El nacimiento de los Estados Unidos (1763-1816) (25 page)

BOOK: El nacimiento de los Estados Unidos (1763-1816)
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Pero esto no fue todo. Se necesitaba dinero para hacer efectivas diversas partes del tratado. Era la Cámara de Representantes la que tenía el poder de emitir billetes de dinero y, si bien los republicanos demócratas habían perdido la mayoría en la Cámara, seguían siendo fuertes y parecían totalmente decididos a bloquear todas las asignaciones.

Pero el 28 de abril de 1796 Fisher Ames de Massachusetts (nacido en Dedham el 9 de abril de 1758) se levantó en defensa de las asignaciones. Era un federalista que se había convertido al ultraconservadurismo después de la rebelión de Shays. Ahora, en un vigoroso discurso señaló que, sin el tratado, la guerra con Inglaterra y la destrucción de los Estados Unidos eran inevitables. Este discurso hizo ganar votos suficientes como para hacer aprobar las asignaciones.

En conjunto, el tratado resultó ser mucho mejor de lo que parecía. Por un lado, los británicos abandonaron los puestos septentrionales, de modo que finalmente Estados Unidos fue dueño de su propio territorio. Por otro lado, aunque el tratado no lo exigía, los británicos, de hecho, dejaron de armar a los indios, por lo que hubo calma en el Territorio del Noroeste y pudo continuar su colonización. El comercio de pieles pasó a manos americanas y las condiciones del rico comercio marítimo con las Antillas se aliviaron.

Más aún, el tratado impidió que las relaciones con Gran Bretaña empeorasen y, quizá, degenerasen en una guerra abierta, algo que los Estados Unidos no podían permitirse por entonces, pues probablemente no hubiesen sobrevivido. El tratado sólo retrasó lo inevitable, tal vez, pero lo retrasó diecisiete años, y para entonces los Estados Unidos ya eran suficientemente fuertes como para sobrevivir a la crisis.

Una situación algo similar existía en el sudoeste, donde había aún dominios españoles. Aunque más débil que Gran Bretaña como potencia mundial, el Imperio Español en América del Norte, con casi tres siglos de antigüedad, seguía expandiéndose.

Durante la Guerra Revolucionaria había expulsado a los británicos de Florida y la costa del golfo y había recuperado esas regiones, de modo que los Estados Unidos, por el Tratado de París de 1783, fue excluido del golfo de México. Toda la costa septentrional del golfo estaba dominada por España. Lejos, sobre la costa del Pacífico, el Imperio Español también estaba expandiéndose hacia el norte. Mientras Estados Unidos conquistaba su independencia, se fundaban colonias españolas en lo que es hoy California. San Diego fue fundada en 1769, San Francisco en 1776 y Los Angeles en 1781.

La expansión hacia el norte hasta amenazó un territorio que los Estados Unidos consideraban como propio. Por el Tratado de París, el territorio americano se extendía al sur hasta la línea que señala la actual frontera meridional de Georgia, línea que se extiende al oeste hasta el río Mississippi. Pero España había operado muy al norte de esta línea durante la Guerra Revolucionaria. Toda Luisiana, el vasto territorio situado al oeste del Mississippi, era suya y en un momento, en 1781, las fuerzas españolas tomaron un puesto británico en Fort Saint Joseph, inmediatamente al este del extremo meridional del lago Michigan. España, pues, no vaciló en reclamar como suyos esos territorios sudoccidentales que hoy constituyen los Estados de Alabama y Mississippi. Para apoyar esas reclamaciones, los españoles mantuvieron puestos en el sudoeste y, como los británicos en el Norte, alentaron a los indios a resistirse contra la colonización americana de la región.

Lo peor de todo era que España dominaba el curso inferior del río Mississippi, con un firme asentamiento en ambas orillas, pues poseía la gran ciudad de Nueva Orleans. Antes de la Guerra Revolucionaria, Gran Bretaña había tenido el privilegio de usar libremente el Mississippi a través de todos los territorios dominados por España. Estados Unidos sostenía que había heredado este privilegio con la independencia, pero España pensaba de otro modo. No tenía más deseos que Gran Bretaña de ver establecerse unos Estados Unidos poderosos en el continente y, el 26 de junio de 1784, cerró el Mississippi a los comerciantes americanos. Así quedó bloqueado el más importante camino comercial del interior americano.

Pero España, puesto que era más débil que Gran Bretaña, estaba más dispuesta a negociar. Ya en 1786 ofreció renunciar a sus reclamaciones territoriales más extremas si los americanos reconocían el dominio español sobre el Mississippi inferior. John Jay, que llevaba los asuntos exteriores durante la vigencia de los Artículos de la Confederación, estaba dispuesto a aceptar la propuesta a cambio de concesiones comerciales que favoreciesen a los expedidores del noreste. Pero los Estados meridionales se oponían inflexiblemente a toda concesión a España.

