Al día siguiente por la mañana me retrasé; no encontré a Saint-Loup, que había salido ya para ir a almorzar al castillo vecino de que me había hablado. A eso de la una y media me disponía a ir al acaso al cuartel para estar allí cuando Roberto llegase, cuando, al atravesar una de las venidas que llevaban a aquél, vi, en la misma dirección en que yo iba, un tílburi que, al pasar junto a mí, me obligó a hacerme a un lado: lo conducía un suboficial con el monóculo en el ojo; era Saint-Loup. A su lado iba el amigo en cuya casa había almorzado y con quien ya me había encontrado una vez en el hotel donde cenaba Roberto. No me atreví a llamar a éste, como no iba solo; pero, queriendo que se detuviese para que me llevara consigo, atraje su atención con un gran saludo que bien se veía era motivado por la presencia de un desconocido. Sabía yo que Roberto era miope, y, sin embargo, creía que sólo con que me viese no dejaría de reconocerme; pero es el caso que vio el saludo perfectamente y lo devolvió, pero sin pararse; y al alejarse a toda prisa, sin una sonrisa, sin que un músculo de su fisonomía se moviese, se contentó con tener por espacio de dos minutos la mano alzada hasta el borde del quepis, como si hubiese respondido a un soldado a quien no hubiera conocido. Corrí hasta el cuartel, pero aún estaba lejos; cuando llegué, el regimiento formaba en el patio, donde no me dejaron quedarme. Desolado por no haber podido despedirme de Saint-Loup, subí a su habitación. Ya no estaba allí; pude informarme de él por un grupo de soldados enfermos, reclutas rebajados de marcha, un mozo bachiller, un veterano, que veían formar al regimiento.
—¿No han visto ustedes al sargento Saint-Loup? —pregunté.
—Ha bajado, señor —dijo el veterano.
—No le he visto —dijo el bachiller.
—¿No le has visto? —dijo el veterano, sin ocuparse ya de mí—. ¿No has visto a nuestro famoso Saint-Loup? Está que quita la cabeza con su uniforme nuevo. ¡Cuándo lo vea el capitán! Paño de oficial.
—¡Quita de ahí! ¡Paño de oficial! —dijo el mozo bachiller, que, rebajado de servicio por enfermo, no salía de marcha y se ensayaba, no sin cierta inquietud, en mostrarse audaz con los veteranos—. Ese paño de oficial tiene tanto de paño como de cualquier otra cosa.
—¿Cómo, señor? —preguntó con cólera el
veterano
que había hablado del uniforme.
Estaba indignado de que el mozo bachiller pusiera en duda que el uniforme aquel fuese de paño de oficial; pero, como bretón que era, nacido en un lugar que se llama Penguern-Stereden, había aprendido el francés con tanta dificultad como si hubiera sido inglés o alemán, y cuando se sentía poseído por alguna emoción decía dos o tres veces
señor
para darse tiempo a encontrar las palabras, y luego de esta preparación se entregaba a su elocuencia, contentándose con repetir algunos vocablos que conocía mejor que los otros, pero sin prisa, tomando precauciones contra su falta de costumbre de la pronunciación.
—¡Ah!, ¿conque tiene tanto de paño como de cualquier otra cosa? —prosiguió, con una cólera que aumentaba progresivamente la intensidad y la lentitud de su expansión—. ¡Ah!, ¿conque como de otra cosa cualquiera?… Cuando te digo yo que es paño de oficial, cuando te-lo-digo, puesto-que-te-lo-digo, será que lo sé de buena tinta, me parece a mí.
—¡Ah, entonces…! —dijo el mozo bachiller, vencido por esta argumentación—. Si es así, no voy a ser yo quien te lo discuta.
—¡Hombre!, ahí va precisamente el capitán. Pero repara en Saint-Loup, en el modo que tiene de echar la pierna. Cualquiera dice que es un suboficial… Y el monóculo, ¡ah!, lo que es ése va a cualquier parte.
Pedí a estos soldados, a quienes mi presencia no cohibía ni poco ni mucho, que me dejasen mirar también por la ventana. No me pusieron obstáculo a ello, ni cambiaron de lugar. Vi pasar majestuosamente al capitán de Borodino, que hacía trotar a su caballo y parecía hacerse la ilusión de que se encontraba en la batalla de Austerlitz. Algunos transeúntes se habían reunido ante la verja del cuartel para ver salir al regimiento. Tieso en su caballo, ligeramente carnoso el rostro, las mejillas de una plenitud imperial, lúcida la mirada, el príncipe debía de ser juguete de alguna alucinación, como yo mismo lo era cada vez que, después de haber pasado un tranvía, el silencio que seguía a su fragor me parecía recorrido y estriado por una vaga palpitación musical. Me sentía desolado por no haberle dicho adiós a Saint-Loup; pero así y todo me marché, porque mi única preocupación era la de volver al lado de mi abuela: hasta ese día, en aquella pequeña ciudad, cuando pensaba en lo que mi abuela, sola, hacía, me la representaba tal como estaba conmigo, pero suprimiéndome a mí mismo, sin tener en cuenta los efectos de esta supresión en ella; ahora tenía que librarme cuanto antes, en sus brazos, del fantasma, hasta entonces insospechado y súbitamente evocado por su voz, de una abuela realmente separada de mí, resignada, que tenía —cosa que nunca le había conocido aún— una edad determinada, y que acababa de recibir una carta mía en el piso vacío en que ya me había imaginado a mamá cuando mi viaje a Balbec.
