Authors: Jesús Sánchez Adalid
El patio comunicaba con el diván, al fondo, cerrado por una cortina que dejaba escapar la luz por las rendijas. «Estará perfumándose y rebozándose en sedas», imaginó Abuámir. No andaba descaminado: cuando se descorrió la cortina, apareció la Bayumiya recostada en los cojines, arreglándose las uñas, rodeada de sus enormes y suntuosos gatos. Era una mujer grande, de cuerpo prieto y bellos rasgos, nueve o diez años mayor que él, tal vez más. Abuámir se acordó de la primera vez que la vio en aquel mismo sitio, hacía un año, cuando ella le solicitó por medio de su criada, con el pretexto de que le redactara unas cartas y ordenara los papeles de su marido. ¿Acaso pensó que el joven estudiante era tonto? Abuámir se dio cuenta enseguida de que ella se había prendado de él, en algún mercado, junto a la fuente o por la calle, y que había intentado invertir los papeles de la seducción —así era más sencillo—, haciéndose la viuda sola encerrada en casa, en cuya vida había irrumpido un impetuoso joven conquistador. Pero Abuámir tomó las riendas del asunto; no era él un hombre fácil de manejar. Venía a verla cuando le daba la gana, después de unas copas, cuando se sentía solo… Por lo demás, no se veía en absoluto obligado por aquella relación. Eso a ella la sacaba de sus casillas. Había dominado a sus anchas al gordo y fofo de su marido y tal vez creyó que todos los hombres estaban hechos de la misma materia.
Ahora estaba enfurruñada, como otras veces, fruncidos los labios pintados de color cereza y la mirada puesta en la lima de uñas, para no cruzarse con los hipnóticos ojos de su amado. Abuámir se dejó caer sobre los cojines.
—¿Te estás afilando las uñas para arañarme, gatita? —le dijo con sorna.
—¡Tres meses, tres, sin verte por aquí! —refunfuñó ella, sin levantar la cabeza.
Abuámir se aproximó más. Se sabía de memoria aquel juego. Extendió cuidadosamente la mano y cogió con los dedos la barbilla redondita y firme de la Bayumiya.
—Ga-ti-ta —repitió endulzando la voz cuanto pudo.
Ella le apartó de un manotazo. Abuámir entonces se puso en pie.
—¡Bien, me voy! —exclamó.
Pero ella levantó los ojos e hizo un mohín malicioso.
—¡Harisa! ¡Harisa, trae el vino! —ordenó a su criada.
Se arrojó a la cintura de Abuámir y lo atrajo hacia sí sobre el diván. El se desmadejó y dejó que llovieran las caricias y los besos, mientras sus manos se perdían entre las perfumadas y vaporosas sedas.
Cuando las primeras luces entraron por las ventanas, Abuámir despertó con la boca pastosa y se descubrió amarrado por los brazos de la Bayumiya. Quiso escabullirse con cuidado, como había hecho en otras ocasiones, pero la presa se cerró aún más. Permaneció así un rato, resignado, esperando la ocasión para iniciar de nuevo la maniobra de escape. Lo intentó una vez más. Imposible.
—Hummm —dijo ella en tono casi inaudible—. Quédate para siempre. Aquí nunca va a faltarte de nada.
Abuámir se removió, incomodado por aquella proposición.
—Podrías administrar mi fortuna —insistió ella—. Últimamente me he dado cuenta de que soy una inútil para los negocios.
—¡Ja! —exclamó él incorporándose—. ¡Yo no he nacido para eso!
Ella tiró hacia sí de él, pero al no conseguir rodearle de nuevo con los brazos, apoyó suavemente la cabeza en la espalda del joven.
—El Profeta administraba los bienes de una viuda rica —sugirió—. ¿Eres tú acaso más que el Profeta?
—¡Vamos, no digas tonterías! —replicó él—. Nadie ha dicho que Mahoma fornicara con aquella mujer.
Al oír esto, la Bayumiya le clavó los dientes y las uñas en la espalda. Abuámir se volvió y la abofeteó una, dos y hasta tres veces, antes de levantarse para ponerse la ropa. Ella saltó desde el diván y se acurrucó a sus pies; le abrazó los tobillos y sollozó.
