El monje (4 page)

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Authors: Matthew G. Lewis

BOOK: El monje
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—¿Quiénes estarán aquí?

—La vieja gallina y sus preciosos pollitos. ¡Vayamos dentro, luego sabréis toda la historia!

Lorenzo le siguió al interior de la catedral, y se ocultaron detrás de la estatua de San Francisco.

—Y ahora —dijo nuestro héroe—, ¿puedo tomarme la libertad de preguntar qué significa toda esta prisa y arrebato?

—¡Oh, Lorenzo! ¡Vamos a tener una gloriosa aparición! La priora de Santa Clara y todo su séquito de monjas van a venir aquí. Debéis saber que el piadoso padre Ambrosio (¡Dios le bendiga por ello!), no quiere salir bajo ningún concepto de su recinto; y dado que a todo convento de actualidad le es absolutamente necesario tenerle de confesor, las monjas se ven obligadas a visitarle en la abadía. Ya que la montaña no va a Mahoma, Mahoma irá a la montaña. Y la priora de Santa Clara, para evitar mejor miradas impuras como las de vuestros ojos y las de este humilde servidor, considera conveniente traer a confesar a su santa grey al anochecer; va a acceder a la capilla de la abadía por aquella puerta privada. La hermana portera, que es un alma bendita, y muy amiga mía, me acaba de asegurar que estarán aquí dentro de unos momentos. ¡Hay noticias para vos, bribón! ¡Vamos a ver a una de las caras más preciosas de Madrid!

—En verdad, Cristóbal, que no haremos tal cosa. Las monjas van siempre con velo.

—¡No, no! Lo sé mejor que vos. Al entrar en un lugar sagrado, se quitan siempre el velo por respeto al santo al que está dedicado. ¡Pero mirad! ¡Ya llegan! ¡Silencio, silencio! Observad y os convenceréis.

«¡Bien! —se dijo Lorenzo—; ¡tal vez averigüe a quién van dirigidas las promesas de ese misterioso desconocido!»

Apenas hubo dejado de hablar don Cristóbal, cuando apareció la priora de Santa Clara, seguida de una larga procesión de monjas. Cada una, al entrar, se levantaba el velo. La priora se cruzó las manos sobre el pecho e hizo una profunda reverencia al pasar frente a la imagen de San Francisco, el patrono de la catedral. Las monjas siguieron su ejemplo, y varias pasaron sin haber satisfecho la curiosidad de Lorenzo. Casi había empezado a desesperar de ver aclarado el misterio, cuando, tras rendir homenaje a San Francisco, una de las monjas dejó caer el rosario. Al inclinarse a recogerlo le dio la luz de lleno en la cara. Al mismo tiempo, recogió hábilmente la carta de debajo de la imagen, se la metió en el pecho y corrió a ocupar su puesto en la procesión.

—¡Ajá! —dijo Cristóbal en voz baja—; aquí hay alguna pequeña intriga, sin duda.

—¡Santo Dios, Inés! —exclamó Lorenzo.

—¡Cómo! ¿Vuestra hermana? ¡Diablos! Entonces supongo que alguien purgará nuestra curiosidad.

—Y la purgará sin demora —aseguró el enfurecido hermano.

La piadosa procesión había entrado en la abadía. La puerta se había cerrado ya, tras ella. El desconocido abandonó inmediatamente su escondite y se dispuso a salir de la iglesia. Antes de conseguirlo, descubrió a Medina cerrándole el paso. El desconocido retrocedió y se echó el sombrero sobre los ojos.

—No intentéis huir de mí —exclamó Lorenzo—; sabré quién sois y qué contenía esa carta.

—¿Qué carta? —replicó el desconocido—, ¿y con qué derecho me preguntáis eso?

—Con un derecho por el que ahora me siento avergonzado; pero no os corresponde a vos preguntarme a mí. O respondéis con detalle a mis preguntas, o tendréis que responderme con la espada.

