El nombre del Único (31 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El nombre del Único
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—Iré a traeros agua, majestad —ofreció Gerard, sin quitar ojo a la mujer—. Querréis refrescaros y limpiaros el polvo del camino. Y traeré comida y bebida. Por vuestro aspecto, creo que os vendrá bien.

Era cierto. Los elfos eran delgados, pero ese joven estaba escuálido. Al parecer pretendía vivir alimentándose del amor. La rabia de Gerard empezó a diluirse a la par que nacía la lástima por aquel joven que era tan prisionero como cualquiera de ellos.

—Como quieras —contestó Silvanoshei, sin importarle—. ¿Cuándo crees que regresara Mina?

—Pronto, majestad —repuso Gerard que casi lo metió en la tienda a empujones—. Pronto. Deberíais descansar.

Habiéndose librado de su responsabilidad, al menos de momento, corrió en pos de Odila que caminaba por el campamento.

—Has estado evitándome —dijo en voz baja cuando la alcanzó.

—Por tu propio bien —contestó ella sin dejar de caminar—. Deberías marcharte y llevar la noticia a los caballeros de Sanction.

—Era lo que planeaba hacer. —Señaló con el pulgar hacia atrás, por encima del hombro—. Ahora tengo a ese joven elfo perdidamente enamorado a mi cargo. Se me ha asignado el puesto de guardia personal.

—¿De verdad? —Odila se había detenido y lo miraba fijamente.

—De verdad.

—¿Idea de Mina?

—¿De quién más podía ser?

—Qué lista —comentó Odila, echando a andar otra vez.

—Exactamente lo mismo que yo pensé. Por casualidad no sabrás qué planes tiene para él, ¿verdad? Dudo que la guíen inclinaciones románticas.

—Por supuesto que no —convino Odila—. Me habló de él. Puede que ahora no lo parezca, pero posee un gran potencial para ser un líder fuerte y carismático de la nación elfa. Mina vio la amenaza y actuó para anularla. No sé gran cosa sobre la política elfa, pero he deducido que los silvanestis no seguirán voluntariamente a nadie que no sea él.

—¿Y por qué no lo mata, simplemente? —inquirió Gerard—. La muerte sería mucho más misericordiosa que lo que le está haciendo ahora.

—Morir lo convertiría en un mártir, daría a su pueblo una causa por la que luchar. Ahora no hacen nada, están de brazos cruzados, esperando que regrese. Galdar nos observa —advirtió de repente—. Debería seguir sola, no vengas conmigo.

—Pero ¿adonde vas?

—Es tarea mía llevar comida a los dos hechiceros. Obligarlos a comer —repuso sin mirarle.

—Odila —la retuvo Gerard—, todavía crees en el poder de ese Único, ¿verdad?

—Sí. —Le lanzó una rápida y desafiante mirada.

—¿Aun cuando sabes que es un poder maligno?

—Un poder maligno que cura enfermos y trae pan y consuelo a cientos de personas —replicó Odila.

—¡Y que devuelve una horrenda vida a los muertos!

—Algo que sólo un dios puede hacer. —Odila se volvió a mirarlo a la cara—. Creo en este dios, Gerard, y, lo que es más, tú también. Ésa es la verdadera razón de que estés aquí.

Gerard intentó salir con una réplica ocurrente, pero se encontró con que le era imposible. ¿Era eso lo que la voz en su corazón estaba intentando decirle? ¿Se encontraba allí por propia voluntad o era sólo otro prisionero?

Al ver que no contestaba, Odila dio media vuelta y se alejó.

Gerard se quedó sumido en un preocupado silencio, siguiendo con la mirada a la mujer mientras avanzaba a través del campamento.

24

El caballero de la rosa negra

El viaje fue corto en esta ocasión. Tas apenas había empezado a sentirse harto con los giros y las vueltas cuando de repente se encontró derecho y plantado firmemente sobre los pies. El tiempo, de nuevo, se detuvo.