Desgraciadamente, fue ese fantasma lo que vi cuando, habiendo entrado en el salón sin que mi abuela estuviese advertida de mi vuelta, la encontré leyendo. Allí estaba yo, o, mejor dicho, aún no estaba allí, puesto que ella no lo sabía, y como una mujer a quien se sorprende cuando está haciendo una labor que esconderá si alguien entra, se había entregado a pensamientos que jamás había mostrado delante de mí. De mí —por ese privilegio que no dura y en que tenemos durante el breve instante del regreso la facultad de asistir bruscamente a nuestra propia ausencia— no había allí más que el testigo, el observador, con sombrero y gabán de viaje; el extraño que no es de la casa, el fotógrafo que viene a tomar un clisé de unos lugares que no volverán a verse. Lo que, mecánicamente, se produjo en aquel momento en mis ojos cuando vi a mi abuela, fue realmente una fotografía. Nunca vemos a los seres queridos como no sea en el sistema animado, en el movimiento perpetuo de nuestra incesante ternura, que, antes de dejar que las imágenes que su rostro nos presenta lleguen hasta nosotros, arrebata en su torbellino a esos seres, los lanza sobre la idea que de ellos nos formamos desde siempre, hace que se adhieran a ella, que coincidan con ella. Atribuyendo como atribuía yo a la frente, a las mejillas de mi abuela la significación de lo más delicado y más permanente que había en su espíritu, puesto que toda mirada habitual es una nigromancia y que todo rostro a que tenemos amor es espejo del pasado, ¿cómo no había de haber omitido yo en su semblante lo que en mi abuela había podido envejecer y cambiar, cuando, aun en los espectáculos más indiferentes de la vida, nuestro ojo, cargado de pensamiento, desdeña, como pudiera hacer una tragedia clásica, todas las imágenes que no concurren a la acción y retiene exclusivamente aquellas que pueden hacer inteligible el fin de la misma? Simplemente con que, en lugar de nuestro ojo, sea un objetivo puramente material, una placa fotográfica, lo que haya mirado, entonces lo que veremos en el patio del Instituto, por ejemplo, será, en lugar de la salida de un académico que quiere llamar un coche de punto, sus titubeos, sus precauciones para no quedarse atrás, la parábola de su caída, como si estuviese ebrio o el suelo estuviera cubierto de escarcha. Lo mismo ocurre cuando alguna cruel astucia del azar impide que nuestra inteligente y piadosa ternura acuda a tiempo de ocultar a nuestras miradas lo que jamás deben contemplar, cuando esas miradas la dejan atrás, llegan antes que ella y, abandonadas a sí mismas, funcionan mecánicamente, a la manera de una película, y en lugar del ser querido que ya no existe desde hace mucho, pero cuya muerte nunca había deseado esa ternura nuestra que nos fuese revelada, nos muestran al ser nuevo que cien veces cada día vestía aquélla de un amado y engañoso parecido. Y así como un enfermo que desde hace mucho tiempo no se había visto a sí mismo y venía componiendo a cada momento el semblante que no ve, ajustándolo a la imagen ideal que de sí mismo lleva en su pensamiento, retrocede al percibir en un espejo, en medio de un rostro árido y desierto, la prominencia oblicua y sonrosada de una nariz gigantesca como una pirámide de Egipto, así yo, para quien mi abuela era todavía yo mismo, yo, que jamás la había visto fuera de mi alma, siempre en el mismo lugar del pasado, a través de la transparencia de los recuerdos contiguos y superpuestos, de repente, en nuestro salón, que formaba parte de un mundo nuevo, el del tiempo, el mundo en que viven los extraños de quienes se dice «lleva bien su vejez», por vez primera y sólo por un instante, porque desapareció bien pronto, distinguí en el canapé, bajo la lámpara, colorada, pesada y vulgar, enferma, soñando, paseando por un libro unos ojos un poco extraviados, a una vieja consumida, desconocida para mí.
Al pedirle que fuésemos a ver los Elstir de la señora de Guermantes, Saint-Loup me había dicho: «Yo respondo de ella». Y, desgraciadamente, en efecto, sólo él había respondido. Respondemos fácilmente de los demás cuando, al disponer en nuestro pensamiento las figurillas que los representan, las hacemos moverse a nuestro antojo. Claro está que hasta en ese momento tenemos en cuenta que las dificultades provienen de la naturaleza de cada uno, diferente de la nuestra, y no dejamos de recurrir a tal o cual medio de acción asistido de poder sobre esa naturaleza, interés, persuasión, emoción, que neutralice las inclinaciones contrarias. Pero esas diferencias respecto de nuestra naturaleza es nuestra propia naturaleza la que las imagina, somos nosotros quienes ponemos esas diferencias; somos nosotros quienes dosificamos esos móviles eficaces. Y cuando los movimientos que hemos hecho repetir en nuestro espíritu a la otra persona y que la hacen obrar a nuestro antojo queremos hacérselos ejecutar en la vida, todo cambia, chocamos con resistencias no previstas, que pueden ser invencibles. Una de las más poderosas es, sin duda, la que puede desarrollar, en una mujer que no ama, la repulsión que le inspira, insuperable y fétida, el hombre que la ama: durante las largas semanas que estuvo aún Saint-Loup sin volver a París, su tía, a quien no dudaba yo que habría escrito él para rogarle que lo hiciera, ni una sola vez me instó a que fuese a su casa a ver los cuadros de Elstir.
