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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (52 page)

BOOK: El mozárabe
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El conde obedeció y los bueyes fueron conducidos hacia el exterior del campamento. Poco después, los vikingos depusieron su actitud y regresaron a Hedeby.

—Bueno, parece que todo ha terminado —dijo el abad.

—¡Gracias a Dios! —exclamó el arzobispo—. Bien, mañana mismo partiremos hacia Helling. Cuanto antes lleguemos, mejor. El demonio campa por estas tierras y es urgente expulsarlo consagrando el reino al Señor Jesucristo.

Luego se volvió hacia Asbag y le dijo:

—Y tú, hermano obispo de Córdoba, vendrás conmigo a la corte de Harald. Un prelado más en la celebración aumentará la solemnidad. Así se hará más presente la Iglesia universal.

Capítulo 54

Córdoba, año 970

Envuelto en el agradable calor de las mantas, Abuámir percibió el fresco y húmedo aroma de madrugada. Abrió los ojos. Por la rendija de la tienda de campaña entraba una tenue claridad. En el exterior comenzaron a sonar las pisadas de los criados y el rumor de los preparativos y, al momento, el estruendoso coro de ladridos de la jauría impaciente.

Cazar en la montuosa extensión que comenzaba al pie mismo de los muros, en las traseras de Zahra, era un lujo reservado sólo para unos pocos: la parentela real, los altos dignatarios y los extranjeros invitados a la corte. Alhaquen jamás se concedió ese placer, posiblemente porque no suponía para él un goce comparable con su amor a los libros. Pero tampoco opuso inconveniente alguno a que las cacerías continuaran efectuándose en su territorio como en los tiempos de Abderrahmen. Lo cual suponía que solamente los fatas Chawdar y al-Nizami decidían quién podía participar en las mismas.

Abuámir fue invitado por primera vez. Le sorprendió que los grandes eunucos de palacio contaran con él; pero de ninguna manera podía negarse. Le embargó un sentimiento contradictorio: por un lado, era muy atractivo codearse con lo más granado del reino; pero por otro, intuía que Chawdar y al-Nizami pretendían liarle en una de sus complicadas intrigas palaciegas. Echó en falta más que nunca a su amigo Ben-Hodair, pero el visir no estaba en condiciones de acudir a ningún evento social, y mucho menos a una cacería.

La sierra de Córdoba era única para la caza del ciervo y el jabalí. Su bosque era tupido, con manchas de apretada jara y agrestes roquedales; pero permitía al caballero divisar desde su montura los amplios claros que se abrían de vez en cuando, limpios de carrascas, aunque con monte bajo hasta la cintura, donde los perros sabían conducir hábilmente a las piezas.

El día precedente a la cacería, los invitados se iban reuniendo en un campamento improvisado en las proximidades de la sierra, para evitar la pérdida de tiempo de trasladarse, aunque fuera temprano, desde Córdoba. Las tiendas estaban ya montadas, y los criados servían una frugal cena de bienvenida, donde todo el mundo tenía oportunidad de saludarse antes de irse temprano a dormir.

Los eunucos, que habían organizado la cacería, no se presentarían hasta el día siguiente, una vez finalizada la misma, puesto que no cazaban desde hacía tiempo, aunque seguían disfrutando de la concentración que suponía cada uno de estos eventos.

Cuando Abuámir llegó, conoció a una veintena de invitados: embajadores de los reinos cristianos, parientes del califa, visires y miembros de la familia real de alguno de los reinos asociados. Hubo presentaciones, saludos y algo de conversación por pura cortesía. Sin embargo, cuando el chambelán encargado de acomodar a los participantes comprobó que habían llegado todos, ordenó que se apagaran las antorchas, y los presentes se retiraron cada uno a su tienda.