—¡No, por favor, no te vayas así! —suplicó.
Abuámir se desprendió de aquellos brazos que le aferraban como un nudo y corrió hacia el patio.
—¡Maldito, cerdo! —gritó ella—. ¡No vuelvas, no vuelvas jamás!
El muchacho se topó de frente con el fresco de la madrugada. Avanzó con paso firme por la calle en dirección a su casa. Deseaba que aquello no hubiera sucedido; pero se justificó pensando que no había sido culpa suya. Al llegar a la esquina de su calle, pasó junto a la puerta de la pequeña mezquita de al-Muin. La fiesta del santo había concluido. Algunos fieles yacían desparramados sobre las gradas de la entrada, vencidos por la fatiga del delirio místico o por la borrachera. Abuámir se detuvo y sintió el calor húmedo y blando que salía del interior de la mezquita, almacenado allí por la concentración humana de todo el día anterior y por la multitud de velas encendidas. Vio el túmulo que albergaba las reliquias del santo, cubierto por un paño de lino verde bordado en oro, y que en su soledad parecía descansar de la pasada barahúnda.
—Lo que Dios quiere sucede; lo que Él no quiere no sucede —le dijo a la tumba.
Después tuvo que aporrear varias veces la puerta de su casa, pues el criado Fadil era duro de oído. Una vez en su dormitorio, se desplomó en el colchón y se sumió en un plácido y profundo sueño.
En torno al mediodía le despertaron unos fuertes golpes que venían de la puerta de la calle. Estaba empapado en sudor y se enfureció por no haber podido continuar durmiendo hasta la tarde. En la puerta volvieron a sonar unas llamadas impacientes.
—¡Fadil, idiota, la puerta! ¿No oyes? —gritó.
—¡Voy, voy! —respondió Fadil—. ¡Malditos mendigos!
El criado tiró del grueso portalón. Frente a él apareció un hombrecillo andrajoso, con las barbas y el cabello crecidos, grises y grasientos.
—¡No, no y no! —le gritó Fadil—. ¡Mi amo no está! ¡No tengo monedas!
—Pero, Fadil, ¿no me reconoces? —le dijo aquel hombre harapiento.
—¡Señor! —exclamó Fadil. Se arrojó de rodillas y besó los pies de su amo. Luego le besó las manos una y otra vez, sollozando.
Abuámir, por su parte, intentaba volver a conciliar el sueño, ajeno a lo que estaba sucediendo en el zaguán de la casa.
Hasta que le sobresaltaron los gritos de Fadil:
—¡Amo Abuámir! ¡El señor ha regresado de su peregrinación! ¡Mi señor Aben-Bartal ha vuelto! ¡Dios sea loado!
El joven saltó de la cama y, desnudo como estaba, se llegó hasta el patio en tres saltos. Allí, frente a él, estaba su tío Aben-Bartal, como un muerto resucitado. Jamás imaginó Abuámir que llegaría aquel momento, pues sabía que muchos venerables ancianos morían en aquel viaje extenuante. Miró al peregrino de arriba abajo; estaba decrépito y consumido, pero con los ojos fervientes y vivos. Abuámir le tendió los brazos y su tío le abrazó tembloroso y con el corazón palpitante.
—¡Estoy en casa, Abuámir, querido! —le dijo—. ¡Dios sea loado!
—¡Dios sea loado! —repitió Abuámir.
Córdoba, año 959
Había sido un día largo y tedioso para Asbag. Por la mañana estuvo en la escuela de San Zoilo, escuchando una y otra vez la monótona recitación de las oraciones, doctrinas y misterios; y por la tarde, en el taller, donde los copistas se habían mostrado más torpes que nunca, equivocándose varias veces, por lo que hubo que repetir algunas de las páginas que estaban ya casi terminadas. Sería por el calor. A última hora, todavía quedaba uno de los muchachos clavado ante el escritorio, intentando acabar su tarea; el sudor le caía por las sienes y a cada momento se secaba las manos humedecidas en un paño renegrido. Asbag se acercó a él y observó el rollo inconcluso. El copista se puso aún más nervioso y llevó la mano temblorosa al códice, mientras se apretaba con los labios el filo de la lengua; miró al maestro de reojo, y se le fue un largo borrón de tinta sobre el papel.