España, entonces, intrigó durante varios años para tratar de separar a los colonos sudoccidentales de los Estados Unidos ofreciéndoles concesiones comerciales. Abrigaba la esperanza de establecer en el valle meridional del Mississippi una región teóricamente independiente, pero, en realidad, bajo dominación española.

Un americano que parecía dispuesto a unirse a España en esto era James Wilkinson de Maryland (nacido en el condado de Calvert en 1757). Era un hombre increíblemente rastrero y traidor con una notable capacidad para salirse con la suya. Había combatido en la Guerra Revolucionaria y alcanzado de alguna manera el rango de general de brigada. Luego había intrigado contra Washington y se había visto envuelto en irregularidades financieras. Ahora, habiéndose trasladado al Oeste después de la guerra, aceptó dinero de España.

En qué habría terminado esto es difícil saberlo, pero los sucesos de Europa cambiaron las cosas. En el decenio de 1790-1799, la guerra se estaba generalizando y la posición de España empeoró. La conclusión del Tratado de Jay le inspiró el temor de que Gran Bretaña y los Estados Unidos se unieran e hiciesen causa común contra ella. Por ello, pidió negociaciones para dirimir las diferencias.

El ministro americano ante Gran Bretaña, Thomas Pinckney de Carolina del Sur (nacido en Charleston el 23 de octubre de 1750), fue enviado a España para negociar un tratado. Como sureño, no estaba dispuesto a conceder nada de importancia.

El 27 de octubre de 1795 se firmó el Tratado de San Lorenzo (habitualmente llamado el «Tratado de Pinckney»). Entre la firmeza de Pinckney y la nerviosidad de España por el Tratado de Jay, los Estados Unidos obtuvieron todo lo que podían razonablemente pedir. El límite se fijó en el paralelo 31°, de acuerdo con el tratado de 1783 con Gran Bretaña, línea que penetraba a lo largo de sesenta y cinco kilómetros en la costa septentrional del golfo de México. Más aún, los americanos recibieron, al menos temporalmente, el derecho de usar libremente el río Mississippi.

En 1795, pues, la frontera americana era clara a lo largo de casi todos sus bordes. Solamente permanecía en disputa la línea entre Maine y Canadá.

La Revolución Francesa

Extrañamente, la nación con la que los jóvenes Estados Unidos tuvo mayores problemas durante el segundo gobierno de Washington fue Francia, su aliada en la guerra reciente; una aliada sin la cual no podía haberse logrado la independencia.

Había cálidos sentimientos entre el pueblo americano hacia Francia, por supuesto, pero había muchos que no podían permitir que la pura emoción influyera en el juicio. Después de todo, por idealistas que hubiesen sido individualmente algunos franceses, como Lafayette, el gobierno francés había ayudado a los Estados Unidos por su propio interés, y mucho más por enemistad hacia Gran Bretaña que por amistad hacia los colonos. La retribución que Estados Unidos pudiera ahora dar también debía ser por propio interés.

Sin duda, la alianza con Francia continuó. En noviembre de 1788, Thomas Jefferson, que era ministro ante Francia cuando regían los Artículos de la Confederación (por lo cual no desempeñó ningún papel en la Convención Constitucional), negoció una renovación de la alianza.

Los sectores comerciales y empresariales de Estados Unidos, sectores para los que lo principal era el intercambio, es decir, que dependían de Gran Bretaña, al hallar que su interés era ser probritánicos, eran automáticamente antifranceses. La oposición, principalmente rural, podía más fácilmente mantener los sentimientos antibritánicos del pasado y, por ende, tendía a ser profrancesa.

Esta situación se reflejó en los dos partidos americanos desde el instante mismo de su fundación. Los federalistas, conservadores y orientados hacia los negocios, eran probritánicos y antifranceses. Los demócratas republicanos, liberales y con base en los granjeros, eran antibritánicos y profranceses.

La situación se agudizó y llevó a una crisis por el hecho de que Francia se sumergía en el caos y la revolución. El gobierno de Luis XVI, increíblemente corrupto e ineficaz, también estaba financieramente en bancarrota (gracias, principalmente, a los gastos que supuso su intervención en la Guerra Revolucionaria). El descontento creciente entre todos los sectores de la población llevó a Francia al borde de la violencia.

El 14 de julio de 1789, diez semanas después de la investidura de Washington como primer presidente de los Estados Unidos, una muchedumbre parisina atacó y saqueó la Bastilla, la más famosa prisión de Francia y durante siglos el símbolo del poder despótico del rey de Francia. Jefferson, aún ministro americano ante Francia, pero que pronto asumiría su cargo de secretario de Estado, fue testigo del suceso.

El ataque a la Bastilla (hoy celebrado como el día nacional de Francia) inició lo que recibe el nombre de la Revolución Francesa. El poder del rey y de la aristocracia fue limitado constantemente y se hicieron oír cada vez más voces radicales.