Se permitía que, además de sus criados, cada invitado llevara a una persona de confianza, a modo de secretario o ayudante de armas, pero sin derecho a abatir piezas. Abuámir había escogido a Qut. Hacía tiempo que había incluido a su amigo en la administración de la tesorería real como jefe de intendentes. Qut era un trabajador impecable y una inestimable persona de confianza a la hora de prestar un servicio especial. Nadie como él entendía a Abuámir, y sólo de él aceptaba éste una sugerencia o un consejo. Era un subordinado, pero a la vez un amigo, con el que no podía andarse con secretos.

De madrugada, Abuámir se incorporó y vio el bulto menudo de Qut bajo las pieles al fondo de la tienda.

—¡Eh, Qut, es la hora! —le despertó.

—No he pegado ojo —dijo Qut sacando la cabeza—. Nunca he ido a una cacería, y en la primera que voy participan príncipes y visires. ¿Crees que podía dormir en medio de todo esto?

—¡Vamos! Nos espera un día maravilloso.

Los palafreneros aguardaban ya a la puerta, con los caballos enjaezados, sujetos por las bridas y con la aljaba repleta de picas de varios tamaños. A lo lejos, el estruendo de los ojeadores y los ladridos de los perros indicaban que habían comenzado ya su trabajo de levantar las piezas y espantarlas hacia la línea de caza.

A Abuámir y a Qut les correspondió ir al lado de un navarro grueso y de temperamento animoso, cuyo semblante resplandecía por la emoción.

Subieron a un cerro, descendieron por una vaguada y durante un rato fueron siguiendo el cauce de un arroyo.

—¿Tú has cazado alguna vez? —le preguntó Qut a Abuámir.

—Naturalmente —respondió él—. En la Axarquía solíamos salir con frecuencia a buscar jabalíes.

—¿Y qué hay que hacer?

—¡Ah! ¿Pero no lo sabes?

Qut se encogió de hombros.

—Bueno —prosiguió Abuámir—, si tenemos suerte, verás cómo se hace.

Detrás de una loma lejana, se oían las voces, los gruñidos y el jaleo de la refriega, pero no se veía nada.

—¡Por allí deben de estar liados con uno! —gritó el gigantón navarro.

En ese momento se escuchó a un lado un estrépito de pisadas, matas secas partidas y rugidos de mastín. Abuámir picó al caballo y se dirigió hasta allí. Enseguida aparecieron varios criados con lanzas.

—¡Dejadme a mí! —les ordenó él con firmeza.

Abuámir se lanzó al trote por entre las carrascas hacia un espacio cercano donde la espesura de las jaras se removía violentamente.

—¡Aguarda! —le gritaba desde atrás el navarro con su acento del norte—. ¡Uno solo no! ¡Nunca debe ir uno solo!

Abuámir volvió la cabeza y vio cómo el navarro se golpeaba contra una rama y caía de espaldas desde el caballo. Por un momento vaciló, dudando si volverse a socorrerle o seguir hacia donde los perros luchaban con algo.

De repente, apareció lanzado desde la espesura un enorme jabalí, exhibiendo unos gigantescos colmillos y perseguido solamente por un par de perros. Pasó por delante del caballo de Abuámir y tomó la dirección del navarro. Éste estaba aún sentado en el suelo y, grueso como era, se revolvió trabajosamente buscando su pica; sin embargo no pudo alcanzarla, puesto que había caído a varios metros. Los criados, a pie, estaban aún lejos, pero vieron lo que sucedía y comenzaron a gritar aterrados.

El jabalí embistió al navarro. Le pasó por encima como una centella varias veces, dando vueltas sobre sí mismo y haciendo jirones las ropas de su víctima, al tiempo que los perros lo acosaban sin poder alcanzarlo.

