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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El nombre del Único (15 page)

BOOK: El nombre del Único
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—Tenemos compañía —advirtió
La Leona,
señalando al norte.

Gilthas se resguardó los ojos con la mano e intentó atisbar a través del intenso resplandor. A lo lejos, rielantes por las ondas de calor, vislumbró tres jinetes a caballo. No distinguía detalles; eran manchas informes contra el horizonte. Miró fijamente hasta que los ojos le lloraron, albergando la esperanza de ver aproximarse a los jinetes, pero éstos no se movieron. El rey agitó los brazos y gritó hasta enronquecer, pero los jinetes se limitaron a permanecer inmóviles.

No queriendo perder más tiempo, Gilthas dio la orden de que se reanudara la marcha.

—Los observadores se mueven ahora —dijo
La Leona.

—Pero no hacia nosotros —adujo Gilthas, angustiado por la decepción.

Los jinetes avanzaban en paralelo con los elfos, a veces perdiéndose de vista entre las rocas, pero siempre reapareciendo. Hacían notar su presencia para que los elfos se dieran cuenta de que se los vigilaba. Los extraños jinetes no parecían amenazadores, pero tampoco tenían necesidad de serlo. Si veían a los elfos como enemigos, el sol abrasador era la única arma que necesitaban.

El llanto de los niños y los gemidos de los enfermos y los moribundos fue más de lo que Gilthas pudo soportar.

—Vas a hablar con ellos —adivinó
La Leona
con la voz ronca por la falta de agua.

Él asintió con la cabeza. Tenía demasiado seca la boca para malgastar saliva.

—Si son habitantes de las Praderas, detestan a los extraños que entran en su territorio —le advirtió su mujer—. Podrían matarte.

Gilthas volvió a asentir en silencio; luego le agarró la mano, se la llevó a los labios y la besó. Hizo girar a su caballo y cabalgó hacia el norte, en dirección a los desconocidos jinetes.
La Leona
hizo detener la marcha, y los elfos se dejaron caer en el ardiente suelo rocoso. Algunos siguieron con la mirada a su joven rey, pero la mayoría estaban demasiado cansados y abatidos para preocuparse por su suerte o por la de ellos mismos.

Los extraños jinetes no galoparon al encuentro de Gilthas y tampoco se alejaron. Esperaron a que llegara. El rey todavía no distinguía detalles y, a medida que se aproximaba, entendió la razón. Los jinetes iban envueltos en ropas blancas que los cubrían de la cabeza a los pies, protegiéndolos del sol y del calor. También vio que llevaban espada al costado.

Ojos oscuros, entrecerrados para protegerse de la luz del sol, lo observaron desde las sombras arrojadas por los pliegues de la tela que envolvía sus cabezas. Era unos ojos fríos, desapasionados, que no traslucían los pensamientos.

Uno de los jinetes taconeó a su caballo situándose delante, como si estuviera al mando. Gilthas reparó en el detalle, pero siguió mirando al jinete que se mantenía ligeramente apartado del resto. Era muy alto, les sacaba la cabeza a los demás y, aunque Gilthas no habría sabido decir el porqué, el instinto le indujo a creer que el hombre alto era quien realmente estaba al mando.

El jinete que iba delante desenvainó la espada y la sostuvo ante sí a la par que gritaba una orden.

Gilthas no entendió las palabras, pero el gesto lo decía todo y se paró. Levantó las manos quemadas para mostrar que no llevaba armas.

—Din'on du'auth —
dijo, pronunciando todo lo bien que le permitían los labios agrietados—. Os saludo.

El extraño respondió con un torrente de palabras que a los oídos del rey sonaron como zumbidos, todas semejantes y todas sin sentido.

—Lo siento —dijo, enrojeciendo y hablando en Común—, pero eso es todo lo que sé de vuestro lenguaje. —Tenía la garganta en carne viva, y hablar le producía un intenso dolor.

El extraño agitó la espada, espoleó a su montura y cabalgó directamente hacia Gilthas. El rey no se movió, no se inmutó. La espada silbó, inofensiva, detrás de su cabeza. El extraño giró, regresó a galope y sofrenó bruscamente al caballo levantando una nube de arena y haciendo toda una demostración de pericia ecuestre.