Respiró con alivio y miró a su alrededor.

El laberinto de setos había desaparecido. Acertijo había desaparecido. Se hallaba solo en lo que en tiempos debía de haber sido una bella rosaleda. El jardín ya no era hermoso, porque todo estaba muerto. Los capullos, antes rojos, estaban mustios y oscuros como la pena, colgando de los tallos que también aparecían pardos y secos. Las hojas muertas de años que sólo conocían el invierno se amontonaban bajo un muro de piedra medio derrumbado. Un camino de baldosas rotas conducía desde el jardín a un alcázar cuyos muros estaban quemados y ennegrecidos por llamas hacía largo tiempo extintas. Unos altos cipreses rodeaban la mansión y las enormes ramas interceptaban todo vestigio de luz, de modo que la caída de la noche sólo se notaría porque las sombras se harían más intensas.

Tasslehoff pensó que en toda su vida no había visto un sitio que lo hiciera sentirse tan indescriptiblemente triste.

—¿Qué haces tú aquí?

Una sombra cayó sobre el kender. La voz que sonó era cruel y fría. Un caballero, vestido con armadura antigua, se alzaba ante él. El caballero estaba muerto. Llevaba muerto muchos siglos. El cuerpo que cubría la armadura se había descompuesto mucho tiempo atrás. La armadura era el cuerpo ahora, carne y hueso, músculo y tendón, pulida y ennegrecida por el paso del tiempo, abrasada por los fuegos de la guerra, manchada con la sangre de sus víctimas. Unos ojos rojos, la única luz en una oscuridad eterna, se atisbaban a través de las rendijas de la visera del yelmo. Los ojos rojos titilaron como llamas por encima de Tasslehoff. La mirada de aquellos ojos era dolorosa, y el kender se encogió.

Tasslehoff contempló de hito en hito la aparición que tenía ante sí y sintió que se apoderaba de él una sensación desagradable, una sensación que había olvidado porque era tan horrible que no le gustaba recordarla. Tenía la boca llena de un amargo sabor que le daba punzadas en la lengua. El corazón le palpitó desbocado, como si quisiera salir corriendo del pecho y no pudiera. El estómago se le encogió y buscó un lugar donde esconderse.

Intentó contestar, pero no le salían las palabras. Conocía a ese espectro. Lord Soth, un caballero muerto, le había enseñado a sentir miedo, una sensación que no le gustaba ni pizca. Se le ocurrió que quizá lord Soth no se acordaba de él y que más valía que fuera así porque su último encuentro no había sido muy amistoso. La idea quedó rápidamente relegada por las palabras que parecieron clavarse en el kender como el viento gélido del invierno.

—No me gusta repetir las cosas. ¿Qué haces tú aquí?

A Tas le habían hecho esa pregunta montones de veces a lo largo de su vida, aunque nunca con ese sombrío significado. Casi todas las veces era: «¿Qué haces tú
aquí?
», dicho en un tono que implicaba que quien hacía la pregunta se alegraría de que hiciera lo que hiciera «aquí» lo estuviera haciendo en cualquier otra parte. Otras veces, la pregunta era: «¿Qué
haces
tú aquí?», lo que significaba realmente que dejara de «hacer» eso inmediatamente. Lord Soth había dado énfasis a la palabra «tú», haciéndola: «¿Qué haces

aquí?», lo que significaba que se estaba refiriendo a Tasslehoff Burrfoot directamente. Lo que significaba que le había reconocido.

Tas intentó contestar varias veces, ninguna de ellas con éxito, ya que lo único que salió de su boca fué una gárgara, no palabras.

—Te he hecho una pregunta dos veces —dijo el caballero muerto—. Y aunque mi tiempo en este mundo es eterno, mi paciencia no lo es.