Enseguida Abuámir llegó al sitio de la refriega. Vio que desde el caballo no podía hacer nada y echó pie a tierra sin pensárselo. El jabalí, al verlo, se volvió hacia él, dejando al navarro. En la primera embestida Abuámir le hirió en la garganta. Luego le introdujo la pica en las fauces; pero la fiera se deshizo de ella cabeceando, enrarecida. Aprovechando que los perros estaban encima del jabalí, desenvainó la espada. Vio cómo uno de los mastines volaba por el aire y cómo el otro se arrastraba gimiendo y con las tripas colgándole del vientre. Al momento lo tenía a un palmo. Descargó un mandoble sobre él, pero el animal lo asió por el muslo y lo derribó. Sintió la cuchillada limpia del colmillo y pensó que en pocos segundos moriría destrozado. Pero en ese momento los criados estaban ya allí, cosiendo a lanzadas al jabalí. Abuámir se puso en pie de un salto y aún tuvo tiempo de rematarlo.

Cuando la fiera yació muerta se hizo un extraño silencio, roto tan sólo por el jadeo de los criados y el lastimero quejido de los mastines. Entonces apareció Qut al galope y se tiró del caballo. Vio al jabalí en el suelo y el resto de la escena.

—¡Dios! —exclamó—. ¡Pero qué…!

Abuámir se miró la pierna, tenía un enorme roto en el jubón y el blanco lino estaba manchado de sangre. Los criados se apresuraron a ver qué le había sucedido. Pero él les ordenó:

—¡No es nada! ¡Id a ver al navarro; debe de estar herido!

El navarro estaba lleno de magulladuras y tenía dos heridas, una pequeña en el antebrazo y otra mayor en la cabeza, por la que sangraba abundantemente.

—¡Ay, gracias a Dios! —se felicitaba de estar vivo—. ¡Creí que me mataba! ¡Por Santa María! ¡Por la Virgen bendita…!

Pusieron al navarro encima de su caballo y regresaron al campamento. Los criados se encargaron de transportar el jabalí muerto, sobre una mula, y todo el mundo se sorprendió al ver su tamaño…

La herida de Abuámir era alargada, pero poco profunda. Después de limpiarle la sangre y aplicarle ungüentos, se la cubrieron con una venda. Al navarro hubo que llevarlo a Córdoba. Pero él decidió quedarse para aguardar a la fiesta del final de la cacería.

La tarde se reservaba para la caza con halcones. Entonces fue cuando llegaron Chawdar y al-Nizami, junto con un buen número de eunucos del harén real. Y con ellos vino también el príncipe al-Moguira, el hermano del califa Alhaquen. Nada más llegar, se fueron hacia donde aguardaba el resto de los cazadores.

La sesión de cetrería tuvo lugar en el llano que se abría justo al pie de la sierra, en una extensión donde se alternaban los grandes alcornoques con los olivares salpicados de almendros florecidos.

Desde donde estaba instalado el campamento, Abuámir pudo contemplar a sus anchas el fantástico espectáculo que se desenvolvía en un amplio panorama con el Guadalquivir y Córdoba al fondo. La línea de ojeadores avanzaba desde el horizonte, barriendo las mieses verdes, los huertos y las vaguadas. Los cazadores se dirigían hacia ellos formando un abanico, cada uno en su caballo conducido por un palafrenero a pie, con su halcón sobre el puño, seguidos por los secretarios que tiraban de las mulas que transportaban en sus alcándaras a las otras aves de reserva encapuchadas.

Cada vez que volaba una paloma, una perdiz o una tórtola, uno de los halcones se lanzaba como una exhalación y hacía presa en ella, para gran regocijo de todos los participantes.

Más tarde les llegó su turno a las grandes águilas, para las que dieron larga a varias liebres. Algunas escaparon, pero la mayoría cayó bajo las garras de las nobles rapaces.

Cuando todos los cetreros regresaron, agotados por la larga jornada de caza, tuvo lugar una ablución general, con el agua que había llegado en grandes cubas transportadas en carretas. Después se llamó a la oración y cada uno se postró en su alfombra, frente a su tienda y en dirección a La Meca. El fuego del sol se apagaba en los montes, mientras los rezos se iban hacia la quibla, perdiéndose en el inmenso valle del Guadalquivir.

Más tarde vino la obscuridad y el campamento se convirtió en un remanso de luz en medio de las negras sombras del bosque.

En la tienda, Abuámir y Qut se preparaban para asistir a la fiesta.

—Nunca pensé que la caza del jabalí fuera algo tan peligroso —comentó Qut.

—Eso es porque nunca has ido a la del oso —repuso Abuámir, divertido.

—¿Del oso? ¡Qué locura!

—La próxima vez iremos. Verás qué emocionante.

—¡Ah, no! Muchas gracias. No cuentes conmigo. Con este susto he tenido suficiente.

—Bueno, uno no tiene por qué salir siempre herido. Lo de esta mañana fue un accidente. Lo normal es que se abata a la pieza sin más complicaciones.

—Y… ¿qué me dices del miedo que se pasa?

—Eso es el mayor aliciente. En cierta ocasión mi padre me contó que se acercó una vez hasta las cercanas regiones de África para cazar leones. En mi casa hay todavía una piel gigantesca que trajo de aquel viaje. ¡Eso sí que tiene que ser emocionante!

—La verdad —dijo Qut con resignación—, no le veo la gracia a jugarse la vida frente a una fiera. ¡Bastantes peligros tiene ya la vida!

Abuámir le miró con ternura. Era absurdo discutir; Qut siempre había sido completamente diferente de él. Para zanjar la cuestión dijo:

—Bien, vayamos a la fiesta. Allí nos aguardan peores fieras que las del bosque.

—¿Te refieres a los eunucos?

—Sí. Te confieso que estoy preocupado. Nunca puede saberse lo que tienen tramado esos dos.

—Te han invitado a la fiesta… Es un buen signo. Quizá pretenden ponerse a bien contigo de una vez por todas.

—Esperemos que así sea. Pero lo dudo; tienen demasiado odio hacia mí, acumulado desde todo aquel asunto de la sayida. Nunca podrán verme de otra manera, sino como a aquel que les quitó a los príncipes.

La fiesta del final de la cacería estaba preparada en una gigantesca tienda de campaña. Era el comienzo de la primavera y el rocío de la noche caía frío desde el firmamento despejado, por lo que se hacía necesario estar a cubierto.

Pero lo que no pudieron imaginarse es que habían improvisado un lujoso palacio en mitad del campo, despejando para ello un enorme claro en el bosque de encinas, completamente rodeado de largas varas clavadas en la tierra para sostener antorchas encendidas. Y en el medio habían levantado un espacioso aposento hecho con lonas, cuyo suelo estaba cubierto de alfombras y sus lados tapizados con vivos colores. Todo estaba lleno de suaves almohadones, de bajas mesitas nacaradas, figuras, jarrones y macetas; y se había esparcido un blanco manto de pétalos de flor de almendro, como una perfumada nevada que brillaba bajo la luz de infinidad de lamparillas colgantes.

—¿Esto es un sueño? —comentó Qut al entrar y contemplar aquella visión.

—Esto es para gozar —repuso Abuámir.

Los invitados fueron entrando y acomodándose a sus anchas, mientras iban siendo perfumados por los esclavos. La música sonaba ya y el vino estaba servido en sus bellas jarras sobre las mesas. Pero los anfitriones aún no habían aparecido.

Abuámir y Qut ocuparon su lugar y brindaron un par de veces, emocionados por la suerte de vivir aquel momento.

De repente, irrumpieron en el salón los eunucos Chawdar y al-Nizami, prodigando saludos y sonrisas, pero orgullosos y soberbios, cargados de la seguridad de saberse los hombres más poderosos del reino. Fueron a sentarse al fondo, sobre el lugar elevado que les correspondía, flanqueando el sitio reservado para el hermano del califa.

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