—Bien, déjalo ya —le dijo Asbag—; la luz ya no es suficiente. Pero acude mañana temprano para terminar lo de hoy.
El muchacho suspiró aliviado, recogió sus cosas y se despidió sonriente. Asbag cerró el taller y se encaminó con paso firme por la calle de los libreros. Comprobó que había sido el primero en cerrar aquella tarde, pero decidió dejar los remordimientos para otra ocasión. Antes del atardecer todo era suave y vaporoso: los colores, el dorado reflejo del sol en los alféizares y las cornisas, los sonidos de la ciudad, activa aún, pero esperando la llamada a la oración de la tarde. Faltaba todavía un buen rato para las vísperas y decidió ir dando un rodeo, sin prisas, para despejarse. Mientras caminaba entre la gente que abarrotaba a esas horas la calle, iba pensando en su propia vida, como solía sucederle últimamente cada vez que se encontraba solo. Había cumplido recientemente los treinta años, y una inevitable sensación de rutina había caído sobre él. No es que no le viera sentido a su misión en la escuela de San Zoilo; ni que creyera innecesaria la función del taller de copia: los códices eran imprescindibles para mantener una liturgia pura y unificada, ahora que se había conseguido que los presbíteros aprendieran a leer, abandonado ya el sistema memorístico que había prevalecido entre el clero analfabeto de los últimos años. Desde luego, la confianza que le había demostrado el obispo encomendándole el taller era para sentirse orgulloso. Pero le faltaba algo. Y lo peor de todo era que Asbag no sabía dar con la clave de la desgana y la apatía que le embargaban últimamente. Sin buscar nada en concreto, fue pasando la vista por los objetos de cobre que colgaban en torno a la puerta de uno de los establecimientos. Finalmente, se fijó en una lamparilla plana que pendía de una fina cadena y pensó que sería la adecuada para el presbiterio de San Zoilo; pero, cuando se disponía a fijar el precio con el artesano, oyó que alguien le llamaba.
—¡Maestro Asbag! ¡Maestro Asbag! —gritó agitando los brazos Seluc, el muchacho que limpiaba el taller y vigilaba la entrada. Asbag le miró.
—¿Pasa algo, Seluc? —preguntó.
—He ido hasta tu casa —respondió el muchacho—; pero no estabas. Me imaginé que habrías venido al mercado del cobre. —Se detuvo para recuperar el resuello—. Y, gracias a Dios, te he encontrado.
—¿Y bien…?
—¡Fayic al-Fiqui ha regresado de la peregrinación! —respondió el muchacho sonriendo—. Acaba de enviar un criado al taller, y como éste ha encontrado la puerta cerrada antes de la hora, me ha pedido a mí que fuera a buscarte.
—¡Fayic, Fayic al-Fiqui! —exclamó Asbag con el rostro iluminado—. ¡Bendito sea Dios! ¿Dónde está?
—Te espera en su casa, donde, por lo visto, ya se han reunido sus amigos y vecinos para felicitarle.
Asbag soltó la lamparilla y, sin decir palabra, corrió calle arriba sorteando a la gente que abarrotaba el mercado.
Las puertas de la casa de Fayic estaban abiertas de par en par. En el mismo umbral se agolpaban los mendigos esperando obtener su parte de la generosidad del peregrino recién llegado. «La noticia ha corrido pronto», pensó Asbag. En efecto, ya en el patio, se encontró con un remolino de gente: parientes, vecinos o simples curiosos, en actitud bulliciosa, ávidos de conocer los detalles del viaje. Asbag se abrió paso entre ellos. Fayic estaba de espaldas, saludando a unos y a otros, todavía con la ropa sucia y ajada del viaje, los pies ennegrecidos y el cabello grasiento y alborotado sobre los hombros.