—Ese último modo será el más breve —replicó el otro, sacando su arma—. ¡Vamos, señor bravucón! ¡Estoy preparado!

Furioso de rabia, Lorenzo se lanzó al ataque: habían cruzado ya los adversarios varias estocadas cuando Cristóbal, que en ese momento tenía más sensatez que ninguno de los otros dos, se interpuso entre sus armas.

—¡Deteneos! ¡Deteneos! ¡Medina! —exclamó—. ¡Recordad las consecuencias de un derramamiento de sangre en suelo sagrado!

El desconocido soltó inmediatamente la espada.

—¿Medina? —exclamó—. ¿Dios mío, es posible? Lorenzo, ¿habéis olvidado completamente a Raimundo de las Cisternas?

El asombro de Lorenzo aumentaba a cada instante. Raimundo avanzó hacia él, pero con una expresión de sorpresa retiró su mano, que el otro estaba dispuesto a estrechar.

—¿Vos aquí, marqués? ¿Qué significa todo esto? Vos envuelto en una correspondencia clandestina con mi hermana, cuyo afecto...

—Siempre ha sido mía, y aún lo es. Pero no es éste lugar apropiado para explicaciones. Acompañadme a mi palacio y os lo contaré todo. ¿Quién os acompaña?

—Alguien a quien creo que habéis visto antes —replicó don Cristóbal—, aunque no probablemente en una iglesia.

—¿El conde de Ossorio?

—El mismo, marqués.

—No tengo ninguna objeción en confiaros mi secreto, pues estoy seguro de que puedo fiar en vuestro silencio.

—Entonces la opinión que tenéis de mí es mejor que la mía propia, por lo que debo rogaros que os abstengáis de tal confianza. Seguid vuestro camino, que yo seguiré el mío. Marqués, ¿dónde puedo encontraros?

—Como siempre, en el palacio de las Cisternas; pero recordad que estoy de incógnito, y que si deseáis verme, debéis preguntar por Alfonso de Alvarada.

—¡Bien! ¡Bien! ¡Adiós, caballeros! —dijo don Cristóbal, y se marchó inmediatamente.

—¿Cómo, marqués? —dijo Lorenzo con voz de sorpresa—. ¿Vos Alfonso de Alvarada?

—El mismo, Lorenzo. Pero, a menos que vuestra hermana os haya contado mi historia, tengo que referiros cosas que os asombrarán. Así que seguidme a mi palacio sin más dilación.

En ese momento el portero de los capuchinos entró en la catedral para cerrar las puertas. Los dos nobles se retiraron al punto y se dirigieron apresuradamente al palacio de las Cisternas.

—¡Bueno, Antonia! —dijo la tía, tan pronto como salió de la iglesia—, ¿qué piensas de nuestros galanes? Don Lorenzo parece un joven realmente cortés: Tenía la atención puesta en ti, y nadie sabe qué puede resultar de ello. En cuanto a don Cristóbal, declaro que es el mismísimo Fénix de la cortesía. ¡Tan galante! ¡Tan educado! ¡Tan sensible y tan tierno! ¡Bueno! Si hay un hombre capaz de hacerme renunciar a mi voto de no casarme, ése es don Cristóbal. Ya ves, sobrina, que todo sale exactamente como yo te decía: que en el mismo momento en que me presentase en Madrid, me vería rodeada de admiradores. ¿Has visto, Antonia, el efecto que ha causado en el conde el haberme quitado el velo? Y cuando le he presentado mi mano, ¿has observado con qué pasión la ha besado? ¡Si alguna vez he visto un amor de verdad, ha sido en el semblante de don Cristóbal!

Antonia había observado el gesto de don Cristóbal al besarle la mano; pero como había sacado una conclusión muy distinta de la de su tía, creyó prudente guardar silencio, cosa que vale la pena decir aquí, ya que es el único caso conocido.