Parecía que los Estados Unidos debían dar la bienvenida a una nueva Francia revolucionaria que proclamaba algunos de los ideales democráticos por los que los americanos habían luchado sólo una década antes. Y, en verdad, Jefferson y los demócratas republicanos simpatizaban con ella. Pero los federalistas, que eran de tendencias aristocráticas, sentían antipatía por la creciente Revolución Francesa y se hicieron más firmemente antifranceses.

La Revolución Francesa pronto fue más radical y sangrienta de lo que había sido la Revolución Americana. Había razones para que así fuese; los revolucionarios franceses se enfrentaban con un gobierno más corrupto e ineficiente, con fuerzas enemigas más inmediatas y amenazantes, y no tenían ninguna tradición o experiencia de un gobierno representativo. A medida que la Revolución Francesa se hizo más extrema, el sentimiento americano, en general, se volcó hacia el bando federal.

Los revolucionarios franceses depusieron a Luis XVI y proclamaron una república, el 21 de septiembre de 1792; luego, ejecutaron a Luis, el 21 de enero de 1793 (muy poco después de la elección de Washington para su segundo mandato). Los izquierdistas franceses, llamados «jacobinos», eran fuertes por entonces y gradualmente asumieron el poder. Para los federalistas, la palabra «jacobino» tenía todo el impacto emocional de la voz «comunista» para los conservadores americanos modernos.

Jefferson y sus partidarios eran acusados de abrigar simpatías jacobinas, y al menos una reforma sensata fue rechazada por insensatos sentimientos antijacobinos. Los revolucionarios franceses idearon un sistema decimal de medidas llamado el «sistema métrico», que es con mucho el mejor y el más lógico que se haya inventado nunca. Los americanos podían haberlo adoptado, como adoptaron el sistema decimal de moneda, y estuvieron a punto de hacerlo, pero el hecho de que hubiese sido concebido por «jacobinos» lo impidió. Después, jamás se aceptó el sistema métrico, aunque se estuvo por hacerlo en varias ocasiones. El resultado es que hoy en día todo el mundo usa el sistema métrico o está por adoptarlo; y solamente los Estados Unidos se aterran a su ilógico e inútil sistema deleznable de medidas.

Los monarcas que rodeaban a Francia fueron hostiles a los revolucionarios desde el comienzo, pues pensaban, con toda razón, que si la ineficiencia despótica era destruida en Francia, sus propios tronos estaban en peligro. Cuando Luis XVI fue ejecutado, pensaron que sus propias personas estaban en peligro. Gran Bretaña, aunque no era una monarquía absoluta, también era hostil, en parte por vieja enemistad y en parte por disgusto ante las tácticas revolucionarias francesas.

Los revolucionarios franceses, exasperados por la interferencia extranjera y en busca de un modo de unir a los franceses contra un enemigo común, declararon la guerra a Gran Bretaña, España y Holanda, el 1 de febrero de 1793. Esto inició una guerra de veintidós años, durante la cual Francia ganó enormes victorias, obtuvo enorme poder, y luego sufrió enormes derrotas y perdió todo. También creó la situación que hizo posible el Tratado de Jay y el Tratado de Pinckney.

Puesto que durante toda esta guerra Gran Bretaña luchó contra el poder francés del lado de la estabilidad conservadora, los federalistas se hicieron cada vez más probritánicos, y los demócratas republicanos, que no deseaban una Francia demasiado fuerte, se hicieron más tibiamente profranceses.

El comienzo de la guerra planteó a Estados Unidos un dilema. Según los términos de la alianza con Francia, podía parecer que los Estados Unidos debían acudir en ayuda de su vieja amiga. Ciertamente, Francia esperaba que lo hiciera. Por otro lado, Estados Unidos no estaba en condiciones de ir con ligereza a la guerra.

Los partidos se alinearon como se esperaba. Hamilton y los federalistas insistían en que el tratado con Francia había sido hecho con Luis XVI y había muerto con este monarca. Jefferson y los demócratas republicanos sostenían que el tratado había sido hecho con el pueblo francés y tenía más validez que nunca ahora que el pueblo dominaba en la nación.

Washington vacilaba, y luego halló una salida magistral. Sin aceptar ni negar la validez del tratado, sencillamente señaló que éste exigía a Estados Unidos acudir en ayuda de Francia si ésta era atacada. Puesto que era Francia la que había declarado la guerra, Francia era la atacante, no la atacada, y Estados Unidos quedaba libre de la obligación de ir en su ayuda. Por ello, el 22 de abril de 1793 proclamó la neutralidad en el conflicto europeo. A fin de endulzar esto un poco para Francia, también aprovechó la oportunidad para reconocer la República Francesa.

Pero antes de que los Estados Unidos proclamasen su neutralidad, la nueva República Francesa había enviado un ministro a los Estados Unidos, quien cruzó el océano con la firme creencia de que hallaría un aliado entusiasta. El ministro era Edmond Charles Genét. Puesto que los revolucionarios franceses habían abolido todos los títulos y decretado que había que dirigirse a todo el mundo, sin excepción, como «ciudadano», comúnmente es llamado en los libros de historia el «Ciudadano Genét».

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