El jinete iba a hablar, pero el hombre alto levantó la mano en un gesto imperioso. Hizo avanzar a su montura y contempló a Gilthas con aprobación.

—Tienes coraje —dijo en Común.

—No. Simplemente estoy demasiado cansado para moverme —respondió el rey.

El hombre alto se echó a reír, pero fue una risa corta y seca. Hizo una señal a su compañero para que enfundara la espada y después se volvió a mirar a Gilthas de nuevo.

—¿Por qué vosotros, los elfos, que deberíais estar viviendo en vuestra opulenta tierra, abandonáis tal opulencia para invadir la nuestra?

Gilthas se sorprendió contemplando fijamente el odre de agua que el hombre llevaba, un odre que estaba hinchado y salpicado de gotitas de la evaporación. Se obligó a apartar los ojos y dirigirlos hacia el extraño.

—No invadimos vuestra tierra —afirmó mientras se lamía los labios resecos—. Intentamos cruzarla. Nos dirigimos a la tierra de nuestros parientes, los silvanestis.

—¿No pretendéis establecer residencia en las Praderas de Arena? —inquirió el hombre alto. No derrochaba palabras, sólo pronunciaba las precisas, ni más ni menos. Gilthas supuso que no era de los que derrochan nada con nadie, incluida la compasión.

—Créeme, no planeamos hacer tal cosa —respondió fervientemente—. Somos gente de árboles verdes y agua corriente fría. —Al pronunciar esas palabras, una intensa añoranza se adueñó de él hasta el punto de que le entraron ganas de llorar. Pero no le quedaban lágrimas. El calor del implacable sol las había evaporado—. Hemos de regresar a nuestros bosques o, en caso contrario, pereceremos.

—¿Y por qué os fuisteis de vuestra verde tierra y de la fría agua? —preguntó el hombre alto.

Gilthas se tambaleó en la silla. Tuvo que hacer una pausa e intentó encontrar saliva que humedeciera la reseca garganta, pero sin éxito. Cuando habló lo hizo en un ronco susurro.

—La hembra de dragón, Beryl, atacó nuestro país. Ha muerto, pero Qualinost se destruyó en la batalla. Muchos elfos, humanos y enanos perdieron la vida defendiéndola. Ahora los caballeros negros han invadido nuestra tierra con el propósito de aniquilarnos totalmente. No somos lo bastante fuertes para enfrentarnos a ellos, así que hemos de...

De lo siguiente que Gilthas tuvo conciencia fue de estar tendido de espaldas en el suelo, mirando el ojo ardiente del vengativo sol. El hombre alto, envuelto en sus ropajes, se encontraba acuclillado junto a él mientras uno de sus compañeros le mojaba los labios dejando caer agua lentamente. El hombre alto sacudió la cabeza.

—No sé qué es más grande, si el coraje de los elfos o su ignorancia. Viajar en las horas de más calor, sin la vestimenta adecuada... —Volvió a sacudir la cabeza.

Gilthas intentó incorporarse, y el hombre que le daba agua lo empujó para que siguiera tendido.

—O mucho me equivoco —siguió el hombre alto—, o eres Gilthas, hijo de Lauralanthalasa y Tanis el Semielfo.

Gilthas lo miró de hito en hito, sin salir de su asombro.

—¿Cómo lo has sabido?

—Soy Wanderer, hijo de Riverwind y Goldmoon —contestó el hombre alto—. Éstos son mis compañeros. —No dijo sus nombres, al parecer dejando que fueran ellos quienes decidieran presentarse o no, cosa que no parecían tener intención de hacer. Obviamente, era un pueblo parco en palabras—. Os ayudaremos, aunque sólo sea para que salgáis cuanto antes de nuestras tierras.

La oferta no era muy cortés, pero Gilthas aceptó agradecido la asistencia que buenamente pudiera conseguir.

—Por si te interesa saberlo —continuó Wanderer—, debéis agradecer a mi madre vuestra salvación. Me envió a buscaros.