—¡Fayic! —le gritó—. ¡Fayic, Fayic al-Fiqui!
Él se volvió y buscó con los ojos a quien le llamaba. Estaba delgado, muy delgado; el cuello le asomaba fino y tostado, la barba crecida, lacia, y el rostro quemado, agrietado por el sol y el polvo de innumerables caminos. En su mirada, brillante y perdida, Asbag adivinó enseguida el vivo delirio del que ha visto el mundo, vasto y multiforme, poblado de gentes diversas y sembrado de indescriptibles paisajes.
—¡Asbag, Asbag aben-Nabil! —exclamó el peregrino.
Los dos amigos se abrazaron y Asbag notó los huesos de Fayic, pegados a la piel, en su cuerpo ligero y debilitado por los largos meses del viaje.
—Lo conseguiste —le susurró al oído—; fuiste a la tierra del Profeta y has regresado, ¡Dios sea bendito!
—¡Bendito y alabado! ¡Misericordioso, rico en piedad! —exclamó Fayic con un hilo de voz temblorosa.
Una mujer se hizo escuchar entonces con autoridad.
—¡Hala, hala! ¡Ya está bien! —Era Rahira, la madre de Fayic, gorda y poderosa, que batió palmas para llamar la atención—. Cada uno a su casa, que Fayic viene muerto. Cuando haya descansado podréis venir a que os cuente. Pero, ahora, ¡por Dios!, dejadle en paz; no vayamos a rematarle entre todos.
Los visitantes se resistían, pero terminaron por obedecer. Fayic los acompañó hasta la puerta, visiblemente atontado, con la mirada perdida aún y los labios flojos, casi babeando.
—Pasado mañana después de la oración os espero a todos —dijo apoyado en el alféizar.
Cuando las puertas se cerraron, la gente se alejó por la calle, comentando el suceso, y Asbag tomó el camino de Santa Ana, para las vísperas, que las campanas anunciaban ya tintineando débilmente.
El jueves por la tarde, amigos y parientes volvieron a reunirse en casa de Fayic. Las losas del patio, recién regadas, exhalaban su perfume húmedo y fresco, mezclado con el de las enredaderas y los sándalos que trepaban desde las jardineras por las columnas y los arcos. En el centro estaban expuestas amplias mesas cubiertas por finos manteles y repletas de doradas bandejas llenas de dulces, panecillos, empanadas, cabezas de carnero, berenjenas rellenas, aceitunas y alcaparrones. Las copas y las jarras eran de vidrio fino, y las jofainas para la ablución contenían agua y coloridos pétalos de rosas. En los extremos del patio, dos grandes braseros con las ascuas encendidas asaban largas broquetas donde se apretaban los pajarillos, los pedazos de carne adobada y los peces. El olor era delicioso. No podía ser de otra manera; el regreso de un peregrino exigía lo mejor del menaje, tanto del propio como del ajeno; porque seguramente muchas de aquellas alfombras, cojines, vasos preciosos y macetas habían venido de las casas de los vecinos o de las familias de la tribu.
Fayic al-Fiqui era arquitecto, hijo y nieto de arquitectos, consagrados durante varias generaciones a la gran mezquita. Al no existir diferencia entre lo escrito en papel y lo escrito en piedra, los amigos de la familia eran gente de letras. Entre las amistades predominaban los magistrados y los empleados del cadí: gramáticos, copistas y hombres que pasaban la vida entre libros. Asbag conocía bien a un buen número de los que se habían congregado aquella tarde en la casa de su amigo: a Abu-Becr, el coraixita; a Abu-Alí Calí, de Bagdad, que le había encargado frecuentemente copias de sus tratados sobre curiosidades de los árabes antiguos; a Ben al-Cutía, el gramático más sabio, según el parecer de muchos, y a varios de los escribientes y maestros que pujaban por hacerse un sitio entre los grandes. En general era gente de segunda fila; administradores y subalternos de la nobleza, próximos a la corte, pero que no habían accedido a los principales palacios salvo para prestar algún servicio o pedir algún favor.