La vieja dama siguió su discurso por este mismo derrotero hasta que llegaron a la calle donde estaba su alojamiento. Allí, una multitud congregada ante la puerta les obstruía el paso; de modo que se situaron al otro lado de la calle y trataron de averiguar qué había atraído a tanta gente. Unos minutos después, la muchedumbre se abrió en círculo, y Antonia descubrió en el centro a una mujer de extraordinaria estatura, la cual giraba repetidamente, una y otra vez, haciendo toda clase de gestos extravagantes. Su vestido estaba formado de trozos de sedas multicolores y lino fantásticamente combinados, aunque no sin gusto. Llevaba la cabeza cubierta con una especie de turbante, adornado con pámpanos y flores silvestres. Parecía muy tostada por el sol, y de piel aceitunada; tenía unos ojos llameantes y extraños, y llevaba en la mano una vara larga y negra con la que de cuando en cuando trazaba extrañas figuras en el suelo, alrededor de las cuales danzaba con todas las excéntricas actitudes de la locura y el desvarío. De repente, dejó de danzar, giró tres veces sobre sí con rápido movimiento, y tras detenerse un instante, cantó la siguiente balada:

LA CANCIÓN DE LA GITANA

¡Venid, dadme la mano! Mi arte supera

Cuanto ha conocido mortal alguno.

¡Venid, doncellas, venid! Mis mágicos espejos

Os mostrarán a vuestro esposo futuro:

Pues se me ha concedido el poder

De leer en el libro del destino;

Leer los designios que el cielo decreta

Y sumergirme en el porvenir.

Guío el carro plateado de la luna,

Sujeto los vientos con mágicas ligazones,

Hago dormir al dragón rojo

Que vigila sobre el oro sepultado:

Protegida con hechizos, indemne me aventuro

Hasta el aquelarre extraño de las brujas;

Sin miedo entro en el círculo del hechicero

Y sin daño camino sobre serpientes dormidas.

¡Mirad! Aquí están los hechizos poderosos

Que aseguran la fidelidad del marido,

Y éste, compuesto a media noche,

Despertará el amor del joven más frío:

Si una joven se ha entregado demasiado,

Este filtro puede reparar lo que perdió,

Remoza el rubor de la mejilla

Y éste vuelve blanco el oscuro color.

Escuchad en silencio, mientras descubro

Qué veo en mi espejo de la fortuna;

Y cada una, al término del año,

Verá cumplidas las palabras de la gitana.

—Tía —dijo Antonia cuando la extranjera hubo terminado—, ¿acaso está loca?

—¿Loca? No, criatura; únicamente es malvada. Es una gitana, una especie de vagabunda, cuya sola ocupación consiste en recorrer el país diciendo mentiras y sacándole el dinero a quien se le acerca honradamente. ¡Aléjate de ese bicho! Si yo fuese el rey de España, mandaría a la hoguera a todas las que no hubiesen salido de mis dominios en un plazo de tres semanas.

Pronunció estas palabras tan alto, que llegaron a oídos de la gitana. Ésta se abrió paso inmediatamente a través de la multitud y se acercó a las damas. Las saludó tres veces a la manera oriental, y luego se dirigió a Antonia.

LA GITANA

¡Señora! ¡Gentil señora! Sabed Que puedo adivinaros el futuro. Dadme vuestra mano, y no temáis; ¡Señora! ¡Gentil señora! ¡Escuchad!

—¡Tía querida —rogó Antonia—, permitídmelo esta vez! ¡Dejad que me digan la buenaventura!

—¡Tonterías, criatura! No te dirá más que mentiras.

—¡No importa; dejadme al menos oír lo que tenga que decir! ¡Vamos, querida tía! ¡Complacedme, os lo ruego!

—¡Bueno, bueno! Antonia, ya que tanto empeño tienes... Vamos, buena mujer, nos leerás la mano a las dos. Toma este dinero; ahora, dime la buenaventura.