—Estoy intentando contestar, señor —repuso sumisamente Tas—, pero haces que las palabras se enreden dentro de mí. Sé que esto es poco cortés, pero voy a tener que hacerte una pregunta antes de poder contestar la tuya. Cuando dices «aquí», ¿qué quieres decir exactamente? —Se enjugó el sudor de la frente con la mano e intentó mirar a cualquier otra parte que no fueran aquellos ojos—. He estado en montones de «aquí», y estoy hecho un lío sobre dónde es tu «aquí».

Los ojos rojos de Soth se desviaron de Tas al ingenio de viajar en el tiempo que los dedos crispados del kender aferraban con fuerza. Tas siguió la mirada del caballero muerto.

—Oh, eh... esto —dijo Tas, tragando saliva—. Bonito, ¿verdad? Lo encontré en... eh... mi último viaje. Se le cayó a alguien y voy a devolvérselo. ¿A que es una suerte que me lo encontrara? Si no te importa, lo guardaré... —Intentó abrir uno de sus saquillos, pero las manos no le dejaban de temblar.

—No te preocupes —dijo Soth—. No te lo quitaré. No tengo el menor deseo de poseer un artefacto que me transporte en el tiempo. A menos... —Hizo una pausa y los rojos ojos se oscurecieron—. A menos que me llevara hasta un momento en el que pudiera remediar lo que hice. Quizás entonces podría serme de utilidad.

Tas sabía muy bien que no podría impedir a lord Soth que le arrebatara el ingenio si quería, pero al menos trataría de ponérselo difícil. El valor que es verdadero valor y no simplemente la ausencia de miedo creció en Tasslehoff, y el kender tanteó buscando el cuchillo,
Mataconejos,
que llevaba en el cinturón. Ignoraba qué podría hacer un pequeño cuchillo contra un caballero muerto, pero él era un Héroe de la Lanza. Tenía que intentarlo.

Por suerte, su valor no tuvo que ponerse a prueba.

—Mas, ¿de qué serviría? —dijo lord Soth—. Si pudiera volver a hacerlo, el resultado sería el mismo. Tomaría las mismas decisiones, cometería los mismos actos abyectos. Porque así era el hombre que fui.

Los ojos rojos del espectro titilaron al proseguir.

—Si pudiera regresar, sabiendo lo que sé ahora, entonces quizás actuaría de forma diferente. Pero nuestras almas nunca pueden volver atrás. Sólo van hacia adelante. Y a algunos ni siquiera nos está permitido eso. No hasta que hayamos aprendido las duras lecciones que la vida, y la muerte, nos enseñan.

Su voz, fría de por sí, se volvió más fría aún, de forma que Tas dejó de sudar y se puso a tiritar.

—Y ahora ni siquiera se nos da esta oportunidad.

Los ojos rojos centellearon de nuevo.

—Para responder a tu pregunta, kender, estás en la Quinta Era, también llamada Era de los Mortales. —El yelmo se movió y el caballero muerto alzó una mano. La capa andrajosa que llevaba se movió con ese gesto—. Te encuentras en el jardín de lo que antaño fue mi morada y ahora es mi cárcel.

—¿Vas a matarme? —preguntó Tas, más porque era una pregunta que se suponía que tenía que hacer que porque se sintiera amenazado. Una persona tenía que estar pendiente de ti para poder amenazarte, y Tas tenía la clara sensación de que le importaba menos al caballero muerto que los resecos tallos de las rosas muertas.

—¿Por qué iba a matarte, kender? —inquirió Soth—. ¿Por qué iba a molestarme en hacerlo?

Tas lo pensó a fondo. En realidad, no veía ningún motivo por el que Soth tuviera que matarlo, aparte de uno.

—Eres el Caballero de la Muerte, señor —argumentó—. ¿Matar a la gente no es tu trabajo?