Gilthas no entendía lo más mínimo ese último comentario, y lo único que se le ocurrió era que Goldmoon había tenido una visión de la difícil situación en la que se encontraban.

—¿Cómo...? ¿Cómo está tu madre? —preguntó a la par que saboreaba las refrescantes gotas de agua que sabían a piel de cabra y que sin embargo para él eran más exquisitas que el mejor vino.

—Ha muerto —respondió Wanderer, que desvió la mirada al horizonte.

A Gilthas le desconcertó su tono carente de emoción. Iba a farfullar unas palabras de consuelo, pero Wanderer se le adelantó.

—El espíritu de mi madre se me apareció anteanoche y me dijo que viajara hacia el sur. Ignoraba el motivo y ella tampoco me lo explicó. Pensé que quizás encontraría su cadáver, porque me contó que su cuerpo permanecía sin enterrar, pero su espíritu desapareció antes de que me dijera dónde.

Gilthas empezó de nuevo a balbucear sus condolencias, pero Wanderer no prestó atención a sus palabras.

—En cambio —siguió en voz baja—, os encuentro a ti y a tu gente. ¿Acaso sabes dónde se halla el cadáver de mi madre?

Antes de que el elfo tuviera ocasión de responder, Wanderer continuó.

—Me contaron que huyó de la Ciudadela antes del ataque del dragón, pero nadie sabe adonde fue. Dicen que sufría una especie de locura, quizá la demencia que aqueja a los que son muy mayores. A mí no me pareció que estuviera enajenada cuando vi su espíritu. Parecía una prisionera.

Gilthas pensó para sus adentros que si Goldmoon no estaba loca, su hijo sí que lo estaba, con esa charla sobre espíritus y cuerpos sin enterrar. Aun así, la visión de Wanderer les había salvado la vida, y Gilthas no tenía nada que objetar al respecto. Se limitó a responder que ignoraba dónde se encontraba Goldmoon y si estaba viva o muerta. La pena lo embargó al pensar en su propia madre, muerta y sin enterrar en el fondo de un lago recién formado. Se apoderó de él un gran cansancio, un profundo aletargamiento. Ojalá pudiera quedarse tumbado durante días, con el sabor del agua fresca en sus labios. Sin embargo, tenía que pensar en los suyos. Resistiéndose a las advertencias de que permaneciera tendido en el suelo, Gilthas se levantó, tambaleándose.

—Intentamos llegar a Duntol —dijo.

—Habéis ido demasiado al sur —comentó Wanderer, que se incorporó también—. Encontraréis un oasis cerca de aquí. Allí tu gente puede descansar unos cuantos días y recobrar las fuerzas antes de que prosigáis el viaje. Enviaré a mis compañeros a Duntol a por comida y suministros.

—Tenemos dinero para pagarlo —empezó Gilthas, pero se tragó las palabras al ver ensombrecerse el gesto de Wanderer—. Encontraremos el modo de recompensaros —se corrigió sin convicción.

—Salid de nuestras tierras —reiteró, severo, Wanderer—. Con el dragón apoderándose de más territorio al norte, nuestros recursos ya son limitados tal como están las cosas.

—Es lo que nos proponemos hacer —aseguró débilmente Gilthas—. Como he dicho, viajamos hacia Silvanesti.

Wanderer lo observó largamente; pareció a punto de decir algo más, pero por lo visto lo pensó mejor y guardó silencio. Se volvió hacia sus compañeros y les habló en el lenguaje de la gente de las Llanuras. Gilthas se preguntó qué había estado a punto de decir Wanderer, pero su curiosidad se desvaneció al tener que concentrarse en la simple tarea de mantenerse de pie. Se alegró al ver que habían dado agua a su caballo.

Los dos compañeros de Wanderer salieron a galope. Wanderer se ofreció a acompañar a Gilthas.

