerlo bajo su control. Le había devuelto su cuerpo mortal.

Jamás lo sabría, pero, en su ignorancia, le había concedido una última bendición.

Seguía agazapada en las sombras, convencida de su triunfo, esperando que su miedo lo sometiera de nuevo a ella, esperando que gritara que se había equivocado, esperando que se arrastrara y le suplicara que lo salvara.

Lord Soth se llevó la rosa a los labios. Besó los pétalos y después los esparció sobre la sangre que manchaba de rojo la piedra gris. Se quitó el yelmo que había sido su carne y sus huesos durante tantos años vacíos. Se arrancó el peto de un tirón y lo arrojó lejos, tanto que chocó contra la pared con un estruendo metálico.

Cayó otra viga, desprendida por una mano vengativa. Lo golpeó, le aplastó el cuerpo, lo hundió contra el suelo. Su sangre fluyó libremente y se mezcló con la de su amada esposa. No gritó. El dolor de la muerte era espantoso, pero era un suplicio que acabaría pronto. Lo aguantaría por ella, por el dolor que su alma había padecido por causa de él.

No estaría esperándolo. Había emprendido su propio viaje hacía mucho tiempo, llevando en los brazos a su hijo. Él haría ese viaje en pos de ellos solo, perdido, buscándolos.

Tal vez nunca encontrara a los dos seres a los que tanto daño había hecho, pero dedicaría la eternidad a esa búsqueda.

Y en ella, encontraría la redención.

Mina cruzó la rosaleda a grandes zancadas. Su rostro estaba lívido y frío como si estuviera tallado en mármol. No miró atrás para contemplar la destrucción final del alcázar de Dargaard.

Tasslehoff, atisbando detrás de un pliegue de negrura, la vio partir. No vio adonde iba porque, en ese momento, la inmensa estructura se derrumbó sobre sí misma con un estruendo ensordecedor que levantó nubes de polvo y lanzó escombros al aire.

Un enorme bloque de piedra cayó en la rosaleda. A Tas le sorprendió enormemente no encontrarse debajo de él, ya que se había desplomado justo en el punto donde había estado de pie, pero, como el vilano de un cardo, flotó en el viento de ruina y muerte y ascendió hacia el puro y frío azul de un cielo despejado.

25

El ataque a Sanction

La ciudad de Sanction llevaba sitiada varios meses. Los caballeros negros habían lanzado contra ella cuanto tenían. Eran incontables los muertos a la sombra de sus murallas —a ambos lados de ellas— y habían muerto para nada, ya que el cerco no podía romperse. Cuando el ejército de Mina apareció marchando, los defensores de Sanction se rieron al verlo, pues ¿qué podía cambiar un número tan reducido de hombres?

Sus risas no duraron mucho. La ciudad de Sanction cayó ante el ejército de espíritus en un día.

Nada podía detener el avance de los muertos. Los fosos por los que fluía la lava ardiente que emergía de los Señores de la Muerte habían mantenido a raya a los vivos, pero no eran una barrera para los espíritus. Los nuevos terraplenes reforzados de las defensas contra los que el ejército de los caballeros negros se había lanzado una y otra vez sin éxito, ahora se alzaban como monumentos a la futilidad. La espesa niebla gris de desventuradas almas descendió por las laderas de las montañas, llenó los valles como una marea creciente y se arremolinó y sobrepasó las fortificaciones. Sitiados y sitiadores por igual huyeron ante el terrible aluvión de muertos.

Los zapadores de Mina no necesitaron echar abajo las puertas que daban paso a la ciudad ni abrir brecha en las murallas. Sus tropas sólo tuvieron que esperar hasta que las puertas se abrieran de golpe desde el interior por los empavorecidos defensores. Al huir del ejército de muertos no tardaron en unirse a sus filas. Los caballeros de Mina, escondidos entre la fantasmagórica niebla, acabaron con los vivos sin piedad. Conducido por Galdar, el ejército irrumpió por las puertas y la batalla estalló dentro de la ciudad.

Mina libraba su batalla en las estribaciones que rodeaban Sanction haciendo todo lo posible para evitar el pánico en el ejército de sitiadores, tan aterrado como su enemigo. Cabalgaba entre los soldados frenando su huida, instándolos a volver al combate.

Parecía encontrarse en todas partes del campo de batalla, galopando velozmente en su caballo rojo allí donde se la necesitaba. Se movía sin preocuparse en absoluto por su seguridad y a menudo dejaba atrás a sus guardias personales que azuzaban frenéticamente a sus monturas para dar alcance a la joven.

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