—La muerte no era mi trabajo —replicó en tono apagado Soth—. La muerte era mi gozo. Y la muerte era mi tormento. Mi cuerpo ha muerto, pero mi espíritu permanece vivo. Del mismo modo que la víctima torturada sufre horriblemente cuando siente el hierro al rojo vivo martirizando su carne, así sufro yo a diario, mi alma abrasada con mi rabia, mi vergüenza, mi culpabilidad. He intentado ponerle fin, he intentado ahogar el dolor en sangre, aliviarlo con la ambición. Se me prometió que el dolor se acabaría. Se me prometió que si ayudaba a mi diosa a conseguir su recompensa yo obtendría la mía. Que mi dolor acabaría y mi espíritu quedaría libre. Tales promesas no se cumplieron.

Las pupilas rojas titilaron sobre Tasslehoff y después recorrieron las ennegrecidas y marchitas rosas con desasosiego.

—Hubo un tiempo en que maté por ambición, por placer o por rencor. Ya no. Ahora nada de eso tiene significado alguno para mí. Nada de eso ahoga el dolor.

»
Además —añadió bruscamente Soth—, en tu caso, ¿por qué iba a tomarme la molestia de acabar contigo? Ya estás muerto. Moriste en la Cuarta Era, en el último segundo. Por eso te he preguntado que qué hacías aquí. Y ¿cómo encontraste este sitio cuando ni siquiera los dioses pueden ver dónde está escondido?

«Así que estoy muerto —se dijo Tas para sus adentros, con un suspiro—. Bueno, supongo que eso lo zanja todo.»

Meditaba lo extraño que era que lord Soth y él tuviesen algo en común cuando una voz, una voz viva, llamó:

—¡Milord! ¡Lord Soth! ¡Vengo a pedir audiencia para hablar contigo!

Una mano se cerró sobre la boca del kender, y otra mano fuerte lo rodeó. De repente Tas se encontró envuelto en los pliegues de una suave túnica negra, como si la noche hubiese cobrado consistencia y forma y hubiera caído sobre su cabeza. No veía nada. No podía hablar, y apenas respirar ya que la mano le tapaba la nariz y la boca. Lo único que olía —curiosamente— era a pétalos de rosa.

Tas habría protestado por aquel trato tan desconsiderado, pero había reconocido la voz viva que llamaba a lord Soth, y de repente se alegró sobremanera de contar con la desconocida mano para ayudarle a guardar silencio, porque aun cuando a veces tenía intención de permanecer callado, las palabras tenían tendencia a salir de su garganta antes de que él pudiera impedírselo.

Se retorció un poco para liberar la nariz y poder respirar, cosa que —muerto o no— el cuerpo le requería que hiciera. Conseguido su propósito, se mantuvo totalmente quieto.

Lord Soth no contestó de inmediato a la llamada. Él también había reconocido a la persona que le llamaba, a pesar de que nunca la había visto. La conocía porque los dos estaban atados por la misma cadena, servían a la misma ama. Supo a qué había venido y lo que iba a pedirle. Sin embargo, ignoraba cuál sería su respuesta. Sabía la que quería dar, pero dudaba de tener el valor necesario.

Valor. Sonrió amargamente. Hubo un tiempo en que creyó que no le temía a nada. Después había comprendido que había tenido miedo de todo. Había vivido sumido en el temor: miedo al fracaso, miedo a la debilidad, miedo a la gente que lo despreciaría si lo conociera realmente. Y, por encima de todo, había tenido miedo a que ella lo despreciara cuando descubriera que el hombre que adoraba era un hombre corriente, no el parangón de virtud y valor que creía.

Los dioses le habían dado conocimientos que podrían haber evitado el Cataclismo. Cabalgaba camino de Istar cuando topó con un grupo de mujeres elfas, seguidoras del Príncipe de los Sacerdotes. Le contaron mentiras sobre su esposa, le dijeron que le había sido infiel y que el hijo que llevaba en sus entrañas no era suyo. El miedo le había hecho creer esas historias, y había dado la espalda al camino que podría haber sido su salvación. El miedo le había cerrado los oídos a las protestas de inocencia de su esposa. El miedo le había hecho matar lo que amaba realmente.

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