—Os enseñaré cómo vestiros para proteger vuestra pálida piel del sol y manteneros aislados del calor —dijo—. Tenéis que viajar con el fresco de la noche y de madrugada, y dormir durante el día, cuando el sol pega más fuerte. Los míos cuidarán a los que están enfermos y os enseñarán cómo construir refugios para resguardaros del sol. Yo os guiaré hasta la calzada del Rey, por la que podréis seguir hacia Silvanesti. Tomaréis esa calzada y abandonaréis nuestra tierra y no regresaréis.

—¿Por qué sigues insistiendo en ese tema? —demandó Gilthas—. Sin ánimo de ofender, Wanderer, pero no imagino a nadie en su sano juicio que quiera vivir en un sitio como éste. Ni siquiera el Abismo sería más desolado y vacío.

Gilthas temió que su arranque hubiera encolerizado al Hombre de las Llanuras y se disponía a disculparse cuando escuchó lo que sonaba como una risita contenida sonando tras la tela que cubría el rostro del hombre. El elfo recordaba a Riverwind de forma vaga, cuando él y Goldmoon visitaban a sus padres largo tiempo atrás, pero de repente recordó vivamente al guerrero alto de rostro severo.

—El desierto tiene su propia belleza —contestó Wanderer—. Después de haber caído la lluvia, las flores renacen de golpe, perfumando el aire con su dulce fragancia. El rojo de la roca contra el cielo azul, el paso deslizante de las sombras de las nubes sobre la arena ondulada, los agitados remolinos de polvo y las plantas rodadoras empujadas por el viento, el intenso aroma a salvia. Echo de menos esas cosas cuando me encuentro lejos de ellas, del mismo modo que tú echas de menos el espeso dosel de hojas siempre goteantes, la constante lluvia, las hiedras que se enredan en los pies y el olor a verdín que obstruye los pulmones.

—Por lo visto el Abismo de un hombre es el paraíso de otro —dijo Gilthas, sonriendo—. Puedes quedarte con tu paraíso, Wanderer, y en buena hora. Yo me quedaré con mis árboles y mi agua fresca.

—Eso espero —contestó el hombre—, pero no lo daría por descontado.

—¿Por qué? —inquirió el elfo, alarmado—. ¿Qué es lo que sabes?

—Nada con certeza —respondió Wanderer, que comprobó algo en su caballo y después se volvió a mirar a Gilthas—. Dudaba si contártelo o no. Actualmente, los rumores vuelan al viento como las semillas de las ceibas.

—Y sin embargo, obviamente, has dado crédito a ese rumor —adujo Gilthas. Al no haber respuesta de Wanderer, añadió—. Nos proponemos ir a Silvanesti, sea lo que sea que haya pasado. Te aseguro que no tenemos intención de quedarnos en el desierto más de lo imprescindible; lo que tardemos en cruzarlo.

Wanderer desvió la vista hacia la columna de elfos, unos puntos de intenso color que habían florecido en la roca sin mediar la benéfica lluvia, portadora de vida.

—Según los rumores, Silvanesti ha caído en manos de los caballeros negros. —Wanderer volvió los oscuros ojos hacia Gilthas—. ¿No habíais oído nada de esto?

—No. No sabía nada.

—Querría poder darte más detalles, pero huelga decir que tu gente no confía en nosotros. ¿Crees que es verdad?

Mientras Gilthas sacudía firmemente la cabeza en un gesto negativo el alma se le cayó a los pies. Podría mostrarse seguro ante el hombre extraño y ante su pueblo, pero lo cierto es que no había tenido noticias de la reina silvanesti exiliada, Alhana Starbreeze, hacía muchas semanas, antes de la caída de Qualinost. Alhana había estado librando una lucha coordinada para entrar en Silvanesti, para destruir el escudo que lo rodeaba. Lo último que Gilthas sabía es que el escudo había caído y que ella y sus fuerzas se hallaban apostadas en la frontera, listas para entrar en su patria. Podría argüirse que a los mensajeros de Alhana no les resultaría fácil dar con él ya que había estado viajando, pero los montaraces silvanestis eran amigos de las águilas y los halcones, aves con vista muy penetrante. Si hubieran querido encontrarlo, lo habrían hecho, por lo que se deducía que Alhana no había enviado mensajeros, y tal vez eso lo explicaba.

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