Recibí muestras de frialdad por parte de otra persona de la casa. Fue de Jupien. ¿Le parecería que debía haber entrado a saludarle, a mi regreso de Doncières, antes de haber subido siquiera a mi casa? Mi madre me dijo que no, que no había por qué extrañarse. Francisca le había dicho que era así, que le acometían bruscos arrechuchos de mal humor, irrazonado. Al cabo de poco tiempo se le pasaban.
A todo esto, acababa el invierno. Una mañana, después de algunas semanas de aguaceros y tormentas, oí en mi chimenea —en lugar del viento informe, elástico y sombrío que me removía con el deseo de irme a orillas del mar— el zurear de los pichones que anidaban en la medianería: irisado, imprevisto como un primer jacinto, desgarrando dulcemente su corazón nutricio para que de él brotase, malva y satinada, su flor sonora, haciendo entrar, como una ventana abierta, en mi alcoba, cerrada y en tinieblas aún, la tibieza, el deslumbramiento, la cansera de un primer día bueno. Aquella mañana me sorprendí canturreando una cancioncilla de
café-concert
que había olvidado desde el año en que debía haber ido a Florencia y a Venecia. Tan profundamente obra la atmósfera, al azar de los días, sobre nuestro organismo, y extrae de las oscuras reservas en que las habíamos olvidado las melodías inscritas que nuestra memoria no ha descifrado. Un soñador más consciente acompañó bien pronto al músico que escuchaba yo en mí sin haber reconocido siquiera, al pronto, lo que canturreaba.
Me daba perfecta cuenta de que no pertenecían particularmente a Balbec las razones en virtud de las cuales, al llegar allí, no había encontrado ya en su iglesia el encanto que tenía para mí antes de que la conociese; que en Florencia, en Parma o en Venecia tampoco podría mi imaginación sustituir a mis ojos para mirar. Lo sentía. Del mismo modo, una tarde de primero de año, casi de noche ya, había descubierto, ante una cartelera, la ilusión que hay en creer que ciertos días de fiesta difieren esencialmente de los demás. Y, sin embargo, no podía impedir que el recuerdo del tiempo durante el cual había creído pasar en Florencia la Semana Santa siguiese haciendo de ésta como la atmósfera de la ciudad de las Flores, dando al mismo tiempo al día de Pascua algo de florentino, y a Florencia algo de pascual. La semana de Pascuas estaba lejos aún; pero en la hilera de días que se extendía ante mí, los días santos se recortaban más claros al final de los días que caían en medio. Tocados por un rayo luminoso, como ciertas casas de un pueblo que divisamos a lo lejos en un efecto de luz y sombra, retenían sobre sí todo el sol.
El tiempo se había vuelto más templado. Y hasta mis padres, al aconsejarme que pasease, me deparaban un pretexto para continuar mis salidas por la mañana. Había querido yo suspenderlas, porque en ellas me encontraba con la señora de Guermantes. Pero justamente por eso me pasaba todo el tiempo pensando en esas salidas, lo cual me hacía encontrar a cada instante una nueva razón para salir, que no tenía relación ninguna con la señora de Guermantes y me persuadía fácilmente de que, aun cuando ésta no hubiera existido, no por ello hubiera dejado yo de pasearme a esa misma hora.
¡Ay!, si el encontrarme con cualquier otra persona que ella hubiera sido indiferente para mí, sentía que, para ella, encontrarse con otro cualquiera que yo hubiera sido tolerable. En sus paseos matinales le ocurría recibir el saludo de muchos necios y que por tales tenía ella. Pero consideraba su aparición, si no como una promesa de goce, por lo menos como efecto de la casualidad. Y los paraba, a veces, porque hay momentos en que necesita uno salir de sí, aceptar la hospitalidad del alma de los demás, a condición de que ese alma, por modesta y fea que pueda ser, sea un alma ajena, al paso que sentía con exasperación que lo que hubiera encontrado en el corazón mío era a ella misma. Así, hasta cuando tenía para tomar el mismo camino otra razón que la de verla, temblaba yo como un culpable en el momento en que pasaba ella, y a veces, por neutralizar lo que de excesivo pudiera haber en mi adelantarme, respondía apenas a su saludo o clavaba en ella los ojos sin saludarla ni conseguir otra cosa que irritarla todavía más y hacer que encima empezase a parecerle insolente y mal educado.