Diciendo esto, se quitó un guante y le presentó la mano; la gitana la miró un instante, y luego le dio esta respuesta:

LA GITANA

¿La buenaventura? Sois tan vieja,

Buena señora, que ya está dicha:

Sin embargo, a cambio del dinero,

Os compensaré con un consejo.

Asombrados de vuestra infantil vanidad,

Vuestros amigos os tachan de loca,

Y sienten veros emplear vuestras artes

En cazar el corazón de algún joven.

Creedme, señora, que todo ha pasado

Cuando habéis llegado a los cincuenta y uno;

Los hombres rara vez querrán saber

Del amor de dos ojos que bizquean.

Seguid entonces mi consejo: dejad

Los afeites y lunares, la lujuria y el orgullo,

Entregad a los pobres esas sumas

Que tan inútilmente malgastáis.

Pensad en el Señor, no en los galanes;

En vuestras faltas pasadas, no en el futuro;

Y en que la guadaña del tiempo segará

El rojo cabello que corona vuestra frente.

El auditorio estallaba en risas durante el discurso de la gitana; y de boca en boca corrían «los cincuenta y uno», «ojos bizcos», «cabello rojo», «afeites y lunares», etcétera. Leonela se sentía casi sofocada de rabia, y cubrió a la maliciosa consejera con los más crueles reproches. La curtida profetisa la escuchó con sonrisa desdeñosa: finalmente, tras una breve respuesta, se volvió hacia Antonia:

LA GITANA

¡Id en paz, señora! Lo que os digo es cierto;

Y ahora, vos, mi joven y amable señora;

Dadme vuestra mano, dejadme ver

Vuestro futuro, y los designios del cielo.

Al igual que Leonela, Antonia se quitó el guante y presentó su blanca mano a la gitana, quien tras estudiarla un momento, con una expresión a la vez de compasión y de asombro, pronunció su oráculo con las siguientes palabras:

LA GITANA

¡Jesús! ¡Qué palma tenéis!

Casta y amable, joven y pura,

De espíritu y cuerpo perfectos,

Seríais la bendición de un hombre bueno.

Pero, ¡ay!, esta raya revela

Que la muerte se cierne sobre vos;

Un hombre sensual y un demonio taimado

Se unirán para labrar vuestro mal;

Y de la tierra, arrebatada por el dolor,

No tardará vuestra alma en ir al cielo.

Pero para diferir los sufrimientos,

Recordad lo que os digo.

Cuando veáis a alguien muy virtuoso

Y éste resulte ser hombre

Cuya alma no acosa ningún crimen

Ni se apiada de las flaquezas del otro,

Recordad lo que os dice la gitana:

Por bueno y amable que parezca,

¡Las obras buenas ocultan a menudo

Corazones repletos de lujuria y orgullo!

¡Hermosa doncella, con lágrimas os dejo!

No os apene mi predicción,

Sino someteos resignada,

Aguardad serena la desdicha inminente,

Y esperad la dicha eterna

En otro mundo mejor.

Dicho esto, la gitana giró sobre sí tres veces, y luego echó a correr por la calle con gesto frenético. La multitud la siguió; y despejada ya la puerta de Elvira, entró Leonela en la casa, irritada con la gitana, con su sobrina y con la gente; en suma, con todos menos consigo misma y con el caballero encantador. Las predicciones de la gitana habían afectado considerablemente a Antonia, también; pero no tardó en disiparse esta impresión, y unas horas después había olvidado la aventura tan completamente como si nunca hubiera tenido lugar.

Capítulo II

Fórse sé tu gustassi una sól volta La millésima parte délle gióje, Ché gusta un cór amato riamando,

Diresti ripentita sospirando, Perduto é tutto el tempo Ché in amar non si spénde

TASSO

Después de escoltar los monjes a su prior hasta la puerta de su celda, fueron despedidos por éste con un gesto de consciente superioridad, en el que la apariencia de humildad luchaba con la realidad del